(De Miguel Ruffo)
En ocasión del Centenario de la Revolución de Mayo y como parte de los festejos conmemorativos destinados a perpetuar la memoria de los hombres que habían protagonizado los sucesos revolucionarios de 1810, se erigieron monumentos a todos los miembros de la Primera Junta. Entre ellos el destinado a Mariano Moreno, que se encuentra emplazado en la Plaza Lorea , cuyo artista fue Miguel Blay y Fábregas y su comitente Adolfo P. Carranza, primer director y fundador del Museo Histórico Nacional.
El Centenario fue un momento muy particular. Por un lado la elite conservadora que gobernaba el país se había lanzado a conmemorar los cien años de vida independiente en una situación histórica donde la Argentina atravesaba por profundos cambios sociales y económicos como resultado del modelo agroexportador que llevaba a “La Prensa” a afirmar que la Argentina, como país joven y pujante, redimía al proletariado de los pueblos viejos posibilitando su ascenso social; y por el otro, agudos contrastes y desniveles sociales que dieron origen, sobre todo en la capital, a un combativo movimiento obrero que sembraba la preocupación en muchos miembros de la elite por lo que consideraba “la pérdida de los valores nacionales que habían encarnado en los Hombres de Mayo y de la Independencia”. Se imponía la necesidad de reestablecer el espíritu patriótico de los ancestros, de los padres de la patria, a efectos de educar cívicamente a las nuevas generaciones. En este sentido ya Ricardo Rojas había hablado de la pedagogía de las estatuas, postulando a los monumentos públicos como materializaciones de un espíritu nacional que debía imponerse, frente al agravio que significaban las estatuas que en la ciudad se habían levantado a personalidades extranjeras comola de Mazzini o la de Garibaldi.
El Centenario ofrecía la oportunidad de sembrar el espacio público con esculturas y monumentos portadores de valores nacionales. Pero entre lo proyectado y lo realizado, a veces mediaba un abismo, sobre todo para el pensamiento de los hombres más vinculados a la comitencia de estas obras de arte. Veamos lo que escribía Adolfo P. Carranza en su diario personal respecto de lo sucedido el día que se inauguró el monumento a Mariano Moreno. “1º de octubre de 1910. Acabamos de inaugurar la estatua de Moreno, a las 3 ½ p.m. [...] Poca gente. Un regimiento y una escuela. Indigna esta conducta tratándose del más grande hombre civil de nuestro país. Debió inaugurarla el Presidente, debieron ir las escuelas públicas, ser día feriado, tener por decreto honores de teniente general. Lo que se le decreta a cualquier cachafaz que ocupa un puesto público no ha merecido el gran Moreno. Es cierto que, ¡que le importa a Figueroa [José Figueroa Alcorta, Presidente de la República] y a Güiraldes [Manuel Güiraldes, intendente Municipal] honrar la memoria de ellos! Este último es el culpable pero más por ignorancia e inconciencia que por mala fe” (1).
Obviamente los monumentos y las esculturas no son ideológicamente neutros y son un punto de entrecruzamiento de disputas en ese sentido; pero frente a la indiferencia hacia los espacios públicos, hacia la ciudad como expresión artística, bueno es que recordemos, cuando pasamos ante el monumento a Moreno en Plaza Lorea, que el secretario dela Primera Junta Gubernativa fue el jefe de la facción más radicalizada de la Revolución de 1810 y que consideraba que un gobierno era bueno en la medida en que procurase la felicidad de los habitantes de su estado y que ello requería una justa y equitativa distribución de la riqueza.
El Centenario fue un momento muy particular. Por un lado la elite conservadora que gobernaba el país se había lanzado a conmemorar los cien años de vida independiente en una situación histórica donde la Argentina atravesaba por profundos cambios sociales y económicos como resultado del modelo agroexportador que llevaba a “La Prensa” a afirmar que la Argentina, como país joven y pujante, redimía al proletariado de los pueblos viejos posibilitando su ascenso social; y por el otro, agudos contrastes y desniveles sociales que dieron origen, sobre todo en la capital, a un combativo movimiento obrero que sembraba la preocupación en muchos miembros de la elite por lo que consideraba “la pérdida de los valores nacionales que habían encarnado en los Hombres de Mayo y de la Independencia”. Se imponía la necesidad de reestablecer el espíritu patriótico de los ancestros, de los padres de la patria, a efectos de educar cívicamente a las nuevas generaciones. En este sentido ya Ricardo Rojas había hablado de la pedagogía de las estatuas, postulando a los monumentos públicos como materializaciones de un espíritu nacional que debía imponerse, frente al agravio que significaban las estatuas que en la ciudad se habían levantado a personalidades extranjeras como
El Centenario
Obviamente los monumentos y las esculturas no son ideológicamente neutros y son un punto de entrecruzamiento de disputas en ese sentido; pero frente a la indiferencia hacia los espacios públicos, hacia la ciudad como expresión artística, bueno es que recordemos, cuando pasamos ante el monumento a Moreno en Plaza Lorea, que el secretario de
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(1) Adolfo P. Carranza: “Diario Personal”, Libro I, folios 105-106.
Imagen: Monumento a Mariano Moreno, en la Plaza Lorea.
(1) Adolfo P. Carranza: “Diario Personal”, Libro I, folios 105-106.
Imagen: Monumento a Mariano Moreno, en la Plaza Lorea.