28 sept 2013

Tango


(De Carlos Penelas)

a Ricardo Carpani

Usted sabe, Ricardo, cómo llegué al tabaco.
El desamparo, la luna, la comparsa.
Las hembras y Chaplin y la poesía.
La infancia tuvo el sol en los geranios,
la voz del adoquín, el bandoneón del sur.
Adentro era la esquina, el bar del tío Pedro,
el almacén de Osvaldo, la parra de la abuela.
En esos días, la ternura llevaba de la mano
el sombrero del padre.
Descubría Barracas, Palermo, Avellaneda.
La cancha de los rojos, la leche con vainillas.
En el fondo vivían los canarios,
el silbido de Celso, el vermú de los primos.
Y un álbum que mi hermana hilvanaba de lejos.

En esta biografía se organizaban sueños.
Se discutían líderes,
se amaban a los muertos en silencio.
Escuchaba la lengua campesina,
el almohadón gallego, los calderos herejes.
No existían santos ni templos ni patriotas.
Se blasfemaban tumbas, banderas, monumentos.
Sólo era sagrado el pan, el trabajo, la entrega.
La niñez se encontraba en el barquillo.
La starosta, el tinenti, la gomera.

Yo era un marinero de patios y malvones.
Con Sandokán, el invierno y el puchero.
Esa era la casa, hermanos.
La madre incubaba bordados,
hacía crecer hortensias con su canto,
mientras Carlitos
doblaba las hojas del Estrada pensando en el picado.
Raquel y Coca ilustraban los cuentos de Calleja.
Y Roberto, distante, entonaba zarzuelas.
Con timidez, Fernando.
Y don Manuel se reía del mundo
evocando a Betanzos y a un cura putañero.
Esa era la vida, amigos.
La estufa, la pieza, el querosén.
El pantalón corto que no bajaba nunca a tomar agua.
El dinero que siempre nos faltaba.
Y los libros de una biblioteca con huelgas y proclamas.
El cielo un barrilete azul desde el Billiken.
El barrio se llenaba de sextas, de vecinos, de hijos.
La radio remolcaba la vida
los goles de Angelillo, las locuras del Zorro,
la gracia de Niní. Y la hora del Toddy y Poncho Negro.
En la esquina el almacén gardeliano.
La hija de don Juan, el carbonero.
El morocho del cross, la enagua de la prima.
El carnaval, las luces, las minas de los sueños.
Y los guapos buscaban su laburo en La Prensa.
Recuerd
o los bigotes del abuelo Tomás

y un botellón de agua para todo el almuerzo.
El oporto, el huevo, las torrejas.
Recuerdo el picaporte, la siesta,
el Smith & Wetson arriba del ropero.
El almidón, la tabla de la ropa, la valija de cuero.
Y el olor de la infancia que se fue para siempre.

Ahora me llevo al hombro los recuerdos.
Los palotes, el llanto, la rabona.
El zaguán de una niña de ojos claros.
La lluvia, el alcanfor, las revistas de cowboys.
El gol que Rugilo pudo atajarle a Grillo.
Ya no hay otarios ni chuenga ni baldío.
Ni corazón grabado en un árbol del parque.
Ya no están Abertondo ni Palacios ni Pascualito Pérez.
Ya no están más el Luna ni los barcos del puerto.
Se fueron en tranvía, con hamacas y ábacos.
Me llevo al hombro las tardes de Frascara,
los Primero de Mayo en Plaza Miserere.
El cine continuado y el himno de Sarmiento.
Los poemas de De Lellis, de Fernández Moreno, de Tuñón.
La brisca, el truco, los estado de sitio.
Me llevo el terror a Burgos, el descuartizador.
Y el carrusel de don Bernardo con sus tigres.

Hoy tengo sobre la mesa una página en blanco.
"Usted sabe, señor. Déjeme paso."
______
Ilustración: Tango  de Ricardo Carpani.

23 sept 2013

Anécdota de una fuga que terminó en Villa Devoto


(De Marcelo J. Bourdeu

Este pequeño acontecimiento ocurrió en febrero de 1924 en un lugar muy conocido y transitado por los devotenses y los visitantes.
No concluyó en Devoto porque su protagonista, como podría imaginarse, terminó alojado en la Cárcel de Encausados. Y no fue así ya que estos hechos ocurrieron en 1924 y la Cárcel de Encausados (o como se llamara a través de los años) se inauguró recién en 1927.
Por esos días Villa Devoto tenía ya su seccional 45ª. Pero de la Policía de la Capital, porque así se llamó la institución policial hasta que en diciembre de 1943 se creó la Policía Federal Argentina. Esa seccional 45ª tenía entonces jurisdicción sobre Villa Devoto, Villa del Parque y Villa Talar. Esta última también fue llamada Villa Devoto Norte y hoy ha desparecido como barrio legal y se encuentra repartida entre la vieja Villa Pueyrredón y la mucho más reciente Agronomía.
Villa Devoto fue el lugar de los hechos. Por supuesto, no toda la villa, sólo una parte que podría llamarse “el centro”. Sí, casi inevitablemente, la Estación. La Estación Devoto del viejo Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico, luego San Martín, y hoy mejor no hablar....
El caso es que en 1924, más precisamente en la noche del 11 de febrero, “la 45” dispuso una batida para recorrer la jurisdicción, algo de rutina.
Entre los grupos de la partida, uno a cargo del ayudante Domingo Cenci se encargó de recorrer la zona de las vías próximas a la Estación, con sus entonces habituales vagones cargados o vacíos esperando su turno de viajar. La acción se desarrolló presuntamente en la porción de Estación que linda hoy con la calle Ricardo Gutiérrez, entre Fernández de Enciso y Asunción, frente a una de las plazoletas que tienen desde los años 60 nombres que ahora se me escapan. Podemos imaginar una linda noche devotense, algo de calor, aire perfumado y la quietud y oscuridad que por esos años habría por allí…
El agente Santiago Mazanessi (otros señalan el apellido Mazonetti, pero a falta de certezas optaremos por el primero) tuvo su momento estelar. Los recortes de prensa que conocemos dan dos versiones de los hechos.
Según una de ellas, el agente Mazanessi ingresó al sector de vías y encontró a varias personas que, aparentemente, dormían en un vagón. Como no era raro que hubiese quienes entraban a los vagones cargados con intención de robar, detuvo al grupito sin que hubiese mayor resistencia.
Según la otra versión, uno de los sujetos (¿no es ésta la palabra adecuada para una crónica policial?) se deslizó fuera de la zona de vías intentando evitar a la policía y tomar el tranvía 86, cosa que no pudo lograr por la acción de Mazanessi.
(Pido disculpas, pero la mente se me va al 86, haciendo allí ese “codo” prácticamente terminal de su ruta, a su pausa, años después, frente a la pizzería de Gualeguaychú… y al reinicio de su vuelta pasar por la esquina de casa, al cruzar Pareja…).
Volviendo al 24, lo concreto es que todos fueron llevados a la seccional, donde los que dieron explicaciones claras fueron dejados en libertad y los otros demorados para identificación.
Uno de ellos, que dijo llamarse Feliciano Gómez y que había dado respuestas confusas, intentó además escapar saltando la medianera de  la comisaría, pero lo único que logró fue llamar aún más la atención sobre él. Más aún cuando sus características físicas no resultaban totalmente desconocidas…
Se le tomaron las huellas digitales y se empezó a compararlas con las fichas. Allí Feliciano Gómez empezó a desmoronarse y en un breve interrogatorio sugirió él mismo que no era quien había dicho.
Cuando el cotejo de huellas terminó ¡gran alegría general y felicitaciones para Mazanessi!
¿Por qué? ¿Quién era en realidad Feliciano Gómez? Era en realidad Eduardo Gallardo o Gallardón, alias “El Ñato”, con varios otros alias y nombres “de batalla”, con veinte detenciones en diez años y un prontuario importante por estafador (especialidad “cuento del tío”), robo, violación de domicilio y cositas así. Pero todo esto, si bien hubiese justificado la alegría, no explica el entusiasmo de la seccional 45ª.
Este entusiasmo se debía a que Gallardo (o Gallardón, o Gómez, o González o Ruquietto), “El Ñato” en fin, con sus jóvenes 29 años, era (por pura suerte, como vemos) ¡el décimo capturado de la célebre evasión de la Penitenciaría Nacional!
¿Qué evasión? La que se produjo el 23 de agosto de 1923. Quizás sea una fuga muy conocida o probablemente se confundan varias fugas en ella en la memoria ciudadana, ya que fugas hubo varias. Pero ésta, la de 1923, fue de lejos la más atrevida y comentada.
En algún sentido era una especie de hazaña fugarse de la Penitenciaría Nacional. Se erguía donde hoy está el parque Las Heras (Las Heras, Coronel Díaz, Juncal, Salguero) y ocupaba toda su extensión. Era una institución muy adelantada para su época y de estructura imponente. Baste saber que sus muros exteriores tenían siete metros de alto y un espesor, en la base de cuatro metros. Nada menos. Este edificio fue inaugurado en mayo de 1877, cuando su emplazamiento estaba en las afueras de la ciudad y comenzó a ser demolido en septiembre de 1961 cuando el crecimiento urbano había convertido al lugar en céntrico.
No detallemos esa fuga, ya historiada por gente calificada. Sólo recordemos que un grupo de convictos cavó durante un año un túnel a casi dos metros de profundidad y de veinticuatro de largo que alcanzaron para pasar bajo los muros y llegar a la calle Juncal. Finalmente huyeron sólo catorce internos, por razones que no están totalmente claras. Unos dicen que un guardia advirtió la huída y obligó a Adolfo Wolff, el decimoquinto en aparecer en la calle, a reingresar al túnel poniendo fin a la fuga y otros afirman que uno de los que intentaba evadirse quedó trabado en el túnel y además de quedar “adentro”, se ganó el apodo de “Tapón”…
Este hecho fue la base del libreto de un film argentino, “La Fuga”, dirigido por Eduardo Mignogna y estrenado en 2001. La muy buena película tiene algunas licencias –sino poéticas, cinematográficas- disculpables en beneficio del necesario impacto. Las excelentes actuaciones de Miguel Ángel Solá, Ricardo Darín, Gerardo Romano, Patricio Contreras, Arturo Maly, Alejandro Awada y Vando Villamil entre otros roles protagónicos contribuyeron a darle a la película, merecidamente, público y renombre.
Y aunque Villa Devoto no aparece en el film (y no tenía por qué aparecer) recordemos que fue escenario –protagonista en alguna forma– del otro extremo de la historia, cuando la fuga concluyó. Al menos para uno de “los catorce”.
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Fuentes:
- recortes periodísticos de "La Acción" del 12/2/24 y "Crítica” y "Última Hora" del 13/2/24.
- www.spf.gov.ar

Imagen: Fragmento de la crónica y foto de Eduardo Gallardo, alias “El Ñato”, en un diario de la época.
Nota e ilustración tomadas de la página www.barriada.com.ar

21 sept 2013

El gallego del cuento

 

(De Roberto Díaz)

Ahora, que tanto proliferan los cuentos de gallegos (dicen que son italianos los que los inventan) con un ingenio y un humor dignos de mejor causa, nosotros queremos contarles uno, que no es nuevo ni viejo, que es de siempre.
Nuestro cuento comienza en una aldea perdida, encerrada entre montañas, donde la lluvia, en invierno, no cesa de caer. Una pequeña aldea detenida en el tiempo, con bueyes en las callejuelas, plaza, y taberna colmada de boinas que conversan. Con  hombres y mujeres hincados en los surcos, tratando de sacarle a la tierra arisca los frutos necesarios. Una aldea que tiene un pequeño cementerio al final de los tejados, rodeado de un muro de piedra y una iglesia que anuncia, perseverante, los maitines.
Desde allí partió un hombre acuciado por una vida mejor, por un horizonte más anchuroso. En barco repleto, conviviendo noche y día con los humores del hacinamiento, entre pequeños líos y petates, mirando el mar desconocido, en pos de una tierra esperanzada.
Trabajó en oficios diversos, vivió en ruidosos conventillos, ahorró peso tras peso para poder reunirse, otra vez, con su familia y  siguió trabajando, sin descanso y duro, hasta salir del conventillo y comprarse una casita.
Sus jornadas eran de luna a luna; su sueño, rápido y profundo. Sus manos, toscas y callosas. Crió y educó a sus hijos como pudo y se asombró cuando éstos le leían lo que él nunca supo leer.
Al tiempo, puso una pequeña despensa y siguió trabajando, sin domingos ni pausas. Se sabía castigado al esfuerzo pero creyó en un futuro distinto y más humano para todos sus hijos.
Lo llamaban gallego (cosa que era cierta); también gaita o tagai. Su nombre no importaba; lo que sí interesaba eran sus manos hábiles o rudas para cualquier trabajo.
Primero tuvo reuma, después callos plantales, problemas de riñón por los esfuerzos, canas y otras cositas.
Tenía, a veces, morriña cuando recordaba su tierra tan distante, su perdida aldea en la montaña.
Sus hijos crecieron, se casaron, tuvieron, a su vez, hijos, y el gallego vio ampliarse su familia. 
Y, un día, se sintió cansado, y en medio de una pila de latas de tomates, de paquetes de arroz y bolsas de azúcar, se acostó a descansar, tan sólo un rato, pero era tanto el sueño que se quedó dormido para siempre.
Este es el cuento de gallegos que les queríamos contar. No es gracioso, claro, pero es tremendamente humano.
Ahora, sus nietos, nos reímos mucho con los cuentos de gallegos, y el gallego del cuento, tal vez también sonría desde una nube alta. Haciendo honor a ese sentido del humor de su raza.
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Ilustración: Meu galego, dibujo de Omar Blanco.

20 sept 2013

¿Quiénes eran los lecheritos de Buenos Aires?



(De Raúl Oscar Finucci)

Emeric (Américo) Essex Vidal era un inglés nacido en 1791, que en 1816 se embarcó hacia Sudamérica y llegó a Buenos Aires en septiembre de ese mismo año, donde permaneció hasta 1818. Viajó como secretario del almirante de la nave que lo trajera, pero en realidad era una artista de escasas cualidades, aunque aquí pintó más de cincuenta obras.
Al volver a su tierra se conectó con un famoso editor a quien convenció de editar un libro con sus obras, las que servirían para contar la particular forma de vivir de los habitantes de esta parte del globo, y sus usos y costumbres. Volvió en 1828 y murió en Brighton en 1861.
Su libro se tituló: “Buenos Aires y Montevideo”, y de él tomamos el relato que el autor hiciera sobre los vendedores de leche a caballo, una más de las actividades que en estas pampas se hacían sobre el montado, algo que le llamaba poderosamente la atención a los extranjeros, porque como pintó Vidal, hasta los mendigos andaban de a caballo.
Escribió: “La ciudad de Buenos Aires se provee cotidianamente de leche de las estancias circundantes, o granjas que se hallan a una o tres millas de distancia. La leche es traída a caballo, en tarros de barro o latón, y cada cabalgadura lleva cuatro y a veces seis en unas alforjas de cuero atadas a la montura con una correa.
Casi puede decirse que los lecheros nacen a caballo, tal es la temprana edad desde la cual se les enseña esta ocupación. La mayor parte de ellos son niños de menos de diez años, tan chicos, que para montar en sus caballos tienen que utilizar un largo estribo que no se usa para otro fin. Se sientan entre los tarros de leche, y en tan incómoda postura galopan lo más furiosamente.
Cuando se encuentran fuera de la ciudad, disputan carreras entre ellos y después y de haber vendido la leche se los ve muy a menudo jugando en grupos., generalmente a las monedas de a real o cuarto de peso, como hacen entre nosotros los niños con los ochavos ingleses.
Aunque no fuera más que por este detalle, se podría deducir que este negocio es excesivamente provechoso. La seguridad negativa de que la leche no se vende a un precio más caro que en Londres, y no es de peor calidad, confirmará plenamente la exactitud de esta consecuencia. Lo único extraño es que, en un país donde las vacas que producen la leche, los caballos que las llevan al mercado, y donde la tierra donde se alimentan ambos se obtiene por menos de nada, el precio de este artículo está en cercanía con el que se paga en la cercanía de la metrópoli inglesa, donde el arrendamiento, los impuestos, el costo de los animales y la mano de obra son inmensamente desproporcionados.
Tampoco puede menos que causar asombro el hecho de que, a pesar de la marcada diferencia de circunstancias, es casi tan difícil conseguir leche pura en Buenos Aires como en Londres; es muy común ver a estos chiquillos rellenando sus tarros en el río, una vez que han vendido parte de su contenido”. Como vemos, la “viveza criolla” ya era observada por los visitantes de allende los mares.
Continúa Essex Vidal: “Estos muchachos son, por regla general, hijos de humildes quinteros, van mal vestidos y completamente sucios; pero son muy vivos y traviesos como monos, enseñándoles a sus caballos tantas habilidades, que los hacen comparables a los monos.
La manteca, o por lo menos algo que merezca tal nombre, no es hecha nunca por los habitantes de Buenos Aires. Lo que ellos usan, en los casos en que nosotros la empleamos, es la gordura de la carne, derretida hasta su estado líquido, la cual meten en vejigas como si fuera grasa: a esto lo denominan manteca. Algunos ingleses que se han establecido en el país, sin embargo, traen al mercado pequeñas cantidades de manteca, para la cual encuentran siempre fáciles compradores”. Claro que este “negocio” se acaba en el verano.
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Imagen: Lechero de la época colonial.

Texto tomado de la revista El Federal

11 sept 2013

Para Juancito Caminador


(De Rubén Derlis)

 a R. G. T.
(In Memoriam)

Raúl: caminé largas tardes por su querido Montparnasse
buscando el café en cuya mesa escribió ese poema.
Recorrí los lugares
donde aun lejos de la patria siempre fue argentino,
y su juventud tenía los bolsillos vacíos de monedas
pero el corazón tintineante de alegría.

Cuando lo conocí en su casa que estremecían los trenes,
se había hecho ya ese “cinturón bravío
de rutas inverosímiles, como Alain Gerbault”
para que Blanca Luz viniera a amarlo.

No volveré a esas calles
a buscar un sitio que tal vez ya no existe,
porque muchas cosas se fueron con usted
a vivir en la poesía sin necesidad del aire,
cuando partió con su valija trashumante
en la que puso el corazón de sus amigos,
su veleta,
su barco en la botella,
y ese poema
escrito sobre una mesa de Montparnasse.
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Foto: El poeta Raúl Gozález Tuñón.

8 sept 2013

Un barrio con dos personalidades


(De Jorge Luchetti)

Villa Ortúzar es un vecindario dividido en dos sectores. Por un lado están las modestas casas cercanas al Cementerio de la Chacarita y por el otro las señoriales mansiones, que se encuentran a la vera de los barrios de Belgrano y Villa Urquiza. A pesar de ser tan diferentes, entre los dos estilos se sigue buscando una misma identidad.

Una de las primeras dificultades que surgen al plantear los límites de un barrio es cuáles deberían ser las fronteras que lo delimitan. Normalmente estos bordes están marcados por cuestiones culturales y formas de vida, que suman valores identitarios. La identificación de un barrio, además de por los límites políticos, queda determinada por su arquitectura, sus monumentos, sus espacios urbanos con historia y otras tantas cosas que sirven como referencia a quienes viven en él.
Ahora bien, cuando estas cuestiones no se manifiestan de este modo aparecen confusiones, incluso para los propios vecinos, los que no encuentran una identidad que los represente. Por eso creemos que la demarcación de los límites de un barrio de forma parcial produce situaciones disímiles dentro del mismo. Podríamos decir que algo así sucedió en Villa Ortúzar. Se trata de un barrio más bien pequeño, donde abundan las calles tranquilas y en donde el tiempo parece transcurrir más lento que en otras partes de la ciudad. Es de geografía llana como el resto de la metrópoli y está ubicado al noroeste de la ciudad de Buenos Aires, ocupando una superficie de 1,8 kilómetros cuadrados.
Originariamente estas tierras formaron parte de los terrenos que pertenecieron a las Chacaritas de los Colegiales, los que más tarde pasarían a manos del señor Santiago Francisco de Ortúzar. Sus límites aparecen un tanto caprichosos y están circundados por las calles La Pampa, Forest, Alvarez Thomas, Elcano, las vías de Ferrocarril Urquiza, avenida Del Campo, Combatientes de Malvinas y Triunvirato. Entre estas fronteras conviven, buscando aunarse, ambas “personalidades” de un mismo barrio.
Uno de ellos fue forjado por inmigrantes obreros, que vinieron a trabajar al flamante Cementerio del Oeste (hoy más conocido como Cementerio de la Chacarita) y también en las fábricas que crecieron en el lugar a lo largo del tiempo. El otro barrio es aquel en el que la arquitectura se mezcla con la de sus vecinos de Villa Urquiza y de Belgrano. Allí la arquitectura de chalets y mansiones dibuja una silueta bucólica distinta del resto del lugar. Esta creencia tan arraigada de que existen dos Ortúzar, donde quedan suspendidas las virtudes y las emociones más elevadas del barrio, sigue siendo una realidad que aquí intentaremos analizar. Los dos sectores, tanto el fabril de otros años, con calle solitarias y de casas modestas, como la zona residencial, de hermosas calles ajardinadas y cielos color teja, a pesar de ser tan distantes en sus formas, siguen siendo fieles en la búsqueda de ser identificados como un solo barrio.

BARRIO HUMILDE Y FABRIL
Cuando Santiago Francisco de Ortúzar fraccionó los terrenos linderos al nuevo camposanto, muchos de los recién llegados vieron una oportunidad para poder adquirir la tan anhelada vivienda propia. Tengamos en cuenta que mayormente los nuevos propietarios eran inmigrantes que venían de una Europa en crisis y que habían pasado por los tan conocidos y promiscuos conventillos del centro porteño. Por eso muchos de ellos se fueron alejando en busca de tierras económicamente accesibles que permitieran levantar una vivienda mínima. También los costos de estos lotes eran muy ventajosos para las nuevas industrias que se estaban gestando en el país.
Así surgió la fábrica textil Sudamtex, llamada “el coloso textil de Ortúzar”, que llegó a tener casi 4.000 empleados. Lamentablemente, la incesante decadencia de la industria de nuestro país llevó a cerrar sus puertas en los años 90 y el viejo edificio fue ocupado por un supermercado. Este tipo de industrias formó parte de la vida del barrio y es por eso que en el escudo barrial aparece la chimenea como emblema del lugar. También funcionaron en Villa Ortúzar la firma de plumas fuentes Everton y la perfumería y jabonería de la familia Griet, esta última ubicada en Girardot y Tronador, frente a Sudamtex. En toda esta zona se fue desarrollando una arquitectura modesta, de casas bajas, entre las que se encuentran casas chorizo, casas de pasillo y las casas cajón (típica vivienda mínima), algunas con pequeñas huertas, otras con simples patios.
En 1875 aparecieron los primeros tranvías a caballo, o sea el primer medio de transporte que se adentró en el barrio. Esto hizo que este rincón urbano tuviera buena conexión con el centro de la ciudad, lo que fue un factor determinante para que la zona se poblara rápidamente. El primer templo católico fue el de los padres de la Compañía de Jesús, construido en el siglo XVIII y demolido en 1899. Hoy la parroquia más trascendental y representativa es la de San Roque, inaugurada en 1908, en estilo claramente definido como neo-románico. También se apostó en el barrio la Estación Meteorológica, que comenzó a funcionar en 1906. Todo este pequeño resumen muestra las variadas actividades que se han instaurado en esta parte de la ciudad.

EL OTRO BARRIO
Como ya mencionamos, el otro barrio es aquel donde la arquitectura de caserones de tejas, con amplios parques, se mezcla con la de los barrios vecinos. Por eso sucede que cuando recorremos el lugar nos brota la duda de en qué barrio nos encontramos. Nos estamos refiriendo a aquella franja que va desde la calle La Pampa hasta Avenida de los Incas. Las casas se retiran, dejando lugar al verde de los jardines y a las arboledas que adornan cada calle.
Uno de los lugares más emblemáticos es el “Café de los Incas”, en la avenida homónima y el cruce con la calle Tronador: una vieja casona de estilo normando que da calidez a sus visitantes. Entre los edificios más singulares debemos destacar la obra realizada por la empresa Salvatori, dedicada a parques y jardines, en Heredia y La Pampa. De arquitectura moderna, es un ejemplo del trabajo paisajístico que saben realizar: el edificio exhibe una singular fachada de vidrio y hormigón cubierta por enredaderas, que en las diferentes épocas del año le dan distintas tonalidades a esta esquina.
En algunas partes del barrio, debido al retiro municipal obligado, se pueden apreciar verjas, muretes y murallones que dejan entrever los tejados de las hermosas mansiones, rodeadas del verde horizonte. Por ejemplo, en la esquina sudoeste de Virrey del Pino y Heredia, un chalet de línea pintoresquista queda cubierto por un cerco vivo y un bosque de árboles; en sus fondos se pueden divisar hermosos cipreses y otras especies arbóreas. Del mismo estilo aparece custodiado por dos enormes palmeras el chalet de Virrey del Pino 3802. Si bien impera en el lugar este tipo de casas, otros estilos deslumbran en la calle. Por ejemplo la ladrillera vivienda de estilo posmoderno de Tronador 1673, la vivienda racionalista de Estomba 1641, el chalet moderno de Virrey del Pino 3880 y las imponentes y modernas torres de la Avenida de los Incas, sobre la cual se desarrollan unas hermosas plazoletas que forman el bulevar República de las Filipinas, donde se mezcla el verde de los canteros con el polvo de ladrillo del camino.
Cabe destacar, como paradigma de la arquitectura que ocupa esta franja, la casa construida en el triángulo formado por la avenida Forest y las calles 14 de Julio y Virrey del Pino. El típico chalet, que parece salido de un cuento de hadas, inspiró a la artista plástica Anikó Szabó para realizar una pintura naif. Sin duda, el ámbito urbano y arquitectónico que alguna vez tuvo el barrio fue fuente de inspiración para los más grandes escritores de nuestro país, como Adolfo Bioy Casares (Dormir al sol y El sueño de los héroes), Leopoldo Marechal (Adán Buenosayres) y hasta el mismísimo Jorge Luis Borges, quien dejó su sello con el poema “Último sol en Villa Ortúzar”.
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Imagen: Emblema del barrio de Villa Ortúzar.

Nota tomada del periódico “El Barrio”, Nº 166, enero de 2013.

"La Casa del Ángel"


(De Fabián Slongo)

La residencia del doctor Carlos Delcasse, en la calle Cuba 1919 del barrio de Belgrano, fue la locación principal de la película “La Casa del Ángel” de Lepoldo Torre Nilsson. De tendencias renacentistas, construida en la última década del siglo XIX bajo la dirección del arquitecto Carlos Nordmann, el conjunto principal de la misma daba a la calle Cuba y, siguiendo por Sucre, sus jardines se continuaban hasta la calle Arcos.
Contaba con veinte habitaciones, una escalera de ébano labrado y de sus paredes colgaban numerosas obras de arte que constituían la colección privada de su propietario. La planta baja, en uno de sus lados, remataba en una galería que hacía las veces de terraza para las habitaciones del primer piso. Finalmente, sobre ellas, se despegaba un solitario mirador con techo de pizarra debajo del cual, en un ángulo de la pared, se encontraba una figura alada que sugería la idea de un ángel.
El doctor Delcasse, su propietario, además de un temprano difusor de todas las actividades físicas, era un hábil practicante de la esgrima y un experto tirador por lo que disponía, allí mismo, en un sector apartado, de un polígono de tiro y salones para gimnasia. Las elites porteñas también encontraron en su residencia el espacio necesario para la realización de numerosos combates de boxeo; deporte que por entonces estaba prohibido.
Y cuenta la historia que en sus parques, al abrigo de un imponente cedro, de palmeras y magnolias, se llevaron a cabo muchos lances caballerescos.

LA PELÍCULA
La Casa del Ángel” es una obra de ruptura que se atreve a confesar su pertenencia al cine moderno y su deuda con la Nouvelle Vague francesa. Sus excesos formales, por otra parte, lucen perfectamente apropiados para mostrar una realidad deformada por el recuerdo.
De los muchos puntos de vista desde los que se la puede analizar, el tema del duelo aparece, dado que en el parque de la Casa del Ángel los hombres dirimían sus diferencias a punta de pistola, como el lugar indicado para iniciar una lectura original.
En principio, es necesario destacar que a un duelo a muerte, a ese enfrentamiento final y decisivo que clausura definitivamente a una de las partes en disputa, se arriba una vez que todos los puentes han sido destruidos; cuando los elementos opuestos, aquellos que en otra circunstancia podrían haber sido complementarios, no han encontrado la manera de conciliarse y la controversia termina, fatalmente, con la supresión de uno de ellos.
Leopoldo Torre Nilsson (según la novela homónima de Beatriz Guido), sitúa la historia en las primeras décadas del siglo XX cuando estas citas en el campo del honor, aunque ya más espaciadas para esa fecha, todavía eran moneda corriente en ciertas clases sociales.
Es probable que de la trama pueda desprenderse, además, una lectura universal de la historia humana (“La guerra es la madre de todas las cosas” consignaba Heráclito mucho antes del comienzo de la era cristiana) pero también que refiera, de manera lateral, a la historia particular del país en ese tiempo (En 1956, el año en que se filmó la obra, una de las partes activas de la vida política argentina había sido suprimida por la fuerza).
Pero la película, concretamente, habla de otras controversias además de las que se resuelven armas en mano: La puja entre lo angelical y lo diabólico, entre lo reprimido y lo liberado, entre el universo cerrado (representado por el ángel pétreo que custodia la casa) y el abierto (el crecimiento, la evolución); entre la muerte y la vida.
En la ficción, Ana (Elsa Daniel) es una chica de catorce años, de apariencia angelical, que ha sido criada según las convenciones de una familia de clase alta del barrio de Belgrano. Se debate, como otras de su edad, entre sus deseos nacientes y la rígida moral social que la conmina a reprimirlos bajo la amenaza flamígera del infierno. El dogmatismo religioso de su madre (Berta Ortegosa) y de su nana (Yordana Fain) no podrá evitar que sus ansias se corporicen en la persona del diputado Pablo Aguirre (Lautaro Murúa).
Por otra aparte, fuera de la casa, en la ciudad, el poder se mueve al ritmo del universo masculino. Es el mundo de la política (con sus honores y deshonras) y el de los permisos sexuales (con relaciones furtivas y visitas a burdeles).
Promediando la historia, Pablo Aguirre, luego de un tenso debate en el congreso, retará a duelo a otro legislador y el padre de Ana (Guillermo Battaglia) ofrecerá el parque de su residencia (la Casa del Ángel) para que el mismo se realice. Según es tradición familiar, el duelista pasará la noche previa al lance como invitado en la casona de Belgrano. Pero mientras todos duermen, antes de matar a su adversario, Pablo viola a Ana.
Finalmente, transcurridos algunos años, con la muerte de la madre, Pablo adoptará la costumbre de visitar al viudo y a su hija todos los viernes. Se verá a Ana que, como rehén de un plan indescifrable, les prepara y sirve el café (con estas imágenes comienza la película) y que luego, resignada, pidiendo permiso para retirarse, saldrá a dar una vuelta con sus amigos de siempre. Como una autómata, la infeliz regresará algunas horas más tarde a encerrarse en su cíclica rutina.
Se diría que los puentes de Ana, los que deberían haber unido de manera invisible su adolescencia con la adultez, han quedado destruidos luego de aquel suceso traumático. Y, prisionera de la casa, petrificada como una estatua, no podrá hacer otra cosa sino repetirse eternamente. Definitiva y final, de piedra, como un ángel de los deseos muertos.

EL FINAL DE “LA CASA DEL ÁNGEL”
El doctor Delcasse había muerto en 1940 y la casa continuó ocupada por su hija, la señora Carlota Delcasse de González. Las cámaras de cine ingresaron en otras oportunidades y, además de la película reseñada, se filmaron allí escenas de “Un guapo del 900” (1960) del propio Torre Nilsson y “La casa de las sombras” (1974) de Ricardo Wullicher.
Pero, luego de su venta, el destino de la casa quedó definitivamente sellado; la misma perdió el duelo contra la impetuosidad de los tiempos modernos y, sin defensa vecinal, fue demolida en 1977. Sin embargo el terreno quedó en estado de abandono por mucho tiempo dado que no se otorgaba el permiso, de acuerdo a una ordenanza municipal existente, para levantar allí el grupo de edificios que estaba proyectado.
Finalmente se erigieron tres altas torres y, en la actualidad, el sitio que ocupara la residencia Delcasse, se conoce como “Galería del Ángel”.
La escultura del ángel, al menos, consiguió salvarse de la picota. Descansa en el Museo de la Ciudad.
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Imagen: “La Casa del Ángel” en la esquina de Cuba y  Mariscal Antonio José de  Sucre, en el barrio de Belgrano, ya desaparecida.
Nota tomada del periódico barrial “Mi Belgrano” (www.mibelgrano.com.ar) 

7 sept 2013

Ciudades invisibles


(De Mónica López Ocón)

Las ciudades invisibles no son mera imaginación de Ítalo Calvino. Existen dentro de la propia ciudad. Puedo citarme con un amigo, por ejemplo, en la esquina de Boedo y Chiclana o en el barcito de Chacabuco y Moreno.
Pero para encontrarme con mi padre, que hace ya muchos años que no camina por los barrios tangibles que figuran en la "Filcar", me cito en un libro subrayado por él. Digamos en "Flor nueva de romances viejos", de don Ramón Menéndez Pidal, sólo por dar un título. Y allí, a poco de comenzar la lectura, aparece él, mi padre, por unos senderitos de pentagrama que dibujó con tinta roja sobre un párrafo,  hace ya mucho tiempo, quizá sentado a la mesa de un bar de la ciudad tangible.
“¿Sabés cuál es el colmo del recuerdo?”, podría ironizar un chico. “El colmo del recuerdo –contestaría ese mismo chico– es citarse en una cita.”
Y, en efecto, suelo encontrarme con él en las citas como quien se encuentra en una esquina. Sólo que las esquinas de las ciudades invisibles tienen una arquitectura tan arbitraria como la de los sueños, en los que uno puede estar en medio de una calle de edificios altísimos y saber, sin embargo, que está a la orilla del mar. Así, en las palabras subrayadas con rojo es Menéndez Pidal quien habla del origen de los romances españoles, pero yo sé que es mi padre que me habla de la infancia  –de la de él y de la mía–, de esa piedra fundamental que es toda niñez.
Me gustan las ciudades escondidas en los libros de la colección Austral que mi padre guardaba sobre su mesa de noche. Tienen un borde dentado que indica que más allá del volumen que uno tiene entre las manos comienza ese violento suburbio literario que es la realidad. El contorno irregular es una cicatriz dejada por el cuchillo que en otros tiempos había que hundirles a los libros entre las tripas para acceder a sus secretos. Mi padre tenía un cortapapel toledano que siempre emergía de los pliegos violentados manchado de palabras sangrantes. Lo guardo como la llave de una ciudad vencida que ha dejado definitivamente tendidos sus puentes levadizos para que penetren en ella. Quizá sea la llave de Alhama cuya pérdida llora el rey moro desde las páginas de Menéndez Pidal. Hoy, entre las muchas cosas que el mundo ha perdido, se cuenta también esa frontera rugosa de los libros que hacía las veces de umbral o de sala de espera para pasar al otro lado. Los cortapapeles ya no desvirgan pliegos y se han convertido así en bellas piezas del museo de lo inútil que, privadas de su función práctica, adquieren el rango de vestigios poéticos.
Como todas las ciudades, también las de los libros de la colección Austral escondían restos arqueológicos. Todavía hoy descubro boletos de colectivo de la época en que eran pendones multicolores de las banderas de los barrios, servilletas de papel de bares que ya no existen y hasta cuerpos petrificados de las cotorritas que en las noches de lectura sucumbieron al modesto Vesubio de la luz del velador de mi padre.
Ciudades de papel, estos viejos libros son  también un poco mapas: tienen el tinte amarillento de la cartografía antigua y manchas de humedad que dibujan continentes. Son mi "Filcar" anacrónica para poder llegar a la calle de lo que nunca existió y de lo que se ha perdido para siempre. Son mi guía para reencontrarme con mi viejo que ya no está. Y son también mi forma de llorarme llorando penas ajenas. ¿A quién, como al rey moro, no se le ha perdido alguna vez una ciudad, una infancia? ¿Y quién no tiene ganas de sollozar como él desde una página amarillenta? ¡Ay de mi Alhama!
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Imagen: Niño y libro. (Dibujo tomado de www.educarchile.cl) 

Réplica de la veleta de Caballito


(De Miguel Ruffo)

La veleta –junto al pluviómetro– es uno de los instrumentos de medición meteorológica más remotos. Data de la antigüedad clásica y servía para conocer la dirección de los vientos. Leemos en la Gran Enciclopedia Universal Espasa Calpe: “la veleta es una pieza metálica que, colocada en lo alto de un edificio sirve para señalar la dirección del viento.” (1). El barrio de Caballito recibe su nombre de una famosa veleta instalada en el techo de una pulpería. En 1821 don Nicolás Vila compró a don Juan Antonio Ávalos una manzana comprendida entre la avenida Rivadavia, Emilio Mitre, Juan Bautista Alberdi y Víctor Martínez. En la esquina sudoeste, formada por la avenida Rivadavia y Emilio Mitre, edificó una casa una de cuyas esquinas, tenía puertas a ambas arterias. Eran las puertas esquineras que servían como ámbitos de acceso a un negocio, en este caso una pulpería. En un sentido general podemos definir a las pulperías como “almacenes” donde se despachaba bebidas, azúcar, yerba mate, aperos y otras mercancías. Eran ámbitos de sociabilidad, no siempre de características “santas” porque en ellas el paisanaje jugaba a las cartas y a veces los juegos y las bebidas hacían que las reuniones terminasen en entreveros. De allí las reglamentaciones que hubo en torno a estos establecimientos, que no siempre se cumplían, reglamentaciones por medio de las cuales la policía trataba de ejercer el control social sobre el paisanaje. Pero regresemos a don Nicolás Vila quien luego compró a Galeano una ballenera que había encallado en La Alameda, primer paseo público que tuvo la ciudad de Buenos Aires, junto al Río de la Plata. Valiéndose de una carreta trasladó su ballenera desde La Alameda a la zona a la que nos referíamos anteriormente, que por entonces integraba el partido de San José de Flores. En el mástil de la pulpería colocó una veleta de latón con la figura de un caballito cuyas patas eran retaconas. Lo había comprado en la herrería de Monteagudo, que se encontraba en Perú y Bolívar. El paisanaje que acudía a la pulpería empezó a valerse de la veleta como referente geográfico. Era común decir, para orientarse espacialmente, nos encontramos “antes del caballito” o nos reunimos “después del caballito”. En 1829, la propiedad de don Nicolás Vila pasó a un nuevo propietario: don Luis Naón, quien retiró la veleta y la colocó en una nueva pulpería, en la esquina de enfrente: avenida Rivadavia y Cucha-Cucha. Al fallecer don Luis, la propiedad la heredó su hijo don Carlos Naón, quien –al decir de José Fedele– era una personalidad destacada del partido de San José de Flores, donde se desempeñó como juez de paz. “El Caballito” pasó a ser el nombre de la calle Cucha-Cucha y de la estación del ferrocarril. En efecto, desde 1857 el Ferrocarril del Oeste comenzó a tender su línea, en el camino del oeste, llegando inicialmente hasta Floresta. A la muerte de Carlos Naón la propiedad pasó a nuevas manos, y la ya por entonces famosa veleta fue colocada en otro negocio, última residencia de la misma. Dice José Fedele: “En los primeros años del 1900, se podía contemplar en ese lugar (avenida Rivadavia y Emilio Mitre), la famosa veleta. En 1925, por gestiones de don Enrique Udaondo y gentileza de la familia Donato, pasó al Museo Histórico […] de la ciudad de Luján. Hoy, en el extremo oeste de la plazoleta de Primera Junta, se encuentra una réplica de bronce de la famosa veleta del caballito –obra del escultor Luis Perlotti-  en el mástil inaugurado el 10 de noviembre de 1969, donado por el Club de Leones del barrio”. (2). Luis Perlotti fue un escultor argentino, nacido en Buenos Aires el 23 de junio de 1890 y muerto en un accidente en Punta del Este, República Oriental del Uruguay, el 25 de enero de 1969 (lo que nos hace suponer que la réplica de la veleta de Caballito había sido realizada por el escultor antes de que fuera instalada en el mástil de la plazoleta de Primera Junta). Luis Perlotti estudió en la Academia Nacional de Bellas Artes, de la que egresó en 1915. Fue discípulo de Pío Collivadino, de Carlos Ripamonti y de Lucio Fontana. “Efectuó viajes de estudio por Bolivia, Perú, Chile, Brasil, Uruguay y otros países de América, y en Europa (1953)” (3). Valgan estas breves palabras sobre Luis Perlotti para calibrar al artista que está detrás de la réplica de la veleta de Caballito.
Luján, ciudad de la historia y de la fe, en su Museo Colonial e Histórico custodia la veleta original. Pocos años atrás esta reliquia de nuestro pasado fue cedida en préstamo temporario al Museo de Esculturas “Luis Perlotti”, del barrio de Caballito. La veleta así regresaba a su tierra originaria. Fue importante el rescate de la veleta, su custodia en el museo de Luján, su réplica en la plazoleta Primera Junta y su exhibición en el museo “Luis Perlotti”. Y decimos importante porque hace a la identidad del barrio de Caballito en particular y de la ciudad de Buenos Aires en general.
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Notas:
(1) “Gran Enciclopedia Universal Ilustrada Espasa Calpe”, Clarín, Bs As, 2005, Tomo 39, p 11843
(2) Fedele, José; “La Pulpería de Caballito” en www.barriodeflores.com.ar
(3)  Gesualdo, Vicente; “Diccionario de Artistas Plásticos en la Argentina”, Inca, Bs As, 1988, Tomo II, p 693.

Ilustración: Réplica de la veleta que tenía en lo alto  la pulpería del Caballito.

Bar de poetas


(Oscar Agosti)

En qué bar de Buenos Aires
nunca, nunca
se escribió un poema?

Cada verso es un pájaro.
Catorce pájaros es un soneto.

Lo poético guarda tres esencias:
yunque, pan y nube.

La demencia,
de cuántos poemas se compone?

La realidad es un velatorio surrealista.

La poesía es íntima;
no debe presentarse en los concursos
como si fuera una licitación pública.

Cuando se concluye un poema
sentado sobre él
siempre queda un demonio.

Todo poeta lleva sobre los hombros
un trampolín de palabras.

Los astros se deben al infinito,
las montañas a las soledades,
los pájaros a la libertad.
Nosotros nos debemos a la noche,
a la última mesa del bar.
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Ilustración: Interior de la cafetería "Stylo" en Villa Devoto.  Foto: www.cafesenbuenosaires.com 

2 sept 2013

Corrientes 3989

(De  Iuri Izrastzoff)
El arquitecto Carlos Nordmann fue uno de los tantos profesionales convocados por la generación del 80, cuando todo estaba por hacerse.
De su ciudad natal, Hannover, Prusia, llegó a nuestro país en 1883, contratado para dirigir la construcción del Palacio Legislativo y del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, flamante capital de la provincia de Buenos Aires.
Hasta 1889 permaneció en esa ciudad, cumpliendo funciones en la entonces Dirección de Ingeniería de la Provincia.
Ya afincado en Buenos Aires tuvo a su cargo la materialización de importantes edificios, recordándose como uno de los principales el teatro Coliseo, inaugurado en 1905 en el emplazamiento que ocupa el actual del mismo nombre, y que fuera demolido en 1937.
Podemos mencionar también dos legendarios edificios de Belgrano, la quinta del Dr. Carlos Delcasse, popularizada en décadas posteriores como “La casa del ángel” -Cuba y José Hernández-, y “Villa Ombúes”, la mansión que don Ernesto Tornquist poseía en los terrenos donde hoy se levanta la Embajada de Alemania, y sobre la cual publicamos una nota, ya que de allí se elevó para perderse para siempre el globo “Pampero”.
En Córdoba 731 se levanta el palacio de rígidas y severas líneas que Nordmann construyó como sede del Club Alemán, a cuya colectividad, naturalmente, pertenecía y que fuera parcialmente incendiado en el transcurso de la guerra mundial de 1914-18. Posteriormente restaurado, tuvo diversos destinos, entre ellos el de Ministerio de Educación y Justicia, y, en la actualidad, funciona como sede del Casino de Oficiales de la Fuerza Aérea Argentina.
El arquitecto Nordmann, que murió en Buenos Aires en 1918 a los sesenta años, dejó cantidad de obras oficiales, entre ellas muchas sucursales del Banco Nación en ciudades del interior, el hospital “Ramón Santamarina” de Tandil, y numerosos encargos particulares, como petit hoteles y edificios de renta, varios de ellos en la por entonces esplendorosa Avenida de Mayo.
El que nos ocupa hoy es un suntuoso edificio, curiosamente ubicado en un barrio que en esos años no era considerado, por cierto, ni social ni económicamente como lo más caracterizado de la ciudad. Nos referimos al edificio de renta con entrada en la avenida Corrientes al 3989, y que desarrolla su flanco más extenso por Medrano. Un elegante portón de hierro artístico da acceso al gran hall de entrada, ubicándose en el fondo el ascensor y la escalera de mármol que asciende a los cuatro altos pisos del edificio.          
El exterior, imitación piedra París, luce profusamente ornamentado, con balcones individuales y otros de grandes dimensiones que siguen la curva del edificio en la ochava. 
La mansarda de pizarra que cubre la obra, culmina en una cúpula dividida en gajos, rematada en un audaz mirador desde el cual en ese tiempo podría, sin duda, contemplarse gran parte de la ciudad.
La planta baja ha sido modificada para dar lugar a un gran local, actualmente desocupado, que no logra disminuir el encanto de esta singular y encantadora muestra de la “belle époque” de nuestra ciudad.
Su calidad también distingue al lado de la arquitectura chillona y utilitaria que décadas después crecería a su alrededor.
Un detalle curioso de esta espléndida obra es que los nombres de Carlos Nordmann Arquitecto y E. Rutenberg Constructor, no están ubicados, como es de práctica, sobre los muros de la planta baja, sino en la pared del primer piso.
Lamentablemente, no figura el año de la construcción, aunque por tradición oral se lo sitúa en 1905. Un edificio, en suma, más que centenario, que sobrelleva airosamente sus achaques con dignidad, y un cierto empaque de indisimulada coquetería.
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Imagen: Esquina de la avenida  Corrientes 3989 y la avenida Medrano (Foto de I. Izrastzoff).
Nota y fotografía tomadas de la página Fervor x Buenos Aires.

1 sept 2013

Una amistad de medio siglo que se mantuvo a la distancia


(De Edgardo Lois) 

Se conocieron en 1921, cuando Borges regresaba de Europa y Mastronardi había dejado su Gualeguay natal y buscaba refugio en Buenos Aires. Compartieron el gusto por la literatura y también por la ciudad que descubrieron juntos.

Toda amistad alumbrada sobre esta tierra tiene momentos de alta o baja mar, es sinfonía íntima entre los ejecutantes. Se puede dejar constancia de su historia, y por sobre los elementos fundadores y pasionales en ella convocados, habrá testigos que agregarán palabras al relato. Jorge Luis Borges (1899-1986) y Carlos Mastronardi (1901-1976) fueron amigos y dejaron constancia del hecho.
Borges conoció a Mastronardi en 1921, a poco de haber regresado de Europa. Mastronardi había dejado su Gualeguay natal y buscaba refugio en Buenos Aires. Mantuvo relación con los escritores de Martín Fierro.
En “Siete conversaciones con Jorge Luis Borges” (Fernando Sorrentino, 1973), el autor de "El Aleph" dijo: "Nos hicimos muy amigos y nos dimos al curioso vicio de descubrir la ciudad de Buenos Aires. De suerte que yo recuerdo muchas noches y muchas madrugadas pasadas con Carlos Mastronardi, desflorando los fondos de Palermo, el bajo de Saavedra, el barrio de la Chacarita, el puente Alsina, las largas y apacibles calles de Barracas, y discutiendo siempre sobre problemas estéticos, ya que la poesía era nuestra pasión." En 1986 Borges dijo al diario El País de Madrid: "Con Mastronardi profesamos una curiosa amistad. Una amistad que no necesitó de la frecuencia; a veces pasamos un año sin vernos, pero eso no significaba una sombra en nuestro trato. Nos sentíamos amigos y podíamos serlo sin frecuentarnos, sin confirmaciones, sin dudas de ninguna especie." En esa misma entrevista agregó: "Era, como yo, un autodidacto ajeno al rigor azaroso de los exámenes y a esa 'contradictio in adjecto', la lectura obligatoria. Leía por placer, y sólo interrogaba los textos que realmente le interesaban, los que nos acompañarán hasta el fin. Durante más de medio siglo fuimos amigos."
En 2007 se publicó “Borges”, un libro inédito de Mastronardi. Es un análisis de su personalidad, un riesgoso intento de definición cuando se estuvo tan cerca del analizado: "Hace muchos años, durante una homérica caminata nocturna y ya de regreso al centro de la ciudad, a esa hora en que toda conversación se vuelve íntima, nos (confió) con descontento y modestia: 'Quisiera escribir de manera más suelta y llana'. Le recordamos aquello de las estrofas que brotan como agua de manantial, y entonces, llevado naturalmente por el curso de la meditación, nos responde: 'Cierto… escribir poemas en el tono, por ejemplo, de '¿aquí me pongo a cantar…?'"
Borges afirma en el libro de Sorrentino: "El caso de Mastronardi me parece raro en la historia de la literatura, porque, aunque ha publicado varios volúmenes, y últimamente un admirable libro de recuerdos titulado Memorias de un provinciano, él sigue siendo una suerte de homo unius libri, (hombre de un solo libro): él sigue siendo autor de ese poema dedicado a Entre Ríos, a la nostalgia de Entre Ríos. Y yo diría que una de las razones que hacen que Mastronardi viva, solitario y noctámbulo, en Buenos Aires, es que en Buenos Aires puede sentir mejor la nostalgia de su Entre Ríos, que él quiere tanto."
Carlos Mastronardi llevó entre 1930 y 1974 un diario de escritor “Cuadernos de vivir y pensar” (1984). Algunas de sus obras: “Tierra amanecida” (1926), “Conocimiento de la noche” (1937), que contiene "Luz de provincia", el poema a que hace referencia Borges; "Memorias de un provinciano" (1967) donde Buenos Aires es el lugar destacado. A los días en la ciudad se refiere Borges en la entrevista citada de “El País”: "Pocos hombres conservaron la soledad con la minuciosidad de Mastronardi. Era un inseparable amigo de la noche que sabiamente abusó de la noche y del café, que tanto se le parece a la noche. Para vivir eligió la Avenida de Mayo; acaso una de las zonas más tristes de Buenos Aires. Como Augusto Dupin, el primer detective de la literatura policial, que de noche recorría las calles de París en compañía de sus amigos, Mastronardi recorría las calles de Buenos Aires buscando ese estímulo intelectual que sólo puede dar la noche de una gran ciudad."
A finales del '20, cuando muere su padre, vuelve a Gualeguay. Regresa a Buenos Aires en 1937.
Para Mastronardi la vida en la provincia era la luz, a la oscuridad se la encontraba en la ciudad. Emma Zunz, el personaje de Borges, también supo de la luz: "Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay…", y de la luz también sabe Aron Jajan, el memorioso de Gualeguay. A él llegué buscando la historia de la desaparecida confitería “El Águila”. Jajan, testigo de Mastronardi y de Borges, tiene 89 años, memoria clara, relato seguro y voz agradable. Recuerda: "Carlos Mastronardi vivió sobre calle San Martín, en una casa grande que todavía está en pie. Mi padre tenía almacén enfrente. Fue en los años treinta y pico. En la casa de los Mastronardi trabajaba una mujer, la cocinera, algo muy común en esa época. En esos años había que ir temprano a la cocina y avivar el fuego. Era una mujer mayor. Ella contó en el almacén que tenía una preocupación por el niño Carlos, y yo la escuché. Sucedía que en las mañanas, casi de madrugada, cuando se levantaba para encender el fuego de la cocina, muchas veces lo encontraba al niño Carlos: Que debe estar enfermo, dijo ella, porque a veces está mirando para arriba y escribe en un cuaderno. El niño Carlos debe estar enfermo, esa era la conclusión de la mujer. Yo era chico y escuché. Yo era un gurí y él un muchacho grande, no teníamos nada de qué hablar. Debido a su enfermedad, cuando lo veía en la vereda, lo miraba con atención."
Jajan recuerda un encuentro en Buenos Aires: "Lo encontré una noche. Yo paraba en el “Hotel du Helder” de la calle Rivadavia, detrás del 'Tortoni'. Aguardaba en la puerta haciendo tiempo para cenar, y veo que viene Mastronardi. Yo lo conocía, pero no tenía contacto. Lo saludé: Buenas noches, don Carlos. Él se para y me mira. Entonces le digo quién soy y que vengo de Gualeguay. Le doy el apellido y se ve que recordó algo del vecindario. Le digo: ¿Qué anda haciendo, don Carlos? Y él me contesta: Caminando la noche, y siguió rumbo al Bajo."
Aron Jajan, nacido en Gualeguay, la ciudad de toda su vida, guarda un último recuerdo. Esta vez habla de Borges y Mastronardi: "Cuando se descubrió el busto a Mastronardi en el cementerio, vino Borges. Dio una conferencia y contó muchas cosas de sus caminatas por Corrientes, desde el Bajo hasta la Chacarita. Mientras hablaba decía: ¿Te acordás, Carlos?, y contaba el siguiente recuerdo. Contó muchos. Mientras hablaba miraba hacia el busto. Cuando ya terminaba, dijo: Nunca le pregunté si era casado, si estaba separado o si era soltero."
Aron Jajan dice que pensó: Claro, no tuvieron tiempo.
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Nota tomada del diario “Tiempo Argentino”, 1 de setiembre de 2013. 

Imagen: Los poetas Jorge Luis Borges y Carlos Mastronardi.