(De María Schujer)
La Pirámide de Mayo se levanta en el centro de
la Plaza de Mayo, núcleo real y simbólico del Casco Histórico de la ciudad.
Vista de cerca está claro que no solo no está en el centro de la plaza, sino
que tampoco es una pirámide.
Se trata del primer
monumento patrio de la ciudad de Buenos Aires y, desde su nacimiento, presidió
el podio de la alegoría nacional sin mosquearse porque le apodaron pirámide o
porque lo desplazaran del centro para dejar paso al subterráneo A. Tampoco
parece preocuparle demasiado ser cada tanto carne de grafiti, descanso de
palomas o el ojo del huracán que a su alrededor formaron año a año las Madres y
las Abuelas.
Sobre el monumento
se erige la Libertad, y en el centro mismo de su gorro frigio ladeado, hay una
lente invisible que ve el futuro, el pasado y el presente.
Ve un río y una
barranca, que en 1536 les pareció a los primeros exploradores europeos un lugar
apto para establecerse... sí, ahí donde hoy está el Parque Lezama (por Gregorio
Lezama, un rico y excéntrico hacendado que hizo traer de Europa árboles y
plantas exóticas para decorar su jardín y dejarlo digno de una novela del otro
Lezama).
Observa la llegada
de un tal Garay que funda la que se llama ahora Ciudad de la Trinidad. Tiene
una Plaza Mayor y un puerto: Santa María del Buen Ayre. Son unas pocas
manzanas, un fuerte, dos convento (San Francisco y Santo Domingo), un hospital,
una plaza y algunos solares. Con menos de 12.000 habitantes, la ciudad no es
más que una aldea.
Pero, poco a poco,
crece. En 1776 es capital del Virreinato. Alrededor de la Plaza Mayor se
levanta la Aduana y, poco después, el Consulado. En un abrir y cerrar de ojos,
brotan nuevos edificios, la recova de los comerciantes, mercados y mataderos.
Pasan los años.
Vienen las invasiones inglesas; se escucha crecer el desconcierto causado por
la caída de España ante las fuerzas napoleónicas; la insurrección popular y
militar de 1810 y la Independencia. Es ya 1820, y la ciudad cuenta con 50.000
habitantes, casi todos concentrados en las 30 manzanas que rodean la Plaza
Mayor.
El mundo todo cambia
con el siglo XIX y su inédita velocidad. También el centro de Buenos Aires. Las
calles están empedradas y son más anchas. Se instalan los primeros artefactos
de iluminación pública. Las manzanas, hasta ahora divididas en lotes cuadrados,
se fraccionan en tiras angostas y largas con frentes de hasta un octavo de
solar, dando paso a las viviendas de triple patio o casa chorizo, donde habita
la crema y nata de la aristocracia (esa que pronto se mudará al norte, huyendo
de la fiebre amarilla y el cólera).
Tras el éxodo,
muchas casonas del sur abandonan su viejo esplendor para convertirse en
conventillos. Ya estamos en el siglo XX y en algún lugar debe alojarse el
cardumen agitado que llega con las olas migratorias. Comienzan a escucharse
sonidos extraños, instrumentos musicales desconocidos y tonadas nostálgicas en
todos los idiomas.
Crisis mundial;
movimientos obreros y anarquistas; la semana trágica, la construcción del
subterráneo; el golpe militar de 1930; la nacionalización de los ferrocarriles;
una ciudad que expulsa a los sectores bajos a mediados de los años sesenta. ..
El Casco Histórico de Buenos Aires cae en un proceso de deterioro que arranca
en los años setenta y se agudiza en la década de los noventa, signada por
prácticas segregacionistas ocultas tras un discurso globalizante. El valor
social del espacio público parece no poder competir con el valor del mercado y
sus caprichos.
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Imagen: La Pirámide
Mayo.
Nota y fotografía
tomadas de la página Buenos Aires Sos.