20 abr 2015

La Revolución de Abril de 1815




(De Miguel Ruffo)

 El 16 de abril de 1815, renunciaba Carlos María de Alvear al cargo de Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. El hecho constituyó la instancia central de la revolución federal que tuvo curso durante esos días.
La Revolución de Abril de 1815 fue una revolución federal que quedó cautiva del centralismo porteño. Una instancia central de este proceso político fue la renuncia de Carlos María de Alvear al cargo de Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata el 16 de abril de 1815. Si bien quiso conservar el mando militar, la falta de suficiente apoyo en el ejército lo obligó también a dejar el mando de este, poco después. La caída de Alvear se inició cuando el ejército comandado por Ignacio Álvarez Thomas, enviado por aquel a la provincia de Santa Fe para combatir a las fuerzas artiguistas, se sublevó en Fontezuelas. Mediante un comunicado dirigido al Director y al Cabildo de Buenos Aires, Álvarez Thomas hizo saber que si Alvear no renunciaba al mando se uniría a las fuerzas que respondían a José Gervasio Artigas y avanzarían sobre Buenos Aires para liberarla de la tiranía que, en sus palabras, ejercía el Director.
La revolución de 1815 provocó no solo la caída de Alvear sino también la disolución de la Asamblea que se había instalado en 1813. Los sucesos de Fontezuelas encontraron apoyo en Buenos Aires, donde el Cabildo actuó como depositario de un mando que debía resolver la designación de un nuevo gobierno. Por momentos se especuló con la formación de un Tercer Triunvirato, que estaría integrado por Nicolás Rodríguez Peña, José de San Martín y Matías Irigoyen, pero este proyecto rápidamente fue dejado de lado, ante la necesidad de preservar un poder ejecutivo unipersonal.
Esta revolución es un acontecimiento que se ubica dentro del más amplio enfrentamiento entre los directorales y centralistas porteños y las fuerzas federales que respondían al caudillo oriental. Pero la crisis involucró no solo a las provincias litorales, sino también a la gobernación intendencia de Cuyo, que se hallaba en manos del general San Martín, quien lideraba al sector de la Logia Lautaro que abiertamente se había propuesto transformar el vacilante proceso político abierto en 1810 en una revolución independentista y continental.
Por el contrario, Alvear, al frente del sector conciliador de la Logia, quería llegar a un acuerdo con las restauradas monarquías de Europa e incluso convertir al Río de la Plata en un Protectorado británico. Alvear pretendió resolver esta dicotomía apartando a San Martín de su cargo de gobernador intendente de Cuyo, pero el Cabildo de Mendoza, ciudad capital de aquella gobernación, se opuso a esta medida y ratificó a San Martín en su puesto de gobernador. Así tenemos al Litoral y a Cuyo enfrentando a Buenos Aires.
El 20 de abril de 1815, tras la destitución de Alvear, se nombró como nuevo Director Supremo al general José Rondeau, pero, dado que este se encontraba ausente, al mando del Ejército del Norte­, en su reemplazo se designó interinamente a Ignacio Álvarez Thomas. Todo este proceso político dio nuevos aires a la idea de convocar un Congreso Constituyente que declarase la independencia y sancionase una Constitución. Será el futuro Congreso que se reunirá en la ciudad de Tucumán en 1816. Pero no nos adelantemos. Producida la renuncia de Alvear, el Cabildo de Buenos Aires convocó al pueblo para elegir un grupo de electores con facultades para nombrar un gobierno provisional hasta la reunión de un Congreso General de las Provincias. Ese gobierno estaba representado por los nuevos directores: Rondeau, Álvarez Thomas, Balcarce. Simultáneamente, el Cabildo nombró una Junta de Observación para fiscalizar al Director y sancionar un Estatuto. Es así como el poder “nacional”, vale decir el Directorio, quedó cautivo del poder local, el Cabildo de Buenos Aires y la Junta de Observación. Esta es la razón por la cual una revolución federal –porque en su desenvolvimiento tuvieron un rol relevante las provincias del litoral, ante todo Santa Fe, y porque en su rechazo a Alvear se extendió hacia Cuyo– quedó cautiva del poder local de Buenos Aires con su Cabildo y la Junta de Observación. El Estatuto de 1815 consagraba el principio de la división de poderes: el Poder Ejecutivo estaría representado por el Director, el Poder Legislativo por la Junta de Observación y el Poder Judicial por los Tribunales.
Apartándonos de lo empírico concreto y tratando de formular algunas reflexiones teóricas sobre esta revolución, podemos señalar algunas cuestiones. En primer término, el proceso revolucionario abierto en 1810 implicó una retroversión de la soberanía a los pueblos; observemos la semántica de la “s”: la soberanía no retrovierte al pueblo sino a los pueblos; pero, en segundo lugar, todas las luchas desplegadas a partir de la Primera Junta revelan que la burguesía comercial porteña aspiró a una centralización del poder, que lesionaba los intereses de los pueblos del ex virreinato; en tercer lugar, y en respuesta a la política centralista y vacilante respecto de los objetivos políticos del proceso revolucionario, se desarrolló la protesta autonómica y federalista de la Banda Oriental y de los pueblos del Litoral. Es así como la vacancia del poder inaugurada con la crisis de 1808-1810 tendrá que recorrer un largo camino hasta encontrar una forma de asentar la soberanía en el pueblo, entendiendo aquí pueblo como ciudadanía. Es que el problema soberano implicaba la transición de una organización política donde la cabeza del Estado era el rey, en el que se subsumían los derechos de gobierno, a otra organización donde aparece un nuevo sujeto como depositario de aquellos derechos: el pueblo. Pero como no se trata exclusivamente de las ideas filosóficas y jurídicas de la Revolución Francesa, sino de la teoría pactista de la monarquía española, el reacomodamiento de las relaciones sociales implicaba la transición de la condición de vecino a la de ciudadano. Por otra parte, uno de los problemas capitales de este ordenamiento residía en la concentración del poder gubernamental –transitar de las formas colectivas del Ejecutivo dadas por la Primera Junta hasta la forma unipersonal del Directorio creado por la Asamblea del Año XIII– y en la limitación de ese poder mediante la división del mismo en las distintas funciones que hacen al ejercicio de la capacidad de mando.
La revolución de 1815 se inserta dentro de aquel devenir; vemos en ella que la burguesía comercial de Buenos Aires es cuestionada en el ejercicio del poder por los pueblos del Litoral y Cuyo, pero al mismo tiempo vemos la debilidad de los pueblos del interior, que no pudieron doblegar las maniobras del Cabildo de Buenos Aires para erigirse una vez más en la institución que dirimía la dirección en que se resolvían los conflictos. Esta revolución se inserta en el devenir de la transición, en la medida en que los poderes emanados de la Asamblea del Año XIII trastabillan (la propia Asamblea queda disuelta por la revolución) y cambia la persona que ejerce el cargo de Director.
Con esta revolución encontramos el origen del partido federal porteño: serán los federales de Buenos Aires, que veremos actuar en la crisis de 1820, en el Congreso de 1826 y en el efímero gobierno de Manuel Dorrego, y finalmente en la época de Juan Manuel de Rosas, en la lucha que dividirá al federalismo de Buenos Aires en federales doctrinarios, que querían organizar la nación bajo un sistema federativo, pero con la hegemonía de Buenos Aires, y en federales apostólicos, que se transformarán en confederales para preservar la autonomía y dirección de la provincia hegemónica.
En la revolución de 1815 quedan al descubierto las diferencias entre los federales porteños y los del litoral. Nuevamente nos encontramos con la semántica de la “s”, solo que esta vez está referida a los federalismos.
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Imágen: José María de Alvear  e Ignacio Álvarez Thomas.

Nota tomada del periódico “Tras Cartón”

13 abr 2015

Lola, mora en el viento


(De Abel Langer)

El amor, la pasión y la muerte en los tiempos de la Conquista del Desierto (*).
                                                                                                               
                                                                                                                 (A los indios desaparecidos)

La estatua, porque para mí es eso, una estatua, la que todos conocen como la Fuente de las Nereidas de Lola, mora allá en la Costanera, lugar definitivo, por ahora, de ella, la única, la niña mimada de la aristocracia argentina, de sus hombres y mujeres que a regañadientes toleraban sus transgresiones, y que no le permitieron ser mi amante, y que sea mi amada, y que la mandara a estudiar a Europa, mientras yo, aquí, conquistando el Desierto... para otros, guerreando con indios... para otros, organizando el ejército... para otros, robando tierras... para el blanco. Sí, yo, Roca, primero Presidente, luego ministro de Guerra de mi cuñado ladrón, el que nos quebró a todos y yo, penando por ella que volvió y la hizo para mí, y siguió sola, esperándome, desgastándome Roca, tallándome Roca, esculpiéndome Roca por todo el norte argentino, y ahora ya no está, ya murió y se llevan sus cenizas a Tucumán, el cofre se cae y se abre  y se la lleva el viento y todo se va al carajo. Y yo, Roca, tras ella, volando, libres, por primera vez sin importarnos qué dirán la oligarquía, los terratenientes, y los militares hijos de puta, que para ellos desorejé indios, degollé mujeres, despené ancianos, mutilé niños y los dos...solos, Lola Mora y yo, Roca y la Fuente de las Nereidas y sus estatuas, escondidas en Tucumán, maltratadas en Jujuy, pero ya no importa porque Mora libre y yo, Roca esculpido soy ella que ama y vuela como siempre quiso, como siempre pudo...
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(*) Durante la dictadura militar se intentó trasladar las cenizas de Lola Mora a Tucumán, su provincia, pero durante la ceremonia militar en el aeropuerto metropolitano, la urna con las cenizas la tiró el viento y éstas (las cenizas, se entiende…) se desparramaron y se las llevó (el viento, se entiende…). Los milicos, tozudos, allá fueron con la urna vacía a la ceremonia militar que encabezó Bussi: no pudieron con Lola Mora ni siquiera después de muerta: se les escapó de entre los dedos: primer caso de fuga registrado durante la dictadura y aceptado por estos hijos de puta.

Imagen: La escultora Lola Mora.

10 abr 2015

Aporteñarse...


(De Diana Bronzi)

 Me enseñaron que tenía que ser responsable. De palabra me enseñaron y aprendí de palabra. De ejemplo me enseñaron y aprendí de palabra. Pero lo fui, sí lo era y demasiado.
 Virginiana como pocas, detallista enfermiza. Enmarcada en cuadros inamovibles confeccionados por mi clásica histeria femenina agravada por el vínculo zodiacal. Estructuras aprehensibles que aprehendí no sé por quién. Y malvada. Una ética estudiantil egoísta, moral maniquea y tan temprana, de temperamento terrenal e hiperactivo.
Y lo mío era el arte. Lo supe desde chica. Lo mío eran las tablas. Esas tablas bohemias por las que quería recorrer un mundo que iba más allá de las fronteras sureñas en las que había crecido. Había conocido Paris, había conocido el color y el romance de una melodía universal en el saxofón de la esquina.
Me enseñaron que el estudio era imperativo. Me enseñaron de palabra y aprendí literal. Lo viví literal y lo vivo.
Ahora soy el resultado de los restos de aquella bohemia, la desaparición del esquema y la nula cercanía del arte.  
Muchos dirán que esto no es cierto.
No son quienes me enseñaron culpables absolutos de esta parcial metamorfosis. Quizá la terapia. Tanto hurgar y desconfigurarme, perdí de vista los nodos centrales de una rutina productiva. Quizá migrar a esta ciudad tan ciudad, a esta cárcel sin viento, a este gris sin estepa, a este almacenamiento de vidas enlatadas, a esta crisis permanente en la que vivo desde que descubrí que el estrés existe y que se vuelve crónico en algunos, en mí por ejemplo. Este lugar repleto de no lugares. De espacios públicos de los que los públicos huyen en cuanto pueden.
Aprendí a esquivar a las personas en las veredas pequeñas e inmensas, a evitar la gota de aire acondicionado que amenaza siempre a precipitarse sobre el bolso de cuero de producción en serie, a no mirar a los ojos a las personas cuando se desata la guerra por quién se queda con ese asiento del colectivo, y a pasear con apuro, a correr bajo la lluvia coleccionando paraguas de puestos ambulantes, a percibir en los rostros ajenos la desidia frente al día que acaba de comenzar.
Y la tonada que creía neutra desapareció con el correr de los meses, de los años. Me calcé los tacos, me busqué elegante, me volví invisible. En la urbe, en hora pico, degustando mi décima dosis diaria de dióxido de carbono, soy sencillamente una más. Ahora soy pesimista, excepto cuando me enfurece el pesimismo de los otros y comienzo a sonreír a quienes no están preparados para ese choque enérgico.
Aporteñarse es volverse una parte ínfima de un todo sin mesura, insultar al vecino cuando desentonan sus ronquidos en la escena nocturna de un edificio hastiado. Aporteñarse – que se entienda, ser porteño es otra cosa - es apurarse, es irritarse, es depender de una agenda y de un subte sin demoras para justificar un sueldo. Aporteñarse es adueñarse de neologismos locales y repetirlos de modo automático por menos sentido que tenga su sinsentido y atribuirles entonces un sentido específico, temporal, contemporáneo, con fecha de caducidad.  Y caminar en los cruces de las anchas avenidas contemplando el neón de los teatros comerciales… y dejarse embeber por los designios luminosos de la noche porteña. Sentir un tango, una milonga. La nostalgia en la piel pintada de brillos oleosos y disueltos. La humedad que dibuja el contorno de las estaciones. El otoño sepia esculpiendo en un árbol la voracidad del tiempo, dejándolo desnudo, volviéndolo fértil.
Y aprender a ignorar la mirada cautiva de los insolentes.           
¿Cuándo me transformé en esto?
 Cuando me enamoré del primer esbozo de luz que ornamentaba la postal vivida de un sueño errante, la noche porteña, con ese misterio y esos rincones suyos. Me sentí insignificante. No era yo ya el centro del mundo, hermosa ficción provinciana e ingenua. No era yo ahora más que testigo. Un párrafo quieto del último verso de un tango inaudito.          
Única.
Lejana.
Nostálgica.
 Pequeña.
Aporteñada –aporteñada, insisto – en estas grietas de Buenos Aires.
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Imagen: Obelisco en la Plaza de la República.

Tomado de la página web Buenos Aires Sos.

9 abr 2015

La quinta y el mirador de Lange: Asilo, hospital, inquilinato y casa de hidroterapia



(De Miguel Eugenio Germino)

Sobre dos manzanas, entre las calles Hipólito Yrigoyen, Liniers, Moreno y Maza, se ubicaba la antigua quinta de Lange.
El casco conservó su fisonomía a través del tiempo, en el sector comprendido entre Liniers y el pasaje Lange, (desde 1916 llamado Lucero), preservando el viejo mirador y parte de su estructura de quinta hasta 1984, cuando fueron demolidos definitivamente para dar lugar a dos edificios en torre.
Fue uno de los pocos y últimos espacios de memoria y resguardo del patrimonio existente que se perdería de aquellas quintas del antiguo Buenos Aires que proliferaron por casi cuatro siglos como un abanico verde que se abría hacia las afueras del ejido urbano.
La quinta se erigió como escenario de una parte importante de la historia porteña, de su gente y de sus instituciones. Para 1873 se transformó en asilo, en hospital de niños en 1875, en la Biblioteca “Bartolomé Mitre” en 1900, en conventillo hacia 1916.
Además se descubrió que había funcionado en el lugar uno de los primeros centros de hidroterapia de la ciudad; durante su demolición, se encontraron vestigios de esa actividad.
Y más aun, en 1960 sirvió de inspiración de la novela Sobre héroes y tumbas, la gran obra de Sábato.
Esta quinta fue confundida muchas veces con la de Santiago de Liniers que alquiló otra quinta contigua a ésta, entre Moreno y Venezuela, donde estableció una planta de pastillas de carne.

“EL ASILO DE LA POBREZA Y EL TRABAJO”
El asilo fue producto de una gestión que realizó el entonces gobernador de Buenos Aires Emilio Castro ante el dueño de la quinta, Roberto Lange. En el libro La caridad en Buenos Aires, Alberto Meyer Arana escribió, refiriéndose a la institución:“El 13 de septiembre de 1870, la Sociedad de Beneficencia nombró una comisión presidida por la señora Andrea Almagro de Sacriste (hermana de Julián Almagro), y compuesta por las señoras Isabel Armstrong de Elortondo, Dolores Lavalle de Lavalle, Jacinta Castro, Mercedes del Sar de Terry y Eulogia Lezica de Acuña, para atender la necesidad de elevar la moral de la clase pobre y desheredada por medio del trabajo y desarrollo del sentimiento religioso, creando un asilo de corrección de mujeres jóvenes y adultas, que al reconocerse culpables se precipitan al vicio…”
Este grupo de señoras de “ilustre apellido” serían las encargadas de encauzar a las ovejitas descarriadas a raíz de la pobreza, toda una concepción discriminatoria y denigrante, propia de aquellos tiempos.
Las primeras asiladas ingresaron el 7 de febrero de 1873; pero el funcionamiento en aquella casona fue efímero, ya que al poco tiempo el asilo fue trasladado a otro edificio de la Convalecencia.

EL HOSPITAL DE NIÑOS “SAN LUIS GONZAGA”
El hospital fue bautizado con el nombre del sacerdote italiano Luis Gonzaga (1568-1591), fallecido a los 23 años y canonizado en 1726, consagrado también patrono de la Juventud Católica. Tanto al mencionado asilo, como a este primer hospital de pediatría de Buenos Aires, les tocará funcionar en un lugar de precarias instalaciones y, condiciones y edilicias.
Ya desde la época de Rivadavia la Sociedad de Damas de Beneficencia era el organismo llamado a regentear la medicina, si bien se alzaban voces reclamando que la salud fuera potestad del Estado y no un asunto de caridad a través del cual las clases acomodadas obraban para con las clases más humildes. También en este caso fue Dolores Lavalle de Lavalle quien ubicó en esta quinta de la calle Victoria 1179 ―después Hipólito Yrigoyen 3420― el modesto hospital. Funcionaba en dos galpones de madera hacia los fondos, con 20 camas cada uno. Al momento de la inauguración el 29 de abril de 1875, las 40 camas ya se hallaban ocupadas, lo que era lógico teniendo en cuenta el gran déficit de atención sanitaria que imperaba en Buenos Aires.
Como director interino nombraron al Dr. Rafael Herrera Vegas, luego lo reemplazó el Dr. Ricardo Gutiérrez, quien fuera un notable pediatra. Los secundaron los doctores Ignacio Pirovano, Adalberto Ramaugé y el entonces practicante José María Ramos Mejía.
El hospital apenas funcionó en este lugar poco más de un año, ya que en 1876 fue trasladado a la calle Arenales 1462. Dispuso allí de un edificio algo más amplio, confortable y de mejor acceso. En 1896 se inauguró la sede actual del Hospital de Niños, en Gallo 1330, que llevaría el nombre de Ricardo Gutiérrez, quien había dirigido la institución desde casi su fundación hasta su fallecimiento en 1896.

ERNESTO SÁBATO Y LA QUINTA
Esta misma quinta fue el sitio inspirador de la novela de Ernesto Sábato Sobre héroes y tumbas; allí climatizó parte de la obra, aunque en ningún momento identifica al lugar. ¿Qué habrá visto el genial escritor en la vieja casa? Tal vez fue su predisposición por la naturaleza, las plantas, los animales, los pájaros, y el clima misterioso del vetusto caserón lo que impulsó su elección.
La descripción que realizó el maestro fue notable; se detuvo en todos los detalles del lugar. La novela consigue sin duda alguna instalar al lector en este rincón de Almagro. Comienza con el portón de hierro trabajado, sobre la calle Hipólito Yrigoyen, transita luego el frondoso jardín por un camino de baldosas que conduce a un portal central neoclásico, sostenido por columnas de hierro fundido, típico de finales del siglo XIX, con el adorno de una balaustrada.
“Se sentía un intenso perfume de jazmín del país. La verja era muy vieja y estaba abierta a medias, cubierta por una glicina. La puerta herrumbrada, se movía dificultosamente, con chirridos. En medio de la oscuridad brillaban los charcos de la reciente lluvia. Se veía una habitación iluminada, pero el silencio correspondía más bien a una casa sin habitantes.
Bordearon un jardín abandonado, cubierto de yuyos, por una veredita que había al costado de una galería lateral, sostenida por columnas de hierro. La casa era viejísima, sus ventanas daban a la galería y aún conservaba sus rejas coloniales; las grandes baldosas eran seguramente de aquel tiempo, pues se sentían hundidas, gastadas y rotas.”
“Atravesaron un estrecho pasillo entre árboles muy viejos (Martín sentía ahora un intenso perfume a magnolia) y siguieron por un sendero de ladrillo que terminaba en una escalera de caracol.”
“Bueno, de la quinta no queda nada. Antes era una manzana. Después empezaron a vender. Ahí están esa fábrica y esos galpones, todo eso pertenecía a la quinta de aquí, de este otro lado hay conventillos. Toda la parte de atrás de la casa también se vendió. Y esto que queda está hipotecado y en cualquier momento lo rematan… Alejandra intenta abrir una dificultosa cerradura, dijo ‘esto es el antiguo mirador.
–¿Mirador?
–Sí, por aquí no había más que quintas a comienzos del siglo pasado…’”

LA QUINTA Y LA HIDROTERAPIA
Como si fuera poca la historia de esta quinta, en un estudio realizado por un grupo de restauradores bajo la conducción del arquitecto Daniel Schávelzon en los subsuelos de un Buenos Aires destruido y oculto, se ubicaría tras la demolición del sitio descripto una infinidad de objetos que documentan la privacidad de quienes lo habitaron.
En el sector que corresponde a Hipólito Yrigoyen 3402 fue descubierta una pileta de hidroterapia semidestruida, con paredes de azulejos franceses. La piscina perteneció al establecimiento que habían instalado en el lugar los médicos Felipe y José Solá, hacia 1876, llamado “Establecimiento Hidroterápico de Buenos Aires”. Los folletos de publicidad lo ubicaban en la calle “Victoria 1466 del barrio Once de Septiembre”, precisamente la actual Hipólito Yrigoyen 3402, entonces terrenos de la quinta de Lange.
Se trataba de las primeras experiencias de procedimientos de salud mediante el uso del agua, tanto fría como caliente. En 1877, el Dr. Juan Lacroze instalaría un establecimiento similar en Piedad 1374 (actualmente Bartolomé Mitre 3088, hoy sitio del accidentado local Cromagñón), aunque con elementos mucho más modernos, importados de Europa.
La clínica contaba con baños de asiento, en todas sus variantes. Disponía también de duchas movibles, con lluvia fina, común y de columna, formadas por círculos superpuestos y caños perforados que liberaban agua a diferentes alturas del cuerpo. Aplicaba además una técnica que consistía en arrojar un chorro de agua dirigido desde tres metros y medio de distancia sobre el cuerpo del paciente; una modalidad que hoy solo es usada por la policía para disolver manifestaciones, y que en algún momento fue un recurso hogareño para aplacar ataques de nervios.
El establecimiento poseía un gran depósito de agua, colocado a diez metros de altura, con filtros y dispositivos para mantenerla entre 8 y 14 grados de temperatura.

BIBLIOTECA, INQUILINATO Y TORRES
No existe, en cambio, mayor información sobre la Biblioteca" Bartolomé Mitre" que habría funcionado allí en el año 1900; sí del conventillo y del inquilinato que se instaló en 1916 hasta la mencionada demolición, para construir las dos actuales grandes torres.
Si se transita por la calle Liniers, a la altura del antiguo mirador (a 20 metros de la esquina), se encontrará con un pedazo de pared y rejas de aproximadamente 18 metros cuadrados: son los restos del primitivo paredón de la quinta. Es lo único que se ha salvado ―hasta ahora― de la rica vida allí encerrada.
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 Fuentes:
-http://www.guti.gov.r/histor.htm
-Llanes, Ricardo M., El Barrio de Almagro, Cuadernos de Buenos Aires, 1968.
-Meyer Arana, Alberto, La caridad en Buenos Aires, Sopena, 1911.
-Periódico “Primera Página”, nº 72, marzo de 2000.
-Rezzónico, Carlos A., Antiguas Quintas de Buenos Aires, Interjuntas, 1996.
-Schávelson, Daniel, Buenos Aires arqueológica, Ediciones Turísticas, 2002.
Agradezco la colaboración de Guillermo José Ibarra.

Imagen: Mirador de la quinta de Lange en las calles Liniers y Victoria -actualmentey Virrey Liniers e Hipólito Yrigoyen-en el año 1936. 

Niebla del Riachuelo


(De Felipe Pigna)

La niebla desconcierta, inhibe y es un tema de conversación que sobrevive a su disipación. Los que padecen particularmente los fenómenos climáticos, los millones de trabajadores que truene, llueva o granice deben salir en busca de los pésimos medios de transporte que los llevarán hacia sus empleos, dejan de prestarle tanta atención a estas cosas, no es que se acostumbren, sólo tratan de no sumarle una angustia más a las que deben sobrellevar como pueden todos los días. Aquella mañana de invierno otra vez la niebla se había adueñado de Buenos Aires y aquel vagón sucio ya venía atestado desde su salida en Temperley y se siguió llenando desafiando todas las leyes de la física y violando todas las leyes que “protegen” a los usuarios de los medios de transporte público. El tema entre muchos de los sufridos pasajeros era el inminente debut de la selección nacional en el próximo campeonato mundial de Uruguay y los crecientes rumores de un golpe de Estado que terminaría con el gobierno del “peludo” Yrigoyen. Aquel desvencijado interno 75 de la línea 105 de Compañía de Tranvías Eléctricos del Sur había salido a las 5 de la mañana de aquel 12 de julio de 1930. Era el popularmente llamado “tranvía obrero”, allí iban hombres, mujeres y también muchos niños que oficiaban de aprendices haciendo las peores tareas en talleres y frigoríficos. Por aquel Riachuelo que ya por entonces era el desagüe de todos los desperdicios de la industria que lo rodeaban y que le daban su clásico aspecto denso y negro, venía cansinamente la chata petrolera “Itaca II” que con sus sirenas le avisaba al encargado del puente levadizo, el español Manuel José Rodríguez de 68 años, que vaya levantándolo para darle paso. El hombre hizo lo de siempre, encendió las luces de peligro para evitar que algún tranvía intentara cruzar en ese momento y puso en marcha el mecanismo para que el puente comenzara a elevarse. Al frente del tranvía venía su motorman, un italiano de 31 años llamado Juan Vescio.
Habían pasado unos pocos minutos de las seis cuando el tranvía cruzó la última curva, aquella que les avisaba a los pasajeros que viajaban de memoria que estaban a punto de cruzar el puente sobre el Riachuelo. El encargado del puente que estaba por cobrar una efímera notoriedad recordará: “En ese momento me pareció escuchar el ruido de un tranvía y sentí un sudor frío. Me asomé por la ventana de mi garita y vi, entre la niebla, las luces de las ventanillas de un vehículo que acababa de entrar al puente. Medio desesperado, empecé a gritar para que el motorman me escuchara, pero fue inútil. Era el tranvía 105, que venía muy ligero. El conductor no podía escucharme; creo que tampoco tenía tiempo ya de frenar. Pasó debajo mío como una tromba y lo vi caer al vacío en forma espectacular, hasta que se hundió completamente en el río; en ese momento se apagaron los chirridos de las ruedas y se sintió claramente el ruido del impacto con el agua. Después todo fue silencio. Un silencio aterrador. Bajé de la garita y me encontré con otras personas que también habían presenciado la escena y empezamos a planear el auxilio, a pensar cómo diablos podríamos sacar a esa gente de allí dentro”.
De los 60 pasajeros sólo sobrevivieron cuatro: Remigio Benadasi, José Hohe, Buenaventura Arlia, y Gabina Carrera.
Remigio Benadasi había subido al tranvía en Lanús. Era un mecánico italiano que viajaba hacia su empleo en la Compañía General Frabril y le contaba a no de los cuatro cronistas apostados por el diario “Crítica” en el lugar de los hechos: “Yo viajaba sentado en uno de los asientos delanteros del lado de la ventanilla. Todas estaban cerradas por el frío y el pasillo estaba repleto de pasajeros. Cuando el tranvía dio vuelta para llegar al puente, vi las luces rojas de peligro y me extrañó que no se detuviera. De repente sentí una sensación parecida a la de los ascensores que bajan rápido y me encontré en el agua. Todavía no me explico cómo salí del tranvía. Debe haberse roto el vidrio de mi ventanilla, porque tengo una herida en la frente y otra en la mano izquierda. La cuestión es que sin saber nadar, estuve chapoteando un rato hasta que me sacaron”.
Las tareas de rescate de los escasos sobrevivientes y de los 56 cadáveres estuvieron a cargo del personal policial y de buzos del Ministerio de Obras Públicas, curiosamente dos griegos, Anastaxis Fotis y Antonio Splaguñías quien relató que “Cuando abría la puerta interna estaba cerrada y me costó abrirla, pero cuando lo hice se vinieron encima varios cadáveres amontonados. Me di cuenta de que estos últimos habían tratado de romper los vidrios para escapar, pero seguramente en la confusión no tuvieron tiempo y se ahogaron enseguida.
El país se paralizó y comenzó la búsqueda de culpables. El autor del principito, Antoine de Saint-Exupéry escribió dolido en su diario: “He escuchado una terrible noticia. Yo, que tantas veces crucé la Patagonia con vientos cruzados, me imagino el terror que habrán sentido los obreros que han caído al Riachuelo en el vagón del tranvía en que viajaban. En medio de la bruma, el conductor no advirtió que el puente había sido abierto para dejar paso a un barco. El diario "Critica" afirma que el culpable es el gobierno, por no mantener suficientes controles”.
Muchos apuntaron al joven motorman Vescio acusándolo de impericia, pero el juez de la causa el Juez Miguel L. Jantus determinó que se trató de una falla mecánica debida a que el comando que accionaba el freno encontraba defectuoso debido al desgaste producido por el uso. El fallo confirmaba que Vescio era una víctima más del sistema, que dejaba cuatro hijos y a su viuda embarazada. La responsabilidad era compartida: absoluta negligencia de la empresa propietaria que no tenía entre sus hábitos el control mecánico de sus unidades destinadas a simples obreros, y ausencia absoluta de control por parte de un Estado ausente.
Las riberas del Riachuelo se llenaron de curiosos y cronistas de todos los medios. A todos los conmovió profundamente la noticia que entre los muertos había un obrerito, un niño trabajador. Entre los que se dolían había uno de los hombres de Crítica que buscaba responsables más allá de los visible, de lo evidente, qué se preguntaba por qué tenía que estar allí ese niño, porqué este pibe, como tantos otros, tenía que salir a trabajar a las cinco de la mañana. En nombre de muchos, aquel entrañable Raúl González Tuñón escribió en la quinta edición de Crítica de aquel 13 de julio de 1930: “Uno de los cadáveres extraídos era el de un chiquilín como de 14 años de edad. Obrerito joven, la muerte lo sorprendió tiritando de frío en un rincón del tranvía. Nadie lo reconoció en el momento de ser sacado de las aguas. ¡Quién sabe si ese chiquilín no tiene más familia que una abuelita vieja, a la que debe mantener con sus pobres jornales! Cuando levantaron ese cuerpecito liviano, llamó la atención lo abultado de uno de los bolsillos de su saco. Ese bulto resultó ser un sándwich. Un pan francés abierto en dos, llevando adentro una milanesa, seguramente sobre de la comida del día anterior. Esa sándwich era el único almuerzo de la infeliz criatura. Cuando se lo sacaron del bolsillo, ese sándwich, último sándwich de quién sabe cuántas jornadas de hambre, tuvo el prestigio de arrancar más de una lágrima”.
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Imagen: Recuperando de las aguas el tranvía caído al Riachuelo.

6 abr 2015

Hito del paisajismo porteño



(De Miguel Ruffo)

Inaugurado el 24 de noviembre de 1914, el Rosedal de Palermo se nos presenta como una múltiple combinación de rosas y verdes, de azulejos, puentes y glorietas y de espíritu poético.
El Parque 3 de Febrero es el espacio verde más importante de la ciudad de Buenos Aires y el Rosedal forma parte de su verdor. Sobre sus orígenes, Sonia Berjman y Rosana Di Bello recuerdan: “Se construyó entre el 5 de mayo y el 22 de noviembre de 1914, es decir en escasos seis meses y medio para una obra complicada y difícil: era el estilo y el tesón de aquellos paisajistas que legaron el verde y el color de la mayoría de los paseos porteños”.
La superficie del Rosedal es de 3,4 hectáreas y allí se plantaron 14.650 rosales de 1189 variedades. Todas ellas estaban catalogadas y distribuidas según sus colores, “desde el blanco de la nieve al rojo sangre”, señalan Bergman y Di Bello. Nos encontramos pues frente a una sinfonía de colores, frente a una decoración moderna, frente al esplendor de las rosas.
La inauguración del Rosedal fue un importante evento en la historia del paisajismo de Buenos Aires. Los periódicos de la época no dejaron de cubrir en extensas e ilustradas notas el momento fundacional del Jardín de las Rosas. Así, La Nación del 22 de noviembre de 1914, en un artículo titulado “Embellecimiento del Parque 3 de Febrero-El Jardín de las Rosas”, decía: “Entre ellas figuran las variedades más preciadas, pues se ha querido hacer, no sólo un jardín que ofreciese atractivos al paseante, sino un lugar que presentase a los amateurs un amplio campo de estudio. A este efecto, una de las secciones de la rosería ha sido dedicada a las variedades conseguidas por los floricultores desde 1912. Y otra sección permitirá la realización de exposiciones en las cuales los aficionados al cultivo de las rosas podrán exhibir sus ejemplares”. Por su parte, La Prensa manifestaba: “(...) el Parque de Palermo añade un cuadro de floricultura realmente valioso a los que adornan el extenso Paseo del Norte, a la vez que decora el vistoso paisaje con la nota policroma de su profusa variedad de rosas dispuestas en artística combinación de colores entre las que figuran todas las gradaciones del matiz, desde la encendida púrpura de la llamada rosa de fuego hasta el blanco impoluto de las camelias. La Dirección de Paseos ha necesitado mucho tiempo y prolijos cuidados para reunir y conservar los centenares de gajos adquiridos en diversos países de Europa y América, aunque muchas de las especies son oriundas de otros continentes”. Todo ello nos revela la universalidad del Rosedal.
Con la creación de este espacio, la ciudad de Buenos Aires cubría una ausencia en su paisajismo y se ponía junto a aquellas ciudades que en Europa ya contaban con jardines de rosas.
El evento inaugural estuvo a cargo de la Sociedad de las Damas de Caridad, quienes organizaron una kermés en la que las rifas se alternaban con proyecciones de cine y funciones de títeres. Como colorida nota al margen, podemos agregar que, el día en que el Rosedal se abre al público, se dan de la mano el cine, una forma artística propia del siglo XX que había nacido como un espectáculo de ferias, y los títeres, que nos proyectan a las ferias de la medievalidad europea. Modernidad y tradición se intervinculaban para dar nacimiento al Jardín de las Rosas.
Poco después se dotaría al Rosedal de un patio andaluz. Sobre esto, expresaba La Prensa del 14 de mayo de 1920: “La Dirección de Paseos de acuerdo con el plan de modificación y mejoramiento de plazas y jardines del municipio ha resuelto recomenzar las obras de instalación de un Patio Andaluz en Palermo, cuyos trabajos habían sido suspendidos a raíz de la cesión al Gobierno Nacional de los terrenos en [los] que debía construirse la citada obra de ornamentación floral. La instalación de dicho patio se hará ahora en los terrenos que posee la comuna próximos al Rosedal”. De esta manera, junto al Jardín de las Rosas y al espíritu del paisajismo francés, se relacionaba una ornamentación de raigambre andaluza, es decir, proveniente de la tradición y cultura española; el hispanismo ya se tornaba presente en el paisaje de Buenos Aires que en la Belle Époque había pretendido ser la París de la América del Sur.
Finalmente, no podemos dejar de citar el Jardín de los Poetas, que forma parte del paseo del Rosedal y está constituido por bustos de los principales poetas de la literatura universal. Para citar sólo dos, mencionaremos al genial Dante y a su Divina Comedia, tal vez el más grande poema de todos los tiempos, que nos proyecta a la Italia de la Baja Edad Media; y el otro poeta es el español Antonio Machado, recordado por sus versos musicalizados por el cantante popular Joan Manuel Serrat: “Caminante, son tus huellas / el camino y nada más; / caminante, no hay camino, / se hace camino al andar. / Al andar se hace camino / y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar. / Caminante, no hay camino / sino estelas en la mar [...]”.
Si no hay camino, como afirma Machado, entonces cabe preguntarnos si una visita al Rosedal no nos permitirá realizar una inmersión en el mundo de la cultura y de las más sublimes tradiciones y, reflexionando entre sus rosas, azulejos y bustos (sin olvidar el lago), encontrar el camino que buscamos a lo largo de nuestras vidas.
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Fuente: Rosedal de Palermo.
Berjman, S. y Di Bello, R., El Rosedal de Buenos Aires. Buenos Aires, Fundación YPF, 2010.
Imagen: (Foto tomda de palermotour.com.ar)
Nota tomada del periódico “Tras Cartón”.

El peaje también tiene historia



(De Silvia Mónica Rossi)

¿Sabías que el peaje por el cual, en la actualidad, debemos pagar para poder transitar por rutas y autopistas existe desde la época de la colonia? Hagamos un poco de historia. 
 Los caminos eran pequeñas huellas, que se borraban cada vez que llovía. Ante esta situación, los viajeros debían seguirlos guiados por baqueanos que conocían de memoria los mismos, debiendo sufrir ataques de indios o animales, inviernos y veranos intensos y sin reparos acondicionados a estas circunstancias; entre otras adversidades. 
 A partir de 1771 se establece la primera posta para que los viajeros pudieran descansar y proveerse de algún elemento y, principalmente, poder cambiar los animales. Este lugar estaba a cargo del maestro de posta, quien firmaba contrato por lapsos de dos a quince años y, finalizado el mismo, dejaba el cargo a sus hijos.
 En 1791 aparece el llamado “reglamento de postas”, en el cual se da cuenta del estado de los caminos, la geografía de los lugares y las características de cada uno de ellos. A los viajeros se les cobraba una tarifa por legua recorrida a caballo, siendo un importe mayor si se trataba de un terreno montañoso o desértico. Los carruajes también debían pagar un real por caballo y por legua recorrida y se controlaba que no fueran excedidos de peso. Durante los primeros tiempos los caballos eran propiedad de los maestros de posta, pero cuando el país se fue organizando la caballada pasó a ser propiedad del Estado. En el año 1817 se comenzó a marcar a los mismos con una “P”, a fin de que no pagarán peaje al cruzar puentes o caminos. 
 El primer peaje del cual se tiene registro en nuestro país se cobró en el paso del Puente Viejo por el Camino Real. El mismo se encuentra en San Antonio de Areco, tendido sobre en Río Areco, paso obligado al Alto Perú en aquella época. Se sabe que fue construido en el año 1857 y que, por si alguno intentaba cruzarlo de noche sin pagar, era cerrado con gruesas cadenas.
 Durante la época colonial el arreglo y mantenimiento de caminos fue objeto de atención. Trabajos como quitar piedras sueltas, troncos que impedían el tránsito y el llenado de hoyos y pantanos se realizaban en algunos lugares, con los ingresos que producían estos peajes. El “derecho del pisaje” era la solución al problema, donde los recursos locales no fueran suficientes.
 En 1860 se construyó otro puente sobre el Arroyo del Tala, el cual fue inspeccionado por las autoridades del lugar para establecer el importe que debía cobrarse en concepto de peaje. Se sabe que los cobros eran irregulares y que el importe recaudado no se destinaba al fin propuesto, que era la conservación del mismo. A modo de ejemplo cuentan que Fernando Bustillo (en Veracruz) manejó, durante doce años, este impuesto sin haber presentado nunca las cuentas de lo recaudado, debiéndolo hacer su viuda sin poder responder por los siete mil pesos faltantes.
Por lo visto, no hay nada nuevo bajo el sol.
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Imagen: Tropilla guiada por un baqueano.
Nota e ilustración tomadas de “El Sol de San Telmo”.  

"Palais de Glace"



(De Enrique Espina Rawson)

Si retrocediéramos 100 años y entráramos al recién inaugurado “Palais de Glace”, quedaríamos asombrados al ver parejas de jóvenes, niños y niñas, evolucionando sobre una pista de hielo circular al compás de valses vieneses, mientras un público heterogéneo contempla los giros y piruetas de los patinadores desde los palcos circundantes.
La plazoleta en que aún hoy se yergue el palacete de estilo francés, fue dada en concesión por la entonces Municipalidad de Buenos Aires en 1910 a una firma comercial, que introdujo la gran novedad del patinaje sobre hielo, desconocido en nuestro país, tomando como modelo el famoso “Palais des Glaces”, de París.
Las instalaciones mecánicas que producían el hielo que cubría la pista de 21 m de diámetro, se encontraban en el sótano, y en la planta baja y primer piso se hallaban los palcos para el público, que eran atendidos por los servicios de una confitería también ubicada en la planta baja.
Se alquilaban patines y se daban clases a cargo de expertos profesores, en tanto que la música era provista por un órgano de fuertes voces que llenaba el recinto, iluminado por la gran lucerna central, y faroles convenientemente ubicados.
Como tantas modas, esta también fue efímera, y el “Palais de Glace”, pasó a ser de glace solo en el nombre, pues al poco tiempo comenzó a funcionar como salón de baile, para la muchachada jaranera que concurría a divertirse.
Y fue en 1912, cuando el barón Antonio de Marchi organizó en esa sala un gran baile de tango, al que invitó a lo más granado de la sociedad porteña. De Marchi era yerno del general Roca, (casado con María Roca) y se lo consideraba un personaje un tanto extravagante, aún para la época.
Conocido bon-vivant, impulsor de los deportes, fue fundador de la Sociedad Sportiva Argentina que funcionaba en donde actualmente está en el Campo de Polo, de la Sociedad Hípica Argentina, siendo patrocinador de las primeras exposiciones de caballos criollos, y del Cercle de L´Epee, que fomentaba la esgrima entre sus asociados.
Pero volvamos a esa gran recepción, que amenizó la orquesta de Genaro Espósito (el “tano” Genaro para los amigos) y donde lució sus cortes y quebradas un gran músico y bailarín: Enrique Saborido. En realidad, no hizo otra cosa que consagrar lo que ya había sido consagrado en el Viejo Mundo, donde el tango era furor y conquistaba los salones de la aristocracia europea.
Y el “Palais de Glace” siguió asociado al tango, ya que funcionaron allí, en la década del 20, dos boites, como empezaba a denominarse a ciertos lugares nocturnos: el “Vogue´s Club” y “Cyros”. En ellas actuaron famosos conjuntos de tango, especialmente el célebre sexteto de Julio de Caro. Otro episodio tiene también incidencia en la música tanguera.
Al salir del Palais la noche del 11 de diciembre de 1915, en que festejaba su cumpleaños, Carlos Gardel es baleado a quemarropa en un incidente con una patota de “niños bien”. La bala quedó a muy corta distancia del corazón, y nunca le fue extraída.
A partir de 1931, en que finalizó la concesión, la Municipalidad cede el edificio al Ministerio de Educación, que encarga la remodelación del mismo al arquitecto Alejandro Bustillo, para adecuarlo como sede de la Dirección Nacional de Bellas Artes.
Todos los años se realizaba allí el Salón Nacional, hasta 1954, en que fue destinado a funcionar como estudio anexo del entonces Canal 7. Desde 1960 se restituyeron sus salas a las funciones originales, y en la actualidad están dedicadas a exposiciones artísticas de toda índole.
Pero el tango quedó ligado a su historia, y los muros de los que hoy cuelgan cuadros que esperan consagración, seguramente albergan  apagados ecos de los sonidos de otrora. Tal vez, al cerrarse las puertas del viejo “Palais de Glace”, en el silencio de la noche, algún trasnochador de recalada escuche, al pasar por sus veredas, casi como en un susurro las estrofas del tango de Cadícamo: “Palais de Glace, del 920/ No existes más con tu cordial ambiente/ Allí bailé mis tangos de estudiante…"
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Imagen: Postal del “Palais de Glace” circa 1910. (Fotografia tomada de es.wikipedia.org)
Nota tomada de la página web FervorxBuenosAires.com

3 abr 2015

1982



(De Luis Alposta)

Era  un  curda  de  whisky  y  blancos  vinos;
de  pilchas  verdes  y  hombros  amarillos;
un  curdela  infernal  de  escasos  brillos
que  se  jugó  en  un  vaso  otros  destinos.

La  procesión  traía  mano  fuerte
y  él  fue  un  eslabón  más  de  afano  y  muerte,
hasta  que  al  fin  ladró  la  suerte  perra.

Porque  un  día,  si  acaso  fuese  poco,
desde  un  balcón  y  con  un  pedo  loco
como  a  Mambrú  nos  despachó  a  la  guerra.
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Imagen: Memorial de los soldados caídos en la guerra de Malvinas, en plaza San Martín, Retiro.

1 abr 2015

La carta y el "e-mail"



(De Rubén Derlis

¿Es lo mismo recibir una carta que un  e-mail –envío que de aquí en adelante llamaré correo electrónico*– para algunas personas? Los mínimos sondeos que realicé no dan para estadísticas ni para establecer parámetros, sólo me alcanzan para tener una idea de cómo proceden algunos consultados ante ambas formas de envío epistolar, si se me permite seguir llamándolo de esta manera.
Entre los que pasaron los sesenta largos de trajinar la vida, prefieren el ritual de abrir el sobre, si bien admitieron que cada vez reciben menos correspondencia (salvo las facturas de gas, electricidad y otros servicios, claro) y que el abrecartas ya es pieza de museo.
Entre aquellos cuyas edades van de los treinta a los cincuenta años, el correo electrónico resulta ser su única manera de comunicación a distancia con familiares y amigos; si bien conocieron la carta tradicional, se olvidaron de ella a medida que las personas a quienes les escribían accedían a una casilla de correo electrónico. Hay quien recuerda haber escrito alguna vez una carta, pero hace mucho.
Para los que recién comienzan a comunicarse mediante la palabra escrita, hasta la franja de los veintipicos de años, hablar de carta, estampilla, buzón, los mueve a una sonrisa casi condescendiente; sin embargo no por eso dejan de mostrar cierto asombro, similar al que alguna vez tuvimos algunos de  nosotros cuando pibes, si alguien muy mayor decía haber escuchado música por la radio a galena, piedra detectora de ondas radiales que no llegamos a conocer.
Creo que la gran diferencia entre la carta de ayer y el correo electrónico de hoy reside en su forma de escritura: la primera se elaboraba muchas veces casi literariamente y en su contenido se trataba de agotar el tema tratado; por el contrario, el correo electrónico, generalmente, apela a la concisión, a la brevedad (que no quiere decir síntesis) porque quien hace uso de él sabe que si algo olvidó decir, no tiene más que abrir la computadora y remitir el faltante o la nueva ocurrencia. Cliquea y sale el mensaje que llegará en segundos, sin estampilla ni matasello.
Pertenezco a la generación que cruzaba cartas enviadas por correo entre novios con un  futuro a corto plazo de hogar-dulce-hogar (intención de edificar la felicidad a perpetuidad; cosa hoy desaparecida), o de amantes clandestinos de realidad difícil y mañana azaroso. De todos modos, cuando en cualquiera de los casos el romance se terminaba, había una devolución de cartas, especie de recuperación de los secretos amorosos cuyo destino final era el fuego purificador. Hoy es muy difícil pensar, luego de una ruptura, en la consiguiente devolución de los correos electrónicos cursados entre los modernos Werther y Carlota, Jacopo Ortis y Teresa, o Valmont y Merteuil. Primero porque es muy difícil que alguien guarde los correos electrónicos, y segundo porque ya nadie ama con la desesperación romántica del siglo XVIII, como las dos primeras parejas mencionadas, o llega a armar un intrincado juego de seducción y sexo como en la tercera, mediante cartas y esquelas a veces entregadas en propia mano.
El correo electrónico, con su inmediatez, le asestó un golpe definitivo y sin apelación al rito epistolar: escribir el sobre, poner la estampilla en el ángulo superior derecho, no olvidar el remitente en la parte de atrás; luego correrse hasta el buzón más próximo –cuando no hasta el correo si el peso de la misiva superaba el franqueo estándar–, y finalmente comenzar a sostener la doble espera: la recepción de nuestro envío y la llegada de la respuesta. Y se esperaba con más ansiedad que paciencia el arribo del cartero y su anuncio de correspondencia; cuando pasaba por nuestra puerta y no se detenía, algo parecía abandonarnos, y en realidad nos abandonaba: la alegría de leer las palabras esperadas que resonarían en los oídos con la voz de quien las había escrito. Y así día tras día hasta que finalmente llegaba. Y el ciclo, que parecía cerrarse, en rigor de verdad se reiniciaba. La escritura, el envío, la espera, la ansiedad…, una y otra vez.
En los mejores tiempos, con todos los carriles aceitados, una vía aérea a Europa tardaba en llegar no menos de una semana; una carta común a cualquiera de las provincias del país –transporte ferroviario mediante–, tardaba otro tanto. Suponiendo que el recipiendario contestara sin dilación, había que aguardar otra semana para enterarnos de nuestro pedido o para recibir novedades. El siglo XXI, que a diferencia de los anteriores sabe aún menos de lo que sabían aquéllos hacia dónde se dirige, está apuradísimo, y el humano que lo habita necesita ya todas las respuestas; por eso el correo electrónico, porque si alguien tiene que ser feliz no puede esperar, ¡debe serlo también de inmediato!, y está muy bien que así sea, pues por contrapartida, con la misma celeridad llegan las malas noticias que caen como un mazazo sobre el sorprendido, como una venganza del Tiempo, pues si debe ser desgraciado, debe serlo también ya. El nuevo siglo, que parece más hecho para una cruza de hombre con robot (o viceversa) que para hombres como lo entendía el humanismo, que se extendió en el espacio histórico hasta hace unos años, cuando comenzó la era tecnológica, exhibe en su escudo la velocidad como dios supremo e inapelable, a la que lleva a la práctica mediante el correo electrónico, hasta ahora uno de sus brazos más perfectos y ejecutivos. Ya llegarán otros medios más raudos. No me caben dudas, aunque no pueda imaginarlos.
En lo personal hago uso del correo electrónico toda vez que me es necesario, sin embargo no soy un asiduo tipiador de Messenger ni le pongo la oreja muy seguido al Skype, del mismo modo que no leo nada en pantalla (salvo el correo, claro está) sino que recurro al papel, cuya textura gusto de recorrer con mis dedos. Cuestión de fidelidades.
Resultaba raro hace unos años que cualquier vecino de Buenos Aires no memorizara el buzón más cercano; en algunos casos se recordaban tres o cuatro a la redonda de su domicilio. Hoy creo que nadie se acuerde de si en la esquina de su casa había uno. Para los ancianos es un hito en su camino de nostalgia; para los jóvenes, un objeto inservible, petiso y rojo, con la boca abierta que parece preguntar –con inaudible voz–: “¿Yo qué hago aquí?”. Y no poca razón le asiste: pertenece a la Buenos Aires de las últimas puertas de calle abiertas a todos, de las ventanas sin rejas protectoras, confiadas, y de porteños que escribían cartas de amor cuyas respuestas, a veces, llegaban en sobres perfumados, femenino detalle como prefacio a la lectura de una letra agitada y temblorosa.   
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(*) Prefiero llamarlo correo electrónico, como corresponde. Además  por una cuestión de propiedad  idiomática y una  profunda aversión a las palabras,  giros y expresiones madinusas  que se intentan –y no pocas veces logran–, introducir en nuestra lengua.

Imagen: Cartas.