(De Luis Alposta)
Se llamaba Francisco Loiácono; nacido para la amistad y para
la noche. De baja estatura y más bien grueso. Tenía dos lunares en su pómulo
derecho y hablaba de cotelete, en un
tono entre confidencial y cheronca.
Siempre de traje a medida y camisa de seda con monograma. Todos lo conocían por
Barquina, apócope de barquinazo,
nombre que le puso el Malevo Muñoz después de haberlo visto caminar. Eso fue en
“Crítica”, donde debutó como ascensorista y a los diez días ya era el
secretario del trompa (Natalio
Botana).
Fue alguien que se inventó a sí mismo. Devino en cronista
policial pero siguió siendo esencialmente Barquina. Generó anécdotas y palabras
que no tardaron en crearle una leyenda y la leyenda un mito en torno a la noche
porteña y su persona.
Entre sus amigos figuraba Rafael Alberti. En su fiesta de
casamiento tocaron siete de las orquestas más importantes de Buenos Aires.
Compositores consagrados, entre los que figuraban Roberto Firpo y Francisco
Canaro, le dedicaron cerca de cuarenta tangos.
Cinco presidentes, infinidad de jueces, ministros, taqueros de monta, periodistas,
artesanos de la retórica, redobloneros
y malandras se disputaron su compañía
y muchos lo tuvieron por confidente.
Lo conocí a mediados de la década del sesenta. Fuimos
presentados por Ricardo Muñoz y René De Ninis; el encuentro fue en el Club
Español. Mis amigos le habían dicho que yo escribía “poemas lunfardos”.
Barquina, a poco de sentarnos a la mesa, me chequeó a su manera: “ Tordo, ¿me alcanza el comarro?”. Le alcancé la panera y dijo: “-Juná el bepi
¡eh!”. -A partir de ahí lo sentí amigo.
Fue un tiempo en que solíamos reunirnos y cenar juntos al
menos una vez por semana.
La amistad era una de sus pasiones. Yo creo que la palabra gomía la inventó él.
Y aquí paso a referir una anécdota. Fue en el tradicional restaurante “Gambrinus” de Villa
Urquiza, que ya no está.
Cierta noche de 1967 concurrimos a ese lugar Carlos Parache,
Ricardo Muñoz, Barquina y yo.
Barquina había estado aquella tarde, como tantas otras, en
el hipódromo de Palermo, y por supuesto, el tema hípico no tardó en ocupar
nuestra conversación.
Al recordar una famosa carrera disputada algunos años atrás,
el autor de “N.P.” nos regaló el siguiente comentario: “-¡Qué manera de sufrir!
¡Con decirles que ni la quise ver! Le di la espalda al pelotón y entré a mirar
hacia la tribuna. Sólo me di cuenta de que veníamos ganando cuando vi que el
rengo Laurito, en su alegría, se apoyaba en la justa y revoleaba la fulera.”
Y algo más: Barquina fue quien utilizó por primera vez,
entre nosotros, la palabra puentear
con el significado de recurrir a una instancia superior, saltando,
deliberadamente, el orden jerárquico.
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Ilustración: Barquina,
dibujo por Hermenegildo Sábat.