13 oct 2010

El Obelisco por dentro


(De Joaquín Gómez Bas)

Los obeliscos auténticos son monolíticos; es decir, están formados de un solo bloque de piedra. Creados por los egipcios, tenían carácter religioso. Son numerosos los obeliscos levantados en épocas remotas que perduran emplazados en distintas ciudades del mundo, pero los más famosos, tanto por su importancia histórica como por la elegancia de sus líneas, apenas pasan de media docena.
Uno de los más conocidos se halla en la Plaza de la Concordia, en París. Procede de  Luxor, lo mandó a construir Ramsés II hace más de treinta siglos y fue regalado a Francia por Mahomed Alí en 1831. Se apoya sobre un pedestal esculpido y sus cuatro caras están cubiertas de signos jeroglíficos. Mide 22 metros con 8 centímetros de altura y pesa una doscientas toneladas.
Igualmente famoso es el de San Juan de Letrán, en Roma, con 32 metros; la aguja de Cleopatra, en Londres, de 21 metros con 60 y 36 toneladas; el de la Plaza de San Pedro, en Roma, levantado en 1586, de 25 metros con 60 y cerca de 200 toneladas; el de Karnac, de grandes dimensiones, uno de los más notables entre los obeliscos egipcios, de 34 con 75 con un peso de 367 toneladas, y el de Washington, terminado en 1877, erigido a la memoria del prócer estadounidense. Construido en mármol, mide 169 metros de altura y se halla emplazado a orillas del Potomac. (Gracias, señor Espasa).
El nuestro no tiene historia; es demasiado joven. Mejor dicho, la tuvo antes de ser erigido. Una pequeña historia de entre casa. Corría el año 1936 y se vivía un año político especial, aunque no tanto como los que vinieron después. La revolución del 30 había creado en la ciudadanía un inquietante estado de ánimo en donde prevalecían el resentimiento, la desconfianza y el recelo frente a las nuevas autoridades. El anuncio de la erección del Obelisco promovió un movimiento de repudio, a cargo de un numeroso sector del público y del periodismo. El clamor negativo fue desoído y los empecinados en llevar a cabo el proyecto aceleraron los trabajos. El Obelisco porteño se levantó en el término de 60 días.
Sin embargo, a partir de su inauguración se acallaron casi todas las voces que lo desprestigiaron antes de nacer. Quedaron algunas, muy pocas, que insistían pidiendo su demolición. Pero el Obelisco, nuestro obelisco, se fue imponiendo por la sola razón de su presencia. Los ciudadanos empezaron a mirarlo con buenos ojos. Lo sintieron como un amigo, un habitante más de la ciudad. Se constituyó en punto de referencia, en una especie de vigía, en el símbolo de la altivez y de la dignidad.
Y por eso mismo, porque forma parte integral, insustituible de nuestro panorama edilicio y de nuestro acervo sentimental, nos parece oportuno describirlo en su totalidad, interior y exteriormente, como un homenaje a su condición de monumento nacional y para que sirva de información a los que desconocen los detalles de su estructura.
El Obelisco está emplazado en la llamada Plaza de la República, casi exactamente en el vértice que forman las avenidas 9 de Julio, de 140 metros de ancho, Diagonal Norte, de 33 metros, y la avenida Corrientes, también de 33 metros de ancho. Probablemente resulte para muchos una novedad enterarse de que justamente por debajo del Obelisco corren dos líneas de tranvías subterráneos superpuestos, la B y la D, antes Lacroze y Chadopif. Sobre ambos túneles forma la base una plataforma de hormigón armado, de 20 metros de cada lado y 1,50 de alto, que apoya en dos de sus costados sobre zapatas del mismo material.
Su estructura visible tiene una longitud de 67 metros y medio en su totalidad; 7 por 7 de base, y hasta la iniciación del ápice 63 metros, o sea 9 veces el lado de la base. El ápice, que mide 4,50, tiene en su parte mayor 3,50 por 3,50.
Interiormente es hueco, pero cada 8 metros hay una losa con un agujero en el medio. Estas losas dejan un vacío en uno de sus ángulos donde se halla instalada una escalera marinera para ascender hasta su cúspide. En este punto, en su parte interna, hay una roldana que permitiría izar algún bulto por el agujero central de las losas.
El Obelisco tiene puerta de entrada en su base y cuatro ventanas en su ápice. Esta parte superior ha sido iluminada por fuera años después. Su interior dispone de iluminación eléctrica. Y aunque resulta invisible dada su altura, el Obelisco está provisto de un pararrayos muy pequeño, cuyos cables corren por el interior.
Está revestido de cemento armado, sustituyendo las primitivas losas de mármol. Este cambio se realizó a raíz del desprendimiento de algunas de estas losas, motivado por deficiencias técnicas en su apresurada construcción.
El Obelisco pesa 170 toneladas, costó 200 mil pesos moneda nacional y fue diseñado por el arquitecto Alberto Prebisch. Su erección fue dispuesta por la Intendencia Municipal – a cargo de don Mariano de Vedia y Mitre durante el gobierno del general Agustín P. Justo– como un homenaje de la Capital Federal de la Nación con motivo de la celebración del cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires.
En lo que a mí respecta, y sin que nadie me lo pregunte, quiero decir que de entrada no más lo recibí como a un amigo. Me dolió que lo desvistieran de aquel mármol que lo agrandaba en jerarquía, que le eliminaran los poderosos focos que lo iluminaban desde abajo, que lo utilizaran para trapecio de saltimbanquis temerarios, que lo embadurnaran con inscripciones de alquitrán, que lo convirtieran en andamio para letreros que bien podían colocarse en otra parte. Pero me consuela la certidumbre de haber sido uno de los pocos porteños que exaltaron su presencia dedicándole un fervoroso poema.
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Imagen: El Obelisco por dentro (Ilustración tomada del sitio: nocturnar.com).