(De Luis Alberto Ballester)
Toda ciudad es misteriosa; lo es Buenos Aires. Está animada
por pasajes escondidos, por ventanas que guardan sufrimientos y alegrías, por
muros llenos de cicatrices, en los que la luz dibuja laberintos, por verjas que
hienden el espacio en expresivo silencio. El observador descubre el idioma de
las cosas; de pronto, un crepúsculo puede redimirlo de sus dolores. Pero en ese
camino de develamientos surge otra perspectiva, otro modo de volverse hacia la
ciudad. No ya simplemente adentrarse en lo que nos rodea y está situado a nuestra altura, en
nuestro cotidiana espacio, sino elevar la cabeza, erguir los ojos hacia lo alto
para descubrir los techos de Buenos Aires.
En la
Avenida de Mayo, algunos edificios terminan en alminares,
otros en miradores que imitan formas vegetales; allí el viento es constante y
parece avivar la luz de los días. Los sostienen piedras firmes pero sensibilizadas;
miran también la ciudad con ojos de pez, o de ángeles inmovilizados de repente
en el vuelo. La piedra tiene la cortesía de ser más que funcional: se dilata en
una selva de adornos. Los miradores representan y a la vez ocultan a los
techos; subiendo a los edificios altos se los descubre. Esas regiones aéreas
atraen a los pájaros, a los deshollinadores, a los gatos, a los poetas; también
las recorren viejas mujeres enredadas en
ropas que silban y ladrones tan ágiles como Fantomas. En cambio, las detestan
los policías, los corredores de seguros y las sociedades anónimas. En los techos,
las jaulas rompen todos sus barrotes y enloquecen. La libertad los recorre; uno
tiene ganas de ser, como dijera Maiakovski, una “nube en pantalones” y
atravesar ese alto mar ciudadano. Gestos impensados se recortan en los atardeceres.
De golpe, una mujer eleva un brazo y el cielo lo aprieta, tan azul como el dios
Rama o Paul Éluard. Lo humano es más abiertamente humano, se manifiesta con más
intensidad: algunos viejos dormidos, dorados por el sol, tal vez tratando de
escapar de la muerte, o esperando ser cazados por un ángel; sobre sus cabezas
penden a veces pequeñas jaulas sin puertas, donde la luz pasea.
A la noche los techos fosforecen con los ojos de los gatos.
Una puerta abierta los ilumina de manera efímera. En un segundo la puerta se
cierra y queda sólo la luz que cae de las estrellas.
______
Imagen: Detalle de un techo con antigua chimenea.
Texto y fotografía tomados del libro de L. A. B.: Techos de Buenos Aires, Torres Agüero
Editor, Bs. As.