24 dic 2015

"¡Adiós, Chantecler!"


(De Diego Ruiz)

Remontando Corrientes hacia el oeste, camino al "Chantecler", antes es necesario detenernos frente a la puerta que lleva el número 1436, a pocos metros del cruce con Uruguay y donde hoy se alza la librería "Hernández·, donde supo levantarse en la segunda y tercera década del siglo XX el "Montmartre", donde Eduardo Arolas estrenó en 1914 un tango llamado El motivo, obra de su joven pianista Juan Carlos Cobián. Hacia 1920 Pascual Contursi le adosó una letra y con el título Pobre paica lo grabó Carlos Gardel, y si bien ser grabado por el Morocho era la consagración, Cobián exigió volver al título original... y se salió con la suya. En el "Montmartre" también actuaron Francisco Canaro y José Martínez con su sexteto, pero si este local ha quedado en la memoria es por Juan Carlos Marambio Catán que, con música de Horacio Pettorosi, lo cita en su célebre Acquaforte: “Y aquella pobre mujer que vende flores/ y fue en mi tiempo la reina de Montmartre,/ me ofrece con sonrisa unas violetas/ para que alegren tal vez mi soledad”. Y si bien Marambio Catán escribió esta letra en Milán, y el lector puede suponer que la cita se refiere al célebre barrio bohemio parisino, el contexto del resto de la letra y la mención al diario "La Prensa", la ubican indudablemente en aquella Reina del Plata de los “años locos”.
Y ahora sí, llegamos a la esquina de Paraná y en el 440 nos encontramos con el lujoso frente del "Chantecler". Inaugurado en diciembre de 1924, era aparentemente su dueño el corso Amadeo Garesio, a quien ya hemos encontrado al frente del "Folies Bergére", o al menos lo gerenciaba junto con su esposa Giovanna Ritana, más conocida como madama Ritana o madame Jeanne. En fin, la pareja se las traía: de él se decía que poseía o regenteaba una red de prostíbulos en la que tenía no poca participación la fémina, y de ella... bueno mire, lo menos que se decía era que también había ejercido la profesión más vieja del mundo. Sin embargo, los testimonios y alguna foto que nos han llegado muestran que tenía bastante buen ver, y si a esto sumamos que tenía dinero y poder, podemos explicarnos que la señora tuviera mucho arrastre. Dicen que uno de los que sucumbió a sus encantos fue Carlos Gardel, con el que tuvo una relación lo suficientemente cercana como para que Garesio se pusiera celoso como lo que era, o sea como un corso. Cuentan que el Zorzal salió indemne del entredicho porque unos muchachos allegados a Juan Nicolás Ruggiero se apersonaron en la oficina del marido ofendido para hacerle saber que si le pasaba algo al mudo, Ruggierito se lo iba a tomar como algo personal. A buen entendedor...
Pero volviendo a nuestro establecimiento, digamos que poseía el más amplio salón de aquellos tiempos, favorecido por ocupar varios predios aledaños. Frente al escenario se ubicaba un generoso espacio destinado a los bailarines y más atrás las mesas para los concurrentes, un bar con su generosa barra y, rodeando el conjunto, los palcos de tan generosas dimensiones que se podía pedir comida por teléfono, bailar o dedicarse a otras agradables actividades bajo el resguardo de gruesos cortinados de pana. El detalle más chic era la pileta climatizada en los fondos, donde señoritas en traje de baño anticipaban las películas de Esther Williams... pero en vivo.
En cuanto a lo musical, el "Chantecler" tuvo una inauguración de lujo con el sexteto de Julio De Caro, que con sus diferentes formaciones actuó hasta entrada la década de 1930. En esos primeros tiempos el local también contó con el sexteto de Carlos Marcucci “el pibe de Wilde”, quien contaba con Salvador Grupillo como segundo bandoneón, Antonio Rodio y José Rosito en violines, Alfonso Lacueva al piano y Olindo Sinibaldi en el contrabajo, actuando en otros momentos José Rosito en violín, Alberto Soifer en piano y Adolfo Kraus en contrabajo. En 1935 se produjo una verdadera revolución cuando a la orquesta estable de Juan D’Arienzo se incorporó el joven pianista Rodolfo Biagi, quien le otorgó al conjunto el estilo que lo identificaría en adelante y que, por sus características bailables, acercó nuevamente al tango a un público que en los años anteriores se había decantado hacia el fox-trot, el shimmy y demás ritmos que imponía la filmografía estadounidense. Biagi permaneció en la orquesta hasta 1938, cuando se retiró para fundar una propia, y fue reemplazado por el pianista Juan Polito (el autor, junto con su hermano Pedro, de Color de rosa), quien venía presentándose en el mismo local con un conjunto propio. Algo pasó en 1940, no sabemos si atribuible al (mal) genio de don Juan, pero Polito se fue de la orquesta con casi todos los músicos y el cantor Alberto Echagüe, quedando sólo algunos fieles como Cayetano Puglisi, lo que obligó a D’Arienzo a reorganizar la formación, incorporando al bandoneonista Héctor Varela, quien también se encargaría de los arreglos. A su vez, Varela se separará en 1950, formando un conjunto de gran éxito en el que se destacaban César Zagnoli al piano, Alberto San Miguel y Antonio Marchese en los bandoneones y Hugo Baralis y Mario Abramovich en los violines, contando con los cantores Rodolfo Lesica y Armando Laborde, a quien reemplazará en 1952 Argentino Ledesma.
Si bien es casi imposible reseñar todas las orquestas que pasaron por el "Chantecler", y menos aún los incontables números de varieté que amenizaron sus noches –entre los cuales se destaca Oscar Alemán en sus inicios con Gastón Bueno Lobo–, no puede dejar de consignarse la presencia, allá por 1935, de Joaquín Do Reyes y, en 1938, de Antonio Bonavena, un calabrés que sería tío de Oscar Natalio, el recordado Ringo. Bonavena actuaba en doblete o triplete con el "Petit Salón" y el "Casanova", contando con músicos de fuste como los pianistas Manuel Sucher y el joven José Basso, y en su orquesta se inició un pibe de 16 años que entre salida y salida debía permanecer recluido en los camarines debido a su minoría de edad: Roberto Rufino.
El cronista no puede cerrar esta semblanza sin referirse a dos personajes que caracterizaron al "Chantecler". Por un lado Josefa Calautti, cuyo nombre artístico era Pepita Avellaneda y supo ser pionera del tango en los tiempos de Villoldo y Gobbi padre: anciana y sin medios de vida, atendió el guardarropa de damas del local hasta su muerte en 1951. En segundo lugar, el hombre al que muchos caracterizaron como el alma del lugar, Ángel Sánchez Carreño, el Príncipe Cubano... Cubano, oriental o porteño según diversas fuentes, cantaba melódico y fue descubierto allá por 1928 por madama Ritana, quien lo instaló como presentador, permaneciendo en esa función hasta el cierre del "Chantecler" en 1960. Enrique Cadícamo, quien supo ser habitué del lugar –como de absolutamente todo otro lugar de tango de sus tiempos– le dedicó a este establecimiento una bella elegía con música de D’Arienzo, de la que esta nota tomó prestado su título: “Te redujo a escombros la fría piqueta/ y al pasar de noche mirando tu ruina,/ este milonguero se siente poeta/ y a un tango muy triste le pone sordina./ Entre aquellas gruesas cortinas de pana/ de tus palcos altos, que ahora no están,/ se asomaba siempre madama Ritana/ cubierta de alhajas, bebiendo champán [...] En las noches bravas que el tango era un rito/ vibraba la sala con ritmo nervioso,/ porque en ese entonces estaba Juancito/ tallando en la orquesta su estilo famoso [...] Hoy no queda nada y aquello no existe,/ ni tus bailarinas, ni tu varieté./ ¡Príncipe Cubano! Te veo muy triste/ pasar, silencioso, frente al 'Chantecler'”.
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Imagen: Frente del "Chantecler".
Nota y fotografía tomadas del periódico "Desde Boedo".

Vestidos de cartulina


(De Mónica López Ocón)

El narrador de un cuento de Borges dice haber encontrado el aleph en una casa de la calle Garay que muy pronto sería demolida. Las calles del Sur parecen albergar tesoros escondidos. Desde que en el siglo XIX la fiebre amarilla desplazó a los vecinos ricos hacia el Norte, en el Sur sólo quedaron objetos cuyo valor, incalculable, puede medirse únicamente en unidades literarias que conforman el relato del pasado. Mucho después de la epidemia que, se comenta, enterró muchos muertos en lo que hoy es la placita Garay, la autopista vino a darle, de manera definitiva, un carácter insular. Los autos que circulan por ella a toda velocidad son el cerco de un tiempo que transcurre lento. En San Cristóbal, por ejemplo, la polución que envenena el aire no proviene tanto de los desechos de los caños de escape como de las partículas tóxicas del ayer que flotan sobre las personas y las casas formando una nube de smog anacrónico. Doblando desde Pasco por San Juan, una cuadra o dos antes de llegar a Entre Ríos, hay una juguetería polvorienta. Quien se detenga en la vidriera podrá observar que los juguetes que ofrece, aunque de fabricación reciente, tienen una evidente pátina de otro tiempo. Quizá sea el polvillo que se acumula en los estantes, o la vidriera enorme que representa de manera escenográfica la desmesura que tienen las cosas en la infancia. Lo cierto es que allí, hasta los autitos a control remoto y las muñecas que tienen un llanto alimentado a batería provocan un efecto de nostalgia anacrónica. Los chicos que compran sus juguetes en la juguetería polvorienta de la calle San Juan terminan jugando, fantasmagóricamente, con los juguetes de sus padres y sus abuelos. Intoxicados por el aire espeso en el que flotan partículas del pasado, navegan por infancias ajenas de las que quizás escucharon idealizadas referencias en las charlas familiares. Aunque no sea cierto, siempre se tiende a pensar que la felicidad está en otro tiempo, en algún barrio remoto de la memoria al que ya no se puede volver. Invirtiendo el orden las tareas escolares, se vive con la convicción de que los años de la infancia son la versión definitiva de nuestra vida, de la que a través del tiempo vamos escribiendo sucesivos borradores cada vez más imperfectos y tachados, llenos de faltas de ortografía y de traiciones a aquel original que recordamos magnífico.
En aquella juguetería de la calle San Juan de la que hablo, mi madre me compraba unos libritos de cartulina, parecidos a los de colorear figuras siguiendo unos modelos. Pero éstos eran para recortar vestidos que, doblándoles las pequeñas pestañas que sobresalían del contorno, vestían a la niña de cartulina que también venía impresa en el librito. No conozco a ninguna mujer de mi edad, ni incluso más joven, que no recuerde esos vestidos de cartulina con fascinación. Es que ese juguete constituía uno de esos raros privilegios de la infancia: el de lograr lo que luego será imposible. Un simple cambio  de atuendo provocaba un cambio de identidad. He vestido a esas muñecas de cartulina sucesivamente de odaliscas de Las Mil y una Noches, de marineras, de niñas, de enfermeras, españolas... Junto con aquellas muñecas casi sin espesor, yo misma mutaba constantemente, como si me sujetara identidades nuevas apenas con unas pestañas de cartulina.
A un nivel modesto, aquel juguete tenía aspiraciones de aleph borgeano. Si éste era un punto del espacio que contenía a todos los demás, el aleph de cartulina encontrado en la juguetería de la calle San Juan era un esbozo de identidad que contenía todas las identidades posibles.
No he vuelto a ver aquellos libritos de cartulina, cuyas figuras recortaba con las tijeras de coser de mi madre, excepto durante la época de la importación furiosa. Me compré entonces una versión sofisticada de aquellos de mi infancia. La muñeca de cartulina era una niña inglesa del siglo XVIII que había que pegar sobre un cartón duro e incluía un pie, también de cartón, que la mantenía erguida. La vestí de pastora (hasta las ovejas se apoyaban sólidamente sobre un pie), de mucama, de viajera que recorría el mundo con valijas de cartón, de niña que va de visita a tomar el “five o’clock tea”. La taza y la tetera quedaban sujetas a sus manos apenas se doblaba la pestaña correspondiente.  Por aquel entonces mi hija era chica. Tenía la edad exacta para deslumbrarse con aquel mundo en miniatura. Pero egoístamente lo guardé para mí. Aunque más brillante y colorido, aquel juguete era un borrador imperfecto del de mi infancia. Pasé horas cambiando la identidad de la muñeca, pero este milagro tenía alcance limitado. Yo no pude –no supe– mutar con ella. Para que sucediera esto el librito de cartulina tendría que habérmelo comprado mi madre en la librería polvorienta de la calle San Juan. Y esto ya no es posible. Mi madre es también una desvaída imagen de cartulina.
Es curioso lo que nos hace el tiempo. Se nos vuelve imposible volver a ser otros, aunque estemos hartos de ser quienes somos. La identidad se transforma en una condena. Y, paradójicamente, esa involuntaria insistencia en ser nosotros mismos, esa imposibilidad de renunciar, siquiera por un momento, a la historia que cargamos nos convierte en seres tan frágiles como una figura de cartulina.
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Imagen: Cartulina para recortar y armar.