24 dic 2015

"¡Adiós, Chantecler!"


(De Diego Ruiz)

Remontando Corrientes hacia el oeste, camino al "Chantecler", antes es necesario detenernos frente a la puerta que lleva el número 1436, a pocos metros del cruce con Uruguay y donde hoy se alza la librería "Hernández·, donde supo levantarse en la segunda y tercera década del siglo XX el "Montmartre", donde Eduardo Arolas estrenó en 1914 un tango llamado El motivo, obra de su joven pianista Juan Carlos Cobián. Hacia 1920 Pascual Contursi le adosó una letra y con el título Pobre paica lo grabó Carlos Gardel, y si bien ser grabado por el Morocho era la consagración, Cobián exigió volver al título original... y se salió con la suya. En el "Montmartre" también actuaron Francisco Canaro y José Martínez con su sexteto, pero si este local ha quedado en la memoria es por Juan Carlos Marambio Catán que, con música de Horacio Pettorosi, lo cita en su célebre Acquaforte: “Y aquella pobre mujer que vende flores/ y fue en mi tiempo la reina de Montmartre,/ me ofrece con sonrisa unas violetas/ para que alegren tal vez mi soledad”. Y si bien Marambio Catán escribió esta letra en Milán, y el lector puede suponer que la cita se refiere al célebre barrio bohemio parisino, el contexto del resto de la letra y la mención al diario "La Prensa", la ubican indudablemente en aquella Reina del Plata de los “años locos”.
Y ahora sí, llegamos a la esquina de Paraná y en el 440 nos encontramos con el lujoso frente del "Chantecler". Inaugurado en diciembre de 1924, era aparentemente su dueño el corso Amadeo Garesio, a quien ya hemos encontrado al frente del "Folies Bergére", o al menos lo gerenciaba junto con su esposa Giovanna Ritana, más conocida como madama Ritana o madame Jeanne. En fin, la pareja se las traía: de él se decía que poseía o regenteaba una red de prostíbulos en la que tenía no poca participación la fémina, y de ella... bueno mire, lo menos que se decía era que también había ejercido la profesión más vieja del mundo. Sin embargo, los testimonios y alguna foto que nos han llegado muestran que tenía bastante buen ver, y si a esto sumamos que tenía dinero y poder, podemos explicarnos que la señora tuviera mucho arrastre. Dicen que uno de los que sucumbió a sus encantos fue Carlos Gardel, con el que tuvo una relación lo suficientemente cercana como para que Garesio se pusiera celoso como lo que era, o sea como un corso. Cuentan que el Zorzal salió indemne del entredicho porque unos muchachos allegados a Juan Nicolás Ruggiero se apersonaron en la oficina del marido ofendido para hacerle saber que si le pasaba algo al mudo, Ruggierito se lo iba a tomar como algo personal. A buen entendedor...
Pero volviendo a nuestro establecimiento, digamos que poseía el más amplio salón de aquellos tiempos, favorecido por ocupar varios predios aledaños. Frente al escenario se ubicaba un generoso espacio destinado a los bailarines y más atrás las mesas para los concurrentes, un bar con su generosa barra y, rodeando el conjunto, los palcos de tan generosas dimensiones que se podía pedir comida por teléfono, bailar o dedicarse a otras agradables actividades bajo el resguardo de gruesos cortinados de pana. El detalle más chic era la pileta climatizada en los fondos, donde señoritas en traje de baño anticipaban las películas de Esther Williams... pero en vivo.
En cuanto a lo musical, el "Chantecler" tuvo una inauguración de lujo con el sexteto de Julio De Caro, que con sus diferentes formaciones actuó hasta entrada la década de 1930. En esos primeros tiempos el local también contó con el sexteto de Carlos Marcucci “el pibe de Wilde”, quien contaba con Salvador Grupillo como segundo bandoneón, Antonio Rodio y José Rosito en violines, Alfonso Lacueva al piano y Olindo Sinibaldi en el contrabajo, actuando en otros momentos José Rosito en violín, Alberto Soifer en piano y Adolfo Kraus en contrabajo. En 1935 se produjo una verdadera revolución cuando a la orquesta estable de Juan D’Arienzo se incorporó el joven pianista Rodolfo Biagi, quien le otorgó al conjunto el estilo que lo identificaría en adelante y que, por sus características bailables, acercó nuevamente al tango a un público que en los años anteriores se había decantado hacia el fox-trot, el shimmy y demás ritmos que imponía la filmografía estadounidense. Biagi permaneció en la orquesta hasta 1938, cuando se retiró para fundar una propia, y fue reemplazado por el pianista Juan Polito (el autor, junto con su hermano Pedro, de Color de rosa), quien venía presentándose en el mismo local con un conjunto propio. Algo pasó en 1940, no sabemos si atribuible al (mal) genio de don Juan, pero Polito se fue de la orquesta con casi todos los músicos y el cantor Alberto Echagüe, quedando sólo algunos fieles como Cayetano Puglisi, lo que obligó a D’Arienzo a reorganizar la formación, incorporando al bandoneonista Héctor Varela, quien también se encargaría de los arreglos. A su vez, Varela se separará en 1950, formando un conjunto de gran éxito en el que se destacaban César Zagnoli al piano, Alberto San Miguel y Antonio Marchese en los bandoneones y Hugo Baralis y Mario Abramovich en los violines, contando con los cantores Rodolfo Lesica y Armando Laborde, a quien reemplazará en 1952 Argentino Ledesma.
Si bien es casi imposible reseñar todas las orquestas que pasaron por el "Chantecler", y menos aún los incontables números de varieté que amenizaron sus noches –entre los cuales se destaca Oscar Alemán en sus inicios con Gastón Bueno Lobo–, no puede dejar de consignarse la presencia, allá por 1935, de Joaquín Do Reyes y, en 1938, de Antonio Bonavena, un calabrés que sería tío de Oscar Natalio, el recordado Ringo. Bonavena actuaba en doblete o triplete con el "Petit Salón" y el "Casanova", contando con músicos de fuste como los pianistas Manuel Sucher y el joven José Basso, y en su orquesta se inició un pibe de 16 años que entre salida y salida debía permanecer recluido en los camarines debido a su minoría de edad: Roberto Rufino.
El cronista no puede cerrar esta semblanza sin referirse a dos personajes que caracterizaron al "Chantecler". Por un lado Josefa Calautti, cuyo nombre artístico era Pepita Avellaneda y supo ser pionera del tango en los tiempos de Villoldo y Gobbi padre: anciana y sin medios de vida, atendió el guardarropa de damas del local hasta su muerte en 1951. En segundo lugar, el hombre al que muchos caracterizaron como el alma del lugar, Ángel Sánchez Carreño, el Príncipe Cubano... Cubano, oriental o porteño según diversas fuentes, cantaba melódico y fue descubierto allá por 1928 por madama Ritana, quien lo instaló como presentador, permaneciendo en esa función hasta el cierre del "Chantecler" en 1960. Enrique Cadícamo, quien supo ser habitué del lugar –como de absolutamente todo otro lugar de tango de sus tiempos– le dedicó a este establecimiento una bella elegía con música de D’Arienzo, de la que esta nota tomó prestado su título: “Te redujo a escombros la fría piqueta/ y al pasar de noche mirando tu ruina,/ este milonguero se siente poeta/ y a un tango muy triste le pone sordina./ Entre aquellas gruesas cortinas de pana/ de tus palcos altos, que ahora no están,/ se asomaba siempre madama Ritana/ cubierta de alhajas, bebiendo champán [...] En las noches bravas que el tango era un rito/ vibraba la sala con ritmo nervioso,/ porque en ese entonces estaba Juancito/ tallando en la orquesta su estilo famoso [...] Hoy no queda nada y aquello no existe,/ ni tus bailarinas, ni tu varieté./ ¡Príncipe Cubano! Te veo muy triste/ pasar, silencioso, frente al 'Chantecler'”.
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Imagen: Frente del "Chantecler".
Nota y fotografía tomadas del periódico "Desde Boedo".

Vestidos de cartulina


(De Mónica López Ocón)

El narrador de un cuento de Borges dice haber encontrado el aleph en una casa de la calle Garay que muy pronto sería demolida. Las calles del Sur parecen albergar tesoros escondidos. Desde que en el siglo XIX la fiebre amarilla desplazó a los vecinos ricos hacia el Norte, en el Sur sólo quedaron objetos cuyo valor, incalculable, puede medirse únicamente en unidades literarias que conforman el relato del pasado. Mucho después de la epidemia que, se comenta, enterró muchos muertos en lo que hoy es la placita Garay, la autopista vino a darle, de manera definitiva, un carácter insular. Los autos que circulan por ella a toda velocidad son el cerco de un tiempo que transcurre lento. En San Cristóbal, por ejemplo, la polución que envenena el aire no proviene tanto de los desechos de los caños de escape como de las partículas tóxicas del ayer que flotan sobre las personas y las casas formando una nube de smog anacrónico. Doblando desde Pasco por San Juan, una cuadra o dos antes de llegar a Entre Ríos, hay una juguetería polvorienta. Quien se detenga en la vidriera podrá observar que los juguetes que ofrece, aunque de fabricación reciente, tienen una evidente pátina de otro tiempo. Quizá sea el polvillo que se acumula en los estantes, o la vidriera enorme que representa de manera escenográfica la desmesura que tienen las cosas en la infancia. Lo cierto es que allí, hasta los autitos a control remoto y las muñecas que tienen un llanto alimentado a batería provocan un efecto de nostalgia anacrónica. Los chicos que compran sus juguetes en la juguetería polvorienta de la calle San Juan terminan jugando, fantasmagóricamente, con los juguetes de sus padres y sus abuelos. Intoxicados por el aire espeso en el que flotan partículas del pasado, navegan por infancias ajenas de las que quizás escucharon idealizadas referencias en las charlas familiares. Aunque no sea cierto, siempre se tiende a pensar que la felicidad está en otro tiempo, en algún barrio remoto de la memoria al que ya no se puede volver. Invirtiendo el orden las tareas escolares, se vive con la convicción de que los años de la infancia son la versión definitiva de nuestra vida, de la que a través del tiempo vamos escribiendo sucesivos borradores cada vez más imperfectos y tachados, llenos de faltas de ortografía y de traiciones a aquel original que recordamos magnífico.
En aquella juguetería de la calle San Juan de la que hablo, mi madre me compraba unos libritos de cartulina, parecidos a los de colorear figuras siguiendo unos modelos. Pero éstos eran para recortar vestidos que, doblándoles las pequeñas pestañas que sobresalían del contorno, vestían a la niña de cartulina que también venía impresa en el librito. No conozco a ninguna mujer de mi edad, ni incluso más joven, que no recuerde esos vestidos de cartulina con fascinación. Es que ese juguete constituía uno de esos raros privilegios de la infancia: el de lograr lo que luego será imposible. Un simple cambio  de atuendo provocaba un cambio de identidad. He vestido a esas muñecas de cartulina sucesivamente de odaliscas de Las Mil y una Noches, de marineras, de niñas, de enfermeras, españolas... Junto con aquellas muñecas casi sin espesor, yo misma mutaba constantemente, como si me sujetara identidades nuevas apenas con unas pestañas de cartulina.
A un nivel modesto, aquel juguete tenía aspiraciones de aleph borgeano. Si éste era un punto del espacio que contenía a todos los demás, el aleph de cartulina encontrado en la juguetería de la calle San Juan era un esbozo de identidad que contenía todas las identidades posibles.
No he vuelto a ver aquellos libritos de cartulina, cuyas figuras recortaba con las tijeras de coser de mi madre, excepto durante la época de la importación furiosa. Me compré entonces una versión sofisticada de aquellos de mi infancia. La muñeca de cartulina era una niña inglesa del siglo XVIII que había que pegar sobre un cartón duro e incluía un pie, también de cartón, que la mantenía erguida. La vestí de pastora (hasta las ovejas se apoyaban sólidamente sobre un pie), de mucama, de viajera que recorría el mundo con valijas de cartón, de niña que va de visita a tomar el “five o’clock tea”. La taza y la tetera quedaban sujetas a sus manos apenas se doblaba la pestaña correspondiente.  Por aquel entonces mi hija era chica. Tenía la edad exacta para deslumbrarse con aquel mundo en miniatura. Pero egoístamente lo guardé para mí. Aunque más brillante y colorido, aquel juguete era un borrador imperfecto del de mi infancia. Pasé horas cambiando la identidad de la muñeca, pero este milagro tenía alcance limitado. Yo no pude –no supe– mutar con ella. Para que sucediera esto el librito de cartulina tendría que habérmelo comprado mi madre en la librería polvorienta de la calle San Juan. Y esto ya no es posible. Mi madre es también una desvaída imagen de cartulina.
Es curioso lo que nos hace el tiempo. Se nos vuelve imposible volver a ser otros, aunque estemos hartos de ser quienes somos. La identidad se transforma en una condena. Y, paradójicamente, esa involuntaria insistencia en ser nosotros mismos, esa imposibilidad de renunciar, siquiera por un momento, a la historia que cargamos nos convierte en seres tan frágiles como una figura de cartulina.
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Imagen: Cartulina para recortar y armar.

10 nov 2015

Ben Molar



(De Haydée Breslav)

A lo largo de su extensa y proficua trayectoria, Ben Molar se desempeñó como autor, compositor, difusor, productor y promotor artístico. A sus instancias, el 11 de diciembre fue consagrado Día Nacional del Tango.
Hace muchos años, un periodista amigo lo denominó artífice; el epíteto nos pareció exagerado. De vivir hoy, posiblemente se lo llamaría emprendedor, y no sería desacertado: la Academia así designa a quien emprende con resolución acciones dificultosas o azarosas. Y eso fue lo que hizo durante toda su vida.
Contaba que la que fue su idea más reconocida se le había ocurrido caminando por la calle. La coincidencia en el día de nacimiento de Carlos Gardel y Julio De Caro, más allá de la diferencia de años, era por demás afortunada, pues reunía en una fecha al creador del tango canción y al primer gran renovador del tango instrumental. Y no descansó hasta lograr que el 11 de diciembre fuera consagrado como Día Nacional del Tango.
Dicen que Moisés Smolarchik Brenner, que ese era su nombre, había nacido y se había criado en el barrio de Villa Crespo; pero Ben Molar era una institución del centro porteño. Cierta vez nos habló de sus principios como versionista, que era como se llamaba a los que, con mayor o menor acierto, trasladaban al español las letras de canciones escritas en otro idioma. Se enorgullecía especialmente de su versión de Las hojas muertas, de Jacques Prévert, con música de Joseph Kosma, y explicaba que había querido empezar por transmitir el sonido inicial del primer verso: “Oh, je voudrais tant que tu te souviennes”, y por eso había escrito: “Oyes el viento que llora al pasar”. También versionó canciones de Elvis Presley, Paul Anka, Los Beatles y Caetano Veloso, entre muchos otros, así como las célebres piezas navideñas Noche de paz, noche de amor y Repican las campanas (Jingle bells) y el clásico judío Mi madre querida.
Como autor, se destacan sus letras de los boleros Final y Volvamos a empezar, ambos con música del francés Paul Misraki; como compositor, colaboró en películas y en comedias musicales. Como productor y editor musical, creó el sello Fermata y, como promotor artístico, impulsó a numerosas figuras que se hicieron famosas.
Es necesario admitir que en esta última faceta, y en lo que a calidad respecta, se equivocó muchas veces, y fiero, pues promocionó –y hasta inventó– productos como Las Trillizas de Oro y el Club del Clan; acaso por efecto de la ley de las compensaciones, apadrinó asimismo a Mercedes Sosa. A su vez, promovió al grupo vocal Los cinco latinos y a músicos de un rock entonces embrionario, como Lito Nebbia y Miguel Abuelo. Cabe destacar por otra parte que, a despecho de su extensa y proficua trayectoria, nunca se enriqueció y Fermata terminó por fundirse.
A mediados de la década del 60 convocó a varios de los más notables exponentes del tango, la poesía y la plástica de la época para un proyecto de envergadura, que generó grandes expectativas. Nos referimos, por supuesto, a 14 con el tango, que reunió catorce piezas musicales y otros tantos cuadros.
Los compositores fueron nada menos que Aníbal Troilo, Julio De Caro, Enrique Delfino, Sebastián Piana, Juan D´Arienzo, Lucio Demare, Miguel Caló, Héctor Stampone, Armando Pontier, Alfredo De Angelis, José Basso, Astor Piazzolla, Osvaldo Manzi y Mariano Mores; los autores, Jorge Luis Borges, Baldomero Fernández Moreno, Conrado Nalé Roxlo, César Tiempo, Manuel Mujica Láinez, Ernesto Sábato, Carlos Mastronardi, Ulyses Petit de Murat, Florencio Escardó, Alberto Girri, Leopoldo Marechal, León Benarós, Cordova Iturburu y Nicolás Cócaro (puede advertirse que la selección de los músicos fue más rigurosa y pareja).
Por su parte, Onofrio Pacenza, Raquel Forner, Leopoldo Presas, Raúl Soldi, Carlos Alonso, Héctor Basaldúa, Carlos Torrallardona, Carlos Cañás, Santiago Cogorno, Vicente Forte, Mario Darío Grandi, Luis Seoane y Zdravko Dumelic fueron los pintores convocados para interpretar plásticamente cada uno de los tangos. Los originales fueron expuestos en las vidrieras de las grandes tiendas Harrods, de la calle Florida.
14 con el tango fue una producción del sello Fermata que salió a la venta como un álbum que contenía un disco de vinilo acompañado por láminas con las respectivas reproducciones. En un par de hojas sueltas constaban pensamientos alusivos de los cuarenta y dos creadores.
Las interpretaciones estuvieron a cargo de los cantantes Reynaldo Martín, Enrique Dumas, Claudio Bergé, Paula Gales y Héctor Morano, entonces muy jóvenes, y de la excelente y ya consagrada Aída Denis, con la participación del quinteto vocal de Ricardo Verón, acompañados todos ellos por la orquesta dirigida por Alberto di Paulo, autor también de los arreglos.
Sin embargo, preciso es decirlo, los resultados no estuvieron a la altura de las expectativas. En su gran mayoría, los tangos salieron imprecisos y lábiles, carentes de la fuerza y de la magia del género. Muchos culparon a los escritores: se decía que, poco habituados a escandir, debieron ser ayudados por los músicos; también se comentó desfavorablemente que no se hubiera convocado a poetas que habían demostrado amar el tango, como Raúl González Tuñón o Mario Jorge De Lellis.
Entre las poquísimas excepciones estaba Bailate un tango, Ricardo, un brioso homenaje a Güiraldes y a Carlos de la Púa de Ulyses Petit de Murat, perfectamente ensamblado con la vivaz música de Juan D’ Arienzo, quien ya era denostado por la vanguardia de turno. El tema se popularizó y cobró vuelo propio: D’ Arienzo y Dumas lo incorporaron a sus respectivos repertorios y lo grabaron también otros intérpretes.
Puede rescatarse además En qué esquina te encuentro, Buenos Aires, una letra muy porteña y original de Florencio Escardó, a la que la fina sensibilidad de “Chupita” Stampone le acopló una melodía noble y melancólica; al igual que en Bailate un tango…, la interpretación de Enrique Dumas fue sobria y ajustada.
En otros casos, el talento y el prestigio de los músicos no fueron suficientes. Así, por ejemplo, la inmensa creatividad de Pichuco no logró salvar al tétrico texto de Sábato, una suerte de continuación de su novela Sobre héroes y tumbas, y la bella música de Pontier y la delicada voz de Aída Denis no pudieron compensar los ripios de Marechal. Por su parte, Piazzolla renegó, poco después, de su musicalización del célebre Setenta balcones y ninguna flor, de Baldomero, pero solo fue una de sus tantas ocurrencias.
En cuanto a las pinturas, aun recordamos la magnífica creación dePacenza para Alejandra, con ese sombrío paisaje abatiéndose sobre el personaje, y el luminoso retrato de mujer que Soldi realizó para Oro y gris.
Pese a todo, la producción de Ben Molar contribuyó a poner en el candelero al tango, al que la falta de difusión y la imposición de otros ritmos empujaban a la baja: el público advirtió que grandes músicos del género vivían y creaban, que surgían destacados intérpretes jóvenes y que el tango no era producto del lumpen ni rémora del pasado, como proclamaban los estereotipos de la época, en algunos casos, por boca de reconocidos “intelectuales”.
En 1975, Fermata produjo otro disco de parecidas características:Los 14 de Julio De Caro, un homenaje al creador de la Guardia Nueva con la participación como solistas de eminentes músicos como Osvaldo Pugliese, Horacio Salgán, Ubaldo De Lío, Enrique Mario Francini, Armando Pontier y Symsia Bajour, entre otros, y de cantantes jóvenes de los cuales, lamentablemente, ninguno logró perdurar. Porque Ben Molar ayudó a numerosos intérpretes juveniles del tango, así como a periodistas y difusores, cuando hacía rato que el género había dejado de ser negocio.
En cuanto a la inserción del tango en la cultura oficial, no conforme con haber logrado instituir el Día Nacional, gestionó, y finalmente obtuvo, que la especialidad “obras de proyección folklórica, tango y cultura popular” se incorporara a los premios nacionales a la producción científica, artística y literaria.
Siempre estaba pergeñando proyectos: cierta vez nos confió que imaginaba, a modo de homenaje a las figuras femeninas del tango, imponer sus nombres a las plazoletas de la avenida 9 de Julio. “¿Te imaginás las plazoletas Azucena Maizani, Rosita Quiroga, Paquita Bernardo, Mercedes Simone?”, se entusiasmaba.
Afortunadamente, pudo gozar de merecidos reconocimientos: entre otras distinciones, se lo nombró presidente honorario de la Asociación Gardeliana Argentina, miembro de la Comisión Directiva del Instituto Cultural Argentino-Israelí y Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires.
Ben Molar murió el 25 de abril de 1915, meses antes de cumplir cien años. Pensándolo bien, ya no nos parece exagerado llamarlo artífice.

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Imagen: Ben Molar.

Dos mercados desaparecidos: el "Rivadavia" y el "Modelo"



(De Miguel Eugenio Germino)

EL MERCADO “RIVADAVIA”
En el año 1862 se prohíbe por ley el funcionamiento de mercados en las plazas públicas, como era habitual entonces. Tales espacios se destinarían a partir de ese momento al usufructo de la población, por lo que comienzan a delinearse las primeras estructuras edilicias específicas de grandes centros de abastecimiento, el más antiguo de todos fue el Mercado del Plata, que se inauguró en 1862.
Hacia el año 1878 se había presentado un pedido de instalación de un nuevo gran “mercado de concentración”, en la zona de Balvanera. Se trataba del Mercado “Rivadavia”, en un terreno de propiedad de Mariano Demaría. Recién en 1881 se autorizó la obra, en la esquina NE de Rivadavia y Azcuénaga, justo frente a la antiquísima y desaparecida pulpería del precursor del barrio de Balvanera, González Varela (El Miserere). Así es como dos comerciantes, E. Cossio y J. Martínez tramitan el permiso municipal, y el mercado finalmente se inaugura el 26 de febrero de 1882.
Los materiales utilizados en su construcción eran de primera calidad; el edificio mostraba un estilo de líneas modernas y, aunque de una sola planta con altillos, no desprovista de elegancia, lucía excelentes comodidades para la época como picos de gas y agua corriente.
El Mercado “Rivadavia” se transformó en uno de los centros comerciales más grandes de Buenos Aires, abarcaba la mitad de la manzana (5.000 m2), tenía tres entradas, una de ellas sobre Rivadavia al 2349, otra sobre Azcuénaga y la última casi llegando a Bartolomé Mitre, que era por donde ingresaban los carros con la provisión de mercaderías que arribaban desde quintas cercanas.
El mercado contaba con 136 puestos minoristas de las más variadas especialidades, especialmente productos frescos, frutas, verduras, carnes, pescados, huevos y pollos, que eran conservados vivos en jaulas, elegidos por el comprador y sacrificados en el mismo momento de la venta.
Además había puestos de ropa, bazar, fiambres, quesos, pajarerías y venta de perros, gatos, torcazas y hasta monitos y conejos que hacían las delicias de los purretes del barrio.
El 12 de octubre de 1923 Justo Romero inaugura en el mercado su pajarería “Once”, que permaneció allí hasta que el mercado cerró, para trasladarse después a la calle Rivadavia 2561, donde continuó abierta muchos años después, atendida por los hijos y nietos de Justo.
Rápidamente la zona se fue poblando de tiendas, cafés, cigarrerías, confiterías y otros comercios afines al rubro, o con productos complementarios  de dicha actividad.
La administración empleaba a un escribiente, un cobrador y cinco encargados de limpieza. En su ochava de Azcuénaga y Rivadavia, junto a los locales más privilegiados, se encontraba el café “Cittá”, de Piacenza, famoso por sus mesas de billar. Asimismo, en la década del 30 se fundó el “Café Bar y Restaurante Gildo”, con parrilla criolla, administrada por Ricardo Cazzolino, donde era curioso ver en sus vidrieras los enjambres de caracoles que trepaban por el vidrio, destinados al consumo. Más tarde cambió de nombre por el de “Ricardo”. Posteriormente también  se levanta otro café en Balvanera con el mismo nombre “Gildo”, en Pueyrredón 39, y una confitería con igual nombre en Corrientes y Medrano.
Tras medio siglo de existencia, en 1937 el mercado se vendió a la compañía de seguros El Comercio, que demolió el grueso de sus instalaciones interiores, no así su fachada, que se conservó hasta el año 2014. En la misma ochava también funcionó la agencia de coches Pérez Roldán. El edificio fue totalmente demolido para construir en su lugar una monumental torre.

EL MERCADO “MODELO”
Según la Memoria Municipal del año 1884, la Municipalidad de Buenos Aires se resistía a otorgar nuevas concesiones para la instalación de mercados privados, debido a que perdía una inmejorable fuente de recursos: “La concesión a particulares para construir y habilitar establecimientos de esta clase, envuelve la completa renuncia de la Corporación a una pingüe renta verdaderamente municipal”.
Ya en 1883, el intendente Torcuato de Alvear señalaba que la renta de los mercados constituía un incalculable ingreso que perdía el municipio si se les otorgaba como concesión a los particulares, por lo que no era bueno abandonar estos mercados, al tiempo que dejaba en manos privadas la fijación de alquileres en el arrendamiento de puestos.
Para ese año, el producto anual de los mercados municipales había aportado al fisco la suma de 317.542 m/n, pero a pesar de ello se otorgaron concesiones particulares para los mercados Pilar, Modelo y San Cristóbal, ascendiendo a nueve los mercados particulares de entonces.
El Mercado “Modelo” era un espléndido edificio de dos plantas ubicado en la calle Lorea (hoy Pte. Luis Sáenz Peña) entre Rivadavia y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen), o sea que atravesaba a lo ancho la actual Av. de Mayo. Propiedad de Teófilo Lanús, el mercado se construyó bajo la dirección del arquitecto Fernando Mogg y fue inaugurado el 23 de marzo de 1884.
Con una superficie de 5.700 m2, se erigió como el mejor de los establecimientos en su género, sobre todo por su constitución distributiva e higiénica. Albergaba excelentes puestos de venta de carne, verdura, frutas, pescados, etc.; según la Guía Ilustrada de Buenos Aires era envidiable por los mejores mercados de Liverpool. A pesar de ello el edificio se mantuvo abierto solo por dos años, después de que el intendente Alvear solicitara a Bernardo de Irigoyen que declarara de utilidad pública a las manzanas ubicadas entre las actuales Rivadavia e Hipólito Yrigoyen, para la apertura de la actual avenida De Mayo. Sin dudas, la edificación del mercado resultó ser todo un error de cálculo de los emprendimientos privados de entonces. Así, cuando el 21 de septiembre de 1885 se reglamentó la ley de apertura de la citada avenida, el Mercado “Modelo” pasó a la órbita municipal con destino de demolición; se recomendaba trasladar los sólidos pabellones de hierro a otro punto de la ciudad.
Fue quizás el mercado de más efímera duración de la ciudad, dejó de funcionar hacia el año 1893.
En su reemplazo se levantó el Mercado “Nuevo Modelo” (1895), en Montevideo y Sarmiento, con una superficie de un cuarto de manzana. Realizado por el arquitecto Juan Antonio Buschiazzo y construido por la empresa Zamboni,  toda una  interesante estructura metálica, que se inauguró el 12 de junio de 1895.
Los muros de la fachada sugieren dos pisos de altura con una arquería rústica en la base y una doble en el piso superior. El acento estaba puesto en los accesos, con arcos de doble altura seguidos por una bóveda de cañón. Esta caja relegaba hacia el interior y hacia atrás la mayor altura de la estructura de la cubierta de hierro y vidrio.
Afortunadamente, el grueso de los puesteros del Mercado “Modelo” se reubicó en este último mercado, en el Spinetto y en el Abasto de Buenos Aires.
La paradoja de este efímero Mercado “Modelo”, víctima de las imprevisiones y vaivenes de la política, es que se haya pulverizado en menos de diez años tan importante estructura edilicia, que tal vez nunca debió haberse construido en aquel lugar.
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Fuentes:
-Radovanovic, Elisa, Avenida de Mayo, Buenos Aires, Ediciones Turísticas, 2002.
-Aguilar Graciela y otros, Mercados de Buenos Aires, Olmo Ediciones, 2014.
-http://www.arcondebuenosaires.com.ar/plaza_del_congreso.htm
-http://arquitecto-buschiazzo.blogspot.com.ar/2009/08/caba-montevideo-y- sarmiento-nuevo.html
-http://es.wikipedia.org/wiki/Mercado_Modelo_%28Buenos_Aires%29
-Periódico Primera Página nº 90, octubre de 200s1.

Imagen: El mercado "Rivadavia".
La nota y la foto fueron tomadas del periódico “Primera Página”.

29 oct 2015

Soneto del adiós a la mala musa




(De  Luis Alposta)

Me embalurdaste el cuore y la fui de poeta,
deslizando en tu oreja algún verso discreto,
y hoy mostraste la hilacha al tirar la chancleta
por un gil de otro barrio que te escribió un soneto.

Las décimas aquellas, con sabor a milonga,
que rimaba al pelete para darte alegría,
las dejaste en el mionca que mandó Villalonga
cuando vino esa mano de la sonetería.

Y ahora, que ya al verso hasta lo escribo en morse,
es en la despedida que te sumo catorce
como los que una tarde te apiló ese tilingo.

¡Qué puerta que me abriste deschavando tu prosa!
Me acoyaré a otra musa, tan finoli y juiciosa,
¡que hasta me dará bola “La Nación” del domingo!
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Imagen: Dibujo de Jorge Rando (Tomado de: jorgerando.es). 

27 oct 2015

Monumentos aéreos



(De Enrique Espina Rawson)

Podría considerarse, y con razón, que la estatuaria ha perdido razón de ser. Los monumentos y estatuas muy poco significan hoy en día, salvo, quizás, para rendir homenajes políticos en apresuradas consagraciones póstumas. En nuestro país el auge de estas expresiones, no siempre artísticas, puede ubicarse entre 1860 y 1940, y, ya luego, fue perdiendo intensidad. Muchos, muchísimos personajes que hubieran merecido su estatua consagratoria no la tienen, y esto no ha impedido de ninguna manera que sean recordados con el respeto y la consideración que se les debe.
¿O acaso no fueron dignos de este reconocimiento Güiraldes, Borges, Marechal, Cortázar, Alfredo Palacios o también, si se quiere Einstein, Jonas Salk, Freud, Roosevelt, Churchill? Suponemos que las estatuas se realizaban por varios motivos. Entre ellos el agradecimiento, para perpetuar en una especie de inmortalidad en el bronce o en el mármol las hazañas y los logros del homenajeado, y también, por qué no, para que los contemporáneos del héroe admiraran la semejanza entre el original y el modelo.
Pasados algunos años, ya este último punto dejó de tener importancia. ¿Alguien podría hoy aseverar con certeza si Manuel Dorrego era tal como lo representa la magnífica estatua de Yrurtia, o si el general Alvear tenía la cara art-déco que le adjudicó Bourdelle? Otras no resistieron el juicio de sus contemporáneos, como el Sarmiento de Rodin, del Parque 3 de Febrero, obra objetada desde el primer momento por no guardar semejanza notoria con don Domingo Faustino, o la estatua de un improbable Gardel, en el Abasto, que es meramente una figura humana de problemática individualización.
Indudablemente, este arte trascendental en la historia de Occidente, se ha desmerecido. Hoy en día se realizan estatuas diseñadas por computadora y con materiales sintéticos que poco tienen que ver con las realizaciones de un taller escultórico, tal como fueron conocidos por siglos. Al transitado y entusiasta dicho admirativo: “Habría que hacerle una estatua”, como materialización del mérito indiscutible y definitivo, podríamos oponerle con sinceridad y escepticismo: ¿Para qué?
Pero, al fin de cuentas, estas expresiones artísticas y sus méritos pueden ser discutidos según los veleidosos meandros de los estilos, las modas, y finalmente los gustos de cada cual, y en este artículo queremos abordar otro género de estatuaria, casi siempre anónima y de calidad pareja: la aérea, que puede contemplarse (¿alguien lo hace?) en la majestuosa coronación de muchos edificios de Buenos Aires.
Decimos de calidad pareja porque estas obras respondían más a la artesanía de maestros albañiles que al arte de un escultor. Están hechos no de mármol, bronce o piedra, sino de mampostería y con moldes, como los enanos de jardín. Estas modestas alegorías aparecen sobre antiguos edificios, generalmente presididas por rígidas y solemnes matronas con gorros frigios y envueltas (a veces no tanto) en túnicas de marcados pliegues, representando no se sabe que.
Acaso alguna de ellas aluda candorosamente al Progreso, otra a la magna Ciencia, así con mayúscula, aquella se propone no hacernos olvidar las Artes o al inasible Ideal, cuando no la Virtud, la Constitución Nacional o la no siempre ciega Justicia... ¡Quién sabe! Las vemos casi siempre sosteniendo con entusiasmo su correspondiente antorcha de cemento y abundantemente rodeadas de figuras secundarias que no hacen más que resaltar su preponderante presencia. ¿Es que acaso alguna vez se supo qué mensaje encerraban, si es que lo hubo, tanto para sus contemporáneos como para la posteridad? ¿Habrá alguien que pueda decirnos hoy el ignorado secreto de estas figuras que nadie contempla, y que si lo hace nada se pregunta? ¿Y por qué se consideraba imprescindible este tipo de culminación edilicia, que sin ventaja aparente sobrecargaba la obra tanto en peso físico cuanto en pesos moneda nacional?
Lucen su inalterable imagen de módicas esfinges ciudadanas, más allá de las afrentosas y frecuentes ofrendas de gorriones y palomas que anidan en sus recovecos, sobre edificios oficiales, como Bancos, Escuelas, e Institutos diversos, pero también sobre algunos edificios particulares, generalmente de arquitectura italianizante, que podríamos datar entre 1870 y 1930. No sabemos si existe alguna especie de inventario -aunque fuera fotográfico al menos- de estas ingenuas manifestaciones de antaño, que si bien no eran el Arte, al menos expresaban una respetuosa tendencia a la belleza y a los valores que deben ser enaltecidos. No es poco.
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Imagen: Uno de los tantos “monumentos aéreos” que embellecen a Buenos Aires y que casi nadie mira. (Foto de Iuri Izrastzoff)
Texto e imagen tomados de la página Fervor x Buenos Aires. 

Decorado y primer acto


(De Amparo Garcianievas)

Un tanguero hace mimo.
El otro titubea.
Una no entiende nada.
La otra todo.
Cuarenta y cinco observan. Treinta y ocho deducen.
Veintidós juzgan. Dieciocho se equivocan.
Catorce bailan. Ocho firuletean.
Dos ignoran el mundo.
Castillo, desde arribas, exclama: ¡¡¡Eeeepa!!!
Y alguien quiere morirse en ese instante
Porque, si mueres en el Paraíso
-todo el mundo lo sabe- 
queda prohibido trasladar el cuerpo.
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Imagen: Alberto Castillo, cantor.

Una nueva adicción



(De Rubén Derlis)

¿Cuántos libros dejaron de abrirse  camino de ida y vuelta al trabajo en subte, o en ómnibus, en estos, digamos, tres o cuatro años, sin ir más lejos en el tiempo, debido al  auge de los celulares? Resultaría imposible realizar una estadística, y si lo fuera, sólo serviría para decepcionarnos al ver la cantidad de lectores que perdió el libro –al menos circunstanciales, pero lectores al fin de cuenta– que por uno u otro motivo sólo daba vuelta la página de una novela únicamente en los viajes. Pero para el libro, algo era algo.
Cuando el viajero fijaba los ojos en una página era para comenzar o continuar una lectura; no cabía otra posibilidad. En cambio, cuando un usuario de telefonía móvil fija su mirada en el pequeño rectángulo mágico –panacea de todas las maravillas–, es imposible saber para qué lo hace, pues es tanta la gama de posibilidades que va de lo imprescindible –el llamado que realmente no puede esperar–  hasta lo francamente anodino  –los estúpidos jueguitos–.
Sin que demande mucho esfuerzo, es posible hacer un amplio paneo en cualquier vagón subterráneo o en el ómnibus, y ver el estrago que está haciendo el Smartphone entre jóvenes y no tanto, pues  últimamente muchos adultos han sucumbido a la mantisa embrujada, acaso para escapar a una realidad aburrida y frustrante que no pudieron o no supieron cambiar, y como acaso consideren que ya eso les resultará imposible, adhieren a esta nueva forma de vacío existencial del siglo XXI.
Lo extraño es que para la mayoría de las personas esto es normal, nadie parece asociarlo con la enfermedad, y en realidad lo es, pues todo indica que camina a pasos acelerados hacia la adicción. Sólo tendrían que preguntarse si les sería posible pasar un solo día sin mandar mensajitos  sin ton ni son, o esperar llegar a sus casas para saber qué almorzarán o cenarán, tal como sucedía cuando eran seres normales y la comida era  una sorpresa que esperaba en familia.  Pero no. Y tengo para mí que un gran porcentaje de congéneres ya no podrán vivir sin el celular; el sólo pensar que les faltaría les haría la vida imposible. Los ganó el Smartphone, los hizo adictos, y esta adición –ya lo veremos con el tiempo–
resultará tan peligrosa como el alcoholismo, el tabaquismo o cualquier otra.  Sólo que en este caso la mayoría de los adictos lo ignora; para estos enfermos indoloros, el mínimo artefacto ejerce la misma fascinación que la lámpara sobre el incauto insecto. Y si no hay cómo zafar, con seguridad que se estará abriendo una nueva faceta de trabajo para psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas.
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Imagen: Celulares y más celulares. 

26 oct 2015

Boedo y zapatos



(De Alejandro Segura)

Boedo y tango, Boedo y poesía, Boedo y arrabal, son todas ideas encadenadas a partir de un mismo concepto: el barrio de Boedo evocando algunas aristas culturales que hacen a la mística porteña. Ancladas en un pasado olímpico poblado de ninfas y semidioses, estas ideas afloran cada vez que uno piensa en este barrio de Buenos Aires.
Boedo y zapatos parece una herejía. Sin embargo, en esta idea atrevida que se nos ocurre plantear, subyace la noción de la mezcla del extranjero con el criollo, del comerciante con el vecino, del tranvía con la avenida, del centro con el interior.
Miles de provincianos y capitalinos concurren cada día al tramo ubicado entre el 1200 y el 1600 de la avenida Boedo. Allí se vive un verdadero festival a cielo abierto, una peña, una demostración de fe y de confianza donde inmigrantes armenios, turcos, judíos, italianos y sus hijos venden toda clase de productos vinculados con la industria del calzado. Esto también, es parte de la cultura del barrio de Boedo. Y tiene sus historias. Aquí van algunas

LOS PIONEROS
Elías Moussatche, el comerciante del rubro del calzado más viejo de la avenida Boedo, nació en Esmirna, Turquía. Cuando llegó a la Argentina tenía 6 años.
Don José Moussatche, el padre de Elías, fue un hombre de una vida austera, signada por las luchas en las que vivió su país y por la guerra Greco–Turca, que comenzó en 1919 y terminó en 1922, poco antes de que naciera su hijo Elías.
José Moussatche ya operaba en el mismo rubro en Europa, allí era importador. Los productos llegaban a Turquía de Suiza, Francia, Inglaterra. En el año 1930 Moussatche decidió emigrar a América recalando en Uruguay en aquel año. En 1931, luego de una serie de trámites, pudo entrar en nuestro país. Aquí ya estaban instalados varios parientes.
“Acá los primos trabajaban casi todos el rubro textil –recuerda Elías–. Trabajaban en el Once que era famoso, había mucha gente de la colectividad. Pero mi padre quiso seguir con el rubro del calzado. –No, pero nosotros te podemos ayudar –le decían los sobrinos–. Y él dijo: mira, vamos a hacer una cosa, pruebo con lo mío, si no me va bien empiezo a agarrar otra cosa. Y acá empezó, y de todo el mundo, de todos los que él era cliente, le mandaban mercadería. Así que él comenzó en Buenos Aires con mercadería importada. Inclusive tengo un par de cueritos importados de aquel entonces. Pero después vio que acá se producía, que había curtiembres. Y empezó a comprar aquí. El tenía problemas de idioma, no hablaba en español, hablaba ladino. Pero poco a poco se fue mimetizando. Y recuerdo una anécdota de aquella época: se compró una caja de zapatos y la puso en el estante, y puso un utensilio enfrente. Cuando venía un zapatero y le preguntaba: – ¿Tenés cuchillos?–, o algo así que necesitara, él le decía: –a ver, ¿cuál de éstos es? ¿Cómo se llama? –. Y ahí le ponía el nombre. Así fue actualizándose en el idioma del lugar donde estaba. Y así fue avanzando despacito y nosotros creciendo...”.
Elías, que nació en el año 1923, recuerda cómo llegaron al barrio: “Mi padre compró esta propiedad –Boedo 1257– y acá vinimos a vivir, acá arriba, arriba del negocio. Esto en el año 31. Por entonces yo iba a la escuela Martina Silva de Gurruchaga –continúa Elías– en Independencia y Boedo. Y recuerdo que en la otra cuadra había una estación de tranvía”.
Elías recuerda también el momento en que empezaron a aparecer los comercios de su rubro: “Aquí había mercerías, había otros tipos de comercio pero poco a poco fueron dejando, fueron cayendo y los nuevos que venían eran del gremio del calzado. Hay una gran cantidad de armenios: uno trajo al primo, al nieto, al hermano, por lo que hay mucha gente que está ahora con estos negocios y que son parientes entre sí. Cuando yo era niño había un almacén de suelas en la barranca, donde ahora está la autopista. Jacobo Leberman era bastante importante, tenía cuatro empleados y trabajaba bien.
Después Don León, donde ahora es Casa Gregorio.
Y la llegada de Bonomo en 1934 fue todo un acontecimiento porque Santiago Bonomo era conocido de mi padre. Era importador también. Hacía negocios con mi padre cuando estaban en Europa.”.

LA AVENIDA BOEDO
En los años cuarenta y cincuenta –y si se mira, también hoy– la avenida Boedo no era la misma en todo su recorrido. Hubo –hay– una zona donde la arteria toma el aire céntrico de las localidades urbanas. Esa zona se ubica entre San Juan e Independencia, se podría decir que es el tramo más alegre y más comercial de todo Boedo. Los cines atraían muchísima gente, los carnavales eran maravillosos –sobre todo en el recuerdo de los nostalgiosos– y el comercio florecía en ese segmento. Incluso el Grupo Literario de Boedo se reunía en esta zona, que de alguna manera se convirtió en el polo magnético del barrio.
Más allá, la calle presentaba un declive y el comercio era más salteado, con casas de música, de fotografías, almacenes, mercerías, una librería y algunas casas destinadas al rubro zapatería.
La llegada de inmigrantes fue determinando el perfil de esta zona particular, que actualmente se ubica más allá de la autopista. En el decir del tango, más allá de San Juan y Boedo antiguas, comenzaba el cielo perdido. Y en ese cielo perdido, los extranjeros, los criollos, los recién llegados y los antiguos buscaban forjarse un porvenir. Y el trabajo sostenido junto con los sueños comenzó a darle a la avenida Boedo, más allá de San Juan, la forma de un oficio, el del zapato.
En aquellos años se sumaron nuevos locales a la tarea de ayudar a los zapateros para que pudieran cumplir su labor. Y zapateros de todo el Gran Buenos Aires y del interior vinieron a comprar a la avenida Boedo: cordones, tintas, hormas, sacabocados, suelas, cueros, todo se encuentra en este shopping a cielo abierto, en este universo del zapato, único en Buenos Aires.
La gente venía del interior, hacía su pedido, depositaba el dinero o lo giraba y las mercancías recorrían todo el país.

UNA EXPERIENCIA SINGULAR
Una experiencia particular es la de Juliana Coluccio. También está vinculada con la guerra, esta vez con la llamada Segunda Guerra Mundial.
Juliana, la titular de la empresa Máquinas Argentinas, es italiana. Su padre, Francisco Coluccio fue tomado preso y llevado a Tobruk.
“Por entonces mi abuelo estaba acá con un hijo, con un hermano de mi mamá, recuerda Juliana. Entonces mi mamá le escribe a su padre contándole la situación. Mi abuelo era muy amigo de Perón y Evita. Más de Evita que de Perón y le hacía los zapatos. Lo llamaban “sempravanti” (risas). Así fue que Perón y Evita –cómo hicieron no sé– pero  lo trajeron a mi papá. Te podés imaginar que en mi casa era siempre ¡Perón–Peron que grande sos!, ése era mi himno. Entonces viene mi papá y después nos mandan a llamar, mi papá la manda a llamar a mi mamá, yo no había nacido. Cuando yo llego acá, recién conozco a mi papá. Ya tenía tres años y medio”.
Cuando el papá de Juliana llega a Buenos Aires comienza con la empresa Hormasaca en Constitución al 300. Y trabaja en conjunto con su suegro, Argiró, que estaba en San Juan. El éxito de la empresa fue enorme. Hormasaca brindaba un servicio extraordinario a la industria del calzado, porque allí se podía comprar de todo, incluso las cosas más insólitas, que en otros lugares no se conseguían.  Juliana sigue en el barrio, y una de las causas es que, frente a todas las dificultades, apunta a sostener la tradición iniciada por su padre.

EN LOS NOVENTA
La  industria del calzado, como otras, debió soportar diferentes crisis que afectaron al país desde los años treinta. En los últimos cincuenta años, los golpes de Estado, el Rodrigazo, la política aperturista de Martínez de Hoz, la hiperinflación de 1989, nuevamente la apertura económica en tiempos de Menem con un dólar “planchado” y finalmente la crisis de 2001, afectaron enormemente a la actividad.
Cuando estos contextos se cruzaban con situaciones internas difíciles, muchas empresas, como Hormasaca, dejaron de fabricar.
De todas formas, Hormasaca (Máquinas Argentinas) y otras empresas vinculadas al rubro calzado, siguieron y siguen existiendo. “Toda la vida vendí hormas, se afirma Juliana, mil veces tuve oportunidad de vender Hormasaca, pero  yo tenía que hacerle honor a mi papá.”.
La crisis de los noventa tal vez impulsó al gremio a unirse en torno al eje de la avenida Boedo. Por esos años, muchas empresas que ya existían, se mudaron a la arteria, entre el 1200 y el 1600.
Este es el caso de Héctor Florimonte que llegó a Boedo en el año 1995, aunque su empresa, Casa Florimonte,  arrancó en 1961.
Héctor Florimonte también tiene orígenes europeos: “Mi padre, Francisco Antonio Florimonte, un inmigrante de Salerno, sur de Italia, llegó al país el 8 de diciembre de 1948, y empezó trabajando en la carpintería de un paisano. Empezó allá por el año 1952 en Inclán al 3478. Arrancó fabricando muebles de máquinas de coser Singer, muebles con el enchapado y el lustre completos. Después comenzó a crecer y adicionó máquinas nuevas y usadas. Fue agregando cada vez más máquinas y con ellas comenzaron a aparecer máquinas para la industria del calzado”.
Héctor, empezó a colaborar en el negocio a los 15 años lo ayudaba. Regresaba del colegio y se ponía a trabajar en el negocio familiar.
Con el tiempo, el negocio fue tomando nuevos rumbos, tratando de proveer a una clientela que viene de todo el interior, de todos los puntos cardinales: Salta, Jujuy, Entre Ríos, Río Negro.

HOY
Si usted recorre la avenida Boedo entre la autopista y la avenida Juan de Garay, encontrará los negocios del rubro del calzado. Hay un movimiento permanente: gente que viene del Conurbano, gente que viene de las provincias, gente de Capital. Detrás de estos comercios hay una tradición, que mantiene el estilo de los que trajeron este negocio a Buenos Aires, desde los años de 1930. Esta tradición es parte de la historia. Boedo y zapatos… Otra manera de ver nuestro barrio.
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Imagen: Maquinando calzado.
Texto y fotografía tomados del periódico “Desde Boedo”.

¿Qué será Buenos Aires?



(De María Schujer)

La Pirámide de Mayo se levanta en el centro de la Plaza de Mayo, núcleo real y simbólico del Casco Histórico de la ciudad. Vista de cerca está claro que no solo no está en el centro de la plaza, sino que tampoco es una pirámide.
Se trata del primer monumento patrio de la ciudad de Buenos Aires y, desde su nacimiento, presidió el podio de la alegoría nacional sin mosquearse porque le apodaron pirámide o porque lo desplazaran del centro para dejar paso al subterráneo A. Tampoco parece preocuparle demasiado ser cada tanto carne de grafiti, descanso de palomas o el ojo del huracán que a su alrededor formaron año a año las Madres y las Abuelas.
Sobre el monumento se erige la Libertad, y en el centro mismo de su gorro frigio ladeado, hay una lente invisible que ve el futuro, el pasado y el presente.
Ve un río y una barranca, que en 1536 les pareció a los primeros exploradores europeos un lugar apto para establecerse... sí, ahí donde hoy está el Parque Lezama (por Gregorio Lezama, un rico y excéntrico hacendado que hizo traer de Europa árboles y plantas exóticas para decorar su jardín y dejarlo digno de una novela del otro Lezama).
Observa la llegada de un tal Garay que funda la que se llama ahora Ciudad de la Trinidad. Tiene una Plaza Mayor y un puerto: Santa María del Buen Ayre. Son unas pocas manzanas, un fuerte, dos convento (San Francisco y Santo Domingo), un hospital, una plaza y algunos solares. Con menos de 12.000 habitantes, la ciudad no es más que una aldea.
Pero, poco a poco, crece. En 1776 es capital del Virreinato. Alrededor de la Plaza Mayor se levanta la Aduana y, poco después, el Consulado. En un abrir y cerrar de ojos, brotan nuevos edificios, la recova de los comerciantes, mercados y mataderos.
Pasan los años. Vienen las invasiones inglesas; se escucha crecer el desconcierto causado por la caída de España ante las fuerzas napoleónicas; la insurrección popular y militar de 1810 y la Independencia. Es ya 1820, y la ciudad cuenta con 50.000 habitantes, casi todos concentrados en las 30 manzanas que rodean la Plaza Mayor.
El mundo todo cambia con el siglo XIX y su inédita velocidad. También el centro de Buenos Aires. Las calles están empedradas y son más anchas. Se instalan los primeros artefactos de iluminación pública. Las manzanas, hasta ahora divididas en lotes cuadrados, se fraccionan en tiras angostas y largas con frentes de hasta un octavo de solar, dando paso a las viviendas de triple patio o casa chorizo, donde habita la crema y nata de la aristocracia (esa que pronto se mudará al norte, huyendo de la fiebre amarilla y el cólera).
Tras el éxodo, muchas casonas del sur abandonan su viejo esplendor para convertirse en conventillos. Ya estamos en el siglo XX y en algún lugar debe alojarse el cardumen agitado que llega con las olas migratorias. Comienzan a escucharse sonidos extraños, instrumentos musicales desconocidos y tonadas nostálgicas en todos los idiomas.
Crisis mundial; movimientos obreros y anarquistas; la semana trágica, la construcción del subterráneo; el golpe militar de 1930; la nacionalización de los ferrocarriles; una ciudad que expulsa a los sectores bajos a mediados de los años sesenta. .. El Casco Histórico de Buenos Aires cae en un proceso de deterioro que arranca en los años setenta y se agudiza en la década de los noventa, signada por prácticas segregacionistas ocultas tras un discurso globalizante. El valor social del espacio público parece no poder competir con el valor del mercado y sus caprichos.
 La Pirámide de Mayo ataja hoy nuevos aires. El gorro que abriga la cabeza de la Libertad sigue ahí. Mira el paisaje y reconoce su brevísima historia en algunos edificios, sabores, colores...Su estilo, neoegipcio napoleónico, ese encuentro fortuito surrealista, se atomiza hacia el resto del Casco Histórico, mutante, rebelde y misterioso. ¿Qué lo hace único? ¿Qué palabras lo explican mejor si en sus escasos cinco kilómetros cuadrados conviven casas bajas, bares crujientes alfombrados con cáscaras de maní, hermosos y horrendos edificios institucionales, puestos de venta de antigûedades, oficinas, librerías, plazas, pasajes, iglesias, conventos, túneles, hoteles, estatuas vivientes y estatuas agonizantes, adoquines, catedrales, universidades y hasta un exCentro Clandestino de Detención? ¿Será tal vez que esa esencia cambalachezca es la que adopta para sí la porteñidad, abrazando la mezcla como materia prima de una identidad en permanente discusión? ¿O qué será Buenos Aires?
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Imagen: La Pirámide Mayo.
Nota y fotografía tomadas de la página Buenos Aires Sos.

16 sept 2015

Para una nostalgia futura



(De Mónica López Ocón)

Como los perfumes, la nostalgia y el prestigio literario se destilan lentamente. Por eso, los nostálgicos del género epistolar aborrecen el mail, aparentemente un medio que tiene la frialdad de la eficiencia tecnológica y que es el favorito de las hordas de jóvenes sospechosos que desconocen el placer de fabricar recuerdos poniendo a envejecer lentamente en una caja un manojo de cartas atadas con una cinta descolorida, como quien deshidrata flores entre las hojas de un herbario. El carácter poético de objetos y rituales es una virtud que sólo le otorga el pasado. Convertidas en parte de la vida que se ha dejado atrás, las cartas mostrarán en alguna tarde de nostalgia su ancianidad venerable. Identificadas con la mano que las escribió, tendrán pecas de color ocre sobre su piel de papel, y la tinta, desleída, sugerirá que también ella se irá borrando lentamente hasta no ser más que una huella, una estela, un rastro que detectarán únicamente los ojos memoriosos.
Sólo se les rinde veneración literaria a los objetos que son rastros de cosas perdidas. Y lo perdido siempre se ha perdido en el pasado. La nostalgia poética es, por lo tanto, un sentimiento retrospectivo.
Sin embargo, es sólo un acto de pereza mental el no poder sentir hoy una nostalgia del futuro. Finalmente, las computadoras son cajas parecidas a aquellas donde se guardan las cartas, cajas, como la de Pandora, en las que es posible encontrarlo todo, desde un mensaje a nuestro nombre hasta la imagen de un hombre desesperado que huye de alguna guerra lejana.
Hace ya mucho tiempo, cuando se inventó el fonógrafo,  la música del mundo comenzó a venir en caja. Ningún misterio más insondable que la posibilidad de atrapar la voz de alguien y guardarla en un cofrecito. Hoy, sin embargo, que el mundo entero se guarda en cajas luminosas, nos parece que este acto mágico carece de grandeza. Ni siquiera nos parece poético el hecho de poseer una clave secreta, una contraseña, para que ante nuestros ojos aparezca, parpadeante, el mensaje que nos está destinado. En pleno día, las pantallas tienen  el misterio nocturno de las ventanas iluminadas, de esos rectángulos infranqueables que sugieren la existencia de tantas vidas de las que estamos definitivamente excluidos, de tantas dichas y desdichas que nunca llegaremos a conocer. Detrás de la ventana de la pantalla, en cambio, existe todo un mundo que reclama ser mirado, que nos exige que ejerzamos un voyeurismo sin culpas espiando por todas las cerraduras.
Quizá porque se sabe que lo nuevo carece de prestigio poético es que la computación ha adoptado algunos vocablos viejos. “Monitor” se le llamaba en el pasado al niño estudioso que ayudaba al maestro en el aula. El verbo “navegar” designa el desplazamiento por ese río caudaloso e invisible por el que baja la jangada de la información, por donde se pierden los inexpertos que se dejan engañar por el canto de las sirenas, por el que los navegantes solitarios buscan compañía. Y el verbo “navegar”, a su vez,  está ligado a palabras tan viejas como literarias: brújula, astrolabio, sextante, bitácora.
Estoy segura de que alguna vez contemplaremos las computadoras como hoy contemplamos las máquinas de coser Singer y que tendremos hacia sus creadores ese sentimiento condescendiente que nos hace perdonarles la ingenuidad de haber creado un objeto tan artístico para darle un fin tan utilitario. Sé muy bien que algún coleccionista fanático se dedicará a recorrer anticuarios para conseguir computadoras de un determinado año y que los curiosos hurgarán en sus entrañas muertas a las que encontrarán repletas de objetos cursis: flores secas, poemas inconclusos, dedicatorias de amor, frases hechas. Las palabras de nuestros mails se habrán evaporado como los perfumes, pero dejarán un aura amarillenta casi imperceptible en los circuitos que los especialistas sabrán reconocer como una antigüedad preciada.
Y nuestra necesidad de nostalgia estará satisfecha: toda esa quincallería informática será el testimonio de lo que hemos perdido. ¿Pero es preciso esperar tanto? Ahora mismo, mientras insistimos en negarle prestigio literario y capacidad evocativa a los mails que escribimos, estamos perdiendo algo que habremos de añorar en el futuro.
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Imagen: Fotos, cartas y postales: recuerdos.

15 sept 2015

El mercado "Lorea"



(De Miguel Eugenio Germino)

Hasta el año 1860 la construcción de los grandes mercados proveedores de Buenos Aires se ubicaron teniendo en cuenta la distribución de la población local, preferentemente en zonas densamente habitadas, de fácil acceso, lo que en el corto plazo trajo aparejado grandes dificultades con el tránsito. En su gran mayoría eran emprendimientos comerciales privados, sin ningún tipo de planificación municipal.
Allá por el año 1858 se comenzó a hablar de la construcción de un nuevo mercado, “Lorea”, en las inmediaciones del entonces Hueco de Lorea, donde en 1873 se levantó el histórico gran tanque de agua para el abastecimiento domiciliario. Con una altura de 20 metros, el tanque superaba a todos los edificios existentes en la época; su depósito de 272 m3 (9 x 9 x 3, 60 m) tenía capacidad para contener un millón cien mil litros, que abastecía a unos 32.000 hogares. Al elegir el lugar en el que se instalaría el nuevo mercado se tuvo en cuenta la equidistancia con los mercados Del Centro y Del Plata, ya que en esos tiempos, y debido a la lentitud de los medios de locomoción, la distribución era más lenta y tediosa.
En principio se pensó como un mercado municipal, con el fin de obtener financiamiento bancario para su construcción. Así se elevó un proyecto de una inversión de hasta 2 millones de pesos de entonces, bajo garantía de propiedades, proyecto que no prosperó. Finalmente este mercado se abrió con capitales privados ocho años más tarde, el 7 de septiembre de 1864. Se instaló en terrenos legados por el matrimonio Lorea, al lado de la plaza que hoy lleva su nombre, en Rivadavia entre Lorea (hoy Luis Sáenz Peña) y Cevallos, vereda sur. Tenía una superficie cubierta de 4788 m2, según datos de la Memoria Municipal de 1890 y 1892, y contaba con aproximadamente 200 a 400 puestos.
Vale recordar que el 5 de julio de 1807 Isidro Lorea, junto a varios de los esclavos que trabajaban para él, enfrentó a los ingleses durante la segunda invasión inglesa y todo terminó en tragedia: Lorea y su esposa resultaron heridos por bayonetas cuando peleaban contra los invasores y murieron unos días después. También cayeron sus esclavos, luego reconocidos como héroes de la resistencia.
Previamente la familia había constituido herencia de la quinta y aledaños al Cabildo, con la condición de que se construyera en el lugar una plaza que llevara su nombre, como paradero de las carretas que llegaban desde el norte por el camino de Las tunas (hoy Callao). En 1808 el virrey Rafael de Sobremonte aceptó la donación y la condición impuesta por el matrimonio Lorea.
En 1875 los grandes mercados de abasto en Buenos Aires eran siete: Del Centro, Del Plata, Lorea, Independencia, Florida, Comercio y Libertad.
Hacia 1908 se planteó la necesidad de derrumbar el mercado Lorea, para levantar en su lugar la Plaza Congreso, que se inauguraría con motivo del primer centenario de la Revolución de Mayo. Los vecinos de Buenos Aires no se opusieron a ello, ya que existía el Mercado Rivadavia, habilitado desde 1882, que ocupaba más de media manzana en la intersección de Rivadavia y Azcuénaga. Asimismo estaba el Mercado Spinetto, que se habilitaría en 1894. Y otro mercado, el Abasto Proveedor, en dos manzanas en la antigua Quinta de Nogueras, entre las calles Corrientes, Anchorena, Lavalle y Agüero, habilitado en 1893, en una zona plagada de otros establecimientos como fábricas de hielo, maduraderos de bananas y depósitos.
No se tiene certeza de quién fue el constructor del mercado Lorea, aunque se presume que fue diseñado por el ingeniero Carlos E. Pellegrini. En cuanto a la gestión del lugar, estuvo en manos privadas hasta 1902, cuando lo adquirió la Municipalidad por $ 418.000. Según la memoria municipal del año 1903, la fisonomía del mercado cambió radicalmente hasta ubicarse a la altura de otros mercados particulares de mayor importancia. En el año 1895 la Guía de Buenos Aires decía: “Recientemente refaccionado, ofrece comodidades tanto al público como a los expendedores”.
Salvo las fotografías de la demolición del predio, no se han descubierto imágenes del mismo, toda una lástima.
El mercado Lorea no fue el único centro de abastecimiento de efímera duración. El Mercado Modelo, propiedad de Juan Lanús, de 5.902 m2 cubiertos, inaugurado en 1884, terminó por ser demolido pocos años después, en 1893, para dar lugar al ensanchamiento de la avenida De Mayo.
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Fuentes:
Aguilar Graciela y otros: Mercados de Buenos Aires. Olmo Ediciones 2014.
http://drparbst.blogspot.com.ar/2015/02/plaza-de-lorea.html
http://www.revisionistas.com.ar/?p=11173
http://www.arcondebuenosaires.com.ar/plaza_del_congreso.htm

Imagen: Demolición del mercado "Lorea" en 1910.
Texto y fotografía tomados del periódico barrial Primera página.