30 ago 2011

La mesa


(De Haydée Breslav)

La hizo mi padre antes que yo naciera.
Creo que en la ciudad ultramarina
de la hiperbórea séptima colina
la imaginó. (Incierta y extranjera,

dormía Buenos Aires en la espera).
Maciza la pensó, más bien que fina:
mecía el viento en la taiga vecina
los abedules para la madera…

Fue a la orilla del río amarronado
donde labró y pulió, en prolija talla,
viraró de la selva paraguaya.

Yo lo di todo, pero me ha quedado
un sueño, que aunque inerte sigue vivo,
de tierra y pan. Sobre esta mesa escribo.
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Ilustración: Inmigrantes (Foto: AGN)

29 ago 2011

Corrientes sin brillo


(De Laura Martin)

Corrientes opaca, pálida, ojerosa, como si asistiéramos lentamente a una enfermedad terminal: librerías gastadas, viejos cafés que se aferran a las veredas para no ser devorados por un falso progreso. La gente camina para encontrar un refugio, en un sábado sin gloria, con una lluvia que resbala su tristeza en las vidrieras.
Calles laterales oscuras, donde se traman estrategias para robar lo que queda.
Busco recuperar la alegría a cada paso, con la esperanza de que algo me rescate de este espectáculo sin espectadores, donde la soledad se acentúa en luces que no brillan, en cafés modernos y aguados con nombres difíciles y ajenos.
Corrientes se detiene en algunos lugares que resisten con luz propia a los excavadores del tiempo: como aquel donde un gato negro con su moño rojo aún está de fiesta, o la esquina donde nos espera el mozo de siempre que al igual que nosotros permanece fiel a otra avenida.
El Obelisco observa apuntando al cielo desde su elevada blancura, en una noche sin luna; se siente absurdo, como de postal para otros, para aquellos que creen llevarse a Buenos Aires en el bolsillo junto al tango armado para el turista.
Quisiera sentarme a llorar por las sombras que se mueven entre bolsas negras y cartones, llorar porque no me alcanza la fuerza para resucitarles la vida, y guardarles un sol hasta mañana.
De pronto el estruendo de un vidrio apedreado me sorprende mientras espero el 29 para regresar a casa; una mano tan oscura como la calle en sombras arrebata de una joyería algunas cosas que no puedo ver, al instante una moto recoge al ladrón que al alejarse me devuelve al silencio del desamparo, donde la policía también está ausente y siento que nada nos protege de este mundo-todo-posible que nos venden a la luz del día, para desvanecerse en la noche.
Quisiera alejarme, correr, gritar, como en esos sueños donde alguien nos persigue y se nos corta la voz, pero la indiferencia no corre, camina lento,
arrastra los pies, se adhiere, nos borra los recuerdos, sólo para seguir dormidos, haciéndonos creer que no hay peligro y que Corrientes todavía existe.
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Imagen: Corrientes nocturna (Foto tomada de la página Ponte nistido.com)

27 ago 2011

Cuando Las Heras se llamaba Chavango


(De Silvia Long-Ohni)

En una ciudad nacida de la cuadrícula, como lo es Buenos Aires, cualquier calle que rompa con la estricta regla de las perpendiculares, llama la atención y obliga a hurgar su historia. Es el caso de la avenida Las Heras que desde Recoleta atraviesa el barrio de Palermo.
Muchas son sus irregularidades desde que nace en la Plaza Vicente López (antiguamente conocida como Hueco de las Cabecitas puesto que ahí funcionaba un matadero de ovejas), punto a partir del cual se mantiene angosta por un par de cuadras, hasta cruzar la avenida Callao e iniciar su tramo ancho, con el que llega a Plaza Italia.
Retrocedamos en el tiempo: ¿quiénes andaban por esas “pampas” antes de la llegada del español? Posiblemente grupos de guaraníes de las islas cultivadores de la tierra, hábiles canoeros, artesanos de cerámicas y grandes consumidores del pescado que les brindaba el Río de la Plata. Con el arribo de Garay y la refundación de Buenos Aires en 1580, las cosas cambian pues una de las primeras medidas que toma el Adelantado es la repartición de “suertes de estancia” y de “suerte de chacras” (chácaras) entre los primeros pobladores. Dos son las “suertes de estancia” que da en posesión a sus dos lugartenientes: Gonzalo Martel de Guzmán y Ortiz de Zárate, correspondiéndole al primero la que corría desde las inmediaciones de lo que más tarde sería “El Retiro” hacia el norte, hasta el río Las Conchas (hoy Reconquista), paralela al Río de la Plata y de una legua y media de fondo. Por tanto, el primer dueño legal de las tierras en que se extiende nuestra avenida fue don Gonzalo.
Cabe aclarar sobre este punto que el error inicial en cuanto a las ubicaciones y alcances de estas “suertes” se debió a la mala interpretación que hizo Paul Groussac de los documentos referidos a los repartimientos de Garay, error que fue advertido poco tiempo después por Manuel R. Trelles a quien, lamentablemente, no se le dio crédito, de forma que sigue difundiéndose la versión equivocada de Groussac.
Pero nuestro objetivo es la avenida Las Heras; volvamos, pues, a su historia puntual. En 1599 muere Gonzalo en circunstancias poco claras quedando su única hija y su esposo Manuel de Frías, como dueños de esa extensión. Con los años y en virtud de sucesiones, ventas y hasta usucapión, muchas parcelas pasan a pertenecer a otros propietarios que establecieron en lo que es hoy Palermo y en inmediaciones de lo que recorrería la avenida Las Heras, chacras destinadas a proveer de alimentos a la ciudad en crecimiento:  nuestra avenida nació como una huella o rastrillada, casi paralela al Río de la Plata, vía de circulación de las carretas cargadas con la producción proveniente de esas chacras, y de la hacienda que se traía al matadero.
Uno de esos primeros adquirentes fue Juan Domínguez Palermo, natural de Palermo, Italia, quien, de a poco, adquirió sucesivas parcelas en la zona hasta hacerse dueño de la mayoría de las chacras en el siglo XVII: dícese que de él deriva el nombre del barrio de Palermo, aunque otra hipótesis lo hace devenir del nombre de San Benito, de todas formas, santo palermitano.
Con el correr del tiempo, esta huella o rastrillada iba a ser usada también para otra finalidad. En tiempos del virrey Vértiz comenzaron a traerse desde el noroeste algunas crías de llamas con el infructuoso propósito de criarlas en la ciudad para abastecimiento de la entonces pequeña población porteña y como  chavango era la denominación popular de la cría de la llama, ya a fines del siglo XVIII, la mencionada huella comenzó a conocerse bajo el nombre de Camino de Chavango.
Es en 1836 cuando Juan Manuel de Rosas se hace propietario de esos parajes. Su casa, después demolida, estaba situada aproximadamente donde luego se erigió el monumento a Sarmiento, en la esquina de Libertador y la avenida Sarmiento. El Restaurador decidió entonces, entre otras obras, sanear pantanos, emparejar la superficie, arbolar y poblar con aves el predio y aprovechar, además, una depresión existente donde se juntaban las aguas. Para ello cambió el rumbo del arroyo Manso (aproximadamente entre las actuales Austria y Agüero) cuyo curso iba casi de manera directa al Río de la Plata, atravesando el Camino de Chavango, para volcar sus aguas en un canal, de algo menos de dos kilómetros que llevaba el caudal hasta otro curso de agua que corría cerca de la casa de Rosas, ubicada en proximidades de donde luego se instaló el café de Hansen.
Ese estanque (hoy Lago del Planetario, o del Rosedal), llamado por entonces “Baño de Manuelita”, porque era usado por la hija de Rosas, incluía un balneario y un muelle desde donde podían partir pequeñas embarcaciones de paseo y hasta un vaporcito que Rosas utilizaba para pasear por el canal.
A ambos lados del canal corrían sendas avenidas, llamadas, de manera unificada “Camino de Palermo”, cuyo ancho total, incluido el canal, era de 54 metros. Dos líneas de árboles bordeaban ambas avenidas que luego, para diferenciarlas, vinieron a denominarse Camino de Paseo, la del lado norte y Camino Carretero, la del sur.
Lo cierto es que una buena parte de los predios adquiridos por Rosas y cercanos a Chavango eran, de origen, pantanosos y por tanto inviables para el establecimiento de pobladores, a menos que se encarasen obras de saneamiento, las que quedaron inconclusas a la caída del Restaurador. Más tarde vino la expropiación y la asignación de algunos terrenos para actividad fiscal –donde ahora se hallan el Zoológico y el Botánico–, junto con la autorización para que la empresa ferroviaria que, partiendo de Retiro se dirigía a Rosario, estableciera su primera traza, durante un trecho, por la actual calle Cerviño.
Aproximadamente algo después se abrió la avenida de las Palmeras (hoy avenida Sarmiento), que cortó parte del estanque y en 1899 las obras de remodelación se concluyeron y terminaron definitivamente con el canal creado por Rosas para dar lugar a la ávenida Alvear (actual avenida Del Libertador) con sus descansos ornados con faroles de procedencia alemana.
Dentro de las remodelaciones de la época se atendió también al mejoramiento de la traza de la avenida Chavango y con ello la determinación del entonces intendente –esto fue en 1885–, don Torcuato de Alvear, de cambiarle la denominación para rebautizarla con el nombre de Juan Gualberto Gregorio de Las Heras o, comúnmente, avenida Las Heras. Posteriormente, en el tramo que media entre Ugarteche y Plaza Italia, hubo un frondoso bulevar poblado de tipas que acompañaban las vías de los tranvías que traqueteaban de ida y vuelta proporcionando a las señoras un programa dominguero para que llevaran a sus chicos a dar una vuelta.
Pero el cambio de nomenclatura propiciado por don Torcuato no pasó sin avatares: ni bien conocida la resolución del intendente llegó a la redacción de un matutino porteño una indignada carta de protesta firmada por la viuda e hijas del coronel Chavango, heroico guerrero de la Independencia, cuya memoria venía a ser mancillada por este súbito cambio. De prisa se dio a conocer a las autoridades la mentada nota y de inmediato los burócratas municipales comenzaron a hurgar con todo ahínco en archivos y legajos a fin de dar con la foja de servicios del valeroso y olvidado coronel, a quien nadie parecía haber conocido ni de referencias. Se emprendió entonces la búsqueda de la familia, pero las averiguaciones cayeron en igual vacío y al fin la verdad se impuso: el tal coronel Chavango no había existido nunca y, en definitiva, se trataba de una broma.
Se dice que la humorada fue obra de Lucio V. Mansilla, puesto de acuerdo con un grupo de amigos, y que el objetivo de la “cachada” había sido demostrarles a los funcionarios municipales su supina ignorancia.
Chavango había tenido su historia, en sus comienzos como clásico camino mortuorio, cuando el único cementerio era el de la Recoleta y el trayecto que los cortejos hacían a pie venía por Montevideo y doblaba por ese callejón. Más tarde llegó a tener entre sus construcciones a la Penitenciaría Nacional, con su aspecto de fortaleza y sus muros amarillos y almenados, edificio “en panóptico” se habilitó en 1877 y muy brevemente al Hospital General de Mujeres, cuando todavía no se llamaba Rivadavia.  Las Heras también tuvo la suya a su debido tiempo, como el área de malandrinaje conocida como “Tierra del Fuego”, adyacente a la “plazoleta Las Heras” –en realidad Plaza Alférez Sobral– y asimismo sus encantos –con excepción de la solemne mole de la Academia Nacional de Medicina– estos últimos más bien ubicados en sus dos primeras cuadras, donde el esplendor se hace más patente por la presencia de edificios señoriales, como la mansión ubicada en el Nº 1725, Segundo Premio de la Municipalidad en 1922, o el palacete del arquitecto Carlos Nordmann, donde hoy funciona la Escuela Nacional de Bellas Artes “Prilidiano Pueyrredón”, o ese otro notorio exponente del art-déco, en el Nº 1681 que, aunque sin firma, bien podría ser adjudicado a la mano de Alejandro Virasoro.
Más adelante, al llegar a Azcuénaga, nuestra avenida exhibe esa suerte de “catedral gótica inconclusa” que fue destinada por un tiempo a albergar la Facultad de Derecho (actualmente, la de Ingeniería) y un buen tramo después, en márgenes opuestas, al Jardín Botánico y al Jardín Zoológico: el espectacular portón de hierro de la entrada principal de este último es el originario de la mansión de Juan Manuel de Rosas en Palermo de San Benito.
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Imagen: Antigua Penitenciaria Nacional cuyo frente daba a la avenida Las Heras desde Coronel Díaz hasta Salguero; actual Parque Las Heras.  

25 ago 2011

Una mesa de café


(De Rubén Derlis)

Sentado a una de las mesas que están contra la pared, un hombre escribe. Está lo suficientemente alejado como para creerse aislado de los demás, pero lo bastante cerca del amplio ventanal, para sentir con la mirada la euforia que afuera genera la ciudad peleándose con todos y con nadie. El ámbito del bar bulle pleno de un murmullo humano que, lejos de distraer a nuestro personaje, lo lleva en remolino hasta lo más hondo y blanco de la hoja, donde algo está naciendo. Nada lo distrae: ni el mozo que ordena su pedido y suelta la bandeja sobre el mostrador; ni el maltratarse de a tres de las bolas de billar sobre el ring rectangular del paño verde; ni el rodar a los tumbos de los dados mareados de cubilete, que armarán generala o cero al as según el azar lo disponga; ni el tango, que entró firuletero y sin permiso desde la máquina musical ubicada junto a la columna espejada. Todo este bullicio se origina en el fondo del local, más allá de la mampara de madera –escasamente más alta que una persona–, rematada en un largo vidrio esmerilado, con bisel, que separa el salón principal de otro más íntimo: el reservado. Terminado lo suyo, nuestro hombre da un último, casi mecánico sorbo al café que suponemos ya helado; cierra el cuaderno; mientras se incorpora enciende un cigarrillo; luego empuja la puerta vaivén y en la calle se confunde entre los desconocidos iguales.
Esta escena se repetía a diario hasta mediados de los 70, tanto en los bares del Centro como en los de cualquier barrio. Cada uno de nosotros tenía su café preferido, y en la mesa habitual –de desnuda madera o frío mármol– creímos, al menos una vez, que poníamos el punto final al poema exacto o rematábamos con la frase precisa ese cuento que cerraba tan bien. Pero más allá de lo que se pudo crear con mayor o menor acierto, lo que me interesa destacar es la invisible presencia de ese ámbito en las páginas de los poetas y escritores que, amantes de sus sitios, escribieron por los bares porteños.
El café de Buenos Aires, se lo mire por donde se lo mire, resulta ser una prolongación de la calle, posee la impronta del barrio al que pertenece, tiene igualdad de espíritu con lo que acontece más allá de sus ventanas y es tan cómplice –si cabe el adjetivo– como el que más, de ciertos acontecimientos, porque no pocas veces, y la historia viva de la ciudad así lo ha registrado, estos hechos comenzaron a cobrar cuerpo entre sus paredes; de ahí que siempre haya sido más protagonista que testigo de toda gesta ciudadana.
Seguramente algo habrá tenido que ver el “Canadian” de Boedo y San Juan con Isidoro Blaisten, porque no pocas líneas de al menos dos de sus libros de cuentos fueron escritas allí. En el viejo “Ramos”, aquel del vaso de tinto y la ginebra doble, Luis Lucchi poetizó lo que parecía imposible, y hubo tal simbiosis entre poeta y café, que leerlo es volver por la amplia puerta esquinera del bar de entonces. Algunos poemas de Mario Jorge de Lellis no pudieron ser confesados al papel en otro lugar más que en el “Gildo” de Corrientes y Medrano –no éste de ahora, ni el de antes de éste, sino en aquel de un tiempo bastante más atrás–. Cuando se lee Los premios, esa novela que da la impresión de estar inconclusa, por su final abrupto, es como tocar la mesa del “London” donde Cortázar fraguó algún capítulo, y más allá de la indudable maestría del gran armador de historias esto sucede porque también el entorno de aquel ámbito se metía en sus cuartillas al tiempo que el escritor movía su pluma. No es casual tampoco que varias de las piezas cuentísticas de Lubrano Zas reflejen con exactas tonalidades el color que poseía la noche –casi olvidada del alba– en el interior de “El Estaño”, ni que algunos de los personajes que deambulan por las páginas de Contracuentos, de Alberto Núñez, posean el carácter de la gente que habita apenas un poco más allá de la General Paz, porque fueron gestados en “El Americano” de Rivadavia y Catamarca, donde el ambiente era mayoritariamente suburbano. A algunos de estos bares sólo les queda el nombre; otros fueron remodelados según el gusto del momento –lo cual quiere decir que ya no son los mismos– y otros desaparecieron, dejando el humo del recuerdo que guardan algunos memoriosos.
Llegado a este punto surgen preguntas: ¿dónde escriben sus versos o plantas las primeras líneas de su prosa los jóvenes de hoy? ¿Únicamente en la intimidad de su cuarto frente a la computadora? Supongo que no; deben tener también su café preferido para gestar el comienzo de una emoción que, las más de las veces, demanda ser plasmada entre las pareces de ese reducto donde es posible estar solo aunque parezcamos fundidos con las vidas de los otros. Si es así: ¿da lo mismo cualquier café? ¿O se peregrina hasta dar con el que tenga (según gusto y entender del que ha emprendido la búsqueda) más sabor a Buenos Aires –por imperiosa necesidad de seguir respirando la ciudad aun después de abandonar sus calles– y recién entonces sentarse a acometer la empresa?
No puedo aventurar una respuesta; optar por la afirmativa no sería más que una expresión de deseo. Pero como me dirijo a los novísimos poetas y escritores de estos adoquines, que a veces no pisan porque vuelan llevados por su locura fértil y otras veces sienten su frío hasta la soledad, cuando arrastran la mufa por su gris desparejo, supongo que puedo ceder a mi deseo e imaginármelos sentados a una mesita de un bar en cuyo microclima florece Buenos Aires, gozando y sufriendo la pasión de crear. ¿Qué bar? Cualquiera estará bien, con mayor o menor brillo, a condición que sea genuino y de estirpe porteña, es decir: que el ángel que lo habita conozca los mismos códigos que tiene esta ciudad. De ser así, estaríamos preservando un sitio más de los tantos que hacen a nuestra identidad; entonces, si se nos ocurriera, parafraseando a Horacio cuando aseveraba: “No perdurarán los versos escritos por bebedores de agua”, bien podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que no perdurarán los versos escritos sobre una mesa de “MacDonald’s”.
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Foto: Interior del café "El Federal" en San Telmo (foto tomada de buenosaires12.com.ar)
Nota del libro de R. D.: Boedo y otras adicciones, Bs, As, 2000.

16 ago 2011

“Teatro Abierto”


(De María Virginia Ameztoy)

A 30 años del debut y el atentado. De cómo la única hija biológica de Roberto Noble, fundador de “Clarín”, aportó la sala del Teatro del Picadero.

Era antigobierno militar, me parecía un horror lo que estaba pasando, yo sentía, percibía cosas y no me gustaban. Cuando la gente de “Teatro Abierto” buscaba un lugar, tenían que encontrar un Quijote que pusiera la sala..., y eso era música para mi alma (1). Guadalupe Noble ríe al declararse Quijote propicio para aquella riesgosa aventura; aún así, su sala sería la sede inicial.
Hacía algo más de un año, a sus 23, que Guadalupe deambulaba la zona junto al director teatral Antonio Mónaco en la búsqueda de un espacio adecuado para sus sueños. El serpenteante curso del pasaje Rauch (2) –tal el infame nombre que llevaba la cortada Santos Discépolo–, de por sí, habilitaba la estética y la ubicación en la ciudad. El edificio fabril desocupado y el convenio para su compra marcaron el comienzo ideal para instalar una sala teatral no convencional, apropiada para el tipo de teatro que querían hacer. Así, el 21 de julio de 1980, Antonio Mónaco puso en escena la obra que inauguró el “Teatro del Picadero”: la otra versión del “Jardín de las Delicias”, inspirada en “La máscara de la muerte roja”, de Edgar Allan Poe.
La sala, nacida como la concreción de un sueño juvenil, iba a ser, un año después, la protagonista de uno de los movimientos teatrales más importantes que se recuerden.
En plena dictadura militar –aún faltaba transitar el horror de Malvinas–, al atardecer del martes 28 de julio de 1981, Jorge Rivera López, como presidente de la Asociación Argentina de Actores, leía las palabras de Carlos Somigliana: ¿Por qué hacemos Teatro Abierto? Porque queremos demostrar la existencia y vitalidad del teatro argentino tantas veces negada; porque siendo el teatro un fenómeno cultural eminentemente social y comunitario, intentamos, mediante la alta calidad de los espectáculos y el bajo precio de las localidades, recuperar a un público masivo; porque sentimos que todos juntos somos más que la suma de cada uno de nosotros; porque pretendemos ejercitar en forma adulta y responsable nuestro derecho a la libertad de opinión; porque necesitamos encontrar nuevas formas de expresión que nos liberen de esquemas chatamente mercantilistas; porque anhelamos que nuestra fraternal solidaridad sea más importante que nuestras individualidades competitivas; porque amamos dolorosamente a nuestro país y éste es el único homenaje que sabemos hacerle; y porque, por encima de todas las razones, nos sentimos felices de estar juntos.
La agrupación integrada por casi 200 trabajadores del arte y la cultura –actores, autores, directores, escenógrafos, músicos, artistas plásticos y técnicos– tuvo su fiesta inaugural ese día con una enorme asistencia de público que sobrepasaba en mucho a las 300 butacas de la sala. Fue un estreno apoteótico, con la vibración del impulso de un grupo de autores dispuestos a reafirmar a la dramaturgia argentina, cuya representación estaba prohibida por la censura en las salas oficiales y su estudio borrado en la currícula de las escuelas públicas de teatro.
Veintiún autores escribieron obras breves que, de a tres por día, conformaban siete espectáculos que se repetirían durante ocho semanas. Cada obra tenía un director diferente y los elencos estaban integrados por diferentes actores. Autores, actores y directores que en su mayoría conformaban, al igual que las obras, las listas de “prohibidos” de la dictadura militar. Las funciones se realizaban en un horario insólito, a las 6 de la tarde, y el precio de la entrada era la mitad de lo que costaba la de cine.
Nueve días después de inaugurado el ciclo, un comando ligado a la dictadura incendió las instalaciones de la sala. La reacción de la gente de teatro y del público fue de total indignación. Ante la consigna “Teatro Abierto debe continuar”, se abrieron otras salas y fue la del Tabarís, en la avenida Corrientes, la que albergó al movimiento y compartió el enorme éxito que lo acompañó. Tres ediciones tuvo Teatro Abierto –1981, 1982 y 1983–. Su repercusión estimuló a otros artistas y surgieron Danza Abierta, Poesía Abierta y Cine Abierto, todos como una forma de resistencia cultural ante la barbarie de la dictadura.
El edificio del Teatro del Picadero, ubicado en el pasaje Enrique Santos Discépolo 1847, a metros de Corrientes y Callao, cobijó por años, luego de su rehabilitación, a una productora de televisión. Posteriormente, en años recientes, estuvo a punto de ser demolido, lo que logró evitarse a partir de la lucha de diversas organizaciones –Argentores, Actores, Basta de demoler, entre muchas otras– llevada a cabo en 2006 y 2007, hasta sancionarse finalmente la Ley 2980 que declara al espacio Patrimonio Cultural de la Ciudad. Hoy la disputa edilicia continúa, el Picadero debe ser recuperado como espacio de la memoria.
En el rincón fundacional de esta historia, Guadalupe Noble, la hija de Roberto Noble, el fundador de “Clarín”, asoma como partícipe creativa imprescindible. Guadalupe, Lupita, la joven que estudiaba teatro con Antonio Mónaco y que concretó la utopía de una sala para su grupo de teatro independiente, un espacio dramático no convencional para dar cabida a propuestas innovadoras. Para ella vendría otro futuro de lucha por la reivindicación de la memoria de su padre y su propio lugar en el mundo: [...] siendo la única hija biológica de Roberto Noble, me asiste el derecho de ser considerada como tal […] el “reconocimiento” fue expresado por mi padre en todos y cada uno de sus actos públicos y privados […] los niños adoptados por la señora Ernestina Herrera entre los años 1976 y 1977, recibieron el apellido de mi padre casi diez años después de que éste falleciera.(3)
¿Qué hubiera sido de su vida de no mediar el atentado salvaje que destruyó el Picadero 9 días después de la apertura de Teatro Abierto? Las ucronías sólo respetan a las conjeturas. Lo cierto es que terminó refugiada...
No sé si refugiada, me aconsejaron irme unos meses. El sereno del Banco Mercantil, enfrente del teatro, dijo en “La Razón” que había visto llegar un patrullero a las tres de la mañana, entraron, y cuando llegaron a la esquina voló el teatro (1).
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Notas:
(1)  Guadalupe Noble, reportaje publicado en la revista “Noticias”.
(2)  Coronel Federico Rauch, infame exterminador de aborígenes de los ejércitos de Roca, conocido por su nefasta declaración: “hoy hemos ahorrado balas, degollamos a veintisiete ranquele”. Terminó sus días a manos del cacique Arbolito.
(3)  Guadalupe Noble, “Página12”, 20 de marzo de 1990, sección “Cartas”.

Imagen: El Teatro del Picadero luego del incendio tras el atentado.
Texto e imagen tomados de Desde Boedo, agosto 2011.

Elegías de Buenos Aires


(De Carlos Penelas)

Es una plazoleta con un monumento de Yrurtia.
La calle Suipacha, la calle Tucumán, la calle Florida.
Y una Martona a una cuadra de la panadería De las Bellas Artes.
También una  plaza cercana donde otro hombre
fusiló sin maldad y fue descuartizado en el horror y la penuria.
Ambos se equivocaron al amar a una patria imprescindible.
Estoy hablando de mis lazos, estoy hablando de mi inmortalidad.
Con los años llegó otra plaza con jacarandaes,
frente a una biblioteca y a un palacio de estilo francés.
Más íntima, con voces de Banchs y de Lugones.
Por esos días vinieron las calles de la mano del padre.
Adoquines, veredas, la heredad del estío.
Es ese riachuelo del sur que contemplo en la alquimia.
Junto a él divisé pobreza, falsía, caducidad.
Y un almacén venturoso que no existe.
Los años fueron recuperando reflexiones y olvidos.
Se incendiaban liturgias, himnos, infamias.
Vinieron trenes, barcos, puentes. Otros legados.
Para mi eran espacios de hogueras y esplendores,
Aniversarios,  puños insurrectos;
una plaza de Balvanera prefiguraba la revolución.
Muchos de estos símbolos intenté decirlo en poemas.
En cada barrio anhelé descubrir malvones, la luna solitaria,
el balcón irreparable de una princesa polaca,
la historia de Alejandra, los talleres de Vasena,
un  patio y una parra con abuelos transterrados,
el barrilete de agosto, un poeta soñando en el tranvía.
Un zaguán, la puerta de una niña de ojos verdes.
O la mujer del sombrero azul detrás de unos cristales.
Después, todo fue bruma, un declinar de tardes.
Confirman lo elegíaco olores y fechas.
La ausencia me interroga en estas mitologías.
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Foto: Carro quemado frente a los talleres Vasena durante la Semana Trágica en enero de 1919.

15 ago 2011

Los familiares de Carlos Cayol y Fernando Newman


(De Mario Tesler)

En un local de la ciudad de Buenos Aires, durante los últimos meses de 1877, Fernando Newman y Carlos Cayol estaban empeñados en efectuar experiencias de comunicación telefónica, pero con aparatos construidos por ellos mismos, es decir ensayos en la Argentina de telefonía argentina.
Recorrí en vano las noticias sobre el particular en procura de la ubicación exacta del local, asiento de esa sociedad de hecho. Por ahí aparece en algún diario el nombre de la calle pero no la numeración. Gracias a una guía comercial editada en 1879, por la fábrica de galletitas Bagley S.A., cuando era M.S. Bagley y Cía, pude constatar que el establecimiento de estos técnicos estaba ubicado en la calle de Cuyo 211.
Pero en otra sección de la misma guía aparecen técnicos también en el 209 de la misma calle. Ocurre que esta obra de información tiene varios ordenamientos, entre los cuales predominan dos, uno por calle y el otro alfabéticamente por apellido de los dueños e inquilinos de los inmuebles. En este caso las informaciones no difieren sino que se complementan, pues de ellas se deduce que por el 211 se ingresaba al local y el 209 correspondía a una entrada particular.
La "calle del Cuyo" se hallaba situada á tres cuadras al Norte de la plaza de la Victoria. Arranca del Paseo de Julio y se prolonga de E. á Oeste, quedando los números pares á la izquierda y los impares á la derecha. La calle del Cuyo o Cuyo a secas es la actual Sarmiento.
Cuando me encontré frente a este intento de telefonía argentina privada procuré reunir información sobre los hechos que Cayol y Newman iban protagonizando a partir de 1878 y su trascendencia, pero también orienté la pesquisa con sentido biográfico. Los resultados fueron dispares, el éxito coronó mi labor en cuanto a la primera cuestión pero no tuve igual fortuna en reunir datos personales sobre estos dos olvidados iniciadores de la telefonía argentina.
Sobre uno de ellos no encontré ninguna referencia entre la bibliografía especializada, del otro localicé en un diccionario biográfico muy pocos antecedentes sobre él y su núcleo familiar primario. El autor de esta obra los tomó de un libro de recuerdos publicado en 1967 por una de los descendientes. De tirada reducida y sólo para consumo familiar, logré obtener un ejemplar después de no pocas dificultades y con la colaboración de Jacabo A. de Diego. Ante la ausencia de otra fuente con la cual poder compulsar, decidí no tomar en cuenta el grueso de su aporte. Luego fui advertido sobre las inexactitudes que contenía.

En cambio opté por circunscribirme al empleo de lo obtenido entre las informaciones de aquella época y algunas pocas referencias corroboradas. De esta manera, al menos, contribuyó a explicar fehacientemente los intereses comunes que vincularon a Carlos Cayol con Fernando Newman y en que medida el medio familiar en el cual se formaron les sirvió de estímulo; teniendo en cuenta que la afición por la industria y la tecnología entonces era moneda de escasa circulación en la Argentina durante la década 1870-1880.
Carlos Cayol tenía varios hermanos, todos ellos hijos de Bartolomé Cayol y Margarita Kerkis. El padre nació en una de las islas que integran el pequeño archipiélago francés Hyéres, situado en el Mediterráneo, cerca de las costas de Var. Tuvo 9 hijos, según una fuente no confirmada, y falleció probablemente el 20 de mayo de 1877. En algunas publicaciones figura como Bartolo Cayol. De su madre se sabe que perteneció a una familia que se cuenta entre los fundadores del pueblo de San Vicente. localidad de la provincia de Buenos Aires. El casamiento de éstos se había celebrado en 1837.
Francés de nacimiento, Bartolomé Cayol se había dedicado a la herrería y ya en Buenos Aires establecíó una fábrica de cocinas de hierro. Con el objeto de remitir a la Exposición Universal de París una estadística industrial de la ciudad de Buenos Aires, en 1887 unos comisionados de la Unión Industrial Argentina confeccionaron una nómina de la principales fábricas establecidas, en la cual ocupó el primer lugar la firma E. Cayol y Cía., cuyo inició data del año 1838, y el segundo B.[artolomé]  Cayol, a partir de 1844. En ambos casos se ocupaban en la fabricación de cocinas de hierro.
En cuanto a la firma E. Cayol y Cía. estaba integrada por Bartolomé Cayol, aunque por el momento no es posible afirmar cual era su rol en ella, ni su parte en el capital. Lo que sí es exacto es que debido a algunos motivos, no necesariamente enojosos, se independizó seis años después, en 1844. En su obra Historia de la industria argentina, Adolfo Dorfman ubica a esos establecimientos entre las primeras dos fábricas argentinas de las que se tenga noticias en los albores de la era industrial argentina.
A esto debo agregar que Bartolomé Cayol, el padre de Carlos, no descuidó militar en defensa de los intereses industriales del país, por lo cual participó en las primeras reuniones de la actual Unión Industrial Argentina.
Julio Cayol, uno de los hermanos mayores de Carlos, nacido en 1843, inventó un reloj marcador de tarjetas, muy bien apreciado por las autoridades del entonces Ferrocarril del Oeste; en las viejas guías comerciales de Buenos Aires suele figurar como relojero, con domicilio en la calle Parque 925, o a partir de 1878 como jefe de taller mecánico del F.C. del Oeste en la calle Gral. Lavalle 925.
De Fernando Newman encontré menos precisiones sobre él y su familia. He podido establecer que Newman o Neuman son variantes de su apellido Newman, con lo cual se afianza la posibilidad de un vínculo familiar entre el telegrafista Guillermo Neuman, de la calle Cuyo 304, A. E. Newman, gerente de Telégrafo del Río de la Plata S.A. y Alberto Newman, jefe del telégrafo a Montevideo ubicado en Ecuador sin Nº cerca de 160. En cuanto a Nervman no se trata de una variante más sino que está mal escrito.

Además de la similitud del apellido, se observa una vinculación en la actividad laboral de los tres inscriptos en el quehacer telegráfico que concuerda con la de Fernando pues se desempeñaba en el Telégrafo del Estado.
Malograda su incursión en el campo de la telefonía, la actividad posterior de Fernando Newman confirma la hipótesis de su emparentamiento familiar por lo menos con Guillermo Neuman. En la sección avisos de la guía comercial para 1886, dirigida por Edelmiro Mayer, aparece Fermando Newman instalado en el domicilio de Guillermo y ofreciendo sus servicios para la colocación de companillas eléctricas, tubos acústicos, teléfonos, para-rayos, etc. y, además la venta de gran surtido en aparatos eléctricos, alambres aislados, pilas de varios sistemas, aparatos medicales de inducción y de corrientes continua, aparatos para experimentos y demostraciones.
Para establecer cuándo y cómo se relacionaron Fernando Newman y Carlos Cayol es de utilidad tener en cuenta que ambos estaban vinculados con la telegrafía; ya en 1876, el  12 de julio, la Jefatura de Policía de Buenos Aires celebró un convenio con ambos para la inspección de las líneas telegráficas una vez por semana, compromiso dejado sin efecto por escasez de recursos presupuestarios.
Antes vemos al pionero industrial-fabricante de cocinas de hierro Bartolomé Cayol, padre de Carlos Cayol, y a Fernando Newman en la primera asamblea del Club Industrial Argentino, celebrada el 12 de octubre de 1875 en el local de la Sociéte l´Unión, Belgrano 483. Cabe agregar que en 1887, entre los socios fundadores de la Unión Industrial Argentina vuelve a figurar Fernando Newman, aunque en el acta se lo registra con una modificación de su apellido pues aparece como Fernando Nervman, según la trascripción textual efectuada por Américo R. Guerrero en su libro La industria argentina, su origen, organización y desarrollo.
De cuanto he revisado no encontré elemento que permita determinar, con más o menos precisión, cuándo comenzaron Cayol y Newman a interiorizarse sobre la telefonía. Pero teniendo en cuenta que ambos pertenecían a familias europeas inmigrantes y que por lo menos Carlos Cayol había realizado un curso técnico especial en Alemania, no es aventurado creer que las noticias periodísticas y especializadas sobre el teléfono, a partir de la patente solicitada por Alexander Graham Bell, no les fueron extrañas ni demoraron en llegar a conocimiento de ellos.
Si en febrero de 1878 ya se difundieron los ensayos de Cayol y Newman, con aparatos construidos por ellos, la actividad debió comenzar en el curso de 1877, para lo cual necesitaron del conocimiento teórico.
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Foto: Antiguo aparato telefónico.

12 ago 2011

El almacén de mi barrio


(De Ricardo Alberto Argüello)

El almacén de mi barrio guarda el encanto del color del tiempo.
Hace algunos años, cuando muchas calles estaban aún sin adoquinar, una mañana, sobre el frente de una casa pintada de amarillo (que a su vez tenía un local) apareció en su fachada  un cartel que decía "Aquí muy pronto Almacén La Giralda".
Grande fue entonces la intriga del vecindario por saber quién sería el nuevo personaje que estaría al frente del mismo. Los chicos dcl barrio, inquietos, mirábamos con ojos de asombro hacia el interior (por un agujero que la tiza había dejado en la vidriera para después correr a nuestras casas a contar lo que habíamos  visto.
Conocíamos todo, menos a su dueño. Luego se supo, era Don José, un hombre de estatura baja, aspecto agradable, mirada transparente y un gesto de infinita bondad en su rostro.
El día de la inauguración hizo venir a unos gaiteros con sus coloridos instrumentos. En segundos llenaron (con los aires de la Mia Terra) todos los espacios. Por último, repartieron globos y golosinas. 
Pronto nuestros padres comenzaron  a mandarnos allí con un papelito donde estaban anotados los alimentos a reponer: azúcar, yerba, porotos, aceite... De más está decir que cuidábamos la plata que nos habían dado. "'Por Dios a no perderla!".
-Don José, dice mi mamá que le dé todo esto, que se cobre y.... para mí (por lo bajo) la yapa".
También venían otros que decían: -"Mi mamá encargó que le diga si puede darme todo lo anotado, que cuando cobre, le paga". Entonces Don José preguntaba: "¿Dónde vivís? Con una simple referencia le bastaba: "A la vuelta", "Al lado de doña María", "Enfrente del señor del perro lanudo".
Nadie se fue sin su compra (chica o grande), envuelta en aquel papel gris y cerrado con dos periquetes y tres vueltas.
Obviamente, con el correr del tiempo, don José se había transformado en la referencia más auténtica sobre la vida y virtudes del vecindario. El trato diario con la gente lo había hecho depositario del correr de infortunios, alegrías, desvelos y demás.
A medida que se fueron agrandando los barrios, estos personajes de leyenda (como el nuestro), al que se podía ver siempre parado en la puerta de su almacén, guardan la virtud de hacernos retornar a través del recuerdo (aunque sea por un instante), a aquella época feliz donde Ángel Azul velaba los sueños, y donde hoy, al compás del corazón, quisiéramos volver a repetir aquello de: -"Don José, dice mi mamá...".
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Imagen: Interior de un  almacén de barrio supérstite.
Tomado del libro: El almacén de mi barrio, editado por el Gobierno  de la Ciudad de Buenos Aires, Bs. As., 1998. 

10 ago 2011

Intelectuales y vocacionista de Boedo


(De José Felice)

Boedo comenzó a tener, acaso, su verdadera fisonomía intelectual por el tiempo en que Munner llenaba los estantes de su librería con las ediciones de folletos y libros a bajo precio, que lanzaba aluvionalmente la imprenta de don Lorenzo Rañó, quien fuera editor de algunas de las buenas novelas de Roberto Arlt, acabando por despertar la barriada con la incruenta batalla literaria conocida por Boedo contra Florida. De esto y otras cosas interesantes se ocupa Leónidas Barletta. Asimismo, alguien mejor informado que yo, por haber actuado dentro del círculo que presidía José González Castillo, probablemente recuerde la gallarda figura  del autor de Los invertidos, inolvidable en su provechoso paso por la Universidad de Boedo, y las tenidas organizadas por él  en las hosterías de Boedo, de Carlos Calvo y de San Juan, que en cada una de ellas era Castillo bienvenido y bienquerido, y en cuyos comedores eran amenas y amanecidas las peñas en las que intervenían asiduamente Julio Crucciani, Vicente Roselli, León Fiel Caminade, Marconi y Caiola, Soiza Reilly, Caputto de memoria prodigiosa, Marchi, y, a veces, Folco Testena, García Velloso, Rodrigo Soriano, Villaespesa, Beltrán y Alberto P. Cortazzo, el más indicado como para evocar aquellas noches inefables que se vestían de amaneceres en “Los Vascos” o en “El Vesubio”.
Ya en el periódico El literario mostraba su valor una pléyade formada por Bufano, César Garrigós, García y Mellid, Arzubiaga, Galíndez, Aramburu y Belluzi.
Por aquel mismo entonces un grupo de muchachos más jóvenes constituíamos el Círculo Literario Almafuerte, lleno de pretensiones y entusiasmo, que en el transcurso de pocos meses había reunido unos treinta cultores del verso y de la prosa. Pero el círculo había a poco de desaparecer por cuanto sobraron los dedos de una mano para contar los que sufragábamos los gastos se secretaría. No obstante esta desdicha no nos desanimamos y conservamos el entusiasmo dartagnesco y mantuvimos y atizamos el deseo ambicioso de hacer alguna cosa que condijera con nuestro ideal. Se nos presentó en buen momento la tabla salvadora en la querida persona de Luis Maillard, quien editó por su cuenta la revista Boedo hasta el número 12 en que feneció. Durante la existencia de esta publicación, su propietario no cercenó en lo más mínimo nuestra libertad de acción, circunscribiendo sus derechos a la administración de la misma. Llegó ella a contar como colaboradores, para honor nuestro y por gentileza de González Castillo, a Rodrigo Soriano, Villaespesa, Jaén y otros.
No recuerdo con qué honestos malabarismos editamos más tarde Cerebro, publicación de sesenta páginas que alcanzó a subsistir seis números. Todo había ido bien hasta aquel entonces; nos reuníamos a menudo en casa de cualquiera de nosotros o en un rincón del café “Dante”, cultivando una camaradería envidiable, sin descuidar de amasar ensueños y fantasías. Entusiastas y desaprensivos nos creíamos –¡oh, credulidad de la primera juventud!– con las manos asiendo la mancera como quienes aran los surcos ventrales del mañana. Pero los contrastes sucesivos si bien no nos desgalgaron nuestra vocación, la sacudieron con tanto encontronazo; y ya, como dijera alguno, faltos del banco en donde sentarse, se disgregaron en su mayoría los  vocacionistas que nos acompañaron en aquellos ayeres que no borró ni deslució el tiempo; no olvidamos a Oreste, el de los silvos embriagantes y los rondeles enloquecedores; Delle Ville, que más tarde rompiera cien lanzas en Balcarce; Villamarín, con sus sonoros alejandrinos, el inteligentísimo trovador que ocultaba su identidad con el pseudónimo de El Abate Casanova; Gustavo Riccio, poeta expresivísimo; Negretti, que engarzaba turquesas en el broche de sus sonetos; Casildo, el torrentoso volcador de versos deletéreos; Imondi y Bartoletti, los camaradas cordiales; Fragola, con sus octosílabos quintaesenciados; Foscaldi, con sus obras teatrales; el Apeles Bedecarats; César Garrigós, ahito de ideas pletóricas de majestad y belleza; Martín Domínguez, el retorcedor de endecasílabos; Avelino Serra, el parsimonioso; Firpo Garelli, poeta cabal; Julio Camilloni, que daba sus pininos por el campo de las letras; Teófilo Olmos, dado al cultivo de rarezas; Adolfo C. Revol, agresivo y mordaz, y tantos otros que estuvieron con nosotros en la etapa más encantadora de nuestros afanes y de nuestras inquietudes; etapas en que aprendimos como Horacio, que: “Los cantos no dan pan”.
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Imagen:Esquina sudeste de San Juan y Boedo en 1935
Tomado del libro: Pasión de Boedo Aires, Ediciones Boedo 21, CABA, 2000.

8 ago 2011

Despedida a Ernesto Goldar


(De Fernando Sánchez Zinny)

Atildado, enjuto, sonriente, a veces burlón, a veces tierno, pero siempre con un matiz ingenuo y melancólico que los años porfiaron en acentuar, Ernesto Goldar fue una imagen recurrente e insoslayable de nuestro Buenos Aires, del Buenos Aires que transitamos, alimentados por fragmentos de poemas, por memorias huérfanas y por anécdotas atesoradas con displicencia de ociosos.
Acaba de dejar estas calles a cuyo amparo nació en 1940. Ensayista y poeta, ofrendó sin tasa su vida a las pasiones de la literatura y del intento de esclarecer cosas de la política y de la sociología. Egresado en letras, docente y periodista a ratos, investigador de recovecos de narrativa, conferencista y coordinador de talleres literarios, merodeador del periodismo y de la docencia, su vida atravesó asimismo circunstancias bien más infrecuentes como la de ser asesor de la industria cinematográfica y frustrado postulante a una senaduría nacional.
Autor de una veintena de libros de asedio literario e ideológico, entre ellos –y los nombres son , en sí, una definición de sus recorridos y desvelos– El peronismo en la literatura argentina, La mala vida, Jauretche, Proceso a Roberto Arlt, Buenos Aires: vida cotidiana en la década del 50, John William Cooke y el peronismo revolucionario, Los argentinos y la guerra civil española, La clase media en el 83 y ¿Qué hacer con Perón muerto?, su obra poética se circunscribe a tres densos volúmenes de unívoca intención y muy personal tono: Feria en San Telmo, de 1981; Instinto de conversación, de 2005; y En voz desmayada y baja, de 2009.
Aunque por muchos años no dedicó sino esporádicos esfuerzos a merecer que se lo calificase así, muy desde sus comienzos se lo tuvo por poeta, casi por poeta por antonomasia, y cuando lo conocimos, hacia 1968 o 69, en casa del “loco Puig”, Catamarca entre Humberto Iº y San Juan, fue para todos el poeta Goldar, al que todo libro de poemas debía serle acercado, por lo que fuese: por el azar de un elogio o siquiera de un juicio. Era ya igual a como cupo caracterizarlo en años recientes: amable y a la vez cáustico, pícaro y juguetón a despecho del empaque erudito. Y también, como hasta hace unos días, inmensamente reservado: a gatas sabíamos que trabajaba en el loquero, así como más tarde se supo que lo hacía en un laboratorio. Y no mucho más; o nada más.
Goldar era misterioso y huidizo con ganas, lo que de alguna manera construía en sí el carácter arquetípicamente distante del porteño pretérito; cerrada discreción que, según el canon clásico, se decantaba en sutilezas y en una impecable noción de la amistad, en un compañerismo enigmático y perpetuamente comprensivo.
Judío que callaba serlo sin llegar a negarlo, sus andanzas políticas lo conectaron con exclusivismos muy disonantes con ese origen, en una época y ante una generación en la que el encono prejuicioso era moneda corriente. Agudo izquierdista juvenil terminó adentrándose con fruición de navegante abstraído –y absorto– en las aguas estancadas del revisionismo rosista y no sintió jamás la obligación de explicar esa presunta incongruencia, que acaso no lo era para su índole ahincadamente intelectual, renuente al realismo de los hechos y anclada con ejemplar devoción en el realismo de las ideas. Es cierto, por otra parte, que ningún provecho sacó de sus contradicciones y que sí cosechó de ellas, en cambio, bastantes rechazos y desaires. Entre amigos se ha comentado que ésa fue la razón de su vuelco tardío hacia la poesía, ámbito en el que no obstante el inevitable cortejo de egolatrías y mezquindades, habría encontrado mucho más reconocimiento que en las asperezas anteriores. De ser esto verdad, sería un motivo añadido y por demás significativo para justificar la gratitud que la poesía nos inspira.
Goldar poeta no cantaba casi, más bien contaba; no invocaba sino que describía y su voz era una voz precisa, voz reconocible de quien no quiere engañar ni engañarse. Buenos Aires estaba siempre atrás de sus desencantos a medio renglón: “Hay bares en la ciudad que me ocasionan encuentros / conversados sobre un proyecto de todos / para vivir decentemente, / hay mesas de sus bares donde los ademanes / de un poeta hablan a gritos por encima de mi risa, / esta risa mía destemplada para que no se oiga, / para que no se piense en los inexpugnables veredictos / que destruyen los minutos de unas manos felices con las mías.” De sus demoras por el Sur rescatamos estas líneas: “Junto a la iglesia de San Pedro Telmo, / lateral y ocultando ventanas cementadas, / sin título en los portones ni marcas que el enrejado enuncie, / está paralela a lo largo de la cuadra la cárcel de mujeres. // Aseguran que es correccional / pero como todos no deben saber si se trata de delitos mayores o menores, / en ocasiones alberga prostitutas, prisioneras políticas, /  domésticas que hurtaron un collar, una pulsera, / o una muchacha que por las noches tomaba anfetaminas para darle al amor un sabor más sofocado…”
Porque, además, fue una voz entrañable. Ahora sólo queda el adiós y unas gracias que aquí musitamos y de las que no se enterará.
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Foto: Ernesto Goldar.

6 ago 2011

La "Botica del Águila" en Villa Crespo


(De Juan Chaneton)

El vidrio sobre la puerta de Corrientes 5000 todavía muestra la inscripción “Antigua Farmacia del Águila”, en oro a la hoja. Por su parte, sobre la entrada que da al 4996, el  biselado, como los de antes, nos dice: “Botica del Águila”.
Corrían los ’30. Uriburu, José Félix,  reichsführer de la wehrmacht argentina, instauraba la nueva patria, la del agua bendita, la espada y los uniformes. Ya la casona del “Peludo”, de  Don Hipólito, en Brasil al 1000, justo donde hoy está el respectivo tramo de la 9 de Julio, había sido destruida por las schutzstaffel locales, es decir, la versión criolla de las SS hitlerianas.
Severino, el anarquista, el ácrata expropiador, el perverso enamorado de una adolescente, de Josefina, de su Josefina Scarfo, ya se había tiroteado, en Callao y Sarmiento, a la salida de la imprenta, con las patrullas policíacas porteñas que le seguían los pasos de cerca, estaba con  captura, estaba perseguido, estaba condenado y así fue que lo fusilaron, en la “penitenciaría” de Las Heras, picadora de carne de enemigos del sistema, de los que no se adaptan, de los que no cumplen las normas, de aquellos a cuyo intelecto no ha adherido la idea del derecho como código de conducta.
Corrían los ’30 y los locos conspiraban. Los lideraba Erdosain, que quería acabar con el sistema pero le faltaba plata, porque la política se hace con plata y la conspiración es una política. Y si se trata de una revolución, también hace falta plata pero, además, las bombas. Y  los ingredientes para fabricarlas suelen encontrarse en las boticas.
En Villa Crespo hay una –se dijo Remo Erdosain–. Y para allá salió, para Villa Crespo. No es que esa farmacia, la “Botica del Águila”, fuese la única que  podía contar con los elementos para fabricar una bomba, no. Pero Erdosain conocía al boticario. Punto clave. Cuestión fundamental. Hay que contar con algún químico en el equipo y éste será Ergueta, el boticario del Águila.
Remo se sabía de memoria la historia de la farmacia a la que se dirigía en ese momento. El colectivo se zarandeaba sobre el torpe adoquinado como si fuera a romperse, hacía un ruido infernal y parecía que se destartalaba en cualquier esquina. Remo miraba por la ventana y pensaba.
La “Botica del Águila” –le había contado Ergueta una vez – fue instalada un 14 de junio allá por 1895. Ese tramo de Corrientes adonde iba ahora Erdosain se llamaba, antes, cuando fue fundada la farmacia, Triunvirato. La “Botica del Águila” nació en Triunvirato al 300, recordaba con su increíble memoria el conspirador, mientras viajaba en colectivo hacia Villa Crespo.
El nombre iniciático fue “Antigua del Águila” y su dueño y fundador, Pedro Triziano, muy bien habría podido ser de la partida en esta revolución que planeaba Erdosain. Triziano era de buena madera. No le hacía asco a la aventura y si esa aventura tenía algún parentesco con la justicia social, mejor. Qué lástima, pensó Erdosain. Qué lastima que Triziano ya no esté en el mundo de los vivos. O más bien, en el mundo de los humillados, que son los que van a hacer la revolución.
Pedro Triziano se hizo a la mar, cruzó el Atlántico y  llegó al Río de la Plata cuando el siglo diecinueve moría y sin saber que iba a fundar una botica. Una botica que, con el tiempo, se haría famosa. Vendió tisanas y ungüentos, Triziano; vendió untisal y vaporú para el dolor de huesos y para el pecho cuando el resfrío hacer doler el pecho. Vendió genioles a troche y moche y cremas de juvencia para las señoras, por supuesto. Hasta que un buen día se levantó con la noticia de la guerra. En Italia había guerra. Corría el año del Señor de 1914 y Triziano sintió que la sangre le hervía.
Don Juan Manuel Domínguez era un vecino de Villa Crespo y de  Triziano que también había inmigrado. Don Juan Manuel, digo. Don Juan Manuel también era inmigrante. Don Juan Manuel Domínguez le compró, en 1914, la farmacia a Triziano porque Triziano, hombre de honor y de ideales, se fue a la guerra. A la guerra del 14. A luchar a su Italia natal. Y desde 1914, entonces, la “Antigua del Águila” cambió de dueño. Ahora era de Don Juan Manuel Domínguez, gallego que habrá pasado por el Hotel de Inmigrantes antes de establecerse en Villa Crespo. Don Juan Manuel Domínguez, el nuevo dueño de la “Antigua Botica del Águila” había nacido en Villa García de Arouza. Venía gallego hasta el tuétano.
Se alegró Erdosain cuando vio que la que atendía, a esa hora, era la mujer de Ergueta. Tendría más tiempo para conversar con él, que seguro estaba en el fondo tomándose unos mates. Saludó y pasó detrás del mostrador. De ahí a la puerta con cortina que separaba el negocio de los aposentos familiares. Efectivamente, encontró a Ergueta mateando y leyendo el diario. Cuando le contó el motivo de su visita, Remo Erdosain se comió la siguiente frase-respuesta del boticario, rápido como un colibrí el gordo Ergueta: "¿Quiénes van a hacer la revolución social sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te creés que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?".
Erdosain había ido a pedirle plata y cuando se animó, Ergueta lo miró fijo y le dijo: ustedes son unos delirantes. Revolución las pelotas. Rajá, turrito, rajá…!
Los dos hombres se pusieron de pie. Erdosain, acostumbrado a las humillaciones de la vida y abandonado por la esperanza y hasta por su esposa Elsa, no notaba nada distinto en su vida aquella mañana.
Ergueta lo acompañó hasta la salida, por la puerta del negocio y, todavía detrás del mostrador y cuchicheando bajito como para que los pocos clientes de esa hora no notaran nada extraño, Remo aún encontró fuerzas para decirle: Tenemos al Astrólogo, en Temperley. En su quinta practicamos tiro. También está el Buscador de Oro, que encontró mucho en la Patagonia. Y con los prostíbulos de Haffner  contamos con un adicional financiero que hará imposible el fracaso de la revolución. Este país es propicio para las asonadas.
La conspiración siguió su curso bajo el signo de la utopía y la confusión. La organización de adelantados a su tiempo desapareció tan fugaz y loca como lo había sido su irrupción en los asuntos existenciales de aquella época.
Quedan huellas de aquello. Quedan algunos rastros materiales de la historia, que fue,  más que  cualquier otra cosa, una historia de Buenos Aires. En buena parte, esta historia se escribió en los lugares citados y en otros, que no citamos. De los primeros, de los sitios que nombramos acá, la “Antigua Botica del Águila”, con sus vidrios biselados y letras en dorado a la hoja, sobre la actual calle Corrientes al 5000, justo en la esquina de Corrientes y Julián Álvarez, se conserva tal cual hoy, casi tan idéntica a sí misma como lo era en aquel tiempo de militares y de curas que decían qué y cómo era y debía ser la patria.
Los hijos del dueño de 1914, los descendientes de Don Juan Manuel Domínguez, se hallan hoy al frente del emprendimiento, que tiene vida muy larga. No mueren así no más los lugares históricos. ¿Muere acaso el pampero? ¿Se mueren las espadas?
Arturo Domínguez y su afable disposición a narrar lo acontecido, junto a su esposa Haydée Ibarboure, de evidente ascendencia vasco francesa ella, están al frente del comercio.
Y todavía venden “valeriana”, unas gotas cada noche diluidas en un poco de agua para dormir bien. Es a base de alcohol la valeriana. Un sesenta por ciento de alcohol y el resto extracto puro de la hoja mágica que nos hace conciliar el sueño y huir de las pesadillas cotidianas para enfrentar, vencida la vigilia, otras pesadillas.
En el interior de la actual “Farmacia Antigua del Águila” vive su vida inquieta el primer libro recetario que se usaba entonces, en 1895, ahí está, resguardado en una vitrina, al abrigo del polvo y demás inclemencias, con sus anotaciones manuscritas en tinta negra que parece tinta china y cursivas que describen remedios, compras, fechas y precios. Y está el mobiliario, las vitrinas…
Testimonios de un tiempo que se fue. De una Argentina que fue. De una Argentina conservadora y brutal, y generosa con el inmigrante y nada benévola  con los excluidos, expurgados y expulsados. Todavía están ahí, a la vista de todos, en la actual “Farmacia Antigua del Águila”, los frascos del boticario, antiguos, de vidrio oscuro, marrón o azul e, incluso, los remedios que en aquella época se usaban.
Una joyita más que ofrece Villa Crespo, este Villa Crespo de hoy, el Villa Crespo de Juan Gelman y de Macri, que acaba de ganar en ese barrio con la fusta bajo el brazo y se quedó corto Ergueta con su escepticismo.
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Foto: "Antigua Farmacia del Águila".
Nota e imagen tomadas de la página www.buenosairessos.com.ar