(De Enrique Espina Rawson)
Podría considerarse, y con razón, que la estatuaria ha
perdido razón de ser. Los monumentos y estatuas muy poco significan hoy en día,
salvo, quizás, para rendir homenajes políticos en apresuradas consagraciones
póstumas. En nuestro país el auge de estas expresiones, no siempre artísticas,
puede ubicarse entre 1860 y 1940, y, ya luego, fue perdiendo intensidad.
Muchos, muchísimos personajes que hubieran merecido su estatua consagratoria no
la tienen, y esto no ha impedido de ninguna manera que sean recordados con el
respeto y la consideración que se les debe.
¿O acaso no fueron dignos de este reconocimiento Güiraldes,
Borges, Marechal, Cortázar, Alfredo Palacios o también, si se quiere Einstein,
Jonas Salk, Freud, Roosevelt, Churchill? Suponemos que las estatuas se
realizaban por varios motivos. Entre ellos el agradecimiento, para perpetuar en
una especie de inmortalidad en el bronce o en el mármol las hazañas y los
logros del homenajeado, y también, por qué no, para que los contemporáneos del
héroe admiraran la semejanza entre el original y el modelo.
Pasados algunos años, ya este último punto dejó de tener
importancia. ¿Alguien podría hoy aseverar con certeza si Manuel Dorrego era tal
como lo representa la magnífica estatua de Yrurtia, o si el general Alvear
tenía la cara art-déco que le
adjudicó Bourdelle? Otras no resistieron el juicio de sus contemporáneos, como
el Sarmiento de Rodin, del Parque 3 de Febrero, obra objetada desde el primer
momento por no guardar semejanza notoria con don Domingo Faustino, o la estatua
de un improbable Gardel, en el Abasto, que es meramente una figura humana de
problemática individualización.
Indudablemente, este arte trascendental en la historia de
Occidente, se ha desmerecido. Hoy en día se realizan estatuas diseñadas por
computadora y con materiales sintéticos que poco tienen que ver con las
realizaciones de un taller escultórico, tal como fueron conocidos por siglos.
Al transitado y entusiasta dicho admirativo: “Habría que hacerle una estatua”,
como materialización del mérito indiscutible y definitivo, podríamos oponerle
con sinceridad y escepticismo: ¿Para qué?
Pero, al fin de cuentas, estas expresiones artísticas y sus
méritos pueden ser discutidos según los veleidosos meandros de los estilos, las
modas, y finalmente los gustos de cada cual, y en este artículo queremos
abordar otro género de estatuaria, casi siempre anónima y de calidad pareja: la
aérea, que puede contemplarse (¿alguien lo hace?) en la majestuosa coronación
de muchos edificios de Buenos Aires.
Decimos de calidad pareja porque estas obras respondían más
a la artesanía de maestros albañiles que al arte de un escultor. Están hechos
no de mármol, bronce o piedra, sino de mampostería y con moldes, como los
enanos de jardín. Estas modestas alegorías aparecen sobre antiguos edificios,
generalmente presididas por rígidas y solemnes matronas con gorros frigios y
envueltas (a veces no tanto) en túnicas de marcados pliegues, representando no
se sabe que.
Acaso alguna de ellas aluda candorosamente al Progreso, otra
a la magna Ciencia, así con mayúscula, aquella se propone no hacernos olvidar
las Artes o al inasible Ideal, cuando no la Virtud, la Constitución Nacional o
la no siempre ciega Justicia... ¡Quién sabe! Las vemos casi siempre sosteniendo
con entusiasmo su correspondiente antorcha de cemento y abundantemente rodeadas
de figuras secundarias que no hacen más que resaltar su preponderante
presencia. ¿Es que acaso alguna vez se supo qué mensaje encerraban, si es que
lo hubo, tanto para sus contemporáneos como para la posteridad? ¿Habrá alguien
que pueda decirnos hoy el ignorado secreto de estas figuras que nadie
contempla, y que si lo hace nada se pregunta? ¿Y por qué se consideraba
imprescindible este tipo de culminación edilicia, que sin ventaja aparente
sobrecargaba la obra tanto en peso físico cuanto en pesos moneda nacional?
Lucen su inalterable imagen de módicas esfinges ciudadanas,
más allá de las afrentosas y frecuentes ofrendas de gorriones y palomas que
anidan en sus recovecos, sobre edificios oficiales, como Bancos, Escuelas, e
Institutos diversos, pero también sobre algunos edificios particulares,
generalmente de arquitectura italianizante, que podríamos datar entre 1870 y
1930. No sabemos si existe alguna especie de inventario -aunque fuera
fotográfico al menos- de estas ingenuas manifestaciones de antaño, que si bien
no eran el Arte, al menos expresaban una respetuosa tendencia a la belleza y a
los valores que deben ser enaltecidos. No es poco.
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Imagen: Uno de los tantos “monumentos aéreos” que embellecen
a Buenos Aires y que casi nadie mira. (Foto de Iuri Izrastzoff)
Texto e imagen tomados de la página Fervor x Buenos Aires.