31 ene 2011

Elogio de los paredones


(De Rubén Derlis)

Viene a mi memoria la complicidad nocturna de un paredón en Villa Devoto, si mal no recuerdo por Chivilcoy, o acaso Bahía Blanca, pero de todos modos cerca de las vías del tren y no muy lejos de un cine pegado a éstas. ¿Por qué este paredón y no otros cercanos –que los había, y en profusión–, en barrios más trajinados en mis vagabundeos? Acaso porque ese recuerdo de alguna que otra noche  devotense me llega orlado con una brisa de primavera avanzada que lo entorna y da marco a un encuentro amoroso, pasajero y tan fugaz, que el Tiempo tuvo tiempo de borrarme para siempre el rostro de la protagonista. Lo cierto es que este paredón estaba bordeado por  una fila compacta de árboles de apretadas copas cuyas ramas caían desde la altura hasta el filo del empinado muro formando una perfecta oquedad de oscuridad sumamente animada. Dije recordar ciertas actividades non sanctas al amparo de las sombras de esta pared, pero no a su protagonista, y es verdad. Tampoco cuándo sucedió, pero fue en un plano viejo de otra Buenos Aires: Villa Devoto aún tenía algunos lamparones de tierra baldía y su silencio era casi de recogimiento. Valga entonces la chispa del instante que prendió aquella visión y me acercó su imagen, para evocarlos a todos y dedicarles este elogio.
Eran para tener en cuenta estos paredones de iniciación, ya fuera para rápidas escaramuzas al acaso, sin planes de futuro, o para algunos trabajos prácticos, prematrimoniales, que luego se ejercerían con las mismas herramientas, pero más meticulosamente y con una mayor tranquilidad, por cierto. No había madre que al pensar en sus hijas quinceañeras no les temiera a estos largos muros; temor que se acentuaba si la niña ya estaba de novia y no había en la casa un hermanito menor para oficiar de insufrible paje a pesar de él, aburrido monigote que caminaba cuatro pasos adelante de los enamorados.
De regreso del corto paseo, la pareja sería atraída por el imán de intimidad de una pared donde sus figuras se convertirían en una sombra indivisible, las palabras caerían hacia el susurro, y las manos, incursionando en lo todavía prohibido, comenzarían a gestar el lenguaje –universal y a la vez particular de cada uno– de la intimidad de los cuerpos.
Acogedor era el paredón de dos largas cuadras, por 24 de Noviembre, del hospital Ramos Mejía, y aún la continuación del mismo si giramos por Venezuela; y nada despreciable por cierto el de enfrente, que eran los fondos de la estación tranviaria Caridad y su continuación, los depósitos de un mayorista de comestible. Ni qué hablar del que se extendía  todo a lo largo de la acera del colegio de la calle Moreno entre  General Urquiza  y 24 de Noviembre, o el de Carlos Calvo, a espaldas de la iglesia Santa Cruz. Más lejos, pero de los que también supe de su abrigo, estaban el de Castillo casi Serrano, breve pero de escasa circulación de peatones, y el de una calle reconcentrada en silencios y verano –¿Biedma?, ¿Seguí?– por uno de los flancos de plaza Irlanda. Sólo por nombrar algunos cuyo recuerdo nos es grato, ya que entre sus piedras y nuestra ansiedad se agitaba otro corazón, palpitaba una vida. Obviamente que los barrios con grandes establecimientos fabriles fueron los mayores “proveedores” de paredones; sin embargo no todos eran aptos para los menesteres de que estamos hablando. El lugar en cuestión debía cumplir ciertos requisitos. El primero, desde luego, la oscuridad, que sólo era posible con una calle generosa en árboles, y el segundo, también para tener en cuenta, que la zona no fuera recorrida con mucha frecuencia por el patrullero, ya que nunca se sabía cuándo podrían bajar los policías y hacernos pasar un mal momento. Operar en lugares algo distantes de donde vivíamos también revestía su importancia, pero la distancia no debía exagerarse, pues la frecuentación al lugar de patotas juveniles en son de chacota –en el mejor de los casos–, alertadas sobre lo que allí sucedía, más la impunidad que les otorgaba el saber que no éramos de ese barrio, podría hacer fracasar los planes amorosos, difícil la resistencia, por no decir imposible, y convertir la retirada en otra desastrosa Ayohuma, con niñas incluidas. Pero como con la experiencia se aprende, cuando se tenían noticias de un  paredón que ofrecía ciertas “garantías”, el lugar era sumamente concurrido. Y la ecuación era fácil: a mayor seguridad, más parejas. Por eso a veces se hacía arduo hallar en disponibilidad un tranquilo retazo de sombra nocturna.
Hoy pienso que de haber existido entonces algún observador con ánimo de hacer psicología de entrecasa, sólo con situarse en una de sus esquinas habría podido adivinar, marrando escasamente, o teorizar, si era perspicaz, acerca de lo acontecido entre tal o cual pareja, porque las conductas, al abandonar su íntima porción de pared, siempre repetían un mismo patrón. Si en la pareja que iba entrando a la luz de la calle ella trataba de no ser vista, o bien podía ser una jovencita temerosa, en cuyo caso obligaba a su acompañante a apurar la marcha, o una mujer enredada en situación extramarital que prefería salir sola de la oscuridad; en ambos casos, y esto era de rigor, siempre doblaban en la esquina. Si la pareja salía abrazada, caminando lentamente, charlando como si nada, no giraba en la esquina, sino que cruzando seguía por la misma calle, seguramente se trataba de novios que más tarde o más temprano terminarían dando el sí al pie del altar. Lo que exime de todo comentario es cuando ella, cabizbaja, trataba de ahogar o disimular su llanto, mientras él, llevándola por los hombros, en actitud protectora, intentaba consolarla con palabras que creemos saber cuáles fueron, aunque nunca logramos escucharlas.
El paredón fue para mi generación –las nuevas son más libres, desprejuiciadas, y no necesitarían de sus favores en el caso de que los hubiera – la escuela libre del amor y sus entresijos, donde no nos recibimos ni de amantes ni de amadores: sólo concurrimos a sus singulares “aulas” hasta terminar el ciclo. Junto a él suplimos, mediante prácticas no exentas de errores y equivocaciones, más algunos datos teóricos aportados por los amigos mayores que ya cursaban la academia del bar y billares, la falta de una palabra familiar que no pudo darse, porque de eso no se habla.   
La ciudad creció en hormigón y en habitantes: las entradas a las casas de departamentos llegan con sus luces hasta los edificios de enfrente; la gran cantidad de automotores barren con sus faros de amplitud angular calles, veredas y paredes. La iluminación a mercurio transforma en falso día la noche y dispersa la apretada penumbra nocturna.
El paredón del que hablo ya no puede ser: en la ciudad no quedan sombras para resucitarlo, pero fundamentalmente porque la cultura del aprendizaje erótico del nuevo siglo pasa por otros parámetros. ¿mejores?, ¿peores? –me inclinaría por lo primero –, pero de todos modos distintos de aquellos dentro de los cuales se movieron nuestras juveniles apetencias amorosas.
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Imagen: Paredón en el barrio de Villa Ortúzar (Foto tomada de: barriada.com.ar).

Pío Collivadino y el Grupo Nexus


(De Diego Ruiz)

He venido intentando, en la medida en que la arbitraria nomenclatura porteña lo permite, seguir el hilo cronológico y conceptual de la plástica argentina, pero a medida que se acerca a nuestros días va quedándose sin materia. Y lo peor es que ese “nuestros días” en realidad remite a mucho más de medio siglo. Es inútil buscar y rebuscar en las guías comerciales o en los nunca bien ponderados diccionarios de Cutolo; los artistas más modernos que han merecido nombrar calles son Fernando Fader, Miguel Carlos Victorica y Benito Quinquela Martín. Se dirá que mucho óleo ha corrido por las paletas desde entonces, pero parecería que los ediles de turno, o aquellos que sin pausa proponen homenajes de toda laya, no se han dado por enterados y siguen bautizando tramos de calles (porque calles enteras no les quedan y, al menos, no siguen cometiendo la barbaridad de borrar con el codo vieja y noble nomenclatura) de acuerdo a los vientos de moda cultural o conveniencia política que soplen.
Sin embargo, a pesar de las quejas, han dejado una figura clave en la transición del arte academicista de fines del siglo XIX a las nuevas corrientes que, como es regla en un país periférico como el nuestro, llegaban con retraso... pero llegaban. Pío Alberto Francisco Collivadino, de quien se trata, había nacido en Buenos Aires en 1869 e iniciado sus estudios en la vieja sociedad Nazionale Italiana –que aún existe– con Luis Luzzi, para pasar luego a nuestra ya conocida Estímulo de Bellas Artes con el maestro Francesco Romero. A los veinte años, como tantos, viajó a Italia e ingresó en la Real Academia de Bellas Artes romana donde cursó durante seis años para dedicarse, los siguientes cuatro, al estudio del fresco con César Mariani, colaborando con Maccari en la ejecución de los frescos del Palacio de Justicia de Roma. En 1907 fue llamado a Buenos Aires para ocupar la dirección de la Academia Nacional de Bellas Artes, cuya nacionalización –o mejor dicho, los efectos de la misma– había provocado las renuncias de Ernesto de la Cárcova, su primer director, y de Eduardo Schiaffino, director del Museo Nacional de Bellas Artes. En la Academia, donde creó los talleres de Escenografía, Fresco y Aguafuerte de los cuales fue profesor titular, permaneció hasta su jubilación en 1935. Collivadino realizó entonces un viaje a Europa, lo que fue aprovechado para encomendarle el estudio de las escuelas de Bellas Artes y de las salas líricas por parte de la Dirección de Artes Plásticas del Ministerio de Educación y del directorio del Teatro Colón, respectivamente. A su regreso, fue nombrado inspector general de Enseñanza Artística y, en 1939, organizador de la Escuela Superior de Bellas Artes de la Nación “Ernesto de la Cárcova”, cargo que desempeñó hasta la designación en 1944 de Raúl Mazza como director titular. A lo largo de su vida, entre otros numerosos cargos, fue presidente de la Comisión Nacional de Bellas Artes, director de la Escuela de Bellas Artes “Manuel Belgrano”, Miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes y de la Real Academia de Brera, Milán, escenógrafo y presidente del Directorio del Teatro Colón y hasta su muerte, en 1945, siguió desempeñando sus cátedras en “la Pueyrredón”.
Pero podría decirse que el año 1907 es clave en su biografía artística. No sólo por su designación, como se ha dicho, al frente de la Academia, sino porque es el año en que participa en la creación del Grupo Nexus junto a Fernando Fader, Cesáreo Bernaldo de Quirós, Carlos Ripamonte, Justo Lynch, Alberto Rossi y los escultores Arturo Dresco y Rogelio Yrurtia. Este movimiento, gestado en vísperas del Centenario, surgió como una reacción contra el academicismo en boga que traían de Europa los becarios, un academicismo en los que se entrecruzaban realismo, romanticismo, y en algunos casos naturalismo. Los mejores exponentes heredaron mucho del gran Gustave Courbet y realizaron crítica social como Sívori, o Ernesto de la Cárcova (que increíblemente no tiene ni una miserable cortadita), pero el modelo ya no satisfacía, por lo que algunos artistas se volcaron, bajo diferentes conceptos, al estudio de la luz como el propio Sívori o Martín Malharro. El Grupo Nexus también se caracterizó por su tratamiento de la luz, ya fuese por la pincelada o la división del tono, pero se planteó otros problemas –
acordes con la época – en torno a la identidad nacional, volcándose al registro del paisaje, las costumbres locales, el pasado nacional. Carlos Ripamonti y especialmente Bernaldo de Quirós reintrodujeron la temática gauchesca; Fader los paisajes regionales, Alberto Rossi –italiano naturalizado– los motivos urbanos y circenses y Collivadino se dedicó a Buenos Aires, a una ciudad que vivía los contrastes entre lo tradicional y la modernidad.
Entre los alumnos que Collivadino tuvo en su larga carrera docente se contaron Miguel Carlos Victorica, Lino Enea Spilimbergo, Raquel Forner, Héctor Basaldúa e, indirectamente, Quinquela Martín. Es conocida la anécdota que éste refiere en sus memorias: en una de sus jornadas pictóricas en el Riachuelo en compañía de Guillermo Facio Hébecquer, allá por 1916, se encontraron con Collivadino –¡director de la Academia!– que hacía lo propio y, a instancias de Facio, lo llevó a la carbonería paterna para exhibirle sus trabajos. Dice Quinquela: “[...] en la carbonería, saqué mis cuadros del cuarto de baño y los fui poniendo ante don Pío, que los fue mirando, detenidamente uno a uno sin hacer comentarios. Yo lo miraba a él, con el alma en un hilo [...], me dijo unas cuantas frases que cambiaron mi vida [...], me dijo que tenía una manera nueva de ver y pintar [...], que en mis obras había personalidad y vigor [...], que yo podía ser el pintor de La Boca [...]”. El maestro no sólo lo alentó, sino que merced a su influencia realizó Quinquela su primera exposición individual en Witcomb en 1918, oportunidad en que el mismo Collivadino adquiere el óleo Impresión del astillero, y se le abrieron las puertas en su primer viaje a Europa. Profundo conocimiento del arte, pero también una gran generosidad con el artista joven, la misma que seguramente lleva a Collivadino cuando es nombrado, como hemos dicho, director organizador de “la Pueyrredón” en 1939, a canjear su jefatura de Taller en “la Cárcova” por horas cátedra en la primera “con el objeto de atender mejor su misión”.
Pese a todo lo dicho al principio de esta nota, alguna justicia hay. Justicia porque una calle del barrio de Parque Avellaneda lleva el nombre de nuestro pintor. “Alguna” porque, como en otros casos, su largo es de sólo una cuadra que corre desde Juan Bautista Alberdi hasta José Bonifacio, entre Lacarra y Fernández.
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Imagen: Puente Victorino de la Plaza (1920): óleo de Pío Collivadino.
Tomado del periódico Desde Boedo (octubre 2007).

La heladera Siam


(De Mónica López Ocón)

Desde hace medio siglo, tenemos un paisaje helado de Jack London guardado en la heladera Siam. Ella preside la cocina con calidez de matrona, aunque en su interior oculte un corazón de escarcha, ese viejo corazón obcecado que se oye latir más fuerte en el silencio de la noche.
Enorme, desmesurada, excesiva para los espacios egoístas de las cocinas de hoy, ya se ha marchado de casi todas los hogares. Quizás se ha ido, como dicen que hacen los elefantes, a morir sola en un cementerio alejado, donde las máquinas elefantiásicas se ocultan pudorosamente de las miradas para partir de este mundo. En nuestra casa, sin embargo, sigue ocultando en su interior un invierno secreto, como un extravagante armario literario que guardara no sólo los paisajes helados de London, sino también las nieves eternas del Kilimanjaro, la nevisca de las novelas rusas que cae perpetuamente sobre estepas con lobos mientras en el interior hombres y mujeres preparan té en el samovar.
Nada me ha quedado de esa navidad blanca encerrada en una esfera de vidrio que estallaba en una fiesta de copos cada vez que la agitaba, excepto este artificioso invierno europeo que exhala bocanadas heladas aun en medio de los veranos ardientes de Buenos Aires. La maciza bolita blanca en que remata la manija de la Siam quizás aluda a aquellas tormentas de nieve que teníamos cautivas y que podíamos desatar a nuestro antojo sobre esos pinos también prisioneros de la infancia.
Mis padres se han marchado. Los padres de él también se han ido. Ninguno de ellos llegó a ver la cara adolescente de nuestra hija. Sin embargo la Siam, con su nombre de reino lejano, la refleja cada día en el hielo y le hace sentir un frío escenográfico en las mejillas. Cuando la industria nacional se lanzó a fabricar inviernos mecánicos ocultos dentro de enormes cajas blancas, el tiempo era muy lento y la muerte quedaba lejos. No se trataba sólo de una fantasía infantil: el propio corazón de la Siam estaba pensado para durar una eternidad pequeña a la medida del tiempo lentísimo de la niñez. Su solidez de madre blindada estimulaba nuestra fantasía de que existían cosas indestructibles, inmunes al paso del tiempo, motores que nos acompañarían toda la vida y que nos consolarían de la orfandad de la vejez confundiendo sus latidos con los nuestros en un piadoso remedo de útero para niños vencidos y nuevamente desdentados. Tan perfectamente ha sido concebida su eternidad a medida, que su porfiado invierno mecánico ha resultado más consecuente y regular que los propios inviernos naturales. Ni el calentamiento del planeta, ni los desmontes, ni los deshielos prematuros han logrado desvirtuar ese frío logrado con engranajes de tramoya teatral.
Su invierno de utilería me ha demostrado que nada es más real que aquello que no existe. ¿Dónde están los inviernos de la infancia sino prolijamente doblados en ese armario blanco? ¿Dónde ocurren los milagros navideños de Charles Dickens sino en el interior de la caja del congelador que alberga un invierno de juguete hecho a la medida de una casa de muñecas?
Como todas las personas distraídas que padecen de ese sonambulismo diurno que las hace arrastrarse por la casa como almas en pena olvidando el propósito con que abren los cajones, cruzan una puerta o se dirigen al dormitorio, yo también suelo guardar por equivocación en la heladera aquello que está destinado a otro sitio. Más de una vez he encontrado el estuche azul de los anteojos entre el verde de la lechuga o las llaves plateadas de las puertas de mi casa en el cajón de los limones dorados. ¿Pero me equivoco realmente o sólo obedezco al deseo no reconocido de congelar el tiempo como tienen posibilidad de hacerlo las fugaces imágenes de la televisión y del cine? Es que quizá no quiero dejar de ver la luz del día y que alguien le entregue las llaves de mi casa a un extraño que desaloje lo último que quede de mí en las habitaciones arrojándolo al tacho de basura. Atea practicante, no creo en la eternidad de ningún paraíso; sólo en la eternidad provisional de la Siam y su frío perpetuo que les confiere a las manzanas un tiempo de vida extra y que todavía fabrica para mí el mismo inviernito de mi infancia.
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Imagen: Línea de montaje de la heladera Siam 90.
Texto tomado del periódico Desde Boedo, octubre 2007.

Casas antiguas en el Sur


(De Luis Alberto Ballester)

Internarse en el vivo dédalo del Barrio Sur, equivale a una recuperación lírica del tiempo ido. Para el transeúnte de abierta sensibilidad todo habla un idioma preciso, aunque sea un lenguaje de bruma, de madera, de fachadas y rejas: unos labios de niebla y gasa se entreabren y nos cuentan la historia humana del Barrio Sur. En este itinerario el paseante descubre algunas casas que destilan una atmósfera galante y antisolemne, de candelabros y rigodones, de atardeceres de un azul oscuro que poco a poco se apagaban sobre las baldosas del patio.
En Defensa 1344 se alza una casa colonial, cuya fachada reconstruida es similar a la original. En una placa leemos que el edificio data de 1785 y fue habitado por José Antonio de La Palma y Lobatón: todavía presencias impalpables vagan por los cuartos como una luz lírica y tierna.
En esta casa funciona hoy la Fundación de San Telmo. Seis habitaciones vastas ahondan el edificio, conectado con plausible belleza con el girar de los elementos. Sobre las paredes encaladas se inclinan los viejos techos, surcados por gruesos travesaños de madera. Un recuerdo de sedas y tambores nace espectral en los cuartos; desde los espejos desaparecidos nos miran rostros que ya no existen.
Dos patios amplios invitan a mirar un cielo por fin infinito, dilatado. En el primero se recorta un aljibe de mármol, en cuya base se insinúan ornamentos en forma de hojas y valvas. Las puertas de entrada de la casa son de una densa madera verde, y el zaguán finaliza en una postrera verja de hierro, exactamente reveladora, de líneas delicadas, huidizas, como cinceladas en agua.
El paseante descubre más allá de esta calle la cortada San Lorenzo, y en el número 380 la casa más angosta de Buenos Aires. Su fachada juncal brilla blanca, y en su parte superior pende un balcón que germina una soledad plena, un territorio de sueños y delirios. Y luego en Balcarce y Carlos Calvo otros edificios remotos, antiguos, horadados por ventanitas invadidas por plantas. Entonces, la tarde del Barrio Sur golpea los vidrios altos de una casa y se transforma en infinitas tardes.
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Imagen: Acceso de entrada a la Fundación San Telmo. 
Tomado de Revelación de Buenos Aires, Torres Agüero Editor, Bs. As., 1985.

Juegos infantiles en la barranquita de la Quema


(De Ángel O. Prignano)

La Usina Incineradora de Basuras de Flores, popularmente conocida como “la quema de Flores”, fue puesta en funcionamiento el 19 de abril de 1928. Tenía portón de entrada por San Pedrito 1489 y se mantuvo activa destruyendo los residuos de todo el oeste porteño por casi medio siglo, hasta diciembre de 1976. Ocupó un extenso terreno con una barranquita que bajaba hacia la avenida Lafuente, donde un gran portón de hierro se habría para el paso del convoy cenicero, una maquinita con tres o cuatro vagones donde se transportaba las cenizas y escorias producidas por la cremación de basuras. Tales materiales servían para el relleno de las tierras inundables del cercano bañado y las calles del barrio con bajas cotas de nivel.
Pasados unos pocos años de la inauguración de la Usina, la zona circundante se fue urbanizando hasta formarse un compacto conglomerado de casas de familia. Entonces se alambró todo el perímetro del predio donde había sido edificada con el fin de evitar la entrada de gente extraña a la planta. Pero siempre existió algún “estratégico” agujero en el tejido por donde se introducían los pibes del barrio, sobre todo por el frente que daba a la calle Lafuente que estaba menos vigilado. Ellos ingresaban en esa “zona prohibida a toda persona ajena” para deslizarse por un terraplén que, dadas las características topográficas de la zona, había quedado en el interior del predio. Lo hacían sentados en un viejo guardabarros de algún Ford o Chevrolet que recogían previamente en el vaciadero de basuras ubicado en las proximidades de la calle Lafuente y las vías del ramal al Riachuelo del Ferrocarril del Oeste, por donde hoy corre la svenida Perito Moreno. El guardabarros se invertía y era utilizado a manera de trineo, pero antes debía acondicionarse la “pista”. Para esto último, los chicos orinaban abundantemente su recorrido facilitando así un deslizamiento más rápido. Este corto viaje, que se iniciaba en la parte más alta, terminaba a menudo con algunos raspones si los precoces conductores no atinaban a tirarse a un costado antes de que los frenara el alambre tejido. No sólo guardabarros abollados y oxidados servían a estos fines, sino también otros tipos de elementos, como “chatas” enlozadas de hospitales, palanganas y recipientes parecidos que también se conseguían en el cercano basural. Eran años en que los juegos callejeros estaban a la orden del día y la inventiva infantil tenía un papel protagónico. Otras épocas, otras calles.
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Imagen: Antonio Berni: Juanito Laguna durmiendo la siesta.

Almagro y Argentina Sono Film


(De Omar Pedro Granelli)

Argentina (marca un estilo de producción y procedencia) Sono (dice del cine parlante) Film (apunta a señalar la presencia de la imagen) nace en el año 1933 con el lanzamiento de la película Tango, siendo su fundador e inspirador don Ángel Bautista Mentasti (oriundo de Varese, Italia) y sus continuadores sus hijos don Ángel Luis Mentasti y don Atilio José Mentasti.
Después de haber lanzado al mercado la mencionada película Tango, que en gran parte se filma en Almagro, se ruedan nuevos filmes en distintos estudios ubicados en otras zonas de la ciudad, que respondieron a estos títulos: Dancing (9/11/33), Riachuelo (4/7/34) El alma del bandoneón (20/2/35), Monte criollo (22/5/35), La barra mendocina (2/8/35) y Pibelandia –cortometraje– (20/9/35). Desde luego, con el gran éxito que alcanzó la película Riachuelo y la consagración de su protagonista, el gran actor Luis Sandrini, se pensó en ampliar los horizontes y entonces se buscó un lugar más estable para efectuar el rodaje de las películas que se incluían dentro del plan ambicioso y visionario que tenía por entonces el responsable de la naciente empresa. Es así que, a mediados del año 1935, consigue alquilar las instalaciones de un  garaje que destinaría a galería, ubicado en la calle Bulnes 41, donde hoy se encuentra la Escuela Nacional de Cerámica.
Por varios años, ese local lució en su frente la leyenda “Argentina Sono Film”, siendo Bulnes 41 lugar de cita para los grandes actores, actrices, directores, iluminadores, fotógrafos, argumentistas y todos los que tienen algo que ver con el arte cinematográfico, que pasaron por esas galerías precarias y que, al propio tiempo que produjeron verdaderos éxitos a nivel país y toda América Latina, dieron al barrio un signo distintivo donde se mezclaba la realidad con la fantasía, constituyéndose en un motivo de atracción que concitó, al igual que hoy lo hacemos nosotros, el comentario, la atención y la lógica curiosidad por indagar sobre la vida artística que se escondía detrás de la fachada.
Almagro tuvo el privilegio de ver nacer una industria que por muchos años alcanzó notoriedad en el país y compartió ese destino hasta que la empresa se trasladó a sus estudios propios, en la localidad de Martínez, detrás del actual hipódromo de San Isidro, ocupando un terreno de cerca de 25.000 varas, con cuatro sets, y cuya piedra fundamental se colocó el 2 de octubre de 1937.
En el lapso en que desenvolvió sus actividades en Almagro, la empresa Argentina Sono Film produjo varias películas y ello hizo que por sus galerías de Bulnes 41 desfilaran muchas figuras de la escena nacional.
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Imagen: Afiche de la película Riachuelo.
Tomado del libro Almagro en el intento, Bs. As., 1999.  

30 ene 2011

Cómo conocí a Enrique González Tuñón

 
(De César Tiempo)

A la vuelta misma del Arsenal de Guerra, entre los números 1583 al 1585, de la calle Entre Ríos, atronaba desde el año 1910 la librería e imprenta de los hermanos Porter. Desde esa fecha, cuando ostentaba el pomposo título de “El invencible”, con su minerva a pedal y sus borriquetes de tipografía, hasta su época más progresista de rotaplanas y linotipos, lo más significativo del proceso intelectual del país, en lo que va del siglo, pasó por sus puertas. Allí se imprimieron los libros fundamentales de Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Benito Lynch, Mario Bravo, Alberto Gerchunoff, y muchísimos otros; las colecciones de “Babel”, de “Proa”, etc.; allí se formó el grupo Martín Fierro y se lanzó su periódico.
Los Porter eran siete hermanos: seis hombres y una mujer. Esta mujer era mi madre. Yo, grumete de pantalón corto, pedaleaba por la mañana en la minerva del sótano y a la tarde subía a atender la librería. Lector encarnizado, los nombres de los escritores representativos del momento me eran todos familiares. Y, cuando hacían su entrada en el local Baldomero Sanin Cano, Quiroga o Gerchunoff, me quedaba escuchando desde el mostrador como debe escuchar un derviche la palabra abrasadora de un alfaquí.
Cierta tarde llegó, en cambio, un muchacho cenceño, de incisivos ojos leales, tranquilo, dolicocéfalo y pálido. Tenía, además, las sienes ligeramente hundidas, signo de locura según Luis Vives, que siempre supo lo que dijo. (No nos alarmemos, esos fueron los rasgos distintivos de Cervantes, de Dostoievsky, de Arlt). Toda la máscara –bañada de inteligencia– era digna de servir de modelo a Modigliani, que se hubiera sentido grato a su inponderable melancolía mortal y a los problemas de color que le exigiría resolver el personaje. Más tarde sabríamos que todo protagonista implica un antagonista.
El visitante, que se desplazaba como esas personas que no quieren hacer mucho ruido en la casa del mundo, se acercó al mostrador y me preguntó quién podía atenderlo. Venía enfundado en un gabán de solapas de terciopelo que le llegaba hasta las rodillas. Llovía. En ese momento Mauricio Porter se despedía de Héctor Pedro Blomberg, que daba clases de inglés en el piso de arriba. Enseguida se acercó a nosotros. El muchacho de cabeza aquilina se limitó a pedir precio por una revista que se llamaría “Satirikón”.
El hecho de que Averchenko hubiese dirigido una publicación de igual título en la Rusia zarista hizo que el postulante le cayera simpático a mi tío. Se pusieron de acuerdo sobre el tipo de papel y el formato. Iba a despedirse, cuando su mirada tropezó con la mía. Acodado en el mostrador yo había estado leyendo “Los hijos del ghetto” de Israel Zangwill. Se detuvo a preguntarme qué leía. Cuando se enteró del libro me hizo un elogio y se detuvo particularmente en uno de los personajes, Melquisedec Pinchas, el plácido poeta maldito, a quien encontraremos citado más tarde en su libro “El alma de las cosas inanimadas”. Luego preguntó por mi nombre, me dio el suyo y se invitó a tomar café. Entramos y yo le presenté a mi madre, que en lugar de café nos sirvió té y unos bizcochos de confección casera. Ya entonces Enrique González Tuñón, que de él se trataba, tenía una dicacidad armada de espolones de hierro como las proas de los acorazados. Hablaba pestes de todo el mundo, excepción hecha de su hermano Raúl –su religión de toda la vida– y de tres o cuatro amigos, que luego fueron míos también. Sabía que el oficio de ser joven era muy poco socorrido en nuestro medio y quería quemar etapas locamente para alcanzar en nuestras letras el sitio que ambicionaba. Estaba cuajado de proyectos. Enrique reivindicaba la dialéctica explosiva, los fueros del individuo, cuya osada curva excluyente terminó cerrándose en la plenitud del círculo. Enrique fue siempre un hombre de rueda. Su anarquismo de la primera hora fue de esencia romántica, y en él disipó Enrique la más acre espuma de sus rebeldes hervores. No era un obrero, no era  un resentido, no era un postergado. Pero así, como un valiente sabe siempre encontrar su arma, un soñador sabrá encontrar siempre su destino. Y Enrique fue hacia la bohemia dispuesto a hacer su aprendizaje de vicisitudes para templarse en la lucha por el hombre. Tenía, casa, familia, comodidades, ropas, libros de texto, pero prefería rodearse de pícaros y hampones, dormir en hoteles de “a peso”, cantar “La Tosca” en las lecherías, visitar los cambalaches más inverosímiles donde se trafican ropas de cadáveres, soñar con la gloria y el amor de una mujer. Esto es lo que decía, junto al vaso de té en mi habitación de la calle Entre Ríos. Nunca creí que fuera cierto. El oro es para el advenedizo sin escrúpulos. Estar pobre es tener caliente el denuedo y el alma tensa y en sazón, ser pobre es ser bueno. Y Enrique fue fundamentalmente eso: un hombre bueno que supo moverse sin dificultades en el ámbito de sus propias limitaciones.
Si vivió la bohemia, la suya se emparenta más con la bohemia resignada y austera de un Chautebriand que con la disipada de los personajes de Murger, proclive a todas las claudicaciones. Pero este es otro paisaje.
El adolescente que entró en la imprenta de los Porter con el proyecto de una revista que nunca llegó a publicar, todavía no era Enrique González Tuñón. Años más tarde, Natalio Botana descubrirá su veta.
La entrada de Enrique en “Crítica” revolucionó el estilo periodístico nacional. La noticia conquistó la cuarta dimensión. El arrabal tomó posesión del centro; la prosa municipal y espesa se hizo luminosa y abigarrada, la metáfora tomó carta de ciudadanía en la información. Entonces se empezó a escribir como Enrique. Inmediatamente apareció Manuel Gleizer como un nuevo San Antonio y promovió al escritor sin libro a la notoriedad literaria. Así conocimos “El alma de las cosas inanimadas”, “La rueda del molino mal pintado”, “El tirano”, “Tangos” y “Camas desde un peso” –para mí su obra mejor lograda–. A quien quiera penetrar en el trasmundo literario de Enrique González Tuñón, escritor que conoció todos los secretos de la forma, le bastará con leer sus libros; pero quien quiera conocer al gran combatiente de las causas más nobles, al demócrata fervoroso, al humorista mejor, cuya gracia participaba de la poesía, al poeta que nunca escribió un verso pero que vivió intensamente las pasiones poéticas, deberá repasar las colecciones de “Crítica”, de “Noticias Gráficas”, el prólogo imborrable de “España levanta el puño”, el libro de Pablo Suero. Y sus cartas, en las que transaparece el hombre bueno cuya bondad no le impide señalar sin misericordia las defecciones, las ingratitudes, y las trapisondas.
Suyos fueron también los epitafios más sangrientos que publicó “Martín Fierro”. Suya la designación de “escritores de Boedo”, suyo el mérito de haber incorporado a la hagiografía porteña a San Juan de Dios Filiberto…
Una enfermedad lo recluyó en Cosquín, donde fui a buscarlo más de una vez. Enrique se acordó súbitamente de nuestro primer encuentro, y habló de concretar por fin la publicación de aquella revista que lo acercó a la imprenta de la calle Entre Ríos.
–Tenemos que tirar “Satirikón” a la cara de los filisteos solemnes. La solemnidad terminará con el país. Pronto bajaré a Buenos Aires. Decile a tu mamá que vaya preparando el té y las masitas. Tenemos que celebrar los veinticinco años de nuestro encuentro.
Pero no pudo ser. Si en el cielo hay un arrabal y un café, allí debe estar Enrique, escribiendo las historias más hermosas del mundo.
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Imagen: Tapa de la primera edición  de El alma de las cosas inanimadas. Gleizer, 1927.
Tomado de Mi tío Scholem Aleijem y otros parientes, Ediciones Corregidor, Bs. As.,1978.

29 ene 2011

Justicia cero y otros relatos


(De Oscar Taffetani)

 “Puse el corazón en Dios y salté. Una desagradable impresión de espinas me reveló que había saltado el obstáculo; pero ¡oh dolor! en el trayecto se me había caído la sandía, que yacía entre las aguas cenagosas del foso. Me detuve y observé a mi vasco: ¿daría el salto? Lo deseaba, en la seguridad de que iría a hacer compañia a la sandía. Pero aquel hombre terrible meditó, y plantándose del otro lado de la zanja, apoyado en su tridente, empezó a injuriarme […] sólo recuerdo que en el momento en que tomaba un cascote, sin duda para darle un destino contrario a los intereses positivos de mi vasco, vi a mis dos compañeros correr en dirección a las casas y al vasco de los melones despuntar por el vado y dirigirse a mí. […] Eran las tres y media de la tarde y el sol de enero partía la tierra sedienta e inflamada cuando con la cara incandescente, los ojos saltados, sin gorra, las manos ensangrentadas por los zarzales hostiles, saltamos por la ventana del dormitorio”.
Aunque el montevideano Miguel Cané (1851-1905) tenía poco más de un año cuando su familia, después de la batalla de Caseros, cruzó el charco de regreso a Buenos Aires, fue reconocido como el gran escritor, intérprete y funcionario de la generación argentina del 80. En las páginas de Juvenilia –de donde fue extraído el párrafo que abre esta nota–, así como en los textos de ciertas leyes debatidas en exiguos cenáculos y aplicadas al conjunto de la población, brilla el mejor (es decir, el peor) Miguel Cané, espejo fiel de un actitud, de un pensamiento y una manera de entender la Argentina.
Casi veinte años después de las excursiones desde la Chacarita de los Colegiales hasta la quinta del vasco Etchevarne, en pos de ajenos melones y ajenas sandías, Cané recuperó en Juvenilia aquella etapa de su vida de estudiante. Y casi veinte años después de Juvenilia, ya devenido Senador de la Nación, fue capaz de redactar el texto de la Ley de Residencia, ese texto (infame) que dice que el Poder Ejecutivo “podrá ordenar la salida del territorio de la Nación a todo extranjero que haya sido condenado o sea perseguido por los tribunales extranjeros por crímenes o delitos comunes”.
Haber robado una sandía, una bolsa de harina, una liebre de los campos o un leño del arroyo para hacer un par de zuecos (nos viene a la memoria la hermosa película de Ermanno Olmi) ya era razón suficiente para ser expulsado de la Argentina de los ganados y las mieses, en tiempos del primer Centenario. Una ley para el rico y otra para el pobre. Una Constitución que abría los brazos a “todos los hombres del mundo” y una ley que permitía poner en un barco y deportar a aquellos trabajadores europeos del sueño civilizatorio, cuando se atrevían a señalar (oh bárbaros, oh infieles) la injusticia social.

EL WARNES COMO METÁFORA
"A las 15.30 del 26 de setiembre de 1951, recordaba en una carta el vecino Oscar Alberto Félix Viola Etchevarne, se hizo presente el doctor Méndez San Martín, que era ministro de Educación y secretario de la fundación (un organismo que había creado Eva Perón). Vino con camiones y obreros. Procedió a aislar la vieja casa que había construido mi tatarabuelo en 1829. Cortó los alambrados y se metió dentro del predio".
El gobierno justicialista y aquel apéndice de su política social que fue la Fundación Eva Perón, habían dispuesto en 1951 la expropiación de las tierras alambradas e incultas de los Etchevarne, ubicadas en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Allí se levantaría, según los planes, “el más grande complejo hospitalario-pediátrico de Sudamérica”. Serían más de 94 mil metros cuadrados cubiertos, provistos del más moderno instrumental para la atención de los niños y sus madres. La estructura de aquel hospital estaba terminada cuando sobrevino la Revolución Libertadora (ésa que la historia rebautizó, con razón, Fusiladora). Pero, además, los pulmotores e incubadoras traídos por cuenta de la Fundación fueron destruidos en los calientes días del ‘55. Y hasta las sábanas de hospital con el logo bordado de la institución, fueron echadas a las llamas. El destino de aquel mega hospital ya estaba cifrado cuando algún funcionario decidió rebautizarlo Albergue Warnes e intentó cambiar su suerte.
Hacia 1961, los habitantes de una de las primeras villas miseria de la ciudad fueron enviados al Warnes. No había cloacas, ni luz eléctrica ni agua potable. Pero la medida (humanitaria) conseguía liberar los terrenos de la villa para un pingüe negocio inmobiliario.
Tal como escribimos en nuestra nota anterior, fue el gobierno del justicialista Carlos Grosso el que decidió en los ’90 poner fin al largo litigio con la familia Etchevarne. Y lo hizo de un modo que la historia nunca absolverá: devolviendo las tierras expropiadas a los sucesores de Etchevarne, con el compromiso de nivelar los terrenos y liberarlos de escombros y malezas (!). Acto seguido, los Viola Etchevarne vendieron las tierras al consorcio francés Carrefour, para que se edificara allí un hipermercado.
Las más de 600 familias desalojadas del Warnes fueron enviadas al improvisado Barrio Ramón Carrillo, construido contra reloj por la Municipalidad porteña, en terrenos baldíos y contaminados de Villa Lugano, al sur de la ciudad.
No sólo no se había construido el gran hospital público dedicado a la infancia, sino que al barrio miserable a donde se trasladaba a los desalojados se le imponía el nombre de quien fuera el primer médico sanitarista argentino. Una mueca del destino.
En estos tórridos días finales de 2010, los descendientes de aquellos pobres migrantes de los 90, que fueron capaces de asentarse y vivir al borde de la quema y de los basurales, protestan por las ocupaciones ilegales de terrenos por parte de otros migrantes y desplazados. Otra mueca del destino.
La tierra, en la Ciudad Autónoma, cada vez cotiza más alto. Y tras el fenómeno de Puerto Madero, de la Boca, de Barracas y otros barrios del Sur que fueron recolonizados, llega el turno del bajo Flores, de Lugano, de Soldati, de Villa Riachuelo y Villa Porvenir. El mensaje es siempre el mismo: esta tierra no es de ustedes; váyanse a otro lugar.

IGUALDAD ANTE LA LEY
Los comodatos firmados por la ciudad de Buenos Aires con instituciones económicas, sociales y culturales, por los que se cedieron tierras en los lugares más apetecidos de la Reina (la estancia de Rosas, en Palermo; la ribera del río de la Plata; las instalaciones portuarias desactivadas) casi nunca fueron respetados. Y los terrenos y construcciones prestadas fueron transferidas por sus tenedores a terceros sin que un fiscal (salvo honrosa excepción) denunciara esas maniobras.
Varios palacios de la administración estatal, sufragados por el esfuerzo de generaciones argentinas (sedes de YPF, Obras Sanitarias, YCF, Gas del Estado, BANADE, etcétera) fueron entregados por el valor simbólico de “un dólar” durante el aluvión privatizador de los 90. Todavía hoy, en los terrenos aledaños de los principales ferrocarriles, al Norte, al Sur y al Oeste, pueden verse carteles (ilegítimos, inconstitucionales) que rezan Propiedad Privada, cuando quienes ocupan los predios son concesionarios, y no propietarios.
Sin embargo, los herederos genéticos e ideológicos de Miguel Cané hoy se llenan la boca hablando del “espacio público”, y agitándolo como argumento para acallar la demanda de los nuevos sin tierra y los nuevos desheredados. Si pudieran, les aplicarían a esos “invasores” la Ley de Residencia (aunque para su indignación, a mediados del siglo XX, fue derogada).
Se consuelan pensando que ya saldrá un nuevo Miguel Cané, un redactor de leyes, para determinar que las sandías robadas en la juventud no fueron ilegales, pero la naranja que se lleva un pibe wichí a la boca, para calmar su sed, está incursa en cierto artículo y cierto inciso de la santa doctrina de la Tolerancia Cero.
O sea: cero legitimidad. Cero justicia. Cero democracia. Cero república.
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Imagen: Demolición del llamado Refugio o Albergue Warnes.(Foto: infobae.com).
Tomado de Agencia de Noticias Pelota de Trapo, Bs. As., diciembre, 2010.

El proceso de los Reynafé


(De Ricardo de Lafuente Machain)

Fue posiblemente el de mayor repercusión en toda la República, al punto de que, a pesar del mucho tiempo transcurrido, todavía conserva actualidad y se discute, sin haber –y sin perspectiva de lograrse– una unidad de pareceres por los muchos intereses y pasiones que suscita.
Los reos estaban  acusados de haber instigado el asesinato del brigadier general don Juan Facundo Quiroga, quien, como se sabe, después de su actuación en las provincias del interior, se radicó en Buenos Aires, donde contrajo relación y se vinculó con mucha gente.
Pasaré por alto detalles que son conocidos por todos y no hacen al asunto.
Muerto el general y sus acompañantes en Barranca Yaco, se agitó el ambiente y comenzaron las acusaciones. Todos los sospechados trataban de salvar su responsabilidad.
Uno de ellos fue el Restaurador de las Leyes, don Juan Manuel de Rosas, quien logró radicar el juicio en Buenos Aires, adonde hizo traer a los acusados, para comparecer ante el doctor Manuel V. Maza, designado juez especial, con última instancia ante el mismo Rosas, parte y juez.
Los acusados eran más de sesenta, y los principales: José Vicente Reynafé, gobernador de Córdoba; sus hermanos Francisco, José Antonio y Guillermo; Santos Pérez, jefe de la partida y ejecutor material de la muerte de Quiroga; Francisco Reynafé estaba prófugo. Completaban el número el ministro Domingo Aguirre y numerosos corifeos sin mayor relieve, comparsas de la partida atacante de la galera.
El proceso fue minucioso. Se amontonaban las fojas y pasaban los meses. Al juez Maza, asesor Lahitte y fiscal Insiarte, se les concedió plena libertad para  dirigir y resolver el juicio “sin estricta sujeción a los trámites de derecho”. Pero eran conocidos los métodos imperantes en Buenos Aires el año 35.
El 27 de mayo del 37 se firmó la sentencia y notificaron a los reos. En ella se condena a 15 de los acusados a pena de muerte en la Plaza de Mayo, y suspensión de los cadáveres de los Reynafé y Santos Pérez durante seis horas en la horca. De entre otros 25 reos serían sorteados 17 para ser ejecutados, y los 8 restantes, salvados por sorteo, cumplirían 10 años de presidio con una barra de grillos y debían presenciar la ejecución de los condenados.
Como último recurso se suplicó de la sentencia a Rosas, el cual, con fecha 9 de octubre, después de sus considerandos, la confirma con algunas variantes. Así, los Reynafé y Pérez serían ejecutados en la Plaza Victoria en lugar de serlo en la de Mayo. Cesáreo Peralta y Feliciano Figueroa, en la Plaza de Marte, y sorteados 3 entre 8, a sufrir la misma pena que los anteriores, y los restantes condenados a presidio por 10 años.
El 10 de octubre tuvo lugar en la Sala de Acuerdos del Supremo Tribunal, el macabro sorteo. Las ejecuciones fueron fijadas para el 25 de octubre a las 11 de la mañana.
Desde temprano la plaza estuvo llena de un público ávido de presenciar el final de  un drama cuya duración era de varios años ya. Un testigo cuenta que nunca se vio tanta gente reunida allí. El general Agustín Pinedo mandaba las fuerzas. Naturalmente, concurrieron las escuelas.
Momentos antes de la hora señalada salen de la cárcel los sentenciados, menos José Antonio Reynafé, muerto en la prisión poco antes, y su hermano Francisco, prófugo, como se ha dicho.
Marchan  lentamente. Sus pasos están trabados por los grillos que llevan en las piernas. Son acompañados por sus confesores, quienes rezan las oraciones de los agonizantes.
Todos los actores y participantes del drama, magistrados, defensores, etcétera, menos el Juez Supremo don Juan Manuel de Rosas, presencian el acto.
Los banquillos fueron colocados junto a las arcadas del Cabildo y los reos se sientan en ellos.
De pronto Santos Pérez grita: “¡Rosas es el asesino!”, produciendo estupor en los oyentes. El pelotón hace fuego y los reos caen.
Sus cadáveres son colgados en las horcas preparadas a pocas varas de los banquillos. Las tropas desfilan por delante de ellas con las bandas tocando marchas fúnebres. El público se retira impresionado, en silencio, sin atreverse a hacer comentarios.
Los otros reos pasan por la calle San Martín en carros requisados por la policía, en medio de tropas y seguidos por curiosos hasta la Plaza de Marte, hoy San Martín, donde fueron ejecutados con menos ceremonias. No hubo desfile ni música, y el público no tuvo acceso. Sólo estuvieron presentes los condenados a presidio, como estaba dispuesto.
Los carros de la policía recogieron todos los cadáveres, para darle sepultura.
La Justicia se satisfizo, pero la Verdad…
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Imagen: Ejecución de los Reynafé (De un grabado antiguo).
Texto tomado del libro La plaza trágica, Cuadernos de Buenos Aires, Bs. As., 1973.

Casa de Ejercicios

 

(De Francisco L. Romay)

En la calle Independencia entre las de Lima y Salta, se levanta un edificio conocido por el nombre de Casa de Ejercicios. Fue declarado monumento histórico por decreto Nº 120.412 del Poder Ejecutivo de la Nación, de fecha 21 de mayo de 1942.
En ese terreno, donado por los vecinos de Buenos Aires Pedro Pavón, Alonso Rodríguez y Antonio Alberti (1), en el año 1795 se comenzó la construcción del edificio. En ella intervinieron los maestros alarifes Juan Campos y Santiago Ávila, éste como suplente de Juan Bautista Masella, quienes “con vara alta de medir marcada con marca de esta ciudad” hicieron “las mediciones con grande escrupulosidad” y en presencia de los planos y alzada o fachada, elevaron el siguiente dictamen: “Los alarifes que han concurrido a la mensura del terreno en que se piensa construir la Casa de Ejercicios, y sus demás oficinas dicen: Que el Plano de la Vuelta está arreglado a esta diligencia, observándose en él las reglas de policía que adecúan a la calidad del Edificio, como son la rectitud y tiranteses de sus paredes, cómodo, tránsito, luz y calzada de las calles, sin más simetría que la que se observa en las Casas de Comunidades Religiosas, debiendo tener de elevación este edificio las diez varas que prescribe la ordenanza de policía para las casas de alto, señalándose con una misma cornisa o faja la división de uno y otro cuerpo, y pareciéndonos tener cumplido en esta parte con las órdenes del Superior Gobierno, lo firmamos en Buenos Aires a 11 de setiembre de 1794” (2).
Según el mismo historiador, el terreno consta de “una extensión de 150 varas de frente al norte, 131 al este y 129 al oeste, y constaba de dos frentes, formando dos esquinas. En el patio principal había doce piezas con la portería y los corredores”.
Este edificio fue levantado por iniciativa de sor María de la Paz y Figueroa, que después se hizo cargo de la dirección de la casa. Ésta no sólo fue destinada a ese objeto, sino que en algunas oportunidades sirvió como reformatorio de mujeres y tuvo una sección destinada a recibir a las reclusas que solían enviar los jueces. Alguna vez fue convertida en despensa de pobres, talleres de costura; se dio albergue a huérfanos y se enseñó primeras letras y catecismo.
Se indica que tanto el general don Manuel Belgrano como don Bernardino Rivadavia llegaron a ese sitio buscando un refugio de paz y piedad, alejados del tumulto del mundo (3).
La casa cuenta con varios patios y celdas, entre ellas la que según la tradición ocupara la fundadora, donde aún se conserva el báculo y algunos muebles antiguos. El patio tiene sobre sus arcadas una gran espadaña de tres aberturas, con un reloj de sol. En ese mismo patio se encuentra, sobre una gradería, una vieja cruz de madera. Además existe un viejo aljibe con brocal de mármol y crucero de hierro.
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(1) Era padre del presbítero y prócer de Mayo, don Manuel Alberti.
(2) Guillermo Furlong, S. J.: Arquitectos argentinos.
(3) Ricardo Piccirilli: Rivadavia y su tiempo, Bs. As., 1943.

Imagen: Patio de la Casa de Ejercicios (Foto: ainco.org.ar)
Tomado de El barrio de Monserrat, tercera edición, Cuadernos de Buenos Aires, Bs. As., 1971.

27 ene 2011

Corrientes 1927, el inquilinato de mi infancia


(De Alberto Martínez)
Caminaba por una de las calles de mi barrio de San Telmo cuando vi la perspectiva del largo y solitario corredor, iluminado por la tenue luz que se asomaba desde una tulipa lechosa, a mitad de una de sus paredes con el revoque a punto de desprenderse.
Entonces, vinieron a mi mente los recuerdos: muchos de los años de mi infancia los viví en un largo corredor similar a éste.
Habitaba una vivienda de las seis que en doble fila daban al corredor y conformaban el inquilinato. Su trazado era lineal y en una sola planta. Se accedía desde la calle a lo que llamábamos zaguán, espacio entre dos puertas, con piso de baldosas calcáreas amarillas y blancas conformando un damero; dos canillas goteando asomaban desde los muros. A sus costados y distanciadas, las puertas de entrada a cada departamento conformado por un hall, dos grandes habitaciones, un baño, una pequeña cocina y un patio con macetas y piletón de cemento para lavar la ropa.
Frente a nuestro departamento vivía un matrimonio húngaro: don Luis y doña Vilma; más al fondo, una familia polaca judía: doña Berta, su marido y sus hijos Feiguele y Bube; más atrás un ucraniano solo: Mezaros, y al fondo otra familia húngara con don Jorge a la cabeza. Por último una familia española comandada por don Eugenio, seguido de doña Victoria y su hija Carmen.
Las mañanas de domingo eran una fiesta. Todos, portando baldes de metal, secadores y escobas con palo de madera, nos juntábamos para baldear el largo corredor, ceremonia que finalizaba con el lavado de la vereda. Mi hermano y yo nos prendíamos en esta última tarea, ya que al vernos los muchachos de la cuadra se acercaban; revivíamos juntos las aventuras de la noche anterior y programábamos las de la tarde.
Ese programa, una vez consolidada la “barra”, se llevaba a la práctica, para nuestra alegría y para desdicha de los siesteros, en un espacio que merece destacarse. Resulta que el angosto pasillo remataba en un fondo amplio y abierto, bien abierto. El fondo cumpliría para nosotros todo tipo de función: ring de box, cancha de básquet, de minifútbol, pileta de natación, griterío, todo menos la que supongo debió haber tenido en otro tiempo… jardín para el sosiego.
Más tarde, el corredor se llenaba de notas musicales, distintas melodías se escapaban de las vitrolas. Realmente era una competencia para ver quién tenía el último disco de onda.
En las cálidas noches de verano todos sacaban sus banquitos… al corredor algunos, otros al zaguán, lugar más fresco. Los más inquietos se sentaban alineados en el escalón que daba a la vereda. Trataban de tomar un “cachito” de la tímida brisa que se negaba a entrar en sus viviendas.
Así se daba la vida en un inquilinato: solidaridad, compañía, tolerancia y, a la larga, amistad.
Hoy en Corrientes 1927 no existe más el inquilinato. Funciona una playa de estacionamiento a cielo abierto.
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Imagen: Un conventillo. (Foto: Taringa)
Este trabajo fue tomado del periódico El sol de San Telmo.

Moscato, pizza e historia


(De Fátima Montivero)

“El Cuartito, la buena pizza" anuncia el cartel de luces de neón de la entrada.  Y es verdad, esta pizzería, fundada en 1934, lleva 76 años preparando una de las mejores pizzas porteñas.
Cada porteño que se precie de tal cree conocer el lugar donde se come la pizza más rica de Buenos Aires. Algunos sugieren “Angelito”, otros “Las Cuartetas”, algunos “Imperio”, los más tradicionalistas disfrutan del “Moscato, Pizza y Faina” de “Kentucky”, si caminan por Corrientes entran en “Güerrín” o si quieren disfrutar de la tradicional pizza de cancha –o "canchera"– se dan una vuelta por “El Fortín”.  Pero en el corazón de Barrio Norte, ahí donde ahora todo compite por lo "chic", se cuela “El Cuartito”, una de estas pizzerías que no podrían faltar en la menos trabajada de las guías turísticas para recorrer la  ciudad.
En la vereda de Talcahuano 937, donde para muchos se come "la mejor pizza de la ciudad", cuesta encontrar menos de una docena de personas en sala de espera.  Una vez adentro, la opción se bifurca: o se presta un tiempo más a que el mozo asigne una mesa o se come de parado.  La barra es la elección de aquellos que se hacen una escapada al mediodía para disfrutar de lo que este lugar tiene para dar. 
Mozos que vienen y que van, se mueven con gran rapidez y destreza, hablando casi a los gritos. No se podría hablar o escribir acerca de  “El Cuartito” si no se hiciera referencia a ellos. No se trata sólo de la excelente comida que este lugar ofrece o de su característica ambientación, sino que la atención que se brinda es también una parte fundamental de su esencia. Quienes toman los pedidos son hombres, todos ellos con notoria experiencia en el oficio, reconocen a los clientes habituales y los ubican en las mesas de preferencia, sirven alguna que otra porción de fainá de cortesía y realizan pequeños descuentos (que luego, todo buen cliente sabrá reconocer al dejar la propina).
El ambiente es bullicioso, sobresalen los gritos de los mozos por encima del sonido de los moldes, platos, vasos, cubiertos, conversaciones y risas; todos estos elementos componen la sinfonía de “El Cuartito”. No se trata, claro está, del lugar indicado si se busca disfrutar de una cena íntima. Cualquier pareja podría sentirse apabullada entre tanta gente y ruido. En cambio, sí, si lo que se quiere es disfrutar de una generosa pizza con amigos. Y cuanto más numeroso sea el grupo, mejor.
Puede distinguirse con gran facilidad a los que juegan de local de los visitantes.  Los primeros, saben qué pedir: no necesitan mirar la carta, conversan en voz alta, realmente alta, y charlan con los mozos.  Los segundos, que por lo general se acercan a “El Cuartito” por recomendación, observan al resto de los comensales, se muestran tímidos e indecisos a la hora de elegir alguna de las prestigiosas pizzas.
Sin importar cuán hambriento se esté, resulta imposible no detenerse a mirar las paredes de los dos inmensos salones en las que se exhibe gran parte de la cultura popular de los últimos 70 años. Son cientos de afiches y fotografías del mundo deportivo, del fútbol y el boxeo principalmente, y de figuras de la farándula, muchos de ellos con dedicatoria y autógrafo incluido.
Al momento de pedir las pizzas es fundamental recordar que se está en un templo del placer y suspender la culpa por las calorías (y por algunos precios, sobre todo en la bebida), “El Cuartito” es un lugar para comer bien y salir con la barriga hinchada  –de felicidad–.  Las pizzas son de media masa, gorditas pero no tanto, con abundante queso mozzarella que chorrea por los costados de cada porción, que al ser servidas forman hilos de hasta medio metro de longitud.  Imperdibles las clásicas como la de mozzarella, la napolitana, la de fugazzetta y la de anchoas.  En torno a esta última suele generarse la discusión, por un lado se encuentran los puristas que sostienen que "la pizza de anchoas jamás lleva queso", también están aquellos menos ortodoxos que comentan que "está bien, no lleva queso pero me gustaría probarla con queso", o también los fundamentalistas que exclaman que "una pizza sin queso no es pizza", haciendo caso omiso de manjares como la fugazza o la pizza de cancha.  También son recomendables la Atomic, con longaniza y salsa tabasco y la Tutti cuanti, que tiene de todo un poco.
Los postres que se sirven son los más tradicionales: arroz con leche, budín de pan, flan y tarantela.  Para beber, siempre se puede recurrir a una cerveza bien fría, o bien se puede optar por un generoso moscato con un poco de hielo y soda.
Para aquellos que buscan pizzas sofisticadas con un toque gourmet, éste no es el lugar.  Ni siquiera se molesten en preguntar, no encontrarán queso de cabra ni hojas de rúcula.
“El Cuartito” es un lugar para comer pizzas como las de antes, de porciones abundantes con mucho queso, donde siempre hay a mano orégano y ají molido para agregar a gusto.  Como sabiamente reza la canción de Memphis: "Moscato, pizza y fainá..." una tríada infalible.
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Imagen: Interior de la pizzería “El Cuartito”.
Tanto la nota como la imagen fueron tomadas de la página Buenos Aires Sos.

24 ene 2011

"La cumparsita"


(De Stella Maris Taboro)

Ella, grabada en mi alma argentina,
los ritmos queridos de la cumparsita,
exaltando el corazón de las afroditas,
entre la luz débil de los fríos faroles.

Cumparsita de ritmos ondulantes,
cómo escucharte sin dibujar en el suelo
giros de un baile sensual y arrabalero,
en historias de bandoneones resonantes.

Giros extraños de pies hechizados
desenfadados en el aire,
alcanzando el rostro del bailarín osado,
sujetando la cintura con donaire.

Sonrisas en el punto crucial de las miradas
que se amuran sigilosas junto al cuerpo.
Así naciste cumparsita,en el lejano tiempo
entre percantas y bacanas ya olvidadas.
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Imagen: "Tango" (Tomado de travel-buenosaires).