30 oct 2010

Gardel se lleva una sorpresa


(De Silvestre Otazú)

En los últimos días de 1918, apenas terminada “la otra guerra”, la gente de Mataderos festejaba el regreso de un argentino que se había enrolado en la aviación francesa y había tenido una actuación destacada y romántica. En aquellos años se hacían todavía las cosas por romanticismo. Los hombres iban a pelear por amor a una causa; ahora, los mueve el odio a la que quieren combatir. Aquel argentino era Almada Almonacid. Dentro de los Corrales, en la casilla de Casares y Diehl, se reunieron los amigos del héroe y todo el paisanaje. Hubo dos vaquillonas con cuero, corrió generosamente el vino, se domaron unos potros en Los Perales y no faltaron los gauchos repentistas que, en décimas más o menos ripiosas, celebraron las hazañas de aquel aviador que había ido a guerrear por la dulce Francia.
Para amenizar la fiesta, sus organizadores, queriendo darle sin duda un acentuado carácter “criollo”, se trajeron al dúo Gardel-Razzano, que ya conocía los halagos de una popularidad que crecía y crecía y que, a poco andar, habría de alcanzar un fervor no igualado después. Y ocurrió entonces algo que dejó pasmados a los cantores; mientras los anfitriones y sus amigos, gentes del Florida y del bulevar, aplaudían entusiasmados los tangos, el paisanaje permanecía indiferente, más bien frío. No le gustaban los tangos; o mejor dicho, ni le gustaban ni dejaban de gustarles; era una música tan ajena a su sensibilidad como podía serlo una czarda o una guajira.
La población del barrio es eminentemente sureña, y lo era más aún en aquellos años en que todavía no existía el frigorífico y la matanza se hacía en las playas con unos procedimientos que, aunque ya más evolucionados, tenían todavía bastante resabios gauchescos, Para aquellos hijos de la pampa, el tango, expresión urbana por excelencia, no podía enredárseles en el corazón. Todo en él les chocaba: su ritmo, tan distinto al de el prado, los amores, el marote y otras músicas que son toda diafanidad, aire libre y no tienen las lobregueces del tango; sus letras, que expone problemas sensuales por los que el gaucho siente tanto pudor y, más que todo, el dúo. ¿Qué es eso de cantar dos la misma cosa? El gaucho no entiende eso. Cuando canta, canta uno solo y los demás escuchan…
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Imagen: El dúo Gardel-Razzano (1911).  
Tomado de la nota: Mataderos, el último rincón gaucho (Clarín, agosto de 1951).