(De Juan Alberto Núñez)
-¡Esperame! -gritó con voz pastosa y húmeda, y renqueando, luchando con esa pierna de pibe desnutrido, corrió detrás. -¡Esperame! -repitió sofocado, resoplando como un buey, medio atragantado por la tos y los pedazos de pan que sacaba del bolsillo y se metía en la boca. Pero él, imperturbable, allá adelante, soberbio en su desprecio, con esa cínica sonrisa de malevito colgándole de los labios como un pucho, alargó el paso.
Como era su costumbre, se dejaba ir calle abajo, y al hacerlo iba descubriendo en los ojos de los que lo miraban pasar, ese rosario de frases, que ya de puro “hombre” no más que era, dejaba marchitar a sus espaldas como si fueran flores arrojadas a su paso. “Da gusto verlo”, “Qué pinta de macho”. “Ya no quedan muchos así”.
Frases. Elogios que llegaban a sus oídos desde el silencio que adivinaba, que le nacían desde adentro como la barba, o el estornudo, pero que él veía crecer como un mudo homenaje en la sierva que suspendía el barrido para verlo, o detrás de la sonrisa del tano del mercadito. Porque ahí estaba: parado sobre sus piernas de fantasía, mirándolo venir, firuleteándose la punta de los bigotes y blanqueando los ojos. Y un poco más allá la gallega del corralón y el negro de la parada y los muchachos del café que salían y se abrían en abanico sobre la vereda para que él pasara. Entonces sonreía. Con el saco apretado, con una mano en el bolsillo del pantalón y la otra en el pecho aquietando el vuelo del pañuelo bordado, sonreía, descubriendo de paso esa sonrisa “gardeliana” que había pagado en incómodas cuotas mensuales.
Y se iba; solitario, medio torcido al caminar, tranqueando largo, mientras Luis, allá lejos, sudando a mares, arrastrando su pierna, gemía sus insultos y sus “¡Esperame! ¡Esperame!”.
Sí, claro que era varón. Y no era cosa de él, también Luis lo reconocía a cada rato. Y de sólo pensarlo, el paso se le hacía más elástico, más firme. Sentía como si el pecho se le hinchase, como si toda su osamenta adquiriera un volumen de ropero. Entonces las puntas de los timbos charolados le parecían más lejanos, allá, sobre ese suelo gris y duro.
Era un macho. ¡Carajo si lo era! Pero un macho de esos antes: cuando vivir era cuestión de coraje, de visteo, de muñeca. Lo que se dice un verdadero macho. Y su gusto era demostrarlo aunque fuera sólo con Luis, ese rengo infeliz que se pasaba el día cebándole mate y espiando cada uno de sus gestos.
Había nacido un poco tarde -es cierto-, pero en él estaba prolongar aquel tiempo de antes, hacer presente aquel pasado de cuchillos, tango y caña fuerte. Arrancar de las sombras del ayer aquellos hechos heroicos del malevaje y traerlos a este Buenos Aires de hoy lleno de hippies y maricones.
Y pensando, dejándose adormecer por el rítmico “toc-toc” de su paso en la vereda, se veía de pronto yirando por Palermo, guapo entre guapos, dejando en cada esquina el silbo lerdo de un tango orillero. Y se dejaba ir por el sueño, por entre aquel mundo de casitas bajas y jardines ensangrentados de malvones, para sorprenderse de pronto recortado en su viril estampa, sobre un fondo grisáceo de chatas cadeneras, fumando bajo un farol esquinero. Era entonces como si su mente se desplegara en un abanico de imágenes, y era a la vez el espejo que, al partirse, recogía todo ese mundo que la ilusión tornaba casi real. Y se veía en alpargatas floreadas, sonriendo canchero desde su carro, el pañuelo al cuello y un clavel reventón sobrela oreja. O jugando a las bochas, o a la taba, o haciendo roncha en Los Corrales con la pebeta más papa. Y sentía la mano del caudillo cayéndole pesada, paternal, sobre el hombro, y esa voz aguardentosa, varonil, diciéndole: “¡Ahhh pibe!”.
Sí, tenía razón el Luis ¡qué diablos!, eso se lleva adentro. Es como la arquitectura de los huesos: se vive con ellos o todo se viene abajo. Nacer después no tiene mucha importancia. Palermo ya no sería aquel Palermo, ya no habría ni guapos ni pibas suspirando detrás de las ventanas, pero a este Buenos Aires de hoy de chombas y mocasines, de todo-va-mejor-con-coca-cola, de Palitos y long play, él imponía su lengue, sus trucos en el bulín, las mateadas con bizcochitos, su guitarra sobre la cama y la foto de Carlitos en el postigo.
Y corría, corría por este presente vivo que lo estrilaba, como alma que lleva el diablo, como buscando escapar, como queriendo entrar con su pinta, con su bagaje de muertes inventadas y su machismo de sainete, por la puerta grande de ese mundo muerto que creía suyo. Y dobló por Boedo, después por Belgrano, luego por Catamarca hasta Rivadavia. Al llegar al Once un griterío le piantó el sueño de los ojos. Los muchachos corrían gritando: “¡Fuera yanquis de Vietnam!”.
Y entonces él, desde el mausoleo de su virilidad se inclinó sobre uno de los que pasaban gritando, y con el costado de la boca, con ese gesto de perdonavidas que pone siempre, preguntó cancheramente:
-¿De qué se trata, viejito?
Como era su costumbre, se dejaba ir calle abajo, y al hacerlo iba descubriendo en los ojos de los que lo miraban pasar, ese rosario de frases, que ya de puro “hombre” no más que era, dejaba marchitar a sus espaldas como si fueran flores arrojadas a su paso. “Da gusto verlo”, “Qué pinta de macho”. “Ya no quedan muchos así”.
Frases. Elogios que llegaban a sus oídos desde el silencio que adivinaba, que le nacían desde adentro como la barba, o el estornudo, pero que él veía crecer como un mudo homenaje en la sierva que suspendía el barrido para verlo, o detrás de la sonrisa del tano del mercadito. Porque ahí estaba: parado sobre sus piernas de fantasía, mirándolo venir, firuleteándose la punta de los bigotes y blanqueando los ojos. Y un poco más allá la gallega del corralón y el negro de la parada y los muchachos del café que salían y se abrían en abanico sobre la vereda para que él pasara. Entonces sonreía. Con el saco apretado, con una mano en el bolsillo del pantalón y la otra en el pecho aquietando el vuelo del pañuelo bordado, sonreía, descubriendo de paso esa sonrisa “gardeliana” que había pagado en incómodas cuotas mensuales.
Y se iba; solitario, medio torcido al caminar, tranqueando largo, mientras Luis, allá lejos, sudando a mares, arrastrando su pierna, gemía sus insultos y sus “¡Esperame! ¡Esperame!”.
Sí, claro que era varón. Y no era cosa de él, también Luis lo reconocía a cada rato. Y de sólo pensarlo, el paso se le hacía más elástico, más firme. Sentía como si el pecho se le hinchase, como si toda su osamenta adquiriera un volumen de ropero. Entonces las puntas de los timbos charolados le parecían más lejanos, allá, sobre ese suelo gris y duro.
Era un macho. ¡Carajo si lo era! Pero un macho de esos antes: cuando vivir era cuestión de coraje, de visteo, de muñeca. Lo que se dice un verdadero macho. Y su gusto era demostrarlo aunque fuera sólo con Luis, ese rengo infeliz que se pasaba el día cebándole mate y espiando cada uno de sus gestos.
Había nacido un poco tarde -es cierto-, pero en él estaba prolongar aquel tiempo de antes, hacer presente aquel pasado de cuchillos, tango y caña fuerte. Arrancar de las sombras del ayer aquellos hechos heroicos del malevaje y traerlos a este Buenos Aires de hoy lleno de hippies y maricones.
Y pensando, dejándose adormecer por el rítmico “toc-toc” de su paso en la vereda, se veía de pronto yirando por Palermo, guapo entre guapos, dejando en cada esquina el silbo lerdo de un tango orillero. Y se dejaba ir por el sueño, por entre aquel mundo de casitas bajas y jardines ensangrentados de malvones, para sorprenderse de pronto recortado en su viril estampa, sobre un fondo grisáceo de chatas cadeneras, fumando bajo un farol esquinero. Era entonces como si su mente se desplegara en un abanico de imágenes, y era a la vez el espejo que, al partirse, recogía todo ese mundo que la ilusión tornaba casi real. Y se veía en alpargatas floreadas, sonriendo canchero desde su carro, el pañuelo al cuello y un clavel reventón sobre
Sí, tenía razón el Luis ¡qué diablos!, eso se lleva adentro. Es como la arquitectura de los huesos: se vive con ellos o todo se viene abajo. Nacer después no tiene mucha importancia. Palermo ya no sería aquel Palermo, ya no habría ni guapos ni pibas suspirando detrás de las ventanas, pero a este Buenos Aires de hoy de chombas y mocasines, de todo-va-mejor-con-coca-cola, de Palitos y long play, él imponía su lengue, sus trucos en el bulín, las mateadas con bizcochitos, su guitarra sobre la cama y la foto de Carlitos en el postigo.
Y corría, corría por este presente vivo que lo estrilaba, como alma que lleva el diablo, como buscando escapar, como queriendo entrar con su pinta, con su bagaje de muertes inventadas y su machismo de sainete, por la puerta grande de ese mundo muerto que creía suyo. Y dobló por Boedo, después por Belgrano, luego por Catamarca hasta Rivadavia. Al llegar al Once un griterío le piantó el sueño de los ojos. Los muchachos corrían gritando: “¡Fuera yanquis de Vietnam!”.
Y entonces él, desde el mausoleo de su virilidad se inclinó sobre uno de los que pasaban gritando, y con el costado de la boca, con ese gesto de perdonavidas que pone siempre, preguntó cancheramente:
-¿De qué se trata, viejito?
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Imagen: Tapa del libro Contracuentos”, Ediciones Del Alto Sol, Bs. As, 1969.