29 abr 2011

La escuela de la Quema


(De Evar Méndez)

Con este título, Caras y Caretas (10 de enero de 1920), daba a conocer una escuela muy especial que albergaba a los hijos de los cirujas de la famosa quema de basuras al aire libre de Parque Patricios y Pompeya. Poco ha cambiado el sistema desde entonces y hoy esta tarea se ha multiplicado en todos los lugares de descarga de desperdicios. La tecnología avanza, pero cada día son más los desheredados que sobreviven penosamente de los desperdicios de los demás, aunque ahora sus hijos no concurren a escuelas.

Hay en Buenos aires una escuela admirable entre todas. Es la más pobre, la más sucia, la más desmantelada; no hay otra en un barrio peor, más inmundo, más infecto; no hay otra en mayor abandono; no tiene terreno ni casa propia, y existe entre la basura, la calzada, el humo. Es la escuela rantifusa, la miserable escuela de la Quema. Almafuerte le hubiera dedicado un himno.
Hace diez y siete años que existe así, sin modificación alguna, pobre escuela dejada de la mano de dios y de la mano de todos los ministros, consejos y sociedades educacionales, escuela atorrante, roñosa: es el Job entre las escuelas: vive en estiércol; vive ignorada sin que nadie se acuerde de ella ni la proteja nadie. Y es admirable, por eso mismo, y porque ha sacado de las tinieblas a miles de cerebros infantiles, ha enseñado a leer, escribir, contar, distinguir entre el mal y el bien a muchos hijos de criminales, de basureros, a muchísimos descendientes de todos esos infelices que la ciudad arroja de su seno, hacia el oeste, allí adonde van todos los residuos.
Es la escuela de la Quema, de los hijos de la basura, que allí nacen, crecen, se reproducen y mueren; que no conocen Buenos Aires y a quienes la policía vuelve a su roña cada vez que llegan a Caseros y Zavaleta, a diez cuadras de su tierra; hasta los que se enriquecen, de entre ellos, comerciando con despojos y residuos, pedazos de vidrios, papel, trapo, lata, restos de metales, aves muertas que venden a los restaurantes del centro (ojo, aficionado al “pollo allo spiedo”) y otras tantas cosas –que también allí hay burgueses y proletarios– se instalan, ya no en ranchos de tablas y latón, sino en casas como todas, pero no abandonan el lugar que los viera nacer o los verá extinguirse.
La Cofradía de San Vicente de Paul, de la cual es miembro prominente el ingeniero Ayerza, realizó el acto humanitario y piadoso de fundar esa escuela, hace más de tres lustros.
Funciona en un galpón  no mayor que dos vagones de ferrocarril; entre sus maderas hay aberturas de varios centímetros por donde se cuela el viento, el humo denso de la Quema, el mal olor de las basuras, cuyos depósitos y hornos crematorios tiene calle por medio.
Allí dicta las clases elementales el modesto y heroico maestro Juan A. Funes, hombre de paciencia ejemplar, necesaria para esos sesenta muchachos terribles, reacios a toda disciplina. No sabemos cuánto gana, pero sí que la escuela tiene un presupuesto que apenas pasa de cien pesos mensuales. ¿Qué puede hacerse con esa suma? Van los muchachos descalzos, sucios, rotos, desgreñados, pero van, y aprenden algo. Sus protectores le dicen: “Deben aprender a leer, pero sobre todo a temer y a amar a dios; sin saber se entra en el cielo, pero no sin catecismo”, y también lo aprenden.
Una vez un inspector descubrió la escuela que funcionaba hacía tiempo y la denunció a Consejo como clandestina: hubo un pleito, largo expedienteo; al cabo se supo que los treinta bancos viejos que posee los había donado el propio presidente del Consejo, doctor Vivanco, y la escuela siguió funcionando gratuitamente, como siempre, y alcanzó un premio de mil pesos, hace unos años, en un concurso instituido por La Prensa. Era la escuela que mayor número de niños había arrancado al analfabetismo.
Su enseñanza es escasa, pero andan por allí, huroneando todavía en las basuras, muchos hombre y mujeres –la escuela es mixta– que por ella saben leer. No les sirve de mucho. Mejor sería que se les enseñaran oficios; pero las escuelas del género, no lejanas del lugar, cobran dinero por su enseñanza, que los niños de la Quema no pueden pagar, y no van a ellas y la verdad es que tampoco irían, a menos que tales escuelas se instalaran allí mismo, porque nadie les arranca de su hogar y medio de vida al mismo tiempo. Y estas gentes aman esa modesta escuela, que ya apenas puede resistir el paso del tiempo.
La hemos visitado: ¡da lástima y conmueve! Las paredes de madera, pintadas hace años con una mano de cal, ahora ahumada, sin un cuadro, ni un calendario siquiera en ellas; el pizarrón, que ya no tiene casi vestigios de pintura negra y no deja leer lo que en él escribe la tiza, apóyase en la mesa –¡y qué mesa!– del maestro, para no caer; un cajón desvencijado, donde descansa una escoba ruin, contiene los útiles, algún contado libro, un vago cuaderno que por suerte no han robado los vecinos; en un rincón varios bancos largos están amontonados y servirán para los muchos niños que pasan del centenar que, en vacaciones –la escuela de la Quema funciona todo el año– acuden a ella, enviados por sus padres para evitarles la holgazanería. Por cuatro horas, en medio del humo que asfixia y hacer arder los ojos, y el inmundo olor, el pobre maestro dicta su clase.
Y bien, esta escuela, la más triste, la más mezquina de las escuelas de la ciudad –¿habrá otra en peores condiciones en el último rincón del país?– es admirable entre todas, porque en su extrema humildad realiza, y con el más grande esfuerzo, la noble misión de enseñar. He ahí donde podría ejercer su acción la caridad privada, he ahí donde podrían emplear un poco de su dinero sobrante los nuevos ricos…
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Imagen: El maestro Juan A. Funes que daba clase en esta escuela tan particular de comiezos del siglo XX.
Nota tomada de la revista Historias de la ciudad, junio de 2008.

25 abr 2011

Norberto García Rozada, ausente con aviso


(De Fernando Sánchez Zinny)

Una mañana gris de noviembre, transcurrida entre lluvias intermitentes, despedimos a Norberto García Rozada en una no menos gris galería de nichos del Cementerio de Flores. Estaban su esposa Noemí, sus hijos, un puñado de amigos, y un par de alumnos de sus cursos en la Universidad de Estudios Empresariales y Sociales (USES). Periodistas había dos: Fernando Laborda, quien tenía el encargo de despedir sus restos en nombre de La Nación, y yo.
Sentí mucho su partida; creo que, al cabo de tantos años, había llegado a ser, por antonomasia, su amigo en el diario. Había ingresado bastante antes que yo y pasaron varios años durante los cuales y aún entremezclados en las tareas y el compañerismo propios de una redacción, nuestro trato fue sólo episódico. Nos conocimos y comenzamos a apreciarnos en el otoño de 1976, al calor de cometidos periodísticos realizados de mancomún y estuvimos, a partir de ese momento, en estrecha relación y aún en frecuente cercanía física. Compartimos el paso por las mismas secciones y, a menudo, hasta tuvimos escritorios contiguos.
Llegamos a ser grandes amigos, entrañables compañeros pese a las enormes diferencias que mediaban entre nosotros o acaso debido a ellas, o bien haciendo burla de que existiesen. Metódico, gran entusiasta del deporte, católico acendrado, nacionalista resueltamente de derecha y aún con apenas veladas simpatías por el activismo peronista, poco y nada tenía que ver, en principio, conmigo y, sin embargo, ese tipo de desajustes, con ser verdadero, en este caso iba a convertirse en superficial. Un día, o en algún momento, pavoteando, descubrimos que nos unía la devoción por los trenes y por los mapas, por las anécdotas de la historia, por las caminatas reflexivas por los barrios, por las charlas interminables entre volutas de humo. Yo admiraba en él la redacción tersa, impecable, y la precisión de criterio ante cada hecho, ante cada noticia; creo que Norberto rescataba en mí cierta capacidad de improvisación, cierta aptitud para sacar conejos de la galera que quizás entonces tenía.
Era inmensamente leal; lo era con sus amigos, con sus afecciones y adhesiones, con el diario, con sus alumnos del Grafotécnico y de la Universidad. Con demasiada frecuencia no estaba de acuerdo y lo exponía con tozudez de gallego, pero, igual, era de una sola pieza y nunca iba a abandonar la partida. Amaba, en especial, La Boca, donde había nacido en 1942, y Monserrat, barrio en el que vivía desde añares, pero también toda la ciudad en cada esquina y en cada adoquín, y ese sentimiento intenso lo ejercía, asimismo, con ánimo exclusivista, al punto de que muy poco le interesaba de lo situado más allá de la General Paz y del Riachuelo.
Quiso ser marino y no pasó del Liceo Naval; estudió derecho y no  llegó a recibirse. Pero le gustaba el fútbol (era de River, con alma y vida) y comenzó, como tantos, pasando por teléfono las formaciones y los resultados de las divisiones de ascenso. De la mano de un maestro del periodismo deportivo, don Alberto Laya, ingresó al diario y aprendió de él el abecé justificatorio de la profesión: la meticulosidad, la limpieza idiomática y la necesidad de estar siempre al tanto. Fue cronista de polo y llegó a ser –bajo la égida igualmente magistral de Eduardo Botto Fiora– una autoridad en deportes ecuestres, redactor memorable de la revista especializada El Caballo. En La Nación integró el equipo que cubría la actividad de la Casa Rosada, pasó por Educación y fue jefe de Informaciones Locales, para terminar, durante los últimos veinte años, como editorialista, función simultánea con la de columnista de la sección “Por la ciudad”: su personaje, “Pérez”, con el que dialogaba en términos coloquiales marcó un hito en los enfoques que la prensa ha hecho de los temas porteños. Le tocaba jubilarse en 2007, al cumplir 65 años, pero consiguió sobrevivirse y permanecer. Se avino, por último, a hacer los trámites consabidos con la salvedad de que continuaría como colaborador: no más que unos meses duró ese pacto, hasta que sonó el gong del round postrero: fue como si el destino no le permitiese estar lejos de su trabajo y de los amigos puestos bajo el mismo yugo.
Deja dos hermosos y notables libros sobre Buenos Aires, ambos publicados por la Fundación Banco de Boston en su colección “Cuadernos del Águila”: Monserrat, otro barrio olvidado, de 1990, y Retiro, puerta de la ciudad, aparecido diez años más tarde. Más o menos hacia esta misma época integró, junto con Arnaldo Cunietti Ferrando, Carlos Rezzónico, Luis Cortese, Angel Prignano y quien esto firma, el grupo fundador de la revista Historias de la ciudad, que comenzó  a reunirse en el café “Margot”, de Boedo y la cortada de San Ignacio, los sábados por la mañana en la mesa a la que por ese motivo se le dijo de “Los Antiguos”. Fue, también, presidente de la Junta de Estudios Históricos de Monserrat y miembro de la Academia de Estudios Históricos de la Ciudad y de la Asociación de Amigos de la Calle Florida.
Ahora que se ha ido, queda –o, mejor, nos queda– el recuerdo de un hombrón afectuoso, petulante y erudito, tan en sus cosas que no admitía que hubiese otras. Vaya un botón de muestra: sentía fobia por los vuelos en avión y debido a ello y pese a los imperativos de su profesión sólo en una ocasión aceptó viajar a los Estados Unidos, que fue para asistir a una exhibición de jinetes. En una oportunidad  pisó el suelo de Montevideo y últimamente iba a localidades del Conurbano para asistir a partidos de rugby, juego que constituyó su pasión final y absorbente; de chico conoció Junín y con su familia una vez fue de vacaciones a Mar del Plata, pero, por lo demás, jamás salía de Buenos Aires ni le parecía necesario airearse y viajar. “Norberto, no puede ser que no conozcás Córdoba”, se le decía, con dejo zumbón. “Bueno, contestaba, no será mejor que esto” y a continuación se enfrascaba en una descripción exhaustiva, exacta y libresca, de todos los aspectos imaginables de la Docta. Pero él, irreductiblemente, no se quería mover de acá: tomémoslo como un tributo de amor. Había nacido en la ciudad de Buenos Aires en enero de 1942, donde falleció en noviembre de 2010.
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Foto: Norberto García Rozada.

24 abr 2011

Ayer y hoy de Villa Soldati


(De Juan Chaneton)

Y la historia bien puede empezar así: Don Giusseppe se bajó del bajel, del barco, del buque, del bote que lo depositó en la orilla, en tierra firme, en una economía firme por  entonces. Se apeó con sus bártulos y su familia, claro. Habrá pasado por el hotel, por ese lote de galpones y edificios a dos aguas que allí, pegado al puerto, se hacía llamar Hotel de Inmigrantes. Habrá pernoctado allí, la familia, asombrada, trémula tal vez de ansia y esperanza, el tiempo justo y necesario como para hacer pie en ese mundo nuevo que la providencia le deparaba, para largarse a caminar, muy luego,  la nueva ciudad, la que prometía, la que venía con perfil de proyecto y los llamaba a ellos,  a  los europeos que  no tenían espacio propio donde habían nacido, para que se lo forjaran acá, con paciencia de alfarero, con obstinación de místico, con ganas de trabajar de sol a sol para, algún día, regresar a la amada patria italiana pero, ahora, con una  “posición”  hecha.
En realidad, las excepciones a esta regla que prescribía “ir pero volver” fueron tantas que se invirtió el orden de las cosas. La mayor parte de los inmigrantes que arribaron a estas playas “por un mar que tenía cinco lunas de anchura”,  se quedaron. Entre éstos, Don Giusseppe. Don Giusseppe Soldati, así, con una sola te.
Que se llamaba, en realidad, José Ferdinando Francisco Soldati, que fundó la villa en 1908 y que murió en 1913 a los 49 años, es decir, joven.
El sur de la ciudad deforme raleaba de casas y vecinos, por aquellos años. Sólo el espíritu emprendedor incitaba a las gentes a aventurarse por semejantes andurriales olisqueando brisas, aromas, arborescencias y rincones de un barrio que todavía no había nacido pero que, al parecer, ofrecía oportunidades de trabajo, porque siempre hay de estas oportunidades cuando no hay nada más que la nada rodeándolo todo.
Una postal de época, en sepia o en gris, nos muestra calles de tierra,  empedrados solitarios, algún carro tirado por caballos, faroles de querosén y… las consabidas inundaciones. Eran tierras bajas, muy bajas.

DEL BASURAL AL POLIDEPORTIVO
Don Soldati, el que fundó el barrio, lo hizo porque trabajaba en el ferrocarril. La compañía que explotaba los nacientes  “caminos de hierro” de la Argentina lo ayudó en su empeño y así nació la estación que lleva el nombre del itálico y progresista emprendedor de proyectos inciertos. Y hay que decir que Soldati hizo  lo mismo ahí cerca, en el barrio de al lado, en Villa Lugano. También fundó Villa Lugano, digámoslo así.
Villa Soldati fue creciendo pese a las inclemencias de la cultura ciudadana que, allá por los 40, le obsequió con la iniciática descarga de varias carradas de basura, con lo cual pronto “el basural” fue parte sustantiva del paisaje y, con él, la humareda con olor a podrido y otras yerbas. El aire se puso azulado y sucio, las enfermedades devinieron amenaza constante pues la quemazón esparcía sus detritus por la zona, y aparecieron los cirujas a ganarse la vida contada en centavos, los cirujas que tenían doce años, o diez, o catorce o veinticinco… es lo de menos,  y que, además, comenzaron a convivir con toda la “mala entraña” que acudía del centro o de otros barrios, ya que semejante hábitat venía como anillo al dedo si de esconderse se trataba, y de eso se trataba, de burlar el pago de alguna cuenta fuerte, un par de muertos, algún robo importante, y se requería, entonces, de una guarida inaccesible que Soldati y Lugano procuraban con más que razonable seguridad, pues nadie se aventuraba por allí a ejercer el oficio de sheriff.
El basural duró mucho. Un año ya es mucho cuando se trata de vivir al lado de un basural en llamas, y aquí hablamos de décadas. Por fin se convirtió en  un Polideportivo. Hoy se extiende a lo largo y a lo ancho de un total de 120 hectáreas y en él se recrean  los vecinos de una amplia zona que incluye no sólo a Soldati y Lugano sino también al conjunto de habitantes de las villas miseria que no han cesado de crecer en la zona, que cuenta con una “Corporación del Sur” para el desarrollo y modernización del ecosistema, del ejido urbano y, por ende, para el aumento, paulatino pero constante, de la calidad de vida de los vecinos, desvelo pertinaz  y obsesión constante de las autoridades.
Ocupa un lugar de 120 hectáreas, constituye el deleite y el desahogo, no sólo de los habitantes de Villa Soldati sino también de los de las villas y barrios vecinos. Se llama, todo este complejo, Parque Julio A. Roca y lo delimitan  la avenida Escalada,  la  Coronel Roca,  la calle Pergamino y la avenida  27 de Febrero.

EL INDOAMERICANO
Demasiados “Roca” para tanta pobreza, para tanto olvido, para tanto inmigrante extrañado y para tanto “indio” de Bolivia, de Paraguay y del Perú, que también pueblan la zona estos connacionales latinoamericanos.
Demasiados Roca, aunque caben las aclaraciones. El coronel Roca de la avenida homónima se llamaba José Segundo. Nació en 1800 y vivió 66 años. Combatió en Jauja, Pasco, Pichincha, Zepita y Trujillo y en las guerras del Paraguay y del Brasil. Por la primera, ya les pedimos disculpas a los hermanos guaraníes. Por la segunda, los brasileños nos tendrían que agradecer, ya que después de ganarles en Ituzaingó con Alvear fuimos corriendo a la casa de lord Ponsonby a prometerle que sería una victoria inútil, una batalla ganada pour la galérie y que el Uruguay nunca se uniría a nosotros, que se quedara tranquilo, no más, que seguiríamos divididos. Esto hacían nuestros “estadistas” allá por aquellos fieros años de forja de la patria y el único Menelao que hizo oír su “recia voz guerrera” para oponerse a tanta infamia, el único que, cual escena de la homérica Odisea, se opuso a tanto desatino desbocado, ese único fue Manuel Dorrego. No alcanzó, claro. Hay metas demasiado ambiciosas para un hombre solo.
Y si la avenida que circunda al Parque se llama Coronel Roca, el Parque mismo se llama Julio Argentino Roca, que fue otro Roca, más que roca fue una piedra en el zapato para la historiografía liberal, que lo esculpió en bronce como fundador de la argentinidad y escondió bajo la alfombra tanto crimen abominable cometido en nombre del progreso.
Será por eso, será porque tanto Roca venía a ser como una provocación o una legitimación ex post de la barbarie, que allá por 1993, cuando el jefe de Gobierno de nuestra benemérita y muy digna ciudad era el doctor don Fernando de la Rúa, también benemérito, se dictó la Ordenanza 47.533 disponiendo que el segundo espacio verde en extensión con que cuenta Buenos Aires (el primero es Palermo), pasara a expresar una reivindicación de los valores étnicos y culturales de los pueblos indígenas, esclavizados por los españoles y exterminados por “Julio A”. Y el homenaje fue: el espacio verde de Soldati y Lugano se llama, hoy, “Parque Indoamericano”. Y no sólo se concedió tal limosna moral a los pueblos originarios. También, de paso, se protegía la flora del lugar, por cierto rica y varia.
En cuanto a la fauna, está constituida por punteros políticos y taitas de todo pelaje dedicados a tráficos diversos. Fue el humus que fertilizó el conflicto reciente, cuando unas 350 familias, con niños, abuelas y hasta el gatito, ocuparon el predio en demanda de vivienda. Cerquita de allí queda la Villa 20, aquella donde el actual jefe de Gobierno posó, en una memorable toma, con una niña pobre del lugar, allá por los inicios del 2007.
Al Indoamericano no lo circunda una “blanca venda de nieve”, como decía Olegario Andrade que era el caso de los nidos de los cóndores, sino la avenida Castañares y las calles Escalada, Cruz y Lacarra. Menos poesía y más dolor, acá.

SOLDATI, CON “S” DE SUR, TODAVÍA RECLAMA
Y así está hoy Soldati. Un poco mejor que ayer, desde el punto de vista del progreso material. Tiene luz eléctrica y cloacas. También circula la merca, que le dicen, pero esa, a esta altura de la soirée, se parece un poco a Dios, está en todos lados, aunque, a diferencia de  Él, casi todos la pueden ver.
Como solían hacer los nazis, que en medio del horror encontraban tiempo para delirarse con obras grandes y pomposas, de esas que ameritan el socorrido adjetivo de “faraónicas”, de modo parecido digo, el entonces “intendente” Cacciatore  pergeñó la idea de construir el parque más grande de Sudamérica. Lo iba a construir la empresa Interama que comenzó los trabajos pero quebró. Hoy queda, como testimonio de aquel ayer confuso, una torre de 180 metros de altura y 1.500 toneladas de peso que iba a oficiar de mirador.
Y los barrios vecinos a Soldati son, a más del ya mencionado Lugano, Villa Riachuelo, Parque Avellaneda, Flores y Pompeya.
Dos o tres escuelas, un par de fábricas de relevancia y cinco o seis iglesias contribuyen, asimismo, a delinear el perfil del barrio.
Falta trabajo y vivienda. Es el sur mejorado pero todavía olvidado o, cuanto menos, no recordado al mismo nivel que otros barrios que, igual que Soldati, hacen su aporte a la ciudad y constituyen su seña de identidad más específica.
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Imagen: Emblema de Villa Soldati.

23 abr 2011

El hombre que ya no está solo y ya no espera


(De César Tiempo)

Raúl cabía en un puño. En el puño de Polifemo, claro está. Nació en la provincia de Corrientes, como Arturo Frondizi, pero no fue esta circunstancia la que le indujo a declinar el ministerio que su comprovinciano fue a ofrecerle a su casa apenas resultó proclamado presidente de la Nación. El lugar de nacimiento fue un accidente de trabajo, la fecha no, porque nuestro amigo nació con el sol en Acuario, el mismo que, según los exégetas de la mitología, representa a Deucalión, padre y regenerador del género humano. Cada piedra que arrojaba Deucalión se convertía en un hombre. Las piedras que arrojó implacablemente Scalabrini Ortiz convirtieron en cambio a muchos hombres.
Su pasión de conocer le llevó a la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires y al Instituto de la Sorbona, de París. Pero no llegó a ser uno de esos sorbonagres que divirtieron tanto a Rabelais. En la universidad de la calle se doctoró de periodista, un periodista y un escritor –entidades indivisibles– que comprendió como pocos el auténtico e imperioso sentido de su misión.
Scalabrini es el plural de scalabrino que, en lengua de Malaparte, equivale a sagaz, astuto, sutil, socarrón, presciente. Zingarelli llegó a más: llama scalabrini a aquellos que cultivan la malizia dell’arte. Pocos como Raúl llegaron a conocer a fondo todas las argucias y las astucias del oficio, para olvidarlas y superarlas cuando se hizo uno de los más perspicuos moralistas de nuestro tiempo. Tenía apenas 19 años cuando publicó un trabajo sobre los errores que afectan a la taquimetría. Entonces soñaba con ser geólogo. Cuando comprendió que no llegaría a homologar los récords de un Carlos Lyell, trasbordó de la geología a la geopolítica. El hombre no puede hacer nada sino en medio del tráfago de cosas que lo rodean. La literatura fue el primer avatar de su milicia humana. En 1928 publicó La manga, un libro de cuentos editado –¿cuando no?– por Manuel Gleizer, que lanzó los primeros y los mejores libros de todos aquellos que significaron algo en el país, a partir de 1920. También a instancias de Gleizer escribió El hombre que está solo y espera, dos veces premiado e infinitas veces reeditado. Luego se consagró por entero a la literatura política y económica. Así fueron apareciendo Política británica; Los ferrocarriles, factor primordial de la independencia nacional; Política británica en el Río de la Plata; Historia de los ferrocarriles argentinos, etcétera, libros que sacaron de las casillas a The Economist de Londres.
Raúl nació el día consagrado a San Valentín, pero nunca alardeó de valentón aunque las circunstancias lo hicieron protagonista de algunos duelos resonantes, uno de ellos con Ramón Doll que no dejó títere con cabeza, y que se enojaba cuando le decían que hablaba como un libro. La obra de Raúl es la hoja de temperatura de la pasión argentinista que se apoderó de su alma. Inteligencia decisiva, brillante, abarcadora, polémica. Raúl fue un camarada excelente, excepcional, bondadoso y seguro. Poseyó como pocos el don de leer con facilidad las intenciones del prójimo. Su fuerza era interior y exterior como la de los torrentes. Como Cátulo Castillo y Alcides Gandolfi Herrero, fue campeón argentino de box. No era necesario un electroscopio  para advertir la clase de electricidad que lo soliviantaba. Platiqué y caminotié mucho en su compañía desde los días imborrables de su recalada en los cafés literarios de nuestro tiempo. Cuando nos reuníamos en lo de Gleizer, en el “Tortoni”, en el “Richmond”, en “La Brasileña”, solíamos reírnos de las figuritas y los figurones de entonces. Fue por aquellos días que aprendimos que prosopopeya, en su aséptica latitud, es una figura que consiste en atribuir el sentimiento, la palabra y la acción a las cosas inanimadas y abstractas, a los muertos, a los ausentes. Y que “erotema” en lenguaje retórico era sinónimo de pregunta. Platón hizo hablar a las leyes y Enrique González Tuñón, que publicó El alma de las cosas inanimadas, hicieron retórica sin saberlo. Incurramos en ella con estos erotemas actuales y sus respuestas póstumas, que habrían sido motivo de arregosto refluente para el propio Scalabrini.
P.- ¿Dónde encontraste al hombre que está solo y espera)
R.- En Corrientes y Esmeralda. Vos, yo, aquél, todos estábamos solos y todos esperábamos. Yo ya no estoy solo y me duele comprobar que, en mi situación, ya no tengo nada que esperar…
P.- ¿Qué autor argentino recomendarías leer a los jóvenes?
R.- ¿A los jóvenes argentinos? José Hernández.
P.- ¿Y a los que ya lo hubiesen leído?
R.- Releerlo.
P.- ¿Qué es lo que separa a los hombres?
R.- Las palabras.
P.- ¿Qué opinás de la delincuencia?
R.- Más delito que el delito mismo es la publicidad morbosa del delito.
P.- ¿Qué opinás de la popularidad?
R.- Es como el agua salada, cuanto más se bebe más sed da.
P.- Si volvieras a la vida, ¿qué oficio elegirías?
R.- El de hombre.
P.- ¿Qué opinás de la obediencia?
R.- Marcar el paso no supone avanzar.
P.- ¿Dónde pasaste tu juventud?
R.- Un año en la montaña, en plena cordillera. 35 días de navegación en un cargo boat me enseñaron el alfabeto del mar y llenaron mi imaginación de un deseo: conocer Odesa. En París frecuenté un poco el hambre y el amor. Ahora, si pudiera elegir, no sabría decidirme. Los viajes pudren el alma. La tornan insaciable. Pero eso también lo dijo Montherlant. No se puede decir nada nuevo, ni siquiera esta queja, que ya la formuló La Bruyére.
Olvidábamos decir que el padre de Raúl, filósofo y paleontólogo, vino a la Argentina en busca de fósiles. Quería convencerse de la antigüedad del  hombre en el Plata. Su hijo no pudo disuadirlo…
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Ilustración: Raúl Scalabrini Ortiz. (tomada de cafecalu.blogspot.com )
Tomado del libro Manos de obra, Primera edición,  Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 1980.

22 abr 2011

El hombre de la vaca


(De Fernando Sánchez Zinny)

Una leyenda que se ha ido perdiendo y que ya muy pocos conocen: “El hombre de la vaca” fue un escritor de cierto relieve, hijo y vecino de Buenos Aires, cuya existencia tuvo importancia en tiempos remotos, anteriores, por ejemplo, a la invención del bolígrafo.
No encuentro el libro de ese nombre –su obra arquetípica– entre el revoltijo de los míos, pero seguramente lo tengo. Entretanto acudo a Internet y hallo que la única mención que se hace de Omar Vignole es a propósito de lo que de él cuenta Pablo Neruda en Confieso que he vivido. La semblanza cordial y estrambótica que hace el poeta coincide, en grandes líneas, con lo que me ha llegado de leído o por tradición oral, menos en un punto menor: él lo da por agrónomo y yo tenía entendido que era veterinario, pero en todo lo demás acordamos. Era grandulón, usaba como bastón un grueso garrote, tenía carácter extrovertido y extravagante, era ampuloso, gritón y a menudo agresivo. Sus libros, a partir del nombrado, se llamaban todos por el estilo: “Como piensa la vaca”, “Mi amiga la vaca”, etcétera, y hacían referencia a que siempre lo acompañaba una vaca y con ella hacía sus presentaciones públicas. De pronto un camión se detenía en Perú y Avenida de Mayo y de él descendían el escritor y el rumiante, en medio de un alboroto y con intervención policial de por medio. Pero, aparte de hacerlo en las letras, Vignole se inmiscuyó clamorosamente en el catchascascán y enfrentó en el Luna Park a alguien que el autor de Residencia en la tierra identifica como “El estrangulador de Calcuta”, con traumáticos resultados para su humanidad.
Con particular regodeo Neruda narra el caso aquel del congreso internacional del Pen Club que se realizó en el Plaza Hotel de Buenos Aires, en 1936, y en cuyo recinto de deliberaciones irrumpió Vignole con su mugidora compañera, a despecho de prevenciones, consignas y guardias.
A todo esto: ¿quién era Vignole? En lo personal y en tanto no ubique  su libro, no retengo de él sino una colección de anécdotas de cuya veracidad no estoy seguro más que a medias. Supongo que tenía, más o menos, la edad de Jauretche –o sea que habría tenido los años del siglo– y sé que murió hacia 1960, cuando ya había caído completamente en el olvido. Por otra parte, y además de haber sido best seller por un tiempo, distaba de ser un escritor desdeñable aunque, sin duda, más se trataba de un periodista que de un literato. Porque más allá de su pathos vacuno, sus escritos solían tratar con solemne y apasionada tragicidad los grandes temas del nacionalismo, incluso con alardes filosóficos  y trascendentalistas estimables: corrían los años 30 y Vignole no estaba tan lejos ni de las ideas ni del estilo de José Luis Torres –“Hormiga Negra”, quien ulteriormente escribiría La década infame –  pero éste más bien se inclinaba a apoyarse conceptualmente en una suerte de radicalismo contestatario, en tanto que Vignole hablaba desde un semifascismo de cuño conservador, afín al protopopulismo de Manuel Fresco. De todas maneras, ambos se trataron y comprendieron: Vignole llegó a concurrir a reuniones forjistas, en una de las cuales, según es fama, apaleó malamente a Jauretche. Más tarde confluyó en el peronismo, pero ya su hora había pasado.
Claro que todo atisbo de algo posiblemente sesudo se opaca ante lo absurdo de los recuerdos que se le adhieren: según costumbre de aquella época daba conferencias pero no sin poner a su lado, en el escenario, a la vaca. Ésta había recibido un purgante y Vignole sabía advertir cuando estaba por hacerle efecto, de modo que en las inminencias levantaba la voz, se encrespaba, condenaba violentamente a alguien, y justo al lanzar el anatema definitivo, la medicación producía su grosero resultado. El orador se interrumpía, guardaba un instante de silencio y luego, sentenciosamente, anunciaba: “Nuestra amiga y maestra ha opinado”.
Su proximidad política con el gobernador Fresco, también le proporcionó alguna ocasión de originar escándalo. Vendía específicos veterinarios o agronómicos de esos que los municipios rurales suelen comprar; en tren de travesuras salió a buscar un homónimo Manuel Fresco –que resultó ser un almacenero de la calle Trelles– y lo instó a que enviase idénticos telegramas a todos los intendentes de la provincia en los que se recomendaba comprarle sus productos.
Y pasó lo que había imaginado: a alguno le llamó la atención la firma de Manuel Fresco sin ninguna referencia al hecho institucional de que era gobernador y en un telegrama sin ningún rastro de ser oficial. Consultó a La Plata y allí le dijeron que ningún telegrama semejante se había despachado, tras lo cual vino la investigación y la acusación contra el almacenero por usurpación de honores y atribuciones y tentativa de estafa: ese fue el momento de la gran batahola: ¿Qué atropello es éste de perseguir al ciudadano Manuel Fresco, honesto comerciante, sin más motivo de haberse dirigido a las autoridades y ni aun para peticionar nada, sino, simplemente para hacerles llegar una indicación que creyó oportuna? Vignole bramó en esa ocasión, enrostró y denostó a sus anchas a los tiranos, en medio del hazmerreír general.
Sus atronadores cargos los hacía a través de una publicación significativamente llamada El Tanque –era los días del esplendor “Panzer”– y el subtítulo dejaba bien establecido que nada se opondría a su paso. A la sazón había nerviosismos, en Europa se vivía la guerra y el director de la revista resolvió estar preparado para lo que fuese: dio entonces en andar siempre en pareja con su secretario de redacción, Juan Carlos Planes, también escritor de cierta nota, pero, contrariamente a su jefe, enjuto, elegante y con modales de persona respetable. La explicación de esa dualidad era que según el aspecto del adversario, o bien Vignole la emprendía con él a garrotazos, o bien Planes intercambiaba tarjetas para concertar un ulterior lance caballeresco.
Hasta que la vaca murió y Vignole entró en honda depresión. Decidió suicidarse pero el disparo dirigido al corazón estaba mal apuntado y sólo le bandeó la adiposa tetilla correspondiente a su enorme torso. Por supuesto, nadie tomó en serio esa presunta voluntad suya de autoeliminarse, sin perjuicio del asombro debido al extremo al que lo impulsaría el afán de notoriedad. Recompuesto su ánimo tras ese contraste, se estableció en el Delta donde abrió una escuela de sabiduría que no debe haber sido muy concurrida.
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Imagen: Publicación acerca de Omar Vignole.

Evolución del cuarto de baño porteño


(De Ángel A. Prignano)

El hombre primitivo hacía sus necesidades al aire libre y a flor de tierra, allí donde la urgencia lo encontraba, o en sitios elegidos estratégicamente cuando permanecía en grupos asentados en una comarca. Lo hacía naturalmente, en cuclillas, la mejor manera de vaciar el vientre, como siempre se ha dicho.
Los rastros más antiguos de la presencia del hombre en el mundo aparecen a la vera de los ríos y arroyos, que le proveían el elemento esencial para saciar su sed, lavarse y disfrutar momentos de esparcimiento, solo o en comunidad. Pero enseguida comprobó que la corriente podía arrastrar y hasta diluir sus propios excrementos, con lo que convirtió a esos cursos de agua en su “lugar de necesidad”. Cuando se hizo sedentario, el baño higiénico y refrescante comenzó a ser más frecuente y el rito de practicarlo se tornó habitual en algunas de las sociedades tribales que integró. Entonces debió preservar el lugar donde bebía y se zambullía situándolo aguas arriba del sitio de defecación para evitar la contaminación.
Otra de las costumbres de esas sociedades remotas fue el llamado “método del gato”, que consistía en cavar un pequeño hoyo casi a ras del suelo y después cubrir las heces con tierra. En el Deuteronomio (XXIII, 13-14), así fue impuesto por Moisés: ”Tendrás fuera del campamento un lugar, y saldrás allá afuera. Llevarás en tu equipo una estaca, y cuando vayas a evacuar afuera, harás un hoyo con la estaca, te darás vuelta, y luego taparás tus excrementos”. Pozos algo más profundos servían por más tiempo, pues los excrementos se iban tapando con tierra después de cada deposición. Así apareció lo que podemos denominar protoletrina. En ambos casos, las bacterias de las capas superficiales del terreno trabajaban rápidamente en la descomposición de esas deyecciones.

LETRINAS, POZOS CIEGOS Y CLOACAS
Pero llegó un momento en que las comunidades levantaron caseríos y villorrios, muchos de los cuales con el tiempo devinieron en pueblos y después en ciudades. Fue cuando apareció la calle indecorosa donde todos concurrían a agacharse. Después vino la letrina propiamente dicha, primero muy rudimentaria: un pozo que podía alcanzar los dos metros de profundidad, o más, con una piedra horadada encima. Con el tiempo le fue agregada una precaria casilla de madera para mantener la privacidad de esas actividades y proteger a sus protagonistas de las inclemencias del tiempo. A este sistema, que fue denominado “letrina de pozo sencilla”, le siguió otro con la fosa cavada lejos de la garita. Un albañal en declive conducía las materias desde el lugar de la deposición hasta el pozo. Así, muchos de estos gabinetes ubicados en los fondos de las viviendas formaron parte del paisaje aldeano.
Estas construcciones fueron completadas posteriormente con el agregado de un asiento y un tubo respiradero que enviaba los olores nauseabundos a las alturas. El sifón hidráulico y la cámara séptica llegaron después para perfeccionar el sistema. El sifón impedía la filtración de los efluvios y el foso séptico aseguraba la acción de los organismos anaeróbicos sobre las materias fecales antes de que cayeran en el pozo. Ambos adelantos y la ulterior incorporación del inodoro a la turca o el de pedestal con cisterna permitieron situar definitivamente el servicio dentro de la vivienda.
Los pozos cavados “hasta el agua” propiciaban que la naturaleza hiciera lo suyo. Cuando uno de ellos llegaba a su punto de saturación, era cegado para abrirse otro en un lugar próximo. En determinado momento se mandó revocarlos interiormente con cemento hidrófugo, ello con el sano propósito de evitar filtraciones que contaminaran los pozos de balde, cisternas y otras construcciones subterráneas. Buenos Aires reglamentó esta medida durante la gran epidemia de fiebre amarilla de 1871. Entonces no hubo más remedio que vaciarlos periódicamente, primero mediante un sistema precario que se valía de cubos y toneles, el “sistema de baldeo”; luego por el “sistema atmosférico” que introdujo las bombas de aspiración. Ambos vertían todo en bañados, riachos y vaciaderos.
La primera empresa de carros atmosféricos legalmente constituida que operó en Buenos Aires fue la de Crudo, Zambelli y Cía., que en 1870 realizaba la tarea con una escasa flota de vehículos de tracción equina. Comenzó a trabajar a buen ritmo atendiendo los pedidos de particulares y organismos oficiales. En febrero de aquel año, por ejemplo, fue convocada para que limpiara, “valiéndose del atmosférico, las letrinas del Hospital Italiano, ocupado hoy por los heridos y enfermos del Ejército Argentino”. Eran los tiempos de la guerra con el Paraguay.
Las cloacas, por último, terminaron con los pozos negros y los vertederos en aquellas ciudades que pudieron extender la red a todos sus rincones. De este modo se abrió paso al baño moderno.

APARICIÓN DEL WATER-CLOSET

El water-closet fue introducido en nuestro medio a principios de la década de 1870. Su mención aparece por primera vez en los documentos oficiales en mayo de 1872, oportunidad en que el Consejo de Higiene Pública de la comuna porteña elaboró un informe sobre la propuesta elevada por los señores Luis Schreiner y Francisco Seeber, quienes decían tener el modo de hacer inocuas las deyecciones humanas. Presentaron un sistema por ellos llamado Earth-closet que paralizaba la acción fermentativa de dichas materias por medio de tierras y yeso. El método había sido inventado en Inglaterra por el reverendo Henry Moule en 1860. En su forma más sencilla era un asiento de madera con un balde debajo y un recipiente por detrás lleno de tierra fina y seca, carbón vegetal y cenizas. Tirando de una manija se lograba que la tierra bajara hasta el balde, que debía ser vaciado cada tanto.
Luego de su ensayo práctico realizado el 26 de enero de aquel año en Cerrito 236/238, el mencionado organismo municipal se inclinó por el sistema inglés denominado “water-closet” (y aquí aparece mencionado) que aplicaba el “principio de salubrificación por la circulación continua”. Sin embargo, estimó conveniente “no aceptar exclusivamente ninguno de los citados sistemas, y sí por lo contrario tender la mano a todos”. Después de opinar que debía adoptarse sin demoras el que ofreciera más garantías de bondad y fácil realización para los teatros, cafés, fondas, conventillos, cuarteles, cárceles, colegios y en general donde hubiera hacinamiento o concurrencia de muchas personas, el sistema propuesto fue aceptado “de interino” hasta tanto se resolviera convenientemente el gran proyecto que alentaba dar al municipio un plan general de sanidad.
En ese mismo año, Juan Antonio Ruggiero solicitó la presencia de algún funcionario municipal en el ensayo de un sistema de su invento aplicable a letrinas y cloacas. Si bien se consideró oportuno proceder en dicho sentido, no se han hallado registros referidos al resultado o aplicación de este método sanitario. Tampoco hemos sabido de qué se trataba este sistema.
Pero el WC ya había sido introducido en nuestro medio y se trataba de difundirlo para que la gente lo instalara en sus domicilios. En 1879, la comuna porteña seguía machacando: “El sistema preferible es el de los lugares de comodidad llamados a la Inglesa, y consisten como es sabido, en una válvula a báscula capaz de cerrar herméticamente la apertura superior del tubo de conducción. La combinación con un depósito de agua superior es la preferible”. El cambio a este sistema se hizo muy lentamente, intensificándose a medida que avanzaron las obras de salubridad, pues su funcionamiento dependía del abastecimiento de agua corriente. Y en 1887 ya se hizo obligatoria la instalación de inodoros en las casas de inquilinato, conventillos, fondas y bodegones que se habilitaran a partir de esa fecha. Fue así, entonces, que con el correr de los años miles de “cadenas” colgaron de los cuartos de baño porteños.
En 1912 apareció un inventor presentando “un nuevo inodoro bidé silencioso, que no dudamos producirá una verdadera revolución en los servicios de salubridad pública”, según un aviso publicado en una revista de la época. El señor Ramón Giovanetti, cuya fotografía aparecía en el anuncio y era vecino de la localidad bonaerense de Haedo, promocionaba el aparato como inmejorable, pues decía haber “reunido en uno los dos aparatos tan indispensables en toda casa habitación”.

EL BAÑO PORTEÑO 
El espacio hogareño que el Buenos Aires contemporáneo tiene destinado a la higiene corporal y a las necesidades del vientre pasó por distintas etapas de características bien diferenciadas, tanto en lo que se refiere a su disposición y organización como a la actitud de los que se sirven de él. A un período que algunos llaman pretecnológico, protagonizado por la letrina pestilente situada en el último de los patios de la vivienda o en sus fondos, le siguió otro signado por las instalaciones sanitarias modernas y la difusión de los novedosos artefactos importados desde los países industrializados, especialmente Inglaterra.
Durante aquel tiempo previo a la aparición de la nueva tecnología, según parece, no todos los dueños de casa visitaban las letrinas; más bien se valían de artefactos de uso personal dedicados a esos quehaceres íntimos en sus propias habitaciones. Estos utensilios aparecen reiteradamente, aunque en cantidades pequeñas, en los inventarios de las posesiones de aquellos que gozaban de cierta holgura económica.
Otra solución fue la llamada “silla sanitaria”, que se mantuvo en uso hasta entrado el siglo XX. Eran sillas horadadas con la escupidera oculta, a la manera de los sillicos europeos.
El lugar de la higiene del cuerpo, entre tanto, no tenía un destino fijo: podía ser uno de los dormitorios o la cocina, en cuyo piso se desplegaba un pedazo de hule o el popular linóleo. Un buen número de recipientes transportables, como tinas, jofainas, jarrones y jarritos, que también se describen en esos inventarios, se guardaban en un cuarto especial de la morada porteña. El general Mansilla cuenta que en su casa paterna había una pieza “que se llamaba cuarto de baño, por la sencilla razón de que allí, entre cachivaches diversos, estaba la tina de latón de mi madre, destinada al efecto. Otra tina de baño había –media pipa de aguardiente cepillada-, en el segundo patio, que dándole el sol en verano, se templaba fácilmente. Un toldo improvisado la cubría, y en ella, por turno, se refrescaban, los que no iban al río. El agua de ambas bañaderas servía después para regar las plantas y las veredas”.
La llegada a Buenos Aires de la tecnología sanitaria procedente de países industrializados implicó el reordenamiento racional de los ambientes domésticos y definió un cambio del comportamiento humano en estos menesteres. A ello contribuyó, principalmente, el fluido comercio que la Argentina tenía con Inglaterra, cuna de esa tecnología. Este proceso dio comienzo hacia fines del siglo XIX y se afianzó en los albores del siguiente, quizá como consecuencia del incremento de las edificaciones en el casco fundacional de la ciudad porteña. Coincidió, en líneas generales, con la habilitación del primer servicio de agua corrientes en 1869 y el inicio de las conexiones domiciliarias de la primera red cloacal veinte años después, en 1889. Así, un sector interior de la casa fue destinado exclusivamente a la higiene del cuerpo que, como ha quedado dicho, hasta entonces se practicaba en la cocina o en el dormitorio. La letrina, entre tanto, incorporó la taza de porcelana y el sifón hidráulico para mudarse, en ciertos casos, a uno de los ambientes de la vivienda.
Una muestra variada de lo que acabamos de decir puede encontrarse en los avisos inmobiliarios que publicaban los diarios de mayor tirada, en los que generalmente se hacía una descripción pormenorizada del inmueble que se deseaba vender. Pongamos como ejemplo uno aparecido el 29 de octubre de 1899, donde la firma Román Bravo y Cía. ofrecía una casaquinta en el barrio de Flores, avenida Avellaneda y Granaderos. La casona contaba con “vestíbulo, siete habitaciones, baño, despensa, dos patios, galería cubierta con cristales y cocina, cielos rasos de yeso, pisos de madera y baldosa, aljibe, pozo con malacate, gallinero, cuatro piezas de servicio, cocheras, caballerizas, lavadero, WC y todos los pormenores de una buena finca”. Se trataba de una propiedad de clase acomodada, con una superficie total algo superior a los 2.500 metros cuadrados y aún así, baño y WC estaban separados, pues su construcción era anterior a la unificación de ambas funciones en un solo ambiente.
Según se ha dicho, la introducción del inodoro de agua corriente con cisterna elevada sobrevino durante la segunda mitad del siglo XIX y se encuentra documentada en 1872. A partir de entonces comenzó a hablarse de water-closet o WC. En las residencias suntuosas y las casas de renta quedó integrado al resto de los ambientes, mientras que en las viviendas de nivel medio, como las casas chorizo, y en las más humildes, como la “casita propia” autoconstruida con grandes sacrificios, se mantuvo como una edificación independiente.
La diferenciación entre el lugar destinado al aseo personal y el de la defecación persistió aproximadamente hasta el Centenario y ha llegado a nosotros a través de las expresiones “darse un baño”, que se refiere a la higiene corporal en la ducha o la bañera, e “ir al baño”, que se relaciona con la acción de satisfacerse. Más porteña aún es la expresión lunfarda “ir al viorsi”, derivada del enrevesamiento y deformación de “ir al servicio”.
Los años de las décadas de 1920 y 1930 trajeron innovaciones que mejoraron ostensiblemente la aparatología sanitaria y fortalecieron el posicionamiento de nuevos conceptos higiénicos. Todo ello confluyó en el baño moderno, que incorporó “las nociones de economía espacial y racionalización de los usos” que posteriormente se hicieron generales”. Fue la época en que se construyó, atendiendo tales premisas, un buen número de retretes públicos subterráneos en distintos puntos de la ciudad.
Un último paso fue la unificación de ambas actividades en un solo lugar: el baño, como se lo conoce en Buenos Aires, servicio, lavabo, aseo o wáter en España, toilette en Francia, bathroom o rest-room en Estados Unidos, water-closet, toilet o lavatory en Inglaterra, bagno o servizio en Italia y WC o toilette en casi todo el mundo. De este modo desapareció la disociación entre baño y retrete.
Al mismo tiempo se fue afirmando la idea de que cada grupo familiar debía contar con baño propio y exclusivo. Pongamos por ejemplo la acción tomada en 1923 por el Ferrocarril del Sud, cuando incorporó una ducha y un WC en todos los departamentos del barrio inglés que había construido para sus empleados de la estación Sola. Tal conjunto habitacional, situado en Australia 2725/77, fue erigido hacia 1890 y originalmente contaba con dos sanitarios por cada ocho unidades de vivienda.
La importancia del baño como unidad higiénico-funcional en la casa porteña fue creciendo de manera lenta pero constante. Un dato interesante aportado por Liernur, a través de una investigación basada en los avisos clasificados, señala que el interés por destacar sus características en las viviendas ofrecidas fue ocupando cada vez más espacio: de un 8% en 1870 se pasó al 24% en 1933.
Las casas de departamentos, las de la clase holgada y en general las de los estratos sociales medios adoptaron el “modelo hospitalario”, con paredes revestidas casi en su totalidad con azulejos y zócalos curvos, estos últimos denominados “sanitarios” por el gremio. Los más pobres y desposeídos, como siempre, debieron arreglárselas de otro modo, muchas veces poniendo en práctica la peor solución: la letrina. Pero ninguno, sin distinción de clases y en todas las épocas, dejó de advertir las facultades desodorizantes del fósforo, que se encendía necesariamente en el interior de estos habitáculos, después de cada visita.
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Imagen: Baños químicos transportables.
El presente texto es un extracto del libro El inodoro y sus conexiones. La indiscreta historia del lugar de necesidad que, por común, excusado es nombrarlos, Biblos, 2007, preparado especialmente por su autor para este blog.

17 abr 2011

Calles como personas


 (De Horacio Caride Bartrons)

Hacia fines de la década de 1980, Richard Morse publicó un ensayo, donde asimilaba la forma de clasificar y entender las ciudades de occidente a la personalidad de la gente: según su país de origen, su trabajo o función predominante e, inclusive, según su forma de crecimiento y desarrollo. Pareciera que, descendiendo de escala, esos lugares privilegiados de la escena urbana que llamamos calles son susceptibles de ser asimilados a la misma idea. Una calle es, de alguna manera, un ser vivo e inteligente que muere y renace con sus nombres. Con ellos se puede hacer historia y, por qué no, recrear la propia.
Claro que hay historias de grandes calles, de buenas calles, de malas calles y relatos de todas las calles. Pero no es lo mismo. Lanzo una hipótesis tan atrevida como apresurada: los cambios en las denominaciones de las calles condensan muy bien la relación que una sociedad urbana tiene con su pasado y, en definitiva, muestran lo que piensa de si misma.
Nací en Villa Devoto (del lado de afuera, chiste obvio, antiguo y fácil). En una calle que por esos tiempos mis abuelos llamaban Lácar, aun cuando ya no tenía ese nombre. Muchos años antes, desde fines del siglo XIX, en tiempos de la fundación barrial, se llamó Valparaíso. El año que yo nací (¿casualmente?) le pusieron José Luis Cantilo. Es curioso como esos nombres acompañan la vida de uno. El puerto chileno forma parte de un pasado que no me pertenece. En cambio, el lago del sur (¿alguien sabe qué o quién fue Lácar?) es una representación proyectada desde la historia de mis mayores. La infancia se relaciona con el apellido del intendente porteño. En 1974, a algún funcionario se le ocurrió que, o era una calle muy larga o había mucho Cantilo en Buenos Aires. La cuestionada elección recayó sobre el nombre de un patriota paraguayo -El mariscal Francisco Solano López- que dirigió los ejércitos de su país contra el triple enemigo argentino, brasileño y uruguayo. Ese inseguro nombre es inseparable de mi adolescencia. (La historia donde los vencedores recuerdan al vencido también merece ser contada).
Mi calle fue Valparaíso unos treinta o cuarenta años, Lácar otro tanto, Cantilo exactamente veintitrés y hace treinta y seis años que es López. Como si fuera un alma que va de un ser a otro, en una serie de reencarnaciones de hinduismo urbano, en vidas anteriores fue ciudad, lago e intendente, y ahora prócer. Pareciera que la interpretación de Morse es aplicable a estos casos, aun en términos metafísicos. Ciudades como personas. Calles también.
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Imagen: Nocturno. Calle porteña (Foto tomada de saboogle.blogspot )
Nota tomada de saboogle,blogspot .

16 abr 2011

Palacio Barolo


(De Gabriela Sharpe)

El Palacio Barolo fue el edificio porteño más alto hasta la construcción del Kavanagh, en 1935. Sus cien metros de altura culminan en el faro que supo tener 300.000 bujías y el 14 de setiembre de 1923 transmitió con sus luces el resultado de la pelea de boxeo Firpo-Dempsey.
Señor peatón no deambule con precaución.  Sólo debe detenerse en el lugar exacto, donde allá por los años 20 se cruzó el destino de  dos personas, dos almas excéntricas unidas por su admiración a Dante Alighieri y por un solo deseo: traer las cenizas  del poeta florentino.
El empresario Luis Barolo (1869-1922) y el arquitecto Mario Palanti (1885-1979)  crearon un lugar a semejanza del espacio dividido en tres reinos: infierno, purgatorio y paraíso descriptos en La Divina Comedia, ubicado en Avenida de Mayo 1370.
El arquitecto Palanti creó, pensando en el lugar donde reposarían eternamente las cenizas del poeta,  una estatua de bronce de 1,50 metro de altura, "Ascensión", que representaba el espíritu del poeta apoyando sus pies sobre un cóndor que lo lleva al paraíso.  No pudo ser: sus cenizas nunca salieron de Ravena.
En el pasaje que une Avenida de Mayo con Hipólito Yrigoyen, es decir en la planta baja, según el poema  de Dante, es el lugar donde se encuentra el infierno, muy cerca  del pecado, sobresalen unas ménsulas con formas de dragón que amenazan con sus figuras desde las  paredes laterales.
El plan del edificio y su distribución se hicieron "sobre la base de la sección áurea y el número de oro, proporciones y medidas de origen sagrado". Para Palanti, el número de oro estaba cifrado en el poema de Dante. "La división general del edificio y del poema es en tres partes: Infierno, Purgatorio y Cielo. La planta baja es el Infierno, los primeros 14 pisos son el Purgatorio, los pisos siguientes son el Paraíso, el faro representa a Dios", explica el arquitecto Carlos Hilger.
El número de jerarquías infernales es el nueve: nueve son las bóvedas de acceso al edificio, que representan pasos de iniciación. Cada una de las bóvedas tiene frases en latín tomadas de nueve obras distintas, desde la Biblia a Virgilio. La cúpula se inspira en el templo hindú de Budanishar, dedicado a la religión Tantra, "representa la unión entre Dante y Beatrice".
Los cantos de La Divina Comedia son cien, igual que los cien metros de altura del edificio. La mayoría de los cantos del poema tienen 11 o 22 estrofas, los pisos del edificio están divididos en 11 módulos por frente, 22 módulos de oficinas por bloque. La altura es de 22 pisos. Este conjunto de números representa el círculo, que era la figura perfecta para Dante.
Desde su inauguración en 1923, con 100 metros de altura, hasta la llegada en 1935 del Kavanagh  con 120, fue el edificio más alto de la ciudad, superando el primer rascacielos porteño, la Galería Güemes en la calle Florida  por 16 metros.
Sus cien metros de altura culminan en el faro que supo tener 300.000 bujías y el 14 de septiembre de 1923 transmitió con sus luces el resultado de la pelea de boxeo Firpo-Dempsey.
Además del Palacio Barolo, Palanti construyó en Buenos Aires el Hotel Castelar (1928, Avenida de Mayo 1150), el Banco Francés-Italiano (en Tte. Gral Perón y San Martín) y la casa de rentas de la esquina de Santa Fe y Callao. El Palacio Salvo (en Montevideo, Uruguay) es una obra gemela del Barolo.
Desde 1997 el Palacio Barolo es Monumento Histórico.
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Imagen: Cúpula del Palacio Barolo, en Avenida de Mayo 1370, CABA.
Nota tomada de Buenos Aires Sos (www.buenosairessos.com.ar ), junio de 2008.