26 sept 2010

Álvaro Yunque




(De Lubrano Zas)

En 1968, Carlos Pérez Editor me encargó que hiciera a Yunque un reportaje. Entonces pensé insertar en éste, a manera de prólogo, un trabajo que me pertenece titulado Boedo-Florida y los niños y en el cual demuestro que la generación del 22 a través de sus dos grupos representativos, incorporó al niño a nuestra literatura. En este sentido, Álvaro Yunque descubrió todo un mundo de chicos porteños e inició una etapa productiva, opuesta a la de Constancio Vigil. La entrevista estaba planeada por mí de manera tal que las preguntas giraran alrededor de sus cuentos; pero el diálogo tomó carriles inesperados y me encontré ante un material vivo, diverso, evocativo. Ahora me parece natural ese resultado. Álvaro Yunque no es solamente el autor de Ta-te-ti o Barcos de papel, sino también de Calfucurá, de Alem, además de un descubridor de valores (Dante A. Linyera es un ejemplo).
De vez en cuando nos citábamos en el boliche de Coronel Díaz y Charcas, donde Juan Pedro Calou -maestro de Leónidas Barletta- jugaba a las cartas y que yo llamo "el café de Calou". Los libreros de viejo, en sus compras a domicilio, solían dar con libros de Yunque editados por Claridad en el 24, entonces se lo reservaban, y a veces "no querían cobrármelos", me decía.
Álvaro Yunque anduvo mucho. Tenía algo que ver con todo el mundo. En cierta ocasión, en el "Café de París", hablando sobre Horacio Quiroga, me contó que una vez llevó a Bellocq y a Facio Hébequer a casa del autor de Anaconda y que éstos quedaron maravillados ante la habilidad manual de Quiroga. "Le daba al barro formas originales, monstruosas, construía sus propias canoas y le bastó observar sólo una vez cómo fabricaban un telar para que enseguida pusiese manos a la obra", me contaba Yunque.
Algunos me preguntan cuándo y cómo conocí al autor de La literatura social en la Argentina. Fue en 1947, en la editorial Problemas, sede de Expresión, revista dirigida por Giusti y Héctor P. Agosti, donde colaboró junto a Raúl González Tuñón, Amorín, Córdova Iturburu, Pisarello, José Portogalo, entre otros, y en la que Yunque publicó, recuerdo, su relato "El pistolero", y Raúl su hermoso "Poema de Valparaíso". En rigor de verdad, conocí a Yunque en Rosario, donde descubrí sus narraciones y sus poesías. Él me enseñó a amar a Gustavo Riccio, a Juan Palazzo, sobre quien más tarde escribí. De paso, cuando Yunque leyó mis originales sobre Gustavo Riccio, un poeta de Boedo, me contó anécdotas del poeta y entregó cartas que enriquecieron la biografía. "Me hizo sufrir mucho tu libro -dijo-. Lo leí detenidamente porque vos sos mi amigo y él también lo era". Así era Yunque. Me enorgullece y conmueve haber sido su amigo. Son cosas que uno piensa cuando ama a otro, porque como reflexionaba Oscar Wilde, la amistad es un pétalo de raro color. Me acuerdo que el 1º de marzo de 1976 lo visité en su departamento de la calle Coronel Díaz. Se fatigaba al hablar. "Estoy embromado", balbuceó y me miró honda, intensamente, y en eso ocurrió algo extraño. Me apuntó con el dedo índice y gatilló con el pulgar. "Pum", hizo, y la bala se incrustó en mi corazón.
En su ensayo Relato breve en Argentina (Madrid, 1973), el sevillano Eduardo Tijeras habla del ternurismo de Álvaro Yunque, término inaceptable si se tiene en cuenta la activa ternura de sus relatos. El español escribe con idéntica soltura sobre el "desvío patológico de Roberto Arlt".
Entiendo que los relatos de Álvaro Yunque no son para niños, sino con niños. Muchos de sus cuentos son pequeñas obras maestras, como "El reglazo", en el cual se adivina su admiración por Chejov y Tolstoi, fecundadores del grupo llamado de Boedo. Alguna vez alguno analizará concienzudamente el estilo yunqueano, orgánico, cristalino. Su producción testimonia una época, la recobra. Como Yunque era un pensativo, un estudioso, se permitió introducir en el cuento reflexiones que, lejos de restarle vitalidad (como piensan ciertos críticos), lo enriquecen. Dice, por ejemplo, en "La muñeca": "Los grandes nunca pueden ver el mundo de los niños tal como es, exactamente, con todas sus maravillas y sus horrores". Asistimos así al descubrimiento de un universo secreto, entrevisto apenas, iluminado sorpresivamente por pensamientos como éste: "Lucha sin tregua, como es siempre la lucha por las pequeñeces", reveladores sin duda de vigilias y que hacen funcionalmente al cuento. El final, sorpresivo, tipo O. Henry, queda atrás.
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Foto: Álvaro Yunque.