(De Joaquín Gómez Bas)
Claudio de Alas y Marcelo Peiret fueron muy leídos por la juventud de los años 20. Pasaron, y quizá retornen teniendo en cuenta el auge de las canciones sensibleras que parecen deleitar a la muchachada de ahora. Voy a decir algo de Claudio de Alas, seudónimo de Julio Escobar Uribe.
Era un poeta romántico, atormentado por el martirio de las ideas más trágicas y tenebrosas. Sin entrar a profundizar demasiado, podría definírselo como un espíritu sensibilizado a la manera de Bécquer, pero poseedor de un lenguaje estriado de sonoridades tan rebuscadas como impresionantes. Su obra se fue con él. Actualmente nadie lo menciona. Y eso que coronó su voluntaria desaparición con un suicidio espectacular.
Lo mismo que López Merino, el delicado poeta platense, se pegó un tiro. López Merino lo hizo en una plaza de su ciudad. Claudio de Alas en un cuarto de la casa de Koek-Koek, que lo albergaba.
¿Quién era Koek-Koek? Un artista. Un pintor que tuvo especial resonancia en su momento. En la sala de espera de cualquier oculista, en las casas más insospechadas, en los remates del Banco Municipal, aparecen cuadros de este pintor. En su mayoría falsificados. Temperamentalmente, Koek-Koek podía ser hermano gemelo de Claudio de Alas. Intratable, incongruente, lastimero, aislado, rebelde, único. Un desesperado a lo Van Gogh.
Por eso mismo cobijó en su casa al desorbitadísimo Claudio de Alas. Lloraban y maldecían juntos. Soñaban y reían por idénticos motivos. Hermanados en la misma bohemia, dueños y señores de la sacrosanta miseria de la poesía.
Una tarde, Koek-Koek encontró muerto a su amigo. Mejor dicho, a sus dos amigos. Porque también estaba muerto su perro. Claudio de Alas lo había eliminado –según constaba escrito en un papel– porque tenía pavura de partir solo, para que lo acompañara en su excursión a la eternidad.
Dese ese momento Koek-Koek padeció su inconsolable soledad. Pero no la soledad sin su amigo, sino la soledad sin su perro. No admitía lo que de acuerdo con su criterio y su bronca, era una traición, un ensañamiento gratuito, un asesinato…
–Cada cual es dueño de su vida y de su muerte –refunfuñaba–; si se le antojó mandarse a mudar, es cuenta suya… Pero llevarse con él a mi perro… eso no se lo voy a perdonar jamás…
Pienso en el poeta suicida, y lo veo caminar por callejuelas de miedo, asistido por el perro de Koek-Koek.
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Ilustración: Tapa del libro: El cansancio de Claudio de Alas, editorial Tor.
Nota tomada del libro Buenos Aires y lo suyo, Edit. Plus Ultra, Bs. As., 1976.