(De Silvestre Otazú)
La dueña del almacén de la esquina de Juan Bautista Alberdi y Cárdenas tenía una edad canónica y su falta de coquetería no podían despertar más sentimientos que los de la amistad. A su almacén lo conocía todo el mundo por el nombre de Almacén de la Petisa Vieja.
“No hubo en todo Mataderos –nos decía hace poco, un viejo que en su juventud fue resero– un patrón mejor que la Petisa Vieja. Era amiga y camarada de todos sus parroquianos y sabía hacerse respetar como un hombre. No necesitaba andar mostrando su revólver ni empleaba los procedimientos del italiano del almacén del Peligro”. “¿El almacén del Peligro?”, nos sorprendemos. “Sí; era un almacén que estaba situado a mitad de camino entre San Justo y Mataderos. El dueño era un italiano muy bruto, que cuando uno se emborrachaba, le sacudía un garrotazo en la cabeza y lo tiraba a la calle… La Petisa Vieja, en cambio, cuando uno se emborrachaba, lo acostaba en su propia cama hasta que se le pasara la tranca. Nunca se dio el caso de que llamase a la policía”.
¡Qué extraña suele ser la condición humana! Una mujer tan llana como aquella fondera parecía estar más allá de toda vanidad. Y, sin embargo, cuando murió, allá por 1910, cumplidos ya sus ochenta años, sus deudos encontraron unas minuciosas disposiciones sobre su entierro, y como es natural, las cumplieron al pie de la letra. Y así fue como Mataderos asistió a un entierro de una pompa como quizá no haya conocido otro Buenos Aires. El coche fúnebre era arrastrado por ocho caballos, cada uno con su palafrenero de calzón corto. Todo el barrio acompañó a la Petisa Vieja hasta el cementerio. Todos la lloraron sinceramente porque había sido una mujer que había sabido hacerse querer.
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Imagen:Uno de los Bodegones (pintura al óleo) de Felipe de la Fuente.
De: “Mataderos, el último rincón gaucho”, notas sobre este barrio publicadas por su autor en el diario “Clarín” en 1951.