29 ene 2015

"El Nacional"


(De Marcos Silber)

¡Ya somos grandes, Rulo! Por algo venimos a esta milonga. Mirá el paisaje: todos veteranos. Y ellas… mejor no hablar. Todas abuelas. Arregladitas, pintadas como indias guerreras. Bueno, es lo que hay. ¡Ya somos grandes, Rulo! Aquí me siento bien; hasta me veo más joven. ¿Me preguntaste qué pasa conmigo? Ya sabés: soy un analfabeto tecnológico, un discapacitado. No concuerdo con esos artefactos. Computadoras, celulares. Llegaron para humillarme. Y no puedo con  ellos. La historia que estoy viviendo lo confirma. Vos sos testigo, Rulo. La viste. Una verdadera reina azteca la mexicanita. Cuando apareció sentí que se corrió el telón del cielo. Y vino a sentarse justo frente a mí. Justo. Acusé como una turbulencia, un tornado que me tomaba y… No sé. Diosa de esa noche, lo eclipsó todo. La luz la eligió para estallarse. La belleza se convocó para ostentarse; espléndida ella. Turista la mexicanita. De Chiapas. Frente a mí.
Nos preguntamos.¿Cómo te llamás? Alejandra. ¿Cómo te llamas? Marcos, soy el comandante Marcos. Y reímos. Su boca, un desafío de rosa ardiente en la estepa de la noche.
Los ojos, bueno, con brillo de misterio; de insoportable atracción. Y me dije -yo-: Amor a primera vista me dije -para mí, me dije- por el sacudón, el estallido. Y me dije: ¡qué vulgar!.. Pero juro que fue así; repentino, estremecedor. Y sentí que algo tan extraño como bello comenzaba a crecerme; mágico, de ensueño. La mexicanita llegaba a mí por mandato de Dios, del que siempre descreí y que se proponía obligarme al arrepentimiento…¡Una aparición, Rulo! Un fantasma de maravilla que me mordía dulcemente el corazón.
Un hechizo que se propuso atormentarme el corazón. No sé. Tenías que ver. Nos tomamos las manos y un océano de fuego me anegó. Me dije: este arrebato, esta colisión es amor. A primera vista, segunda y todas las vistas habidas y por haber. ¡Aluvional, Rulo, aluvional! Ella no adivinó por qué yo sonreí cuando, sin palabra de ser oída me dije: me la llevo, la encadeno y tiro las llaves. La mandó el diablo. Sí, nada puede provocar tamaño descalabro en mis sentidos; nada descargar tanto  vendaval. Te cuento. La invité a bailar; bueno, a lo que puedo, lo mío es un tanto pobrecito, nunca voy a lograr diploma de milonguero. Dios sabe qué le dije al oído. Se sonrojó. Se estremeció, la sentí. Tembló como un recién nacido en la intemperie. Entonces descubrí el poder erótico y seductor de la palabra. Me dije -para mí-: las palabras, algunas palabras pueden derrotar la habilidad tanguera del mejor.¡Así fue, Rulo! Así. Cuando regresamos a la mesa todo había desaparecido, esfumado. Nada más quedó. Nada, tampoco de “El Nacional”. Solo, los dos. En una realidad de un mundo que partió hacia la nada y otro que nacía para contenernos. A nosotros, los dos. Entonces sucedió, como te decía, que la tecnología, ese aparataje miserable de la comunicación aterrizó en la tierra para frustrarme, para recordarme que soy un perdedor. Sonó su celular. ¿Para qué si no para quebrar el encanto? ¿Fue demasiado espejismo? ¿Una enormidad, la ilusión? ¿Mucho para mi humanidad?
Maldita tecnología. Mi ruina. Sonó su celular y la cara suya se salió de la escena. Se mudó hacia la inquietud. Inoportuna, cruel, perversa la llamada. Se levantó como arrancada por una invisible y maligna fuerza. ¡Brutal desgarro. Rulo! Se alejó como rayo, dolida. La condenada llamada, mi enemiga, la raptó. Debo irme, no dejes de llamarme, me decía. Despojado, arrebatado me sentí. El cuadro de los dos, quitado de la luz, mudado por una nada crepuscular. Antes, me había dado su número de celular. No sé dónde está residiendo. La única posibilidad de dar con ella, llamarla.
Y no me da. ¿Por qué? Descubrí, maldito aparato, que son diez los dígitos y  yo apunté nueve. El que me falta tiene la cara del diablo, de la maldad. Aquí me tenés ahora, Rulo, en el lugar, el templo que nos cobijaba a los dos. ¿Qué hacer ahora, huérfano de ella? Sabés, no voy a salir de aquí, donde resucité, y me sentí renacido y pleno. No sé, esos temblores, esos redobles en el pecho, de asombro y dicha, no sé. No me salgo de aquí. Ella espera mi llamada imposible. ¿Sabés? Hubo un poeta, un tal Dylan Thomas, que
-desesperado-  se tomó dieciocho whiskys seguidos hasta que se le ahogó el corazón. Y se murió. Yo no me salgo, Rulo: pedime el primero.
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Imagen: “Tango”, dibujo de Juan Manuel Sánchez.

22 ene 2015

Los taitas rockeros

 (De Hugo Salerno)


 Los taitas rockeros se movían en la esquina

flameaban al viento sus lengues de color
pintaron flores en el buzón
y algunas sembraron
entre adoquín y adoquín.

Los taitas rockeros
adornaron su guitarra con una mariposa
como sacada de la etiqueta de la grapa
y vendieron sus cuchillos
en la plaza San Martín.
Gardel, Spinetta,
Bob Dylan y Villoldo.
Armónica y guitarra,
con bajo y bandoneón.

Los taitas rockeros chamuyan su lunfardo
honda no es gomera
y pucho un faso entero.
El loco es piola
pero el chabón que está de la nuca
va derechito al loquero.

Los nuevos malevos hoy se llaman: «metal»
ya no corre sangre cuando la cortás
y en el pasaje del arrabal
el puesto de la feria
vende fruta artesanal.

Los taitas rockeros
no dejaron de ser guapos
sentí hablar de uno
que mató mil.

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Imagen:  El poeta Hugo Salerno

De cuando José Martí era San Ramón


(De Ángel O. Prignano)

Vestigios de la antigua nomenclatura de las calles de Buenos Aires fueron descubiertos en el barrio de Flores. Se trata de una inscripción que identificaba a la calle San Ramón, denominación anterior de José Martí.
 En la esquina de Juan Bautista Alberdi y José Martí, pleno barrio de Flores, existe un comercio con nombre de mujer. Tiene su entrada por Alberdi y funciona en una vieja casona familiar construida durante la segunda década del siglo pasado. Toda su fachada está pintada de color bordó y conserva en perfecto estado la estructura de viejos balcones sin barandas sostenidos por ménsulas finamente decoradas, como prevención de la futura construcción de una planta alta que nunca llegó a concretarse.
En el muro que da a la calle José Martí se observa una sencilla moldura debajo de la cual corre un delgado tubo de vidrio que, en las noches, arde con una discreta luz de neón. Por encima de esa moldura se lucía hasta hace muy poco una de las tantas placas de chapa enlozada que identifican las arterias de Buenos Aires, esos carteles rectangulares de fondo azul y letras blancas muy comunes en toda la ciudad, en este caso con el nombre de la calle aludida más arriba.
A través de Inés González, una vecina curiosa y preocupada por las cosas del barrio, nos enteramos que allí pasaba algo raro con tal nomenclatura. Su comentario fue que el nombre de esa calle no correspondía al actual. Nuestra curiosidad hizo que nos acercáramos rápidamente al lugar y ver qué pasaba, cargando preventivamente una cámara fotográfica para registrar cualquier hecho anómalo. Pero lo que descubrimos superó ampliamente cualquier anomalía; más aún, al comprobar tal irregularidad agradecimos que se haya producido. Todo porque se trataba, nada más ni nada menos, de un hallazgo arqueológico. ¿Cómo es esto?
No sabemos si por las inclemencias del tiempo, alguna mano atrevida o simplemente la ley de gravedad, la chapa que identificaba la calle José Martí se desprendió dejando a la vista la denominación anterior: Calle San Ramón. En realidad sólo se alcanza a leer LE SAN RAMON, así escrito sobre una placa de argamasa empotrada en la pared. Evidentemente, tal inscripción se conservó protegida por la chapa enlozada, que es de tamaño inferior al de los antiguos carteles de calles de Buenos Aires y no alcanzó a resguardarla en toda su superficie. De ahí que debería encararse su recuperación total para que pueda visualizarse en su dimensión verdadera. Tarea para los restauradores.
Ahora bien. ¿Cuántos años tiene la placa? Según nuestras investigaciones, este sector del barrio formaba parte de una extensa chacra perteneciente a Norberto de Quirno y Echeandía desde 1808. La propiedad luego fue fraccionada en varias quintas, una de las cuales fue adquirida por Vicente Celestino Silveira en 1847. Esta cuadra de San Ramón se abrió en 1905 como continuación de la que ya se encontraba habilitada al tránsito público desde la avenida Rivadavia, donde se inicia. Ello para permitir el remate en lotes para vivienda. Los primeros fueron vendidos en 1907(ver: De la chacra al barrio).
El nombre San Ramón le fue impuesto por la antigua Municipalidad de San José de Flores, antes de que el territorio fuera incorporado a la Capital Federal para su ensanche y configuración actual, trámite que se concretó en 1887. La calle cambió de denominación el 24 de octubre de 1919, fecha en que la autoridad municipal porteña dispuso homenajear a José Martí, poeta y patriota cubano que luchó y dio su vida por la independencia de su país.
De todo ello surge que la vieja inscripción data de entre 1907 y 1919, es decir que muy probablemente supere los cien años. Tal vez se constituya en el único vestigio de la nomenclatura callejera antigua de la ciudad de Buenos Aires, aunque no debe descartarse que debajo de cualquier otra chapa enlozada pueda hallarse un nuevo testimonio.
En todo caso, tal patrimonio material descubierto en Flores debe ser protegido, señalizado y difundido. Debe ser protegido para que no se pierda un jalón importante del pasado del barrio y de la ciudad, señalizado para que se arraigue en la población su significación histórica, y difundido para que se conozca y aprecie su dimensión testimonial entre los docentes, estudiantes, turistas y vecinos en general. El Museo de la Ciudad, la Dirección General de Patrimonio e Instituto Histórico, o directamente el Ministerio de Cultura del Gobierno porteño deben hacerse cargo y poner manos a la obra.

DE LA CHACRA AL BARRIO
Grandes superficies de la zona sur del barrio de Flores formaban parte de un minifundio situado entre las inmediaciones del cementerio hasta la avenida Álvarez Jonte. Le pertenecía a Norberto de Quirno y Echeandía, quien la compró el 13 de mayo de 1808. A partir de entonces fue conocida como Chacra de Quirno.
Este inmigrante vasco-francés introdujo notables mejoras en su propiedad e instaló un importante tambo para dedicarse a la producción lechera. Así, en 1823 inauguró el primer local destinado al expendio de leche al por mayor y al menudeo que funcionó en Buenos Aires. Se ubicaba en Hipólito Yrigoyen, entre Bernardo de Irigoyen y Tacuarí.
Con el tiempo, la chacra de su propiedad fue dividida en varias quintas, una de las cuales fue adquirida en 1847 por Vicente Celestino Silveira en sociedad con otro que enseguida le vendió su parte. La quinta de Silveira –así fue conocida por muchos años– tenía forma poligonal y estaba delimitada por las actuales Juan B. Alberdi, Mariano Acosta, Balbastro, Lafuente, Francisco Bilbao, Varela y el pasaje Italia.
Silveira falleció en 1880 y lo heredaron sus seis hijos, uno de los cuales, de nombre Máximo, se quedó con la fracción en la que se construiría la casa donde se ha hallado la inscripción con el nombre antiguo de la calle José Martí. Más adelante, en 1905, esta tierra fue adquirida por Pedro Dominioni y Antonio M. Borzone, quienes muy pronto abrieron calles, amojonaron once manzanas y parte de otra, y procedieron al remate de lotes de diez varas (8,66 m) de frente por variadas medidas de fondo.
Es así como la zona comenzó a poblarse con vecinos de buen nivel económico que hicieron construir viviendas de excelente calidad, entre ellas la ubicada en la esquina de Juan B. Alberdi y José Martí, que con el paso del tiempo dejó de ser una casa familiar para convertirse en un espacio comercial que milagrosamente conserva huellas de la antigua nomenclatura porteña.
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Imagen: Antiguo nomenclador urbano de la ciudad de Buenos Aires en el barrio de Flores.
Nota y fotografía tomadas del periódico “Desde Boedo”, Nº 150, enero de 2015.

5 ene 2015

"Seguiré contando hasta el fin"


(De Haydée Breslav)

Lubrano Zas fue el último representante del Grupo de Boedo y, según definió el poeta Roberto Díaz, hizo del cuento breve y de Buenos Aires una simbiosis perfecta.
Muchos creían que su segundo apellido era el primero, y que éste era un nombre: no sólo firmaba con ellos libros y artículos “para ser más conciso”, decía, sino también escritos dirigidos a personas cercanas y muy queridas. Pero Fernando Lubrano y Mercedes Zas habían decidido que su segundo hijo varón se llamara Máximo José. Nació en Rosario, Santa Fe, el 20 de mayo de 1913.
Empezó a publicar en semanarios de esa ciudad, pero la circunstancia económica era muy difícil y poco antes de cumplir 30 años Lubrano se trasladó a Buenos Aires en busca de mejores oportunidades. Consiguió empleo en un estudio jurídico donde, como no tenía dinero para comprar una máquina, se quedaba después de hora para escribir sus cuentos. Así plasmó esa situación en “El discurso”: “[…] golpeaba la Underwood ocho horas diarias, maldiciendo a cada rato esa labor improductiva y oscura de amontonar palabras. Sin embargo, a deshora, cuando quedaba solo y aprovechaba la misma máquina para escribir sus cuentos, un mundo alucinante, hecho a la medida de su corazón, surgía de aquella simple mesa de trabajo”.
Estando todavía en Rosario, había empezado a cartearse con Álvaro Yunque y Elías Castelnuovo, y en Buenos Aires se contactó directamente con ellos, quienes a su vez le presentaron a otros escritores, como Leónidas Barletta y Roberto Mariani; así se fue relacionando con el mítico Grupo de Boedo, del que llegó a ser su más calificado defensor, según lo designó Castelnuovo.
En 1954, su cuento Mi casa está lejos obtuvo mención de honor en el concurso organizado por la revista Esto es, y su obra empezó a conocerse en los ámbitos intelectuales. A fines de esa década fundó, junto con otros escritores, el grupo El Matadero. Una de las revistas más importantes de los 60, Hoy en la Cultura, lo tuvo entre sus colaboradores permanentes. También integró el grupo Gente de Buenos Aires, que orientaban el poeta Roberto Santoro y el pintor Pedro Gaeta, y participó en la revista El escarabajo de oro.
Su primer libro personal –antes había aparecido en una compilación– fue Mi casa está lejos: se publicó en 1962 y obtuvo la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores y el Premio del Consejo del Escritor. En este volumen, y en los que dedicó después a la narrativa, se vale de un lenguaje nítido, enriquecido con matices poéticos, para expresar el sentimiento de la miseria de la época y el sueño nostálgico de los humillados. Si bien no intenta redimirlos, su palabra doliente irradia la sabiduría de la comprensión.
En entrevista con Trascartón contó: “Yo empecé a escribir por la soledad, y todos mis libros son autobiográficos. Una de las pruebas es que no escribo en tercera persona: la influencia de las circunstancias era tanta que me obligaba en cierta forma a escribir sobre ‘yo’, y entonces decidí hacerlo en primera persona. La palabra ‘decidí’ está mal expresada, nació casi espontáneamente”.
En Seguiré contando hasta el fin, hermoso título de 1965, se afianzan los peculiares rasgos de su escritura, que utiliza el sufrimiento por desdichas propias y ajenas como sonda para explorar lo más recóndito del alma humana. La fluidez del raconto y el murmullo del monólogo interior producen un clima en el que su mirada compasiva se concentra en los niños y en los pobres.
La gente hace bien en no creerme es de 1973. En algunos de sus mejores cuentos, como “Nocturno”, “Una mujer y un hombre” y ”El desalojo”, abandona la primera persona y a partir de acontecimientos observados o referidos construye elaboradas tramas donde el suceso inicial pierde linealidad y pasa a formar parte de un universo complejo y desgarrador. La tapa y las ilustraciones interiores fueron realizadas por Pedro Gaeta, sobre quien Lubrano escribió un notable ensayo.
En 1984 apareció Moriré en otoño, que contiene los que son, a nuestro juicio, dos de sus mejores cuentos: “El hombre flaco” y “Payaso”. La eliminación de digresiones, el ritmo creado por la acción precipitada de uno y el obsesivo monólogo interior de otro, la intensidad obtenida mostrando a los protagonistas en situaciones de extrema tensión, remiten a los mejores ejemplos del género.
A 1990 pertenece “Tierna desventura del grito”, últimas páginas que muestran a un hombre triste estremecido por la soledad, que indaga en la infancia y sosiega la angustia elaborando la obra liberadora.
Lector infatigable, lo apasionaban los grandes narradores, desde Maupassant hasta Bradbury; en más de una ocasión manifestó su admiración por la prosa incisiva de Sherwood Anderson, Hemingway y Salinger, cuya influencia sobre la cuentística de Lubrano han querido advertir algunos críticos; otros encontraron que guarda cierta relación con la torturada incertidumbre de Kafka. Y seguramente no es casual que sea Dickens el autor del libro que obsesiona al protagonista de La gente hace bien en no creerme.
Sus ensayos, consagrados la mayoría a rescatar la vida y obra de poetas y narradores de Boedo, llenaron varios volúmenes, sin contar los trabajos desperdigados por distintas publicaciones; también escribió poemas que reunió en un libro aparecido en 1985.
Además de las nombradas, recibió distinciones que omitía mencionar porque, como decía, estaba alejado de la vanidad. Su fecunda trayectoria no lo salvó de la falta de reconocimiento ni de la pobreza pero, generoso en medio de ésta, y del mismo modo que su amigo Raúl González Tuñón, alentó y ayudó a todos los que se le acercaban en busca de orientación y apoyo, especialmente a los jóvenes.
Después de la muerte de su compañera, ocurrida en 1993, se volvió más retraído y silencioso. Sin protestar ni quejarse, comenzó a desasirse lenta y suavemente de la vida, si bien nunca abandonó sus libros favoritos, a cuya relectura consagraba largas horas, ni interrumpió la elaboración y corrección de los cuentos que pensaba reunir en el volumen La lluvia, que quedó inédito.
Tampoco desatendió el cuidado de su casa ni su arreglo personal: se lo veía siempre impecablemente vestido. Pero llegó un momento en que dejó de alimentarse bien, y poco a poco se fue debilitando hasta el día en que, hospitalizado, ya no quiso escuchar su amada música de Mahler.
Escribió Roberto Díaz: “Lubrano Zas urdió su vida a la medida de sus sueños. Fue pobre hasta el final de sus días, pero esta pobreza material no le impidió crear un universo rico en matices, en veladas alusiones que plasman el drama de la existencia humana: su enigmática levedad y su contradictoria esencia”.
Falleció en Buenos Aires el 8 de diciembre de 1999.
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Imagen: Lubrano Zas.
Material tomado del periódico “Trascartón”.

4 ene 2015

La sinagoga de la calle Piedras


(De Sara Vaisman)

Hace unos años, comencé un estudio sobre las sinagogas de Buenos Aires. Cada una de ellas, da testimonio de la comunidad que la construyó y representa a un determinado grupo, según la ciudad o región de la que provienen sus miembros.
Hace poco tiempo, tuve la oportunidad de ingresar a la sinagoga de la calle Piedras, cuyo nombre es Bet El, donde concurrían sefardíes de origen marroquí.
A comienzos del siglo XX, la Congregación Israelita Latina, fundadora de esta sinagoga, logró la compra de un terreno en la calle Piedras 1164 donde se levantó el mencionado edificio. En esos años, cuando se realizó la obra, Buenos Aires no estaba tan poblada; la ciudad comenzaba a experimentar profundos cambios, derivados de la nueva composición social y del crecimiento económico que se vivía en ese momento.
Hacia finales del siglo XIX, la producción arquitectónica y la idea de progreso, alentaban a los constructores a abandonar la tradición nacional para incorporarse a los modelos de la cultura de Francia, Italia y Gran Bretaña.
Buenos Aires crecía y se transformaba adquiriendo las características de una metrópoli de población cosmopolita y se extendía creando nuevos centros, además de los consagrados. La imagen de la ciudad, en este período, como capital de una nación en formación, requería de nuevos símbolos que la identificaran con la modernidad, con la mirada puesta en Europa. En el viejo continente, el eclecticismo imperante recobraba imágenes de su historia, que nuestro país también adoptó. Por lo tanto, no nos resultará extraño hallar en los edificios construidos en dicho período, esas influencias, incluso en la tipología sinagogal.
Este edificio de la calle Piedras, interior y exteriormente, es un ejemplo más de la arquitectura porteña de la década del veinte. El proyecto estuvo a cargo de José Tartaglia, arquitecto de origen italiano, no judío, no existen otros datos, la obra habla en cada detalle.
Está emplazada en un terreno convencional entre medianeras, correspondiente a la división parcelaria de Buenos Aires, y la sinagoga ocupa la totalidad de los 8 metros de ancho del lote.
El edificio está conformado por un hall de acceso que antecede a la sinagoga propiamente dicha, donde se encuentra la escalera de acceso a la galería superior y otros anexos. El salón está conformado por una nave única, rectangular. Esta forma define una fuerte dirección longitudinal ya que acceso y Eijal (arca), punto focal principal, se encuentran en los lados menores del mismo.
Una tarima se eleva por encima del nivel del salón dando lugar a la ubicación de la bimá y detrás de ella al Eijal que se encuentra flanqueado por dos columnas doradas. Una galería superior, el espacio destinado para las mujeres, recorre el lado corto del acceso y los dos laterales largos hasta unos metros antes de llegar al espacio del Eijal. Se dispone a modo de balconeo sobre el salón principal y constituye una fluidez espacial que ha de permitir la participación de las mujeres en los servicios.
Desde el techo, compuesto por una bóveda de cañón, pende una enorme lámpara; ubicada en el centro del salón, ilumina la parte principal. Además, hermosas lucarnas permiten una iluminación cenital natural, a la vez que dejan ver las estrellas por la noche. En el muro posterior del edificio, detrás del arca sagrada, se recortan cinco vanos cuyo cerramiento lo componen bellos vitrales.
El arquitecto incorporó en esta obra su saber y el lenguaje de influencia italiana. El antepecho que recorre la galería superior está ornamentada por pequeñas columnas de orden corintio. Esta arquitectura académica de finales del siglo XIX y principios del XX se hace evidente en la fachada, básicamente una conformación simétrica en que un gran arco de medio punto sobre dos pilastras abarca la totalidad de la composición. Las particiones verticales responden a un esquema tripartito enfatizando el área central donde se ubica la entrada. Por debajo del arco se ubican tres ventanales con vitrales, uno central de dimensiones mayores a los dos laterales siguiendo la tripartición mencionada.
Una partición horizontal, materializada por una suerte de friso adornado con pequeñas columnitas de orden corintio con arquitos de medio punto idéntico al detalle del antepecho de la galería alta del interior. Este friso llega hasta las pilastras laterales sin superponerse a ellas donde se destaca la verticalidad que muestran las mismas. Sobre este friso se ubicaban, además, las dos tablas que simbolizan las tablas de la ley, hoy inexistentes.
Debajo de este friso tres puertas macizas de madera siguen la tripartición simétrica proveniente del interior. Para completar, el frente está adornada por arabescos siguiendo la curvatura del arco y las pilastras laterales contienen, cada una de ellas, un pequeño nicho donde se ubican un par de columnitas salomónicas coronadas por un pequeño arco en forma de herradura o morisco.
Todo el edificio se encuentra retirado de la línea municipal. Una escalinata eleva la edificación sobre el nivel de la calle. La línea municipal queda reconstruida a través de una reja.
El edificio constituye una discontinuidad en el espacio urbano. Según el arquitecto Aldo Rossi, en una ciudad se manifiesta ese especial contraste entre lo universal y lo particular, lo individual y lo colectivo. Esta división de la esfera privada y la pública está relacionada con la arquitectura de la ciudad.
Las áreas públicas están constituidas por edificios de carácter colectivo, destinados a actividades de la comunidad que la identifican como tal. Los sitios religiosos, constituyen gran parte de este universo: son sus espacios sagrados.
Dentro del universo de los edificios de carácter colectivo edificados por la comunidad judía son las sinagogas los signos más visibles y representativos. Sus elecciones de lenguajes o estilos arquitectónicos respondieron, más bien, al momento histórico de la construcción de estos edificios y a las preferencias de cosmética de cada grupo según su origen o el de los diseñadores. Su presencia se ha de evidenciar a partir de su morfología, más monumental, algo retirados de la línea municipal, cargados con adornos y símbolos visibles propios del judaísmo. La sinagoga Bet El de la calle Piedras, se erige a manera de quiebre en el espacio profano de una ciudad.
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Imagen: Frente de la sinagoga Bet El. (Foto tomada de la página elsoldesantelmo.com.ar).
Material tomado de la revista sefaraires.com

2 ene 2015

A la vuelta de la esquina



(De Boris Frontera)

Yo soy Prudencio Navarro,
 el cuarteador de Barracas...
 Tengo un pingo que en el barro
 cualquier carro
 tira y saca...,

son palabras que  por ahí andan, como a la espera de que les dejen rehacer un Buenos Aires que ciertamente no existe y que, sin embargo, está a la vuelta de la esquina.
En pos de ellas las cosas vienen, arrastradas “a la cuarta”, por las calles grises de la aglomeración fabril, entre fachadas de mampostería que los años agreden y veredas a las que asoma sus manos el olor de una magnolia. Quedan atrás los desniveles de la vieja Patricios, y por Gualeguay, por Pinzón, por Alvarado, por Perdriel, por Luzuriaga, por Osvaldo Cruz, de pronto se escucha la voz de ese tango esencial e innominado que nos sigue como una sombra, empeñado ahora en glosar esa dimensión de  depósitos, de paredes despintadas y pintarraejadas, de glicinas anacrónicas y recientes.
No es ningún tango en particular y son, a la vez, todos cuantos aluden  o avizoran un barrio con resabios de pueblo y situado tan lejos del Centro como la imaginación quiera. Un vecindario con tardecitas polvorientas a las que llega, inevitablemente, una sugestión campestre:

No te apurés, Carablanca,
que no tengo quien me espere...
Nadie extraña mi retardo,
para mí siempre es temprano
para llegar... No te apurés, Carablanca,
que al llegar me quedo sólo...
Y la noche va cayendo
y en sus sombras los recuerdos
lastiman más.

Ahí tenemos la  soledad, el tiempo cumplido, ese diálogo sin interlocutor en que solemos incurrir los porteños, "Soledad, la de Barracas”, si así se desea, siquiera para valernos de esa borrosa imagen de ingenuidad antigua:

La cosa fue por Barracas,
la llamaban Soledad...
No hubo muchacha más guapa,
Soledad la de Barracas,
que me trajo soledad.

Después, la visión se emancipa de la nostalgia y el que camina sin saberlo hacia un Oeste que siempre se diluye, musita, o tararea, o acaso apenas le tiembla en los labios:

Yo soy del barrio de Tres Esquinas
viejo baluarte del arrabal...
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Imagen: Carro sobre la cornisa de la esquina "Manoblanca" (Foto tomada de notife.blogspot.com) 

Barrio "GRAFA": monoblocks con historia


(De Jorge Luchetti)
           
 Los cambios tecnológicos producidos por efecto de las dos grandes guerras llevaron a transformaciones significativas en la arquitectura del siglo XX; no sólo por la evolución en el diseño y en la morfología del espacio arquitectónico, sino también en el uso masivo de nuevos materiales y la automatización constructiva. Uno de los actores preponderantes de esta historia es el hormigón armado. Si bien su origen data de mediados del siglo XIX -usándose principalmente en puentes, túneles y obras ingenieriles- la masificación y el uso en arquitectura apareció en forma determinante recién al finalizar la Segunda Guerra Mundial. El hormigón armado dio origen a una gran multiplicidad de soluciones, como la construcción en altura en forma más económica, manteniendo las grandes luces y la flexibilidad constructiva a través de los sistemas prefabricados, ya sea in situ o en fábricas.
Sin dudas la falta de viviendas en la Europa de posguerra provocó la necesidad de realizar construcciones en forma rápida y efectiva: así apareció un nuevo tipo de arquitectura, llamada monoblock. Podríamos aseverar que, a partir de esta premisa, la arquitectura contemporánea en sí misma se transformó en una de tipo industrial, la cual llevó a estandarizar los sistemas constructivos. Estos nuevos cambios tecnológicos permitieron una rapidez y efectividad en el armado de los edificios, que se multiplicaron a una velocidad nunca antes lograda. Asimismo, las nuevas formas de vida y la misma falta de hábitat llevaron a un nuevo concepto sobre el espacio en la vivienda. La casa unifamiliar y las nociones de vivienda individual no llegaban a satisfacer al mercado habitacional. Surgen de esta forma los primeros monoblocks, una síntesis del aprovechamiento -en algunos casos excesivo- del espacio.
Pero más allá de que en algunos casos los diseños fracasaron, es innegable que supieron dar respuesta a los problemas de hábitat urgentes. El cambio fue tan radical que no sólo explican el surgimiento de una arquitectura totalmente social, sino también de una transformación en la concepción de la forma de vida del hombre de ciudad. Es interesante además analizar lo sucedido detrás de la Cortina de Hierro, o sea en los países de Europa del Este. Allí se desarrolló un sinnúmero de viviendas comunitarias que tenían una concepción totalmente socialista y buscaban la masificación del hombre, pero a su vez proponían no dejar en la calle infinidad de familias que después de la guerra carecían de viviendas. De esta forma aparecieron las llamadas Jrushchovkas.

ORIGEN COMUNISTA
Las Jrushchovkas o Khrushchovkas son un tipo de vivienda comunitaria realizadas en forma prefabricada y que vinieron a paliar el déficit habitacional después de la Segunda Guerra Mundial, en los territorios de la ya desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). El nombre que adquirió este tipo de viviendas está relacionado con el líder ruso Nikita Jrushchov, que en los años ‘50 era jefe del Partido Comunista en el país -poco tiempo después ocuparía el lugar de Stalin- y es quien propuso la necesidad de un plan habitacional, con un tipo de viviendas provisorias para toda la URSS. El mismo Jrushchov supervisó el trabajo de los arquitectos, condicionándolos con tres premisas fundamentales: costos mínimos, aprovechamiento del espacio y rapidez constructiva, implementando nuevas tecnologías. La supervisión técnica y planificación, que se realizaba en Moscú, estuvo a cargo del arquitecto e ingeniero Vitaly Lagutenko.
Los primeros proyectos fueron pensados para un período de duración de 25 años -la idea era salvar el momento de crisis, luego demoler los edificios y hacer mejores construcciones- pero aún hoy subsisten varios de estos modelos. La economía del espacio fue indispensable. Se llegaron a instalar bañeras de 1,20 metros, donde la persona entraba sentada. Los tabiques interiores se redujeron a ocho centímetros y eran de escasa aislación, en una de las regiones más frías del planeta.
A pesar de las críticas que se le hicieron a estas construcciones, las cuales fueron satirizadas en comedias, el plan de las Jrushchovkas, con falta de comodidades y todos los inconvenientes antes nombrados, han dado solución a más de 50 millones de personas que tenían como destino las frías calles de la URSS. En 2009 se prometieron reemplazar algunas Jrushchovkas, pero lo provisorio siempre se hace eterno y mucha gente deberá seguir esperando por un cambio. Así como Kazán es la ciudad rusa símbolo de las Jrushchovkas, en la ex Alemania del Este la ciudad de Marzahn -durante la Segunda Guerra Mundial funcionó uno de los más grandes campos de trabajo forzado para gitanos- es la ciudad de los llamados monoblocks comunistas, que a pesar de la unificación de Alemania siguen en pie.

COMPLEJO “GRAFA”
Se podría agregar a todo lo antedicho que la era de los monoblocks no fue privativa de los llamados países del este; en América se extendieron de norte a sur, siendo México uno de los países latinos en donde se desarrollaron los primeros grupos importantes. Pero la necesidad también llegó a la Argentina y el bello chalet californiano ya no era respuesta suficiente ante la gran demanda que empezó a surgir durante la segunda etapa del gobierno peronista.
De esta forma se fueron gestando barrios enteros con construcciones del tipo monoblock: el “Curapaligüe” (Simón Bolívar), del año 1952, ubicado a un lado del Parque Chacabuco; el monoblock “General Belgrano”, también de 1952, que se situó en el Bajo Belgrano; el barrio “Balbastro”, de 1948, en Flores Sur, rodeado por una gran arboleda que hace especial al lugar; el barrio “Los Perales”, en Mataderos, realizado en 1948 e inspirado en las construcciones ejecutadas en Estados Unidos. En 1954 se inauguró uno de los últimos barrios peronistas, el “Alvear III”. Allí también se incluye el llamado popularmente barrio “GRAFA”, construido en 1950 por el arquitecto Carlos Coire, el mismo que construyó la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UBA.
Con más de 7.000 personas, en 1926 se inauguró la fábrica textil más grande del país: Grandes Fábricas Argentinas (“GRAFA”), cuya sociedad pertenecía al grupo Bunge & Born, de origen belga, radicado en el país desde fines del siglo XIX. Bunge & Born adquirió la fábrica Textil Sudamericana, bautizada como “Sudamtex”, y a partir de ese momento comenzó la historia de “GRAFA” junto a la necesidad de construir monoblocks, los que fueron habitados mayormente por empleados de la textil.
El barrio fue llamado “17 de Octubre”, pero después de la caída del general Juan Domingo Perón fue rebautizado por el nombre de “General San Martín”. Hoy, en los vaivenes de la política, está en proyecto restituir su nombre de origen, no sólo para reivindicar la fecha símbolo del peronismo sino también por cuestiones de identidad.
Este conjunto edilicio se desarrolló en 11 hectáreas, rodeando una plaza central y un importante centro comercial. Son más de mil departamentos de tres y cuatro ambientes. Una vez cerrada la textil en los años ‘90, la construcción fue demolida y el barrio se desnaturalizó. Se instaló en su lugar un gran hipermercado en reemplazo de la fábrica “GRAFA”, que desde 1930 venía elaborando ropa de trabajo. El cierre de esta empresa terminó por desvirtuar el sentido que en sus orígenes tuvo el barrio, lamentablemente. Como si fuera una paradoja para el peronismo, la causa de este mal fueron los criterios aplicados por el gobierno de Carlos Menem.
Esta arquitectura, símbolo de una época, quedaría claramente abolida según el crítico Charles Jenks, quien declara que el día 15 de julio de 1972 a las 3.32 de la tarde el fallecimiento de este modelo de monoblocks -incluido dentro del movimiento moderno- habría ocurrido en Saint Louis, Missouri. En ese instante el conjunto habitacional Pruitt-Igoe, símbolo de la aplicación de los principios modernistas a la construcción en masa, se fue abajo.
Lo impersonal, como sucede con este tipo de edificaciones, ha llevado a conclusiones burlescas, como la siguiente extraída de un semanario femenino: “Visitando a una amiga, residente de uno de esos nuevos complejos urbanos, vi niñitos solazándose en los espacios verdes. Llevaban sobre su ropa una etiqueta donde constaba su nombre, apellido, número del edificio y departamento donde residían. En esas torres todas idénticas, sin identidad, donde los niños suelen perderse, tales datos son indispensables para devolverlos a sus hogares...”.
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Imagen: Una vista del llamado barrio "GRAFA", en el barrio porteño de Villa Pueyrredón.
Nota tomada del periódico “Mi Barrio”. (Diciembre de 2014).

1 ene 2015

Puchero y "Tropezón"



(De Silvia Long-Ohni)

En 1896, en la esquina de Callao y Bartolomé Mitre, se inauguró “El Tropezón”, restaurante que le tocaría como destino el ser, por mucho tiempo, sitio emblemático de Buenos Aires, a tal punto que podría decirse que ningún porteño de ley podría haberse privado, siquiera por una vez en su vida, de acudir a comer, por supuesto puchero.
Poco tiempo después, en 1901, el restaurante se mudó a Callao y Cangallo (hoy, Teniente Coronel Juan D. Perón), ubicación en la que funcionó hasta 1925, año en que debió volver a cambiar de domicilio a causa de una desgracia imprevisible: el hotel que funcionaba en los altos tuvo un derrumbe y el salón se arruinó.
Pero “El Tropezón” estaba empecinado en sobrevivir y el 10 de febrero de 1926 se reinauguró en Callao 248, que es el lugar en que lo conocimos. Aunque no se trataba de un sitio lujoso, ese ícono porteño tenía lo suyo: una cierta personalidad que lo hacía especial, diferente, pues se caracterizaba no sólo por permitir largas charlas entre los comensales, ya que, por bastante tiempo permanecía abierto durante las 24 horas, sino por la peculiaridad de que, en general, los clientes venían en grupos más o menos amplios. Difícil, aunque no imposible era encontrar allí, sentados, a una pareja o a un par de amigos, pues lo común, casi siempre, era que la reunión, en torno a dos o más mesas reunidas, fuese, por lo menos, de dos, cuatro o más personas.
Porque, como sabemos, la distinguida especialidad de “El Tropezón” era el puchero y resulta una pizca artificioso hacer uno para pocas personas, dada la cantidad de ingredientes que deben aparecer sin falta para que quepa calificar como “flor de puchero” a ese cocido que se ganó un lugar de privilegio en la cocina de los habitantes de nuestra ciudad. Aparte y más allá de la posibilidad de compartir un gran puchero entre varios, más allá de la visita de tantos porteños ignotos, “El Tropezón” supo tener clientes famosos, como Federico García Lorca, en su paso por Buenos Aires, y nuestros tan nuestros Ireneo Leguisamo y Carlitos Gardel que ocupaban, invariablemente, la mesa 48.
Y el puchero, que tanto nos llama, ¿de dónde salió? Puchero se denominan muchos tipos de cocidos preparados, tradicionalmente, en todas las zonas de España, pero el nuestro, el puchero argentino y rioplatense deriva, de manera directa, del puchero andaluz, que consiste en un caldo que se obtiene de la cocción conjunta de carne de ternera, de cerdo, de gallina, panceta, huesos salados y un repertorio de verduras en la que la papa es la protagonista mientras que la zanahoria, la calabaza, el nabo, las acelgas y el apio vienen a hacerle compañía, con el añadido de que equivale aquí a un pecado capital la ausencia de los garbanzos.
Andaluz, según opina la mayoría, en cuanto a determinar su origen, sin perjuicio de que otros estudiosos lo hagan derivar de las islas Canarias o  de Huelva. De cualquier forma, si hay un plato común a todas las cocinas españolas, éste es el puchero, llámese como se llame, olla, pote, cocido,  porque, en realidad, etimológicamente, “puchero” no quiere decir otra cosa que “olla”, sea de barro, de hierro, o de lo que venga.
Mucho lo que se ha escrito sobre los orígenes del puchero, pero mantengamos en esto un rango de seriedad: por lógica, una idea similar debe haber surgido en muchos lugares del mundo y así vemos que muchísimo se le parecen el pot-au-feu francés, el bollito misto italiano, la “olla podrida” –adjetivo que, curiosamente, deriva de “poderida”, que quiere decir “poderosa”, habida cuenta de su enorme valor alimenticio– y  la “adafina”, plato judío similar al puchero y típico de los sábados. Claro está, los judíos no le ponían carne de cerdo, porque la ley mosaica prohíbe su consumo. Pero con los Reyes Católicos, la Inquisición, las conversiones forzosas y las expulsiones den masa, quienes se quedaron en España lo hicieron presumiendo de cristianos viejos, de manera que el cerdo vino a resultar infaltable, como muestra evidente de rechazo a lo judaico.
Desde luego, como es frecuente en este tipo de comidas, también el puchero fue, en su origen, una comida de campesinos, de gente pobre, de lo que hasta hoy deja constancia la tendencia a utilizar los restos: el caldo por un lado y por otros los sobrantes de carne vacuna, panceta, pollo, etcétera, que junto con lo que pudiera quedar de algunas verduras, terminarán sobre la mesa del día siguiente bajo el muy honroso nombre español de “ropa vieja”, o siendo parte del salpicón.
Pero, ¿cómo es que llegó a nosotros y se instaló para quedarse como uno de los platos más típicos del país? Por cierto, hubo en puchero antiguo de las épocas de la Colonia y de la Patria vieja del que poco se sabe, pero el actual, tal como lo conocemos, llegó a la Argentina junto con las corrientes inmigratorias de finales y mediados de siglo XIX. Era la comida básica de las familias españolas que llegaban y se alojaban en el Gran Hotel de Inmigrantes situado en el puerto, para establecerse luego en el interior del país, o bien para compartir con sus compatriotas vivienda en los conventillos de La Boca, Palermo, Villa Crespo o San Telmo.
Heredamos esta comida y la adaptamos a nuestras costumbres e idiosincrasia  hasta transformarla en uno de los platos típicos de nuestra cocina ciudadana. Acá tomaron preponderancia las carnes vacunas con hueso, la falda, el osobuco, el caracú, un poco en desmedro del cerdo y del cordero, aunque siguió presente el cuerito y el chorizo colorado y, en lo que resta, aparte de la infaltable “verdurita”, a la papa y la zanahoria se le sumaron la batata y el puerro, y la calabaza la reemplazó por el zapallo criollo de cáscara verde. Garbanzos y porotos subsistieron, pero el repollo y el choclo ganaron en prestigio dentro de la olla. Y todo ello servido con el caldo o bien, aparte, rociado con aceite, acompañado, a veces, con salsa criolla y, en ocasiones, sazonado con mostaza y siempre, siempre, acompañado con vino.
Y se escindió la cosa en puchero y “puchero de gallina”, del que “El Tropezón” hizo una especialidad clásica, según lo ensalza el tango: Restaurant Tropezón / pucherito de gallina / con viejo vino carlón.
En Buenos Aires, puerta de acceso, el puchero llegó a ganar tanta preeminencia que hasta su mención llegó hasta a sustituir al adagio bíblico de “ganarse el pan” por el de “ganarse el puchero”, o bien “ganarse los garbanzos”, o “parar la olla”, sentencias de porteñísima identidad.
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Ilustración: Rincón del restaurante "El Tropezón" (Foto tomada del fotoblog tribuAltair).

Tramperas, ratones y pajaritos


(De José Muchnik)

 Supongo que antes, mucho antes del fuego ya habíamos inventado las trampas ¡coméos los unos a los otros! no te enojes Jesús, así fue siempre, claro que mejor sería amarse, pero qué podemos hacer si tiraron dados cargados, ¡yo qué sé quién los tiró!, mejor no averiguar. Por supuesto que el fuego fue un gran progreso, permitió churrasquear bestias que antes comíamos crudas. La gente es así, desagradecida, nadie se acuerda cuando saborea chinchulines o chorizos, que está en deuda con genios anónimos que inventaron el fuego. Tampoco Josecito imaginaba que las tramperas para ratones o pajaritos que vendía en la ferretería don Miguel tenían sus orígenes en los confines de la historia, ahí donde comenzamos a “domesticar” la naturaleza. El principio para cazar mamuts no era muy diferente, un hoyo enorme disimulado con palos y ramas, un señuelo y…, esperar que el mamut cayera ¿Se imaginan? Una horda de pequeñitos humanos matar y despedazar un enorme mamut, no cabe duda de que somos animales muy inteligentes ¿o alguien piensa lo contrario?  Trap, trap, trap…, parece que la palabra trampa también viene de muy lejos y tiene sus orígenes en el ruido (1) de los pasos, después de todo hacerle “pisar el palito” a otros animales o a sus semejantes nos preocupó a largo de nuestra evolución, y nos sigue preocupando. ¡No! ¡por favor! no entremos en debates inútiles, en eso andamos desde que estrenamos esta obra, en erigirnos en el centro de la creación, no sé si es un éxito, pero que hay público lo hay, cada vez más, aunque se caigan del mapa; tampoco conocemos libretos alternativos, no, no hablo de política, me refiero a la estructura de la tragedia.
Josecito vendía las tramperas para ratones sin la menor idea de que esos pequeños objetos eran fruto de milenios de sabiduría, tampoco sentía piedad alguna por las bestiecillas guillotinadas. Mire señora, si no tiene queso ponga un poco de pan duro en esta lengüeta, luego la arma así, con cuidado y la deja en algún rincón, ojo apóyela despacito si no…, entonces me daba el gusto, tiraba un clavo o un tornillo en el lugar preciso y… ¡Trap! …¡Ayyy!... no se asuste señora ¿vio? es muy sensible, cuidado con los dedos, aconsejaba con simpatía a los clientes. Después de todo por qué horrorizarse, Boedo no era la jungla pero había que sobrevivir, la feria de Colombres, el mercado de Inclán, el de San Juan…, desparramaban roedores por el barrio, tratar de liquidarlos me parecía normal. Algunos preferían agarrarlos vivos, cuestión de economía decían, estas tramperas se pueden reutilizar, no quedan impregnadas con olor a sangre, son bichos muy piolas, si huelen algo raro se rajan. Los ahogo pibe, qué querés que haga, que los saque a bailar, aclararon mi duda un día de manera “amable”, no entiendo por qué eso me daba más asco que imaginarme las cabecitas aplastadas de un saque, hay cosas difícil de explicar. Las tramperas para ratas, más grandes, de madera o de hierro, funcionaban con el mismo principio, pero a ésas no me dejaban despacharlas…, prohibidas para la manipulación de menores.
Con los pájaros era diferente, les veía cara de asesinos a los que las compraban, tal vez la memoria me traicione pero eran más bien hombres, les mostraba las tramperas, yo qué sé cómo funcionan, eso lo debe saber usted jefe, trataba de terminar la venta lo más rápido posible, no soportaba la idea del pajarito prisionero. Cuando le pregunté para qué querían cazarlos mi viejo respondió, los venden Iósele, con una sonrisa tenue, como disculpando mi inocencia. Van aquí nomás, a Luján, Cañuelas…, o un poco más lejos, a Punta de Indio, Chascomús… Ahí agarran “cabecitas negras”, chorlitos, cardenales, jilgueros…, hay un buen mercado… Así es Alejandra (2) la jaula no se volvía pájaro, la poesía es vida pero la vida no siempre es poesía, así terminaban pobrecitos, música emplumada en jaulas, mínimas Venus hotentotes (3) para distracción de… Y así seguí perdiendo mi inocencia, lo que no me había dicho mi viejo es que las aves no vendibles, entre ellas los gorriones, terminaban en “polenta con pajaritos”; no señores no es ningún invento, es más, en el norte de Italia fue una tradición culinaria hasta los años setenta, luego comenzaron a protegerlos, a los pájaros me refiero, porque la gente… La gente se la rebusca como puede y aunque a los lectores  les parezca mentira, hoy, año 2014, comienzos del tercer milenio, en las costas del Mediterráneo, millones de aves migratorias son masacradas en permanencia (4). Triste destino el de gorriones y golondrinas Edith (5), sus gorjeos silenciados en polenta.
Ratones, pajaritos, gente…, con los años me da la sensación de que estamos dando vueltas en la misma jaula…, pero no vemos los barrotes… ¡Cómo se sofisticaron las trampas!
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Notas:                                                   
(1) Trampa: “el origen es onomatopéyico,  de la voz ¡Trap! o ¡Tramp! que imita el ruido de un cuerpo pesado en marcha”. J. Corominas, J. A. Pascual. Diccionario crítico etimológico, ed. Gredos, 2001.
(2) Del poema de Alejandra Pizarnik “El despertar”: […] Señor  / La jaula se ha vuelto pájaro  / y ha devorado mis esperanzas  / Señor / La jaula se ha vuelto pájaro  / Qué haré con el miedo.
(3)  Venus hottentote: En referencia a la historia de Saartjie Baartman nacida a fines del siglo XVIII en África del Sur, vendida en 1810, al británico William Dunlop, quien la llevó a Europa para exponerla en su circo como una rareza. Prohibido el espectáculo en Londres, fue trasladada a París donde se constituyó en una curiosidad científica y sus restos embalsamados expuestos en el “Musée de l’Homme” hasta el año 1974 fueron recién devueltos a África del Sur en el año 2002 donde fueron inhumados. (http://www.wanafrika.org/2013/02/historia-de-sarah-bartman-la-venus.html ).
(4) Cada año, de una punta a otra del Mediterráneo, cientos de millones de aves, desde las paseriformes hasta las grandes planeadoras, se matan para comerlas, para enriquecerse, por deporte o por distracción. La matanza es totalmente indiscriminada, con un gran impacto en poblaciones de aves que ya están suficientemente machacadas por la destrucción o la fragmentación de sus hábitats (fuente: Last song for migrating birds de Jonathan Franzen, http://www.seo.org/2013/06/18)
(5) En referencia a la cantante Edith Piaff apodada “el gorrión de París”.

Ilustración: Trampera para cazar ratones.
Nota tomada del periódico “Desde Boedo”, mayo de 2014.

Saga con viajeros



(De Martín Felipe Sosa)

Noticia: murió Fabiola, reina viuda de Bélgica, personaje difundido hasta el hartazgo por las revistas con motivo de su boda, hace de esto taitantos años, y de la que no tuve otros datos desde entonces. No recuerdo muy bien cómo era su historia, pero sí que se trataba de una española no perteneciente a una dinastía real. Aprovechando la momentánea notoriedad  de esa señora apareció por Buenos Aires un  hermano suyo que, entre nosotros,  medró bastante tiempo en función de ese parentesco. Se llamaba Jaime de Mora y Aragón, sujeto payasesco que intervenía en espectáculos y en fraguados incidentes que tenían por ámbito lugares de jarana. Comúnmente se le decía “Fabiolo”, solía vestir frac blanco, usaba monóculo, y un buen día trepó de pantaloncitos al ring del “Luna Park” para enfrentar a Martín Karadajián.
Vale la pena  –o  no, quién sabe – hacer memoria de ese ser absurdo y ridículo por haber sido el último y degradado representante de una especie aquí extinguida a partir de él. Me refiero a la de los viajeros, esos capitostes ya previamente famosos que venían a instalarse por unos meses entre nosotros, a lucirse, a pontificar, a ser seguidos, admirados y padecidos. Fabiolo fue el postrero; después todo cayó bajo el imperio de la televisión y no hubo ya que ocuparse de quien pasa por la calle, sino de quien lo hace por la pantalla, que, por supuesto, puede estar muy distante, digamos, océano de por medio.
Tal cambio, provocado por la innovación tecnológica, alteró, a su vez, un estado de cosas impuesto por otra anterior del mismo carácter. Porque en origen no se viajaba sino por guerras o por comercio, por aventura, por desventura o por vocación. Los viajeros eran guerreros, mercaderes, descubridores, exploradores, misioneros, científicos, o bien fugitivos o desarraigados, hambrientos o esclavos. Pero se inventó la navegación a vapor y junto con ella el telégrafo y las cosas se modificaron radicalmente. Los primeros que se largaron a viajar sin motivo definido y sin tomar más recaudo que el de pagar el pasaje, fueron periodistas, o cosa parecida. A Buenos Aires quienes primero vinieron en esa condición fueron dos italianos: Edmundo D’Amicis y Paolo Mantegazza, anticipos, sin saberlo, del francés Albert Londres, el que vino de incógnito siguiendo el hilo de la “Zwi Migdal”.
Pero ya la posta había pasado al gremio entonces próspero de los conferencistas, tan floreciente que hasta surgió un rubro de empresarios encargados de organizarles giras, merced a los cuales el traslado, la oratoria y la permanencia tenían compensación fenicia. Fue así como, en 1908, a favor de la gran proliferación de socialistas, se lo trajo a Enrico Ferri, socialista de campanillas y criminólogo y sociólogo de relieve mundial, con quien comienza, en modo estricto, la etapa de la historia porteña en que se instaura una relación estrecha y acuciante entre nosotros y los viajeros. Anunciado Ferri, los socialistas, encantados, concurrieron en multitud, previa adquisición de entradas, al teatro “Odeón”, encabezados por su plana mayor. Arranca la perorata y al minuto, no más, ya el disertante lanza su sentencia descalificadora: “En un país excéntrico como éste, inmerso en una economía primaria –dijo–, el socialismo es imposible”. Continúa, en medio del estupor de la concurrencia, y no tiene empacho en definir al “socialismo colonial” como mero esnobismo, como desvelo provinciano empeñado “en copiar o parodiar lo que ocurre en las metrópolis”, en tanto por las caras sudorosas de Juan B. Justo, Nicolás Repetto y Enrique del Valle Iberlucea pasaban, intermitentes, los cuatro colores.
El italiano era tajante, no se arredraba y no había forma de interrumpirlo. La exposición terminó sin aplausos y con la mitad de las butacas vacías; Ferri saluda y se retira del escenario. Apechugando rabia, Justo sube a él e improvisa un muy decoroso y, en verdad, juicioso alegato en contra de lo escuchado, pero la espina les quedó clavada hondo a los hombres del “viejo y glorioso” y tal fue el motivo por el cual, para el Centenario, hicieran venir a otro socialista eminente a restañar la herida causada por el detractor: apelaron a Jean Jaurès y, en efecto, el autor de la Historia sincera de la Revolución Francesa se mostró mucho más comedido hacia sus correligionarios “indianos”, si bien no dejó de escandalizar y, a veces, poner ruboroso al ascético grupo, debido a sus gustos de bon vivant y su debilidad por las faldas.  
Los viajeros empezaron  discutiendo la naturaleza del socialismo local y terminaron convirtiéndose en solemnes definidores de lo argentino y de lo americano, a los que no pocos escuchaban como oráculos, referencia que no apunta a negar los indudables méritos y aciertos de varios de ellos, sino a expresar asombro porque se haya dado tanta importancia –hasta en términos multitudinarios– a personas que estaban de paso y que, en ocasiones, ni siquiera hablaban nuestro idioma. No era éste el caso de José Ortega y Gasset y, en rigor, fue al único que se lo rebatió con agrura, seguramente injustificada, por aquello de El hombre a la defensiva y “argentinos, a las cosas”, que tanto molestó.
Aunque peor lo pasó Waldo Frank, optimista visionario que postulaba una suerte de redención espiritual americana, y que acabó trompeado y pateado malamente por una patota nacionalista. Su contraparte pesimista, el pintoresco y papelonero conde de Keyserling –quien, además era un filósofo notable y que tangueramente subsiste en eso de “No te hagás el Keiserlín”– hablaba de lo telúrico, de lo intuitivo, del horror y del “silencio genesíaco”, del “légamo en que se asienta lo humano en el Nuevo Mundo”, y es seguro que el aporte de ambos ha inspirado e inspira a buena parte de lo que ha venido escribiéndose sobre nuestra realidad social.
Lo que se cuenta de la estadía del conde en Buenos Aires se pierde en el abismo de lo desopilante: sagaz conocedor de países exóticos, eximio orientalista, literato reconocible hoy en libros que son joyas, como La vida íntima, tenía, empero, sus fallas, compañeras de una enorme corpulencia y de una verborragia abrumadora, alternada con interpretaciones de canto y otras pianísticas. Y comía pantagruélicamente y bebía en proporción, con lo que solía finalizar ebrio cuanto agasajo que se le hacía: el gran Alfonso Reyes ocupaba el cargo de embajador de México y le ofreció una recepción. Si el alemán era un coloso, el mexicano era chiquito, esmirriado y pelado. En un momento, poseído por el alcohol y tambaleante, el gigante, para no caerse, apoyó su mano en la cabeza del aterrado anfitrión y utilizó a la persona de éste como bastón por unos cuantos minutos, hasta que pudo conseguirse acercarlo a un sillón y tirarlo a que durmiese la mona. En un ágape con periodistas organizado por Victoria Ocampo, y presuntamente despechado por haber ésta rechazado avances de su parte, la agredió en un crescendo insólito culminado con el sabrosísimo dicterio de “india con flechas”, obvio y cruel resumen del tradicional desprecio con que suele mirarnos la élite europea.
Hay, todavía, un puñado más de transeúntes por nuestra ciudad que merece ser recordado. Por ejemplo, Georges Clemenceau y James Bryce, quienes posteriormente escribieron acotaciones llenas de inteligencia y comprensión sobre Buenos Aires; Albert Einstein, quien vino a explicar “en sencillo” su teoría, y que de regreso en Alemania se despachó con que –según creía– en nuestra ciudad sólo dos personas lo habían comprendido: “Una –puntualizó–, un general Dellepiane (Luis), que entiende de cálculos balísticos; y la otra, un señor Lugones, escritor”, modesto espaldarazo que bastó para animar al poeta a incursionar en la física deductiva, como lo hizo en su curiosa obra El tamaño del universo, y, sobre todo, Rabindranath Tagore, el  más raro de todos, tipo extraño de viajero mudo: no pronunció conferencias, no recitó ni en bengalí ni en inglés y ni aun, siquiera, hizo declaraciones a la prensa. Lo suyo era sólo estar de pie, estático dentro de su túnica y tras de su barba, con la palma de la mano derecha recogida en dirección a la muchedumbre como para bendecirla, sea en la barandilla del barco, en la esquina de una avenida o en las barrancas de Punta Chica. Y la gente –impresionantes aglomeraciones–  lo miraba embobada con aire de “he aquí que este profeta nos conducirá ahora hasta las riberas del Ganges”. Un hombre enjuto, de sombrero rancho (al que llamaban “De Bernardi”) se ponía, al parecer espontáneamente, ante los arrobados y les dirigía exhortaciones, invocaciones, frases breves. Cada tanto volvía el brazo hacia el ilustre santón  lírico y exclamaba a voz en cuello: “¡Vedlo al peregrino!”.
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Imagen: Jaime de Mora y Aragón, más conocido por el sobrenombre de “Fabiolo”.

Pasaje "General Paz"




(De Enrique Espina Rawson)  

El nombre es tan curioso como el edificio. ¿Por qué “General Paz”? La avenida General Paz no existía en 1925, año en que se inaugura esta obra, y ninguna calle ni plaza cercana lleva el nombre del prócer. Deberíamos considerarlo, entonces, como un homenaje particular del propietario y ejecutor de este edificio de renta, arquitecto (es mencionado también como ingeniero) Pedro A. Vinent.
Tiene dos entradas, y aclaramos esto que parecería obvio, porque existen otros pasajes que poseen una sola. Este, entonces, puede ser considerado un pasaje con todas las de la ley, con una entrada por Zapata 552 y otra por Ciudad de la Paz 561. Está en pleno barrio de Colegiales, a un paso, como quien dice, de las avenidas Federico Lacroze, y Cabildo, y también de la estación de tren. Quien se acerque a los portones de rejas de este singular edificio, vislumbrará imágenes simultáneas de Venecia, de patio sevillano, y, fundamentalmente, una festiva visión del fundacional y mitológico conventillo porteño. Hay que imponerse un orden, que no se logra instantáneamente, y observar con atención por partes, ya que es todo desacostumbrado.
Digamos que la edificación, que recorre toda la cuadra, se halla ubicada a los lados del terreno, enmarcando un gran patio central. De allí surgen las escaleras, con barandas de reja, que llevan a los tres niveles superiores. Es decir que todas las puertas y ventanas de los cincuenta y siete departamentos que componen este complejo, dan al patio en la planta baja, o a los pasillos-balcones que recorren toda la extensión de los pisos superiores.
Estos pasillos enfrentados se comunican por graciosos puentes, evocativos de las típicas estampas venecianas, por supuesto que sin las góndolas, mientras que el largo patio posee todas las características de los patios andaluces, muy de moda en los años 20, sin que falten los típicos bancos de mayólicas, ni cantidad de macetas con plantas y flores.
La construcción, por consiguiente, no tiene un estilo definido, ya que adopta elementos de distintos orígenes. No tiene importancia. Seguramente el objetivo del arquitecto Vinent fue lograr un conjunto habitacional diferente, en donde sus habitantes pudieran socializar en un ambiente alegre y despreocupado, cosa que el gran espacio común abierto facilita en principio, y seguramente después obliga. ¿Cómo mantenerse distante con vecinos a los que se ve continuamente? ¿Pueden, acaso, eludirse comentarios sobre el tiempo o la salud de las plantas? 
Todo este clima que se adivina por simple peso del paisaje, contribuye a que este edificio tenga mucho de escenario, algo por el estilo de La pérgola de las flores, que bien podría representarse en el Pasaje General Paz” de Colegiales como se representaba en Caminito, de la Boca, donde los actores aparecían por las ventanas de los conventillos circundantes. Atención, que no es nuestra aviesa intención rebajar esta magnífica propiedad a una impronta conventillera, ya que, en todo caso este maravilloso patio escenográfico correspondería a una especie de conventillo celestial, al que todos quisieran mudarse inmediatamente.
Es destacable, por añadidura, el excelente mantenimiento de todo el conjunto, colorido y risueño, desde los magníficos portones hasta el singular nomenclátor que informa sin reticencias a los visitantes, quienes ocupan los distintos departamentos.
Sólo debemos lamentar -aún cuando por razones obvias aceptamos que así sea- el no poder ingresar por este pasaje. Lógicamente, es de uso privado.
El arquitecto Pedro A. Vinent fue una figura destacada en su profesión. Integró el estudio Vinent, Maupas y Jáuregui, que ejecutó en las primeras décadas del siglo pasado numerosos proyectos públicos y privados. Fue, por caso, uno de los principales proyectistas y realizadores de gran número de residencias que aún subsisten en el Barrio Inglés, de Caballito.
Pero este colorido y vital Pasaje General Paz” gana el concurso. No por sus méritos arquitectónicos y estéticos, que sin duda los tiene, sino por su alegría. Raúl González Tuñón dice en un verso algo así como  “Y la Vuelta de Rocha, con su siempre domingo”… Y eso es lo que nos transmite este edificio a cielo abierto, un aire de siempre domingo, en el que sólo falta que se tienda la mesa en el patio, comience la música y bajen todos los vecinos a comer.
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Imagen: Interior del pasaje General Paz (Foto de Iuri Izrastzoff)
La nota y la ilustración fueron tomadas de la página Fervor x Buenos Aires.