16 ago 2011

“Teatro Abierto”


(De María Virginia Ameztoy)

A 30 años del debut y el atentado. De cómo la única hija biológica de Roberto Noble, fundador de “Clarín”, aportó la sala del Teatro del Picadero.

Era antigobierno militar, me parecía un horror lo que estaba pasando, yo sentía, percibía cosas y no me gustaban. Cuando la gente de “Teatro Abierto” buscaba un lugar, tenían que encontrar un Quijote que pusiera la sala..., y eso era música para mi alma (1). Guadalupe Noble ríe al declararse Quijote propicio para aquella riesgosa aventura; aún así, su sala sería la sede inicial.
Hacía algo más de un año, a sus 23, que Guadalupe deambulaba la zona junto al director teatral Antonio Mónaco en la búsqueda de un espacio adecuado para sus sueños. El serpenteante curso del pasaje Rauch (2) –tal el infame nombre que llevaba la cortada Santos Discépolo–, de por sí, habilitaba la estética y la ubicación en la ciudad. El edificio fabril desocupado y el convenio para su compra marcaron el comienzo ideal para instalar una sala teatral no convencional, apropiada para el tipo de teatro que querían hacer. Así, el 21 de julio de 1980, Antonio Mónaco puso en escena la obra que inauguró el “Teatro del Picadero”: la otra versión del “Jardín de las Delicias”, inspirada en “La máscara de la muerte roja”, de Edgar Allan Poe.
La sala, nacida como la concreción de un sueño juvenil, iba a ser, un año después, la protagonista de uno de los movimientos teatrales más importantes que se recuerden.
En plena dictadura militar –aún faltaba transitar el horror de Malvinas–, al atardecer del martes 28 de julio de 1981, Jorge Rivera López, como presidente de la Asociación Argentina de Actores, leía las palabras de Carlos Somigliana: ¿Por qué hacemos Teatro Abierto? Porque queremos demostrar la existencia y vitalidad del teatro argentino tantas veces negada; porque siendo el teatro un fenómeno cultural eminentemente social y comunitario, intentamos, mediante la alta calidad de los espectáculos y el bajo precio de las localidades, recuperar a un público masivo; porque sentimos que todos juntos somos más que la suma de cada uno de nosotros; porque pretendemos ejercitar en forma adulta y responsable nuestro derecho a la libertad de opinión; porque necesitamos encontrar nuevas formas de expresión que nos liberen de esquemas chatamente mercantilistas; porque anhelamos que nuestra fraternal solidaridad sea más importante que nuestras individualidades competitivas; porque amamos dolorosamente a nuestro país y éste es el único homenaje que sabemos hacerle; y porque, por encima de todas las razones, nos sentimos felices de estar juntos.
La agrupación integrada por casi 200 trabajadores del arte y la cultura –actores, autores, directores, escenógrafos, músicos, artistas plásticos y técnicos– tuvo su fiesta inaugural ese día con una enorme asistencia de público que sobrepasaba en mucho a las 300 butacas de la sala. Fue un estreno apoteótico, con la vibración del impulso de un grupo de autores dispuestos a reafirmar a la dramaturgia argentina, cuya representación estaba prohibida por la censura en las salas oficiales y su estudio borrado en la currícula de las escuelas públicas de teatro.
Veintiún autores escribieron obras breves que, de a tres por día, conformaban siete espectáculos que se repetirían durante ocho semanas. Cada obra tenía un director diferente y los elencos estaban integrados por diferentes actores. Autores, actores y directores que en su mayoría conformaban, al igual que las obras, las listas de “prohibidos” de la dictadura militar. Las funciones se realizaban en un horario insólito, a las 6 de la tarde, y el precio de la entrada era la mitad de lo que costaba la de cine.
Nueve días después de inaugurado el ciclo, un comando ligado a la dictadura incendió las instalaciones de la sala. La reacción de la gente de teatro y del público fue de total indignación. Ante la consigna “Teatro Abierto debe continuar”, se abrieron otras salas y fue la del Tabarís, en la avenida Corrientes, la que albergó al movimiento y compartió el enorme éxito que lo acompañó. Tres ediciones tuvo Teatro Abierto –1981, 1982 y 1983–. Su repercusión estimuló a otros artistas y surgieron Danza Abierta, Poesía Abierta y Cine Abierto, todos como una forma de resistencia cultural ante la barbarie de la dictadura.
El edificio del Teatro del Picadero, ubicado en el pasaje Enrique Santos Discépolo 1847, a metros de Corrientes y Callao, cobijó por años, luego de su rehabilitación, a una productora de televisión. Posteriormente, en años recientes, estuvo a punto de ser demolido, lo que logró evitarse a partir de la lucha de diversas organizaciones –Argentores, Actores, Basta de demoler, entre muchas otras– llevada a cabo en 2006 y 2007, hasta sancionarse finalmente la Ley 2980 que declara al espacio Patrimonio Cultural de la Ciudad. Hoy la disputa edilicia continúa, el Picadero debe ser recuperado como espacio de la memoria.
En el rincón fundacional de esta historia, Guadalupe Noble, la hija de Roberto Noble, el fundador de “Clarín”, asoma como partícipe creativa imprescindible. Guadalupe, Lupita, la joven que estudiaba teatro con Antonio Mónaco y que concretó la utopía de una sala para su grupo de teatro independiente, un espacio dramático no convencional para dar cabida a propuestas innovadoras. Para ella vendría otro futuro de lucha por la reivindicación de la memoria de su padre y su propio lugar en el mundo: [...] siendo la única hija biológica de Roberto Noble, me asiste el derecho de ser considerada como tal […] el “reconocimiento” fue expresado por mi padre en todos y cada uno de sus actos públicos y privados […] los niños adoptados por la señora Ernestina Herrera entre los años 1976 y 1977, recibieron el apellido de mi padre casi diez años después de que éste falleciera.(3)
¿Qué hubiera sido de su vida de no mediar el atentado salvaje que destruyó el Picadero 9 días después de la apertura de Teatro Abierto? Las ucronías sólo respetan a las conjeturas. Lo cierto es que terminó refugiada...
No sé si refugiada, me aconsejaron irme unos meses. El sereno del Banco Mercantil, enfrente del teatro, dijo en “La Razón” que había visto llegar un patrullero a las tres de la mañana, entraron, y cuando llegaron a la esquina voló el teatro (1).
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Notas:
(1)  Guadalupe Noble, reportaje publicado en la revista “Noticias”.
(2)  Coronel Federico Rauch, infame exterminador de aborígenes de los ejércitos de Roca, conocido por su nefasta declaración: “hoy hemos ahorrado balas, degollamos a veintisiete ranquele”. Terminó sus días a manos del cacique Arbolito.
(3)  Guadalupe Noble, “Página12”, 20 de marzo de 1990, sección “Cartas”.

Imagen: El Teatro del Picadero luego del incendio tras el atentado.
Texto e imagen tomados de Desde Boedo, agosto 2011.