30 nov 2010

El hijo de nadie


(De Raúl Scalabrini Ortiz)

El Hombre de Corrientes y Esmeralda, que para mí será  el Hombre por antonomasia, desciende de cuatro razas distintas que se anulan mutuamente y sedimentan en él sin prevalecimientos, pero algunas de cuyas costumbres conserva, negligente, a través de las metamorfosis corporales en que se busca afanosamente a sí mismo. Ninguna de ella media en sus sanciones, aunque hay resabios de su prehistoria biológica que hablan de mundos más gratos. Por eso los que atesoran unos pesos no pierden su escapadita a Europa. Su tolerancia tiene un cimiento firme en su progenie cosmopolita. Nada humano le es chocante, porque no le atenaza la herencia de ningún prejuicio localista. El hombre porteño tiene una muchedumbre en el alma. Cada grito encuentra un eco en que se prolonga sin extenuarse y sin perturbar a los demás. Es indulgente, pero no ecléctico. El eclecticismo le desplace porque insinúa debilidad o doblez de carácter. Su indulgencia no es flojedad: es vacilación entre cosas que no le atañen, porque, fuera de sí mismo y del espíritu de su tierra, pocas cosas concitan la pasión del Hombre de Corrientes y Esmeralda. Sólo en su destino y en los sentimientos adicionados a él, es intransigente. No discute jamás estos temas: se aparta de los que disienten. Pero en las emergencias en que su propia existencia no está en juego, yergue una sonrisa.
Como si no se dirimieran trámites suyos, se ríe sin embozo de los sainetes en que los europeos, gringos, gallegos, turcos o franchutes se trenzan en baladronadas nacionales. Y es que los asuntos europeos, con estar tan cerca, están más lejos de él que si estuvieran en la luna. El hombre porteño es en sí mismo una regulación completa, oclusa, impermeable; es un hombre que no pide a la providencia nada  más que un amigo gemelo para platicar. El hombre europeo es siempre un segmento de una pluralidad, algo que unitariamente aparece mutilado, incompleto. El porteño es el tipo de una sociedad individualista, formada por individuos yuxtapuestos, aglutinados por una sola veneración: la raza que están formando.
El porteño, habituado a su aislamiento, es de albedrío rápido, de despejos bruscos, despabilado en la eventualidad. El europeo es mutualista, precavido y lento en sus reacomodos personales inopinados.
Por eso el hijo porteño de padre europeo no es un descendiente de su progenitor, sino en la fisiología que le supone engendrado por él. No es hijo de su padre, es hijo de su tierra. “Sorprende, dice Emilio Daireaux, que era francés y buen mirador del país, que el hijo criollo nacido de padre extranjero sea capaz de enseñar a su padre la ciencia de la vida, tan difícil de aprender para el que se  trasplantó a un país nuevo”. Y cuenta que en una excursión se produjo un desperfecto en el carruaje de un extranjero radicado desde mucho tiempo atrás en Buenos Aires. “Su hijo, de diez años de edad, nacido en el país, bajó del coche. Cortó, recortó, hizo nudos mágicos y corrigió el desperfecto. Al volver a su casa, dijo a su madre, de la manera más natural del mundo, sin orgullo, sin presunción: –¡Ah, mamá, si no hubiera estado yo allí, no sé cómo se las hubiera arreglado papá!”.
Y era verdad. Esta facilidad para salir de apuros, para encontrar recursos en sí mismo, en circunstancias difíciles, en resolverlo todo en plena pampa, que es instintiva del joven americano, sorprenderá siempre al viejo europeo, maduro y de experiencias, pero mal preparado para el aislamiento”.
Ese individualismo intrépido, que afronta la fatalidad con desenvuelto ademán, que no reconoce lindes a su independencia, que atropella y desquicia todos los principios de la sociedad europea, que derrocha su acopio vital en futesas y pasatiempos sin utilidad material, hiende un abismo entre el padre y el hijo. El padre se abochorna de sus impedimentos, y el hijo, sin zaherirlo, se burla del padre. La potestad paterna es un mito en Buenos Aires cuando el padre es europeo. El que realmente ejerce la potestad y tutela es el hijo. “Mirá, vos no te vas a burlar de mi viejo ¿sabés? El tano es bueno y lo tenés que respetar”. Así, cuatro millones de italianos que vinieron a trabajar a la Argentina, después de la maravillosa digestión, cuyos años postrimeros vivimos, no han dejado más remanente que sus apellidos y unos veinte italianismos en el lenguaje popular, todos muy desmonetizados: Fiaca. Caldo. Lungo. Laburo. 
La convivencia precaria  tiende al dominio del régimen, al establecimiento de disciplinas y escalafones invulnerables. El hombre importa menos que la clase, o la casta. Sin mucho error, puede asegurarse que en Europa, en las naciones más alardeadoras, todo está prescripto. Cada generación se instruye cuanto puede en la anterior, y hasta lo emergente va encuadrado en cierta previsión estratégica y cooperativa. El que hipotecara su trabajo futuro –como es hábito aquí– sería tildado de loco. De tanto rodar, el europeo es ya un pedrusco sin aristas, un canto rodado del tiempo y de las corrientes culturales. Hasta sus arrebatos, esas ebulliciones intempestivas, salen ya refrenados por una educación instintiva. Ser extrañado de su clase en Europa es pena que amedranta más que ser desterrado de su país en América. Ciertas regiones europeas desmienten mi generalización  –demasiado sucinta para ser firmemente exacta–  con su confesión fácil, su irascibilidad, su turbulencia palabrera, pero esos ímpetus son excepciones y no rutina cotidiana, en que actúan sumisos, semejantes a los demás, en una palabra: conjeturables.
El porteño es, en cambio, indeductible. Ni su jerarquía pecuniaria, ni la estirpe de sus ascendientes, ni la índole de sus amigos dan pie a la inferencia de sus ideas o de sus sentimientos. Hay obreros conservadores y plutócratas revolucionarios. Lo ajeno no contagia al porteño. El porteño es inmune a todo lo que no ha nacido en él. Es el hijo primero de nadie que tiene que prologarlo todo.
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Imagen: Raúl Scalabrini Ortiz. Estampilla conmemorativa.
Fragmento tomado del libro: El hombre que está solo y espera.    

29 nov 2010

Poeta de Buenos Aires


(De Fernando Guibert)

Al pie en el día ardiendo en Buenos Aires
toda la tarde y noche al pie velando,
aquí y yo y a pujos, poeta al pie de Buenos Aires,
al pie de pie sobre la base y piso aparentemente inconmovible
y vanagloriosa plataforma pétrea,
al pie de pie de sus terribles huesos de edificios
en perpendicular desfiladero
cerrándose, cortándose,
al pie en la acera plana o al pie del vértice cualquiera
de cualquier esquina y humo giratorios,
bajo el invisible aguacero, piedras caen,
de crueles lluvias y letreros,
sobre el colgante puente de un balcón y otro balcón cualquiera
en cualquier piso, el asustado corazón en vértigo,
entre el viento sin tapas de los ruidos, violándose el silencio,
entre el silencio, soledad y la compañía,
entre los polvos, arena de lo sucio
y las cortantes cintas de las ajenas voces
que me arrastran, me endulzan y me ahorcan,
entre mi propio territorio cercado de los otros,
lo que es mío es y de los otros, estricto patrimonio
y nuestra herencia grande o sórdida,
al pie de mis andantes pies,
al pie de mi cabeza y de mis pelos pájaros
me encuentro,
así sin honda
y Daviduelo a su Goliat el reto.
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Imagen:  Buenos Aires desde Puertro Madero (foto: skyscrapercity.com).

Fortaleza


(De Eduardo Gotthelf)

Cuando llegué, me enteré de que mi padre había fallecido. Abrieron el ataúd para que pudiera verlo. Era la primera vez que veía un muerto, pero no me impresioné.
Lo sueño todas las noches.
Cuando llegué, me enteré de que mi padre había fallecido. No abrieron el ataúd. No me dejaron ver su cuerpo, quisieron evitarme la impresión.
Lo sueño todas las noches.
Cuando llegué, me enteré de que a mi padre se lo habían llevado. Sólo encontramos su nombre impreso en una lista. Nunca hubo ataúd ni cuerpo.
Lo soñamos treinta mil noches.
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Imagen: Desaparecidos (Foto de agencianova.com).
Cuento tomado de Grageas 2, Antología de cuentos breves, Ediciones Desde la Gente, 2010.

Villa Sauze, extinguido barrio de Buenos Aires



(De Arnaldo Ignacio A. Miranda)

En 1896, el doctor Luis Adolfo Sauze inició el loteo de un incipiente núcleo urbano denominándolo Villa Sauze, intentando que su apellido perdurara en la nomenclatura urbana.

Los terrenos sobre los cuales tuvo existencia efímera este barrio formaron parte ab urbe condita de una amplia franja de tierras ubicadas al rumbo oeste, conocidas durante el siglo XVII como Pago de La Matanza (1). En aquellos tiempos formaron parte de una gran chacra que fue sucesivamente propiedad del capitán 
Mateo Leal de Ayala y del deán doctor José de Andújar. Este último la vendió en 1779 a don Isidro Lorea, destacado escultor muerto durante la invasión inglesa de 1806 (2).
A afectos de brindar una mejor ubicación y de acuerdo con las referencias actuales, la antigua chacra de Lorea comprendía el perímetro delimitado por el Riachuelo, al sur; Pedernera-General José G. Artigas, al oeste; avenida Álvarez Jonte, al norte y Boyacá-Carabobo al este (3). Ya hacia 1801 el renombrado escultor había  iniciado el fraccionamiento de su latifundio resultando compradores de quintas, oscilantes entre cinco y diez hectáreas, Miguel Uzal, José Santos López y Melo, Rafael Ricardo y Roque Jacinto Pintos, entre otros (4). Seguiremos la evolución de la finca perteneciente al último nombrado por ser de interés para nuestro trabajo.

PANORAMA ENTRE 1810 Y 1890
Roque Pintos fue un labrador que no introdujo grandes mejoras en el lugar que ocupó desde 1801. Con fecha 13 de octubre de 1823, vendió su propiedad al presbítero Eusebio Trillo, quien dos años más tarde anexó una fracción lindera por compra que realizó a la viuda de Rafael Ricardo (5). Se trataba de una propiedad de diez cuadras y media de frente, por quinientas varas de fondo, lindante al norte con terrenos de la Chacarita de los Colegiales, al este con los sucesores de Agustín Pesoa, al sur, calle en medio, con José Santos López y al oeste con Alonso José Ramos (6). Tomando como base calles actuales, este predio se encontraría demarcado por las avenida Gaona y las calles General José G. Artigas, Álvarez Jonte y Boyacá (7).
El sacerdote introdujo notables mejoras en estos terrenos incultos, edificando algunos ranchos de paja y adobe con puertas de tabla y procurando la proliferación de plantíos y diversas especies arbóreas.
Luego de una breve enfermedad el doctor José Eusebio Trillo dejó de existir en casa de su hermana hacia noviembre de 1838 (8). Los parientes colaterales del cura entraron en un largo pleito con el objeto de adjudicarse un capital superior a los doscientos treinta mil pesos ($ 230.000) de aquella época (9). Finiquitada la causa judicial, luego de casi veinte años, el inmueble objeto de esta investigación fue vendido en pública subasta el 20 de noviembre de 1856, resultando comprador el martillero Santiago Oliden (10).
Al día siguiente Oliden traspasó el dominio adquirido a favor de don Antonio Dunoyer, cónsul general del rey de Cerdeña, quien a su vez, cuatro meses después, en marzo de 1857, declaró que la mitad del bien adquirido correspondía a Juan Bautista Piana (11).
Fallecido Antonio Dunoyer el 10 de marzo de 1875 bajo los términos contenidos en su testamento ológrafo, resultaron herederos sus sobrinos Manuel y Antonio, quienes, de común acuerdo con Piana, dividieron materialmente el terreno de sur a norte (12).
Transcurridos 12 años más, el 18 de mayo de 1857, resultó comprador de la parte correspondiente a los derechohabientes del reputado cónsul general, Luis Mascardi (13). Desde aquel día y por el término de casi tres años se realizó una dilatada serie de ventas y negociados con claros fines especulativos, al igual que ocurrió con otras propiedades linderas.
He aquí una lacónica reseña de lo sucedido: Mascardi vendió el 31 de mayo de 1887 a los señores Emilio Vily, Manuel Sánchez, Tomás Nocetti y Juan Spinetto quienes, pocos días después, el 10 de junio, lo traspasaron a favor de Pedro Guiñazú (14). Este último lo enajenó el 26 de setiembre del mismo año a Juan Parpaglioni quien, a su vez, lo hipotecó algunos días más tarde a favor del Banco Hipotecario de la Provincia de Buenos Aires por la suma de trescientos mil pesos ( $ 300.000) moneda nacional en células serie “K” (15). Como resultado final de estas maniobras arribamos al 8 de octubre de 1889, fecha en la que resultó adquirente la sociedad que giraba en plaza con la denominación de Constructora San José de Flores (16).
Se trataba en aquella época de “un terreno de chacra ubicado en el Cuartel V de la Parroquia de San José de Flores sobre calle de Gauna compuesto de doscientos veinte y cuatro metros con noventa centímetros de frente al sudeste, teniendo en el fondo en el costado nord-este mil trescientos noventa y ocho metros, por el costado sudoeste mil trescientos cincuenta y cuatro metros con cuarenta centímetros y por el contrafrente al noroeste doscientos metros con treinta centímetros” (17).
En poco tiempo más se intentaría formar sobre la extensión descripta un barrio metropolitano con singulares características.

NACE VILLA SAUZE
La Constructora de San José de Flores, presidida entonces por Mariano Escalada, sufrió diversas alternativas. Hacia mediados de 1892 la compañía carecía de liquidez y enfrentaba serios inconvenientes para cumplir con los impuestos de sus inmuebles y servicios de la hitpoteca de marras.
En ese estado de cosas apareció Manuel Chaves –testaferro de Luis Sauze, como veremos más adelante–, quien propuso al directorio de la empresa en su sesión del 2 de julio de 1892 la compra del bien raíz en cuestión, todo lo cual fue aceptado teniendo en cuenta que “debido a las ventas que en público remate se han hecho en Villa Santa Rita, propiedad lindera a la que se solicita y a los precios obtenidos en distintos remates de cuatro y once centavos la vara cuadrada como máximo”. La transacción fue verificada por documento privado (18).
Con fecha 13 de diciembre de 1895 se conoció el nombre del verdadero comprador cuando Chaves otorgó declaratoria al favor del jurisconsulto Luis Adolfo Sauze, explicando que la compra hecha en 1892 había sido por cuenta, orden y con dinero de éste (19).
El nuevo adquirente debió hacerse cargo del gravamen persistente más sus intereses,  multas y amortizaciones. De tal forma surgió la idea de dividir materialmente la extensión obteniéndose veintidós manzanas de ciento cuarenta varas por lado cada una. Se propendió a la apertura de algunas calles públicas, tal el caso de las actuales Fray Cayetano y Caracas, ambas paralelas a Sud América (hoy General José G. Artigas), que ya figuraban en la nomenclatura del 27 de noviembre de 1893 (20). Respecto de las arterias corrientes en sentido oeste-este, fueron prolongadas de la pujante Villa Santa Rita surgida el 5 de septiembre de 1889 (21). Conforme la aludida Ordenanza, ellas se denominaron: Dúngeness. Vírgenes, Monte Egmont, Monte Dinero, Deseado, San Julián, San Matías, Camarones, San Blas y Médanos. Actualmente se llaman Luis Viale, Galicia, Tres Arroyos, Doctor Luis Beláustegui, Remedios Escalada de San Martín, General  César Díaz, Alejandro Magariños Cervantes, Camarones, San Blas, y Juan Agustín García, respectivamente (22). Al igual que sus linderos estaba atravesado por el arroyo Maldonado, hoy entubado bajo la avenida Juan. B. Justo.
El loteo propiamente dicho comenzó el 27 de febrero de 1896, extendiéndose hasta después de 1901. Sin embargo, algunos años más tarde, esta pretendida denominación quedó subsumida al surgir el barrio metropolitano llamado Villa General Mitre, el 15 de septiembre de 1908.
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(1) Cunietti-Ferrando, Arnaldo: San José de Flores, el pueblo y el partido, 1580-1880.
(2) Miranda, Arnaldo Ignacio Adolfo: La quinta de la familia Miranda en el Pueblo de San José de Flores.
(3)  y (4) Ibidem.
(5) A.G.N.; Registro 4 de 1823, escribano Manuel de Llames.
(6) Miranda, Arnaldo Ignacio Adolfo: Villa General Mitre, origen de un barrio de Buenos Aires (Inédito).
(7) Ibidem.
(8) A.G.N.; Sucesiones, legajo 8459. fs 1 y ss.
(9) Ibidem.
(10) y (11) A.G.N.; Registro 7 de 1856, escribano Teodoro Vila.
(12) A.G.N.; Registro de la Propiedad Inmueble de la Capital, tomo 209, folio 361.
(13) Archivo de Protocolos Notariales de la Provincia de Buenos Aires. Registro 44 de 1887, escribano Bernardo Folkeland.
(14) Ibidem.
(15) A.G.N.; Registro 52 de 1889, tomo 2do, escribano Doroteo Máximo Piñero.
(16 ) y (17) Ibidem.
(18) A.G.N.; Registro 52 de 1895, folio 441, escribano Doroteo M. Piñero.
(19) Ibidem.
(20) Miranda, Arnaldo Ignacio Adolfo: Villa Santa Rita, sinopsis histórica de un centenario barrio porteño.
(21) Ibidem, pág. 35.
(22) Miranda, Arnaldo Ignacio Adolfo: Villa Santa Rita y Villa General Mitre, dos barrios porteños.

Imagen: Encabezamiento de venta de un lote en Villa Sauze (1903)
Nota tomada de la revista: Historias de la ciudad, número 36, junio de 2006.

26 nov 2010

Ayer no más


(De Eduardo Criscuolo)

El 2 de octubre de 1887 el empresario Francisco Seeber fundaba Villa Urquiza. Su nacimiento fue consecuencia de la construcción de un muelle en Dársena Norte. La llegada del ferrocarril en 1889 potenció el desarrollo del incipiente pueblo. El origen entrerriano de los primeros habitantes motivó que el nombre original de Villa Catalinas cambiara por el de Villa Urquiza, en homenaje al primer presidente constitucional argentino.

Era el 2 de octubre de 1887 y en los planos antiguos se puede observar que ya existía una población, Villa Mazzini, en tierras que pertenecían al partido de Belgrano. Se las conocía como Lomas Altas, ya que tenían una significativa altura de 40 metros sobre el nivel del mar. Por entonces Francisco Seeber presidía una empresa, Sociedad Muelles y Depósitos de Las Catalinas, cuyo fin era la construcción de un muelle en una zona cerca de Retiro. Como tenía necesidad de tierra para rellenar la zona, adquirió sesenta manzanas en ese lugar llamado Lomas Altas, que pertenecía a Francisco Cazón. En esa instancia comenzaron las excavaciones para llevar tierra a la zona cercana a la Dársena Norte.
Cuando esa tarea finalizó, Seeber decidió la venta de los terrenos y encomendó al ingeniero Emilio Agrelo parcelar el predio para su venta. Agrelo cumplió este propósito y resultaron de su tarea 66 manzanas. Fue el comienzo de Villa Catalinas. Así comenzó a nacer la población y entre los primeros vecinos se destacó Pedro Delponti, quien levantó allí su casa y un horno de ladrillos de suma importancia. Es justo consignar que Francisco Seeber fue combatiente de la Guerra del Paraguay y entre 1889 y 1890 Intendente de la ciudad de Buenos Aires y presidente del Ferrocarril Oeste.
El 13 de abril de 1889 el Ferrocarril Buenos Aires al Rosario inauguró la estación “Villa Catalinas” y al sur de la mencionada estación se instaló otra población que los vecinos llamaron Villa Modelo, ubicada entre las actuales calles Bucarelli, La Pampa, Olazábal y avenida Triunvirato. El 18 de octubre de 1901, a pedido de un grupo importante de pobladores entrerrianos, se decidió darle a la zona el nombre de General Justo José de Urquiza, al cumplirse el centenario de su nacimiento. Y así ingresó en la historia de Buenos Aires el barrio de Villa Urquiza o mejor dicho de Urquiza: el Villa surgió tiempo después.

EN EL MEDIO DEL CAMPO
Claro que Urquiza no era ni remotamente la barriada que es hoy. El grueso de la población se asentaba en los alrededores de la plaza Echeverría y pasando la calle Monroe ya se vislumbraba la pampa. En la mitad del siglo XIX una extensa zona pertenecía a tres terratenientes: Micaela Banegas, Juan Santillán y Roberto Sebastián, que terminarían agregándose a lo que hoy comprende el  barrio de Villa Urquiza. La propiedad de Micaela Banegas abarcaba la zona comprendida entre las costas del Río de la Plata hasta las tierras de Manuel Lynch, aledañas a lo que hoy es el partido de San Martín, entre las calles Monroe y Congreso. Al sector que nace en ésta y se extiende hasta la calle Republiquetas (hoy Crisólogo Larralde) se lo conocería como “La Siberia”. Cuando murió Micaela Banegas las tierras pasaron a poder de su yerno Laureano Oliver y posteriormente fueron divididas en grandes parcelas que se vendieron a Francisco Cayol, treinta manzanas entre Franklin D. Roosevelt, Pedro  Ignacio Rivera y Altolaguirre. Parte de estos terrenos serían adquiridos por Francisco Chas e hijos.
La fracción propiedad de Juan Santillán era de gran extensión y abarcaba desde Cramer hasta José Gervasio de Artigas entre Olazábal y Monroe. Luego fue vendida a Julio Caprera, que las parceló y las puso en venta. Entre los compradores estaban Santiago Rolland y Emilio Agrelo. Finalmente, las tierras de Roberto Sebastián incluían los terrenos delimitados por las calles Cramer hasta avenida De los Constituyentes, entre La Pampa y Olazábal. Varios años después, sus descendientes las vendieron, y figuraron entre sus compradores Vicente Chas, la familia Lacroze y Pedro Delponti.
Los primeros vecinos tenían como fuente de ingreso la explotación agrícola-ganadera, ya que contaban con grandes extensiones de campo. También los hornos de ladrillos funcionaban muy bien. Poco a poco comenzaron a instalarse industrias y fábricas de mayor envergadura, por ejemplo la Cooperativa Cristalera y la Cooperativa Tabaquera Italiana Francesa, que luego adoptó el nombre de  Avanti S.A., ubicada en la calle Guanacache (hoy Franklin D. Roosevelt) y Burela, sin olvidar la famosa Panificación y Fideería El Mercurio sita en Álvarez Thomas y Bebedero (hoy Pedro Ignacio Rivera). No podemos dejar de lado a la pulpería “La Reja”, propiedad de Jorge Janetti, ubicada donde hoy se encuentra el Banco de la Nación Argentina (Franklin D. Roosevelt y avenida Triunvirato).

LOS LÍMITES ORIGINALES
En una guía Filcar de 1962, publicada con la expresa mención de que se trataba de la división provisoria del municipio, podemos observar que en ese entonces los límites de Villa Urquiza eran los siguientes: Pampa  (hoy La Pampa), Plaza, avenida General Paz y avenida De los Constituyentes, que luego pasaron a ser La Pampa, Dr. Rómulo S. Naón, Franklin D. Roosevelt, Tronador, San Francisco de Asís, vías del Ferrocarril Mitre, Núñez, Republiquetas (hoy Crisólogo Larralde) y avenida De los Constituyentes. Surge de estos mapas que en 1962 Villa Urquiza abarcaba el Parque General Paz (donde se encuentra el Museo Saavedra), el barrio Cornelio Saavedra, el predio donde se levanta el polideportivo Sarmiento y parte del actual barrio Saavedra.
Villa Urquiza siempre fue un barrio donde sentaron sus reales el tango y la milonga. Cristina Sirouyan, del diario Clarín, distingue doce rincones para descubrirlo y encuentra en Urquiza las huellas de Gardel y Goyeneche y del legendario Club “Sunderland”. El barrio tenía algo de orillero, territorio amado por Jorge Luis Borges, donde no llegaban las luces del Centro. Se ganó el corazón de afamados autores de tangos y acumuló sentidas letras con porteños de buen porte y estilo refinado, capaces de salir a la pista a dar cátedra.
El Club “Sin Rumbo” fue rebautizado como “La Catedral del Tango”. Celedonio Flores, vecino de “La Siberia”, escribió allí los tangos La Mariposa y 96, este último en homenaje al tranvía del barrio. Y de Villa Urquiza son Jorge Casal, el cantor del barrios, de rica trayectoria, y Pacífico Lambertucci, que con su bandoneón le dedicó el tango Carne de cabaret. Así nació un estilo de baile de salón, de pasos más largos y parejas abrazadas con más suavidad que en las milongas del Centro: es el “estilo Villa Urquiza”.
El mundo villurquero conoció a ilustres figuras que pasaron por el famoso teatro “25 de Mayo”, creado por iniciativa comunal en 1929: Carlos Gardel, Libertad Lamarque, Agustín Magaldi, Azucena Maizani, Edmundo Rivero y el afamado pianista Bruno Gelber. Otras disciplinas convirtieron a Villa Urquiza en un barrio de prestigio, como el poeta Ricardo Molinari y la escritora Norah Lange.

BARRIO DE QUINTAS
Entre las calles Olazábal, Constituyentes, Mendoza y Ceretti se hallaba la famosa quinta Frisiani, que en 1921 fue rematada en 124 lotes y en 60 mensualidades por la firma Rodolfo P. Perocco. Pero no fue ésta la única quinta de prestigio en el barrio, ya que se encontraba además la de Antonio Mezzotero, ubicada entre Pampa, Plaza, Echeverría y Tronador. En la calle Bauness entre Mar Chiquita (Tomás Le Bretón) y Congreso, estaba la gran casaquinta donde habitaba la familia Ivanissevich y que había sido propiedad de las familias González y Ouviñas. Allí vivió su infancia Magda Ivanissevich de D’Angelo Rodríguez, cuyos recuerdos dieron origen al libro titulado La ciudad de mi infancia, donde la autora  relata interesantes notas sobre el barrio de aquel entonces. Puede citarse, además, una buena cantidad de quintas como Villa Sorrento, de Amalia S. de Miletti en Burela al 2100; Villa Biarritz, propiedad de Antonio Aramburu también en Burela al 2100; Villa Isabel, en Mendoza y Andonaegui, de Francisco Marini; Villa Mauricio, de Enrique Schuman en Mendoza al 2100, y tantas más que se fueron desperdigando en el tiempo.
La plaza Echeverría fue creada por Ordenanza Municipal del 28 de noviembre de 1894 en la manzana formada por las calles Bebedero (Pedro Ignacio Rivera), Bauness, Nahuel Huapi y Capdevila, abarcando una superficie de 9.858 metros cuadrados. Posteriormente se instaló un quiosco para la banda de música, que el 5 de febrero de 1897 quedó constituida con el patrocinio de la Sociedad Operai Italiani bajo la dirección del maestro Vicente Romagnoli y actuaba los domingos interpretando marchas y piezas clásicas. En 1905 la plaza se ensanchó con un lote que el Municipio adquirió a la sucesión de Carlos Lavarino. En 1908 fue remodelada con la instalación del alumbrado a gas, la construcción de caminos de ladrillos y el diseño de jardines.
En el centro de la plaza se colocó inicialmente un mástil, emplazado el 12 de octubre de 1936 en solemne acto, ante la presencia de alumnos de las escuelas de la zona. Fue bendecido por el Padre Ruano, cura de la parroquia Nuestra Señora del Carmen. El mástil fuego fue trasladado a una plazoleta vecina entre las calles Tomás Le Bretón, Bauness y avenida Triunvirato. El 23 de agosto de 1942 se inauguró el monumento al patrono del barrio, el general Justo José de Urquiza, acto que contó con la presencia del Intendente Municipal y familiares del prócer. El monumento es obra del escultor Pablo Tosto. Una placa de bronce informa acerca del homenaje que se  le tributó el 25 de mayo de 1915.
Villa Urquiza es uno de los barrios más importantes de Buenos Aires. Una extensión de manzanas con edificación diversa, muchas viviendas que recuerdan el pasado cercano y muchas otras modernas le prestan una característica especial, además de contar con un centro comercial de prestigio. El doctor Rosenthal, en su artículo “Inventario Urbano. Villa Urquiza”, publicado en el número 138 de la revista Vivienda (1989), manifiesta: “Asomándose por uno de sus vértices a la avenida General Paz y, por ende, a la provincia de Buenos Aires y extendiéndose hasta La Pampa y Rómulo Naón, la superficie casi geométrica de Villa Urquiza comprende aspectos muy diferentes entre sí. Casas antiguas, hermosos chalets, edificios de departamentos en calles amplias, soleadas, arboladas. En general, Villa Urquiza es un hermoso barrio”.
La médula del barrio están en la avenida Triunvirato, alimentada por calles afluentes como las avenidas Congreso, Monroe y Olazábal que le prestan, en conjunto, un movimiento inusitado de vehículos y peatones. Paralelamente, las avenidas Álvarez Thomas –que comprende, con su continuación Galván, el circuito de salida de  la Capital Federal– y De los Constituyentes colocan al barrio en una posición envidiable dentro del ejido urbano.
Claro que esta situación no compromete en absoluto las zonas donde Villa Urquiza adquiere el sosiego y esa misteriosa virtud que suele brindar la tranquila visión de calles arboladas, donde el atardecer va dejando los últimos rayos de sol y, parafraseando a Jorge Luis Borges en Fervor de Buenos Aires, “el horizonte se acurruca en lo lejos”.
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Imagen: La calle Pedro Ignacio Rivera  -hasta 1960 Bebedero-, a fines del siglo XIX cuando se la conocía como Nº 3. (Foto gentileza de la familia Cañardo).
Nota extraída del periódico El Barrio; octubre 2007.

El pasaje Del Signo


(De Enrique Mario Mayochi)

Es uno de los muchos pasajes que existen en Palermo. Va de Este a Oeste y sólo tiene  una cuadra de extensión, yendo en su numeración del 4001 al 4100, desde Jerónimo Salguero 1652 a Medrano 1701, con código postal 1425.
Elisa Casella de Calderón, quien en 1982 lo recorrió y describió, lo calificó de “íntimo” por su escasa anchura, que otrora hacía dificultoso el paso de grandes carros, diciendo sobre su origen que bien pudo ser parte de un brazo de agua que llegaba hasta la laguna cercana –que en el siglo XIX se formaba por lluvia en la hondonada que, rellenada en gran parte, hoy corresponde a la plaza Güemes– o el resto de un camino interior de una de las muchas quintas que por allí había.
En antiguos planos figura con el nombre de las calles que lo flanquean, Paraguay y Soler. El que ahora ostenta, Del Signo, le fue dado por ordenanza municipal en 1893, denominación que para algunos vecinos de imaginación frondosa tenía algo de misteriosa, siendo muchos –así lo escuchamos decir siete década atrás– los que lo atribuían a un supuesto dibujo o jeroglífico de carácter maléfico que alguna vez habría existido por allí, aunque nadie aseguraba haberlo visto ni de lejos. En realidad, recordaba a Norberto Javier del Signo, un abogado cordobés que se plegó a la Revolución de Mayo y, siendo asesor del gobierno de Salta, se incorporó como auditor al ejército enviado desde Buenos Aires a las provincias norteñas o “de arriba”, lo que lo llevó a asistir a choques bélicos, como Cotagaita, Suipacha, Huaqui y la primera Sipe-Sipe. Su nombre se mencionó cuando hubo que reemplazar al Director Supremo Posadas y al tener que designarse en Córdoba diputados al Congreso de Tucumán, pero en ningún caso fue elegido. Vivió entre 1777 y 1817.
Desde las últimas décadas del siglo XX, el pasaje Del Signo es atractivo por la calidad de sus edificios, algunos de propiedad horizontal y de construcción relativamente reciente. De día llama la atención por la tranquilidad ambiental y por la noche ostenta un aspecto agradable por la buena iluminación pública y privada que posee. Pero no era todo así en la década de 1940 porque allí se mezclaban con buenas y trabajadoras familias ciertos individuos de dudosa traza y pocas pulgas, a los que los díceres del vecindario vinculaban con el juego clandestino, la oferta carnal y otras lindezas. Quizá hubiera algo o mucho de exagerado en esto, pero el rumor corría. A tal punto era así que algunos lo consideraban de paso peligroso, especialmente cuando se marchaba el sol, en esas horas en que se exhibía lóbrego porque siempre había alguien dispuesto para lapidar las lamparillas eléctricas que “cada muerte de obispo” (dicho bien válido por entonces porque no abundaban los prelados en el país) colocaba la administración municipal. Hasta se afirmaba que el cartero y las celadoras del "Coro de Ángeles" parroquial preferían no correr el riesgo de ingresar al pasaje. Aquél y éstas dejaban cartas e invitaciones en una panadería que estaba en la intersección con Medrano, cuya dueña –¿se llamaba María Quindimil?– las entregaba a sus destinatarios cuando llegaban al mostrador para hacer alguna compra.
El final de un largo juicio sucesorio y la derogación de la Ley de Alquileres contribuyeron a cambiar para su bien a Del Signo, hoy hermoso rincón que dejó en el olvido leyendas y temores.
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Imagen: Nomenclador de la calle. (Foto rubderoliv).
Tomado de la revista: Historias de la ciudad. Una revista de Buenos Aires, Nº 37, agosto de 2006.     

24 nov 2010

Primeras y segundas huelgas del siglo XIX


(De Mario Tesler)

Al  iniciar la lectura de las  memorias de los más nombrados autores sobre el origen del movimiento obrero argentino aparecen las primeras divergencias. Además de las razones ideológicas y políticas, esto también sucede con las referencias aportadas por cada uno de ellos sobre cuales fueron las primeras huelgas ocurridas en el país, durante la segunda mitad del siglo XIX.
De manera unánime todos ellos consideraron equivocadamente a la huelga tipográfica iniciada en setiembre de 1878 como la primera. Pero esto no fue así, en realidad se trató de la primera gran huelga, pero posterior a otras que no carecen de valor como antecedente, aunque sí  de menor trascendencia y  duración.
Por razones de incumplimiento de las condiciones de trabajo convenidas, ya aparecen los primeros conflictos entre empleados y empleadores en la década del 50 del siglo XIX. En general los protagonistas de aquellos reclamos eran extranjeros, como ocurrió en 1855 con los coristas del Teatro Argentino viejo, que se negaron a trabajar si no se les daba una función a su beneficio.
La huelga, nueva modalidad de protesta obrera entonces difundida por Europa y los Estados Unidos, no tardó en mostrarse por diversos lugares de este país, protagonizada tanto por inmigrantes como por argentinos.
Los tripulantes de lanchas en la Boca del Riachuelo de los Navíos declararon un paro en 1871, disconformes por la rebaja de sus sueldos. En ese mismo año los serenos, policía nocturna de Buenos Aires, hicieron huelga por pago de haberes atrasados.
Con el epígrafe Marineros en huelga, en 1876, en el número 9.122 de El Nacional de Buenos Aires da una información según la cual "las autoridades marítimas han sometido y puesto en prisión [a] los marineros de cuatro buques que días pasados se declararon en huelga negándose terminantemente á percibir órdenes de sus patrones y llevando á fondear los buques que tripulaban á la canal esterior, en cuya paraje permanecieron varios días en actitud hostil".
La Razón, en un número especial conmemorativo editado en 1966, recuerda -precisamente- que en 1876 en Buenos Aires se denuncia el atraso de meses en el pago a maestros y empleados; por el mismo motivo varios agentes de policía de la Sección 1ra. se negaron a prestar servicio.
En La prehistoria del anarquismo en América, de Fernando Gonzalo, publicado en diciembre de 1924 por La revista internacional anarquista, editada en París, se recuerda a los aguateros de Rosario cuando en 1877 dejaron por varios días a esa ciudad sin agua, con motivo de una huelga.
La Unión Tipográfica, en la tarde del lunes 25 de diciembre de 1877, distribuyó una circular entre sus adherentes solidarizándose con los obreros de un diario porteño en conflicto, e invitando a todos ellos a no concurrir al lugar de trabajo.
Haciendo un gracioso malabar para mantener la imprecisión acerca de la editorial en conflicto, El Nacional en su entrega 9.386  informaba así a los lectores sobre el tema: "La empresa de un diario de la mañana, vecino nuestro, por cuya imprenta se publica un diario alsinista de la tarde últimamente fundado y redactado por un pariente muy cercano del dueño de la imprenta, ha sido víctima ayer de un sublevamiento por parte de los operarios encargados de la confección del diario". Para dar el motivo no anduvo con vueltas:"Reclamaban estos el abono de dos ó tres meses de sueldo que les adeudaba el diario de la tarde, y ante la inutilidad de sus esfuerzos para conseguirlo, resolvieron abandonar el trabajo...".
Como se puede apreciar los paros y las huelgas, éstas como modalidad de protesta extrema, por parte de los asalariados, ya se venían practicando en el país antes de producirse aquella del gremio tipográfico, entre setiembre y octubre de 1878, la mal llamada primera  por los autores de memorias sobre las luchas obreras argentinas
Después de esta errada coincidencia surge entre ellos la primera disidencia sobre cuál fue la segunda huelga. Esta vez también se equivocaron pero ya difiriendo entre sí sobre cuál fue y cuándo se produjo.
Para el tornero socialista Jacinto Oddone, en su Gremialismo proletario argentino (1971), la segunda huelga fue una de zapateros en 1887, con lo cual está de acuerdo el metalúrgico justicialista Alfredo López, según lo expresa en el libro Historia del movimiento social y la clase obrera argentina (1971); en cambio el tipógrafo anarquista Sebastián Marotta se la asigna, en El movimiento sindical argentino, su génesis y desarrollo (1960),  a los yeseros por la huelga concretada entre agosto y setiembre de 1882.  Una  diferencia  de  cinco años.
Aunque Oddone advierte que su enumeración la establece con lo hallado, no como resultado de una pesquisa metódica y exhaustiva, en este tema fue tomado con mucha fe, a pie juntillas, como decimos ayer, y sin verificación por parte de los estudiosos. Trabajos periodísticos, como Historia del sindicalismo: los obreros, la economía y la política (1967) de Mario Abellá Blasco, o ensayos, como la tesis de José Panettieri  sobre Los trabajadores en tiempos de la inmigración masiva en Argentina 1870-1910 (1966), obviaron comprobar si esto era así y repitieron lo afirmado por Oddone.
Es más, no compulsaron la información de Oddone con la de Marotta, gremialista cuya militancia se inició en 1903, circunstancia que le permitió conocer personalmente a no pocos actores de los jornadas de las luchas iniciales.
Aunque el antecedente de Marotta remonta en cinco años la fecha de la segunda huelga, a su vez también se sabe de otras que  precedieron a esa.
Es verdad que en el segundo semestre de 1882 los oficiales y yeseros van a la huelga. Con recordar en sus memorias esta huelga Marotta rescató un antecedente más, hasta entonces no difundido, pero que no es el inmediato posterior a la huelga tipográfica de 1878.
Entre los años 1878 y 1882, fechas en las cuales ocurrieron las respectivas huelgas de obreros tipográficos y yeseros, se produjeron otras y algunos conflictos laborales con similares características. Ya se cuenta con información fehaciente sobre doce de ellos, pero aún es probable develar la existencia de otros más.
De esos doce conflictos, seis se produjeron en 1878, en los tres años sucesivos uno en cada uno y en 1882 los tres restantes. No todos ellos ocurrieron en Buenos Aires pero sí nueve de éstos, los otros tres conflictos se produjeron en localidades del interior: San Nicolás de los Arroyos tuvo uno en 1878, en ese mismo año ocurrió otro en Salto y en 1882 le tocó a Rosario ser escenario del tercero.
No siempre estos conflictos culminaron en huelgas, o por lo menos no se cuenta con informaciones precisas que sí lo confirme. Es cierto que en algunos casos sólo se conoce el anuncio, pero en varios de ellos sí se concretó la huelga, según los medios periodísticos locales de entonces.
Solamente en uno de esos doce conflictos no aparece especificada la actividad laboral de los protagonistas, los once restantes corresponden a: barrenderos de calle, dependientes de farmacia, empleados de Aduana, policías, mayorales de tramway o tren-vías,  obreros del ferro-carril, cigarreros, costureras, albañiles y lancheros.
Los hombres pueden capitalizar en su haber el rol protagónico en diez de los doce conflictos. De los otros dos se encargaron solamente mujeres, y en ambos casos eran las costureras, el primero en Buenos Aires por el año 1880 y el segundo en Rosario dos años después.
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Imagen: Dibujo anarquista de las luchas obreras.

La librería “Peuser”, una tradición porteña


(De Marcelo L. Cáceres Miranda)

Fue don Jacobo Peuser un inmigrante alemán nacido el 28 de noviembre de 1843 en Camberg, pintoresca población de la provincia alemana de Hesse Nassau.
Tenía apenas 12 años cuando su familia decide trasladarse a las tierras del Plata y radicarse definitivamente en la República Argentina. Establecidos en la zona del litoral, el joven Jacobo comienza a trabajar en distintos establecimientos de artes gráficas, actividad que lo atrae, de las ciudades de Paraná y Rosario de Santa Fe. En abril de 1867, contando con sólo 23 años, se instala en Buenos Aires, donde abre un pequeño local de librería en la calle San Martín entre las de Cangallo (Tte. Gral. Juan D. Perón)  y Piedad (Bartolomé Mitre). Trabaja con tanto esmero en esta casi pasión que tomó por las artes gráficas, que el negocio le queda chico, por lo que ya al año siguiente le compra a don José A. Bernheim, uno de los precursores gráficos de la época, su renombraba “Librería Nueva”, ubicada en Cangallo 89 de la antigua numeración. En sus manos el establecimiento progresa día a día, agregando nuevos rubros como el rayado y encuadernación de libros. Tal es la actividad que desarrolla, que debe instalar otro negocio en la esquina de la calle Del Parque (hoy Lavalle) en su esquina con Uruguay.
Llega 1891 y su progreso no se detiene. Es entonces cuando pasa a instalarse en la esquina de Cangallo y San Martín, edificio que se convertirá en su Casa Central, y que acabó por incorporarse a la toponimia popular como: la esquina de Peuser. 
La necesidad de estar al día con su industria, le obliga a la adquisición de máquinas importadas para tipografías y otros trabajos especializados, con lo cual la falta de espacio hace que su establecimiento vuelva a quedarle chico. Es entonces cuando compra el predio de la avenida Patricios 567, en el barrio de Barracas, donde instala sus grandes talleres generales que permanecerán allí hasta su etapa final.
Su crecimiento y expansión no se detienen. Comienza a abrir sucursales en el interior de país, comenzando por La Plata en 1885 ¡a sólo tres años de fundada la ciudad!, y cinco años después lo hace en Rosario de Santa Fe, cuando se vislumbraba su conversión en el mayor puerto cerealero del país, decisiones con las que nos demuestra también su condición de pionero. Le siguieron Mar del Plata en 1920, Mendoza en 1923 y Córdoba en 1924. La propia ciudad de Buenos Aires gozaría de esta expansión descentralizadora que ponía sus servicios a la mejor comodidad de su clientela. En 1910 abre una sucursal en Once, en 1930 el Anexo Florida, en 1938 la sucursal Constitución y al año siguiente la de Boedo. En realidad una demostración de su fama en la venta de artículos de librería, escritoria e imprenta. No por nada era latiguillo popular: “Y… si no lo encontrás, andá hasta lo de Peuser”.  No sólo en librería y papelería. Abarcó los más variados rubros que las artes gráficas ofrecía: láminas artísticas, acciones, etiquetas para envases, boletos de tranvía, estampillas fiscales, recibos, pagarés, letras de cambio, libros escolares y comerciales; pero hubo algo que asoció su nombre a la posibilidad de orientarse no sólo en la ciudad, sino en el país entero: la Guía Peuser, imprescindible librillo de tapas rojas que llegó a no faltar en ninguna casa y a la que se recurría para consulta de cualquier duda o información que fuere necesaria en la ciudad. Estaban allí las calles, todas las líneas de tranvías y, conforme iban apareciendo, se agregaron las de ómnibus y colectivos y, finalmente, trolebuses, direcciones de todas las reparticiones, consulados, embajadas, salida de vapores, correos, en fin: todo.
Su primer número apareció en 1887 y desde entonces mensualmente se iba actualizando, con la información al día, sobre todo en el cambio de recorrido del transporte. Quién no recuerda por Florida el clásico y monótono pregón: “¡Salió la nueva Guía Peuser!, con los recorridos de todos los…”  El nombre “Peuser” llegó a ser sinónimo de “Guía”, a tal punto que, cerrada ya la casa, otro editor compró el nombre y la siguió publicando. A ésta debemos agregar la “Guía Peuser del viajero”, de mayor volumen que la anterior y en la que se publicaban todos los horarios de los ferrocarriles del país, tanto generales como locales, con tarifas de viajeros y cargas; además de los recorridos de los tranvías de capital y provincia con datos de las principales ciudades y pueblos del interior. A ambas, ninguna otra las igualó.
Pero hubo otro rubro en el que Peuser incursionó con éxito y del que, como recuerdos, perduraron por los años: la edición de tarjetas postales. Edificios públicos, avenidas, teatros, estaciones ferroviarias, parques y jardines, en fin, la vida y esencia de la ciudad plasmada como testimonio gráfico de las distintas épocas en que eran impresas. Para ello compraba las imágenes que tomaban los más importantes fotógrafos de la ciudad, como Harry G. Olds, Gastón Bourquin o Samuel Rimathé, entre otros. Para su mejor  identificación las series editadas eran numeradas, de manera de facilitar los pedidos a los comerciantes, tanto de la capital como del interior, de los cuales era distribuidor. En la actualidad existe  un muy bien detallado catálogo de todas estas emisiones, editado en 1997 por el coleccionista y comerciante del rubro Marcelo Loeb.
Don Jacobo Peuser falleció en Buenos Aires el 1° de noviembre de 1901. Sus descendientes y principales colaboradores continuaron con su obra por décadas con el mismo entusiasmo que él siempre brindó. La casa continuó en permanente progreso, incorporando todo nuevo método de impresión que apareciera, renovando su maquinaria para brindar siempre lo mejor a su clientela.
En 1961, la Asamblea de Accionistas aprueba la creación de una nueva razón social, bajo el nombre: “Peuser S.A.C.I.”, la que subsiste hasta el cierre definitivo de la tradicional librería tres años después, en 1964.
Como último recuerdo de aquel emporio, subsiste el edificio de la avenida Patricio 567, en Barracas, con su fachada prácticamente intacta, luciendo todavía en su frontis la leyenda “Fundado en 1867”, mudo testimonio de lo que fuera uno de los mayores talleres gráficos del país. Sin embargo, en parte de él, funciona hoy en día un establecimiento gráfico que, según cuentan familiares de Peuser, utiliza como oficina el primer piso donde aún se conserva parte del mobiliario original que perteneció al fundador: Jacobo Peuser. Ironías del destino.
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Imagen: Los talleres gráficos “Peuser” en avenida Patricios 567 (Foto: Hist. de la Ciudad).
Nota tomada de: Historias de la ciudad. Una revista de Buenos Aires, Marzo 2001.

23 nov 2010

De lo que abraza la gente


(De María Cristina Rolnik)

En la ciudad, por la calle, si hay sol de invierno, uno puede levantar la vista de la acera y mirar.
En el Once, un morocho petiso y fuerte espera el semáforo en una esquina. Abraza un maniquí de mujer cubierta, sólo el torso, con polietileno. Las piernas se estiran blancas y rígidas para delante, las uñas de sus pies están pintadas de rojo. El tipo sonríe todo el tiempo.
En Palermo una chica de ojos muy abiertos y labios apretados lleva una pesada máquina de coser. Está vestida con un pantalón de bambula y, sobre él, una pollera color naranja. Parece saber muy bien hacia dónde va.
En Almagro hay un coche oscuro estacionado frente a una iglesia. En el asiento de atrás hay tres monjas que no se hablan. Las que están sentadas en los extremos, junto a las ventanillas cerradas, son ancianas y se parecen mucho. La del medio es joven y lleva una virgen de yeso en el regazo. Cuando paso junto al auto sólo la jovencita me mira. Mira como pidiendo ayuda.

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Imagen: Pintura de Franco Venturi.
Cuento tomado de la antología de cuentos cortos: Grageas 2, ediciones Desde la Gente, Bs. As., 2010.  

22 nov 2010

Boedo

 

(De Julián Centeya)

Yo no vengo a hacerme la partida,
yo digo, nada más, que soy de Boedo.
Del Boedo legendario,
el de la “Balear” y “El Aeroplano”,
el de Eufemio Pizarro
y La Chancha, muerto de bala
en la ancha vereda
de la puerta del “Biarritz”,
y era la esquina
de la cortada de San Ignacio
una tribuna proletaria
a medias con la concertina
del Ejército de Salvación
con soldados de paz y una plegaria.
Del Boedo, sí, del café “Dante”
y la ruidosa estación de los bondis
frente al “Los Andes”
donde mi junada de asombro
entreveró a Gorki con Barletta,
a Mario Mariani con Gustavo Riccio,
a Chejov con Nicolás Olivari
cuando con dos monedas
me compré Versos de una…
que le editó Zamora a César Tiempo.
El Boedo de Pedro Zanetta,
un Ermete Novelli de barriada;
el Boedo de una literatura de fábrica
y de tangos de gustaciones ácidas.
El de la desventura y la miseria,
el del boliche amistoso, compartido
con Homero Manzi y el Loco Papa;
aquel Boedo de la Semana Trágica
que entreveró a Oruro con Barcala.

Yo lo trepé a Boedo, viniendo desde el fondo
del cruce de Chiclana.
¡Y era muchacho!
Mi barrio de lonjeado cielo,
del bodegón humoso
y la cantina gringa de la murra
y de la canzoneta nostálgica
labriega
acaso La violeta
y el primer metejón con esa mina
que me dejó en chancleta.
Yo no vengo a hacerme la partida.
Yo digo no más que soy de Boedo.
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Ilustración: Julián Centeya.