15 may 2013

Techos de Buenos Aires




(De Luis Alberto Ballester)

Toda ciudad es misteriosa; lo es Buenos Aires. Está animada por pasajes escondidos, por ventanas que guardan sufrimientos y alegrías, por muros llenos de cicatrices, en los que la luz dibuja laberintos, por verjas que hienden el espacio en expresivo silencio. El observador descubre el idioma de las cosas; de pronto, un crepúsculo puede redimirlo de sus dolores. Pero en ese camino de develamientos surge otra perspectiva, otro modo de volverse hacia la ciudad. No ya simplemente adentrarse en lo que  nos rodea y está situado a nuestra altura, en nuestro cotidiana espacio, sino elevar la cabeza, erguir los ojos hacia lo alto para descubrir los techos de Buenos Aires.
En la Avenida de Mayo, algunos edificios terminan en alminares, otros en miradores que imitan formas vegetales; allí el viento es constante y parece avivar la luz de los días. Los sostienen piedras firmes pero sensibilizadas; miran también la ciudad con ojos de pez, o de ángeles inmovilizados de repente en el vuelo. La piedra tiene la cortesía de ser más que funcional: se dilata en una selva de adornos. Los miradores representan y a la vez ocultan a los techos; subiendo a los edificios altos se los descubre. Esas regiones aéreas atraen a los pájaros, a los deshollinadores, a los gatos, a los poetas; también las recorren viejas  mujeres enredadas en ropas que silban y ladrones tan ágiles como Fantomas. En cambio, las detestan los policías, los corredores de seguros y las sociedades anónimas. En los techos, las jaulas rompen todos sus barrotes y enloquecen. La libertad los recorre; uno tiene ganas de ser, como dijera Maiakovski, una “nube en pantalones” y atravesar ese alto mar ciudadano. Gestos impensados se recortan en los atardeceres. De golpe, una mujer eleva un brazo y el cielo lo aprieta, tan azul como el dios Rama o Paul Éluard. Lo humano es más abiertamente humano, se manifiesta con más intensidad: algunos viejos dormidos, dorados por el sol, tal vez tratando de escapar de la muerte, o esperando ser cazados por un ángel; sobre sus cabezas penden a veces pequeñas jaulas sin puertas, donde la luz pasea.
A la noche los techos fosforecen con los ojos de los gatos. Una puerta abierta los ilumina de manera efímera. En un segundo la puerta se cierra y queda sólo la luz que cae de las estrellas.
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Imagen: Detalle de un techo con antigua chimenea. 
Texto y fotografía tomados del libro de L. A. B.: Techos de Buenos Aires, Torres Agüero Editor, Bs. As.