(De Luis Alberto Ballester)
Fulgen en Buenos Aires unos mundos mínimos, plenos de magia, ante los que finalizan las contradicciones y en los que algo semejante al paraíso del instante, a la infancia, nace con suave ímpetu: son los escaparates de algunos negocios, plenos de objetos vivos, con los labios de viento y agua fría.
El orbe de lo humano tiembla en la confusión de elementos, de objetos artísticos, de restos de una botánica expresiva, que brotan tras las luminosas vidrieras. En una casa de disfraces, erguida en Montevideo al 100, se alzan en el resplandor del escaparate antiguas vestiduras de brocato púrpura, del siglo XVI, y también petos brillantes de un impensado aire helénico, o de pronto en un ángulo oscila un antifaz veneciano, tal vez como aquel que usaba el aventurero y amador Jacobo de Casanova, caballero de Seingalt. El tiempo y el espacio reúnen en estos recintos las posibilidades que fueron: por un simple acto de contemplación, el observador derrota sus límites físicos.
En Libertad al 300 se tiende otro escaparate, pleno de artículos de magia. La infancia, con su poder transformista, nos seduce con sus amigables dédalos al mirar los múltiples adornos, los casi infinitos artículos que el poder imaginativo del hombre ha concebido. Así, se alza en una esquina de la vidriera la cabeza del hombre-lobo, atravesado por un alarido, mientras la bruma de bosques desconocidos la desdibujan pavorosamente. Luego un cofre, con los precintos rotos, en cuyo interior brillan collares y piedras preciosas de vidrio, y encima un puñal dorado, con mango en forma de serpiente, que quizá perteneció a un amado Sandokán. Tiemblan máscaras, dilatadas en barbas asirias, y naipes que esconden el futuro, y varitas mágicas y sombreros de copa desde cuyo fondo vuelan pájaros o corren ardillas. En los escaparates de la Boca resplandecen vidrieras a través de las cuales nos miran peces casi monstruos. Son como ejemplo de aquellos peces que aún viven en las mitologías. El recuero de Jonás es tácito. Otros escaparates seducen al paseante. En Defensa y Humberto I, en San Telmo, hospedan viejos relojes de pie, o damasquinadas espadas o unicornios de vidrio. También braseros de hierro y copas de cristal, frágiles como una lágrima.
Ante estos escaparates nace una realidad siempre vasta y misteriosa.
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Imagen: Vidriera de una casa de antigüedades.