(De Silvia Long-Ohni)
25 de mayo de 1810. Una lluvia
persistente. Cintas celestas y blancas. Una plaza, la Plaza de la Victoria , hoy Plaza de
Mayo, repleta de mujeres con faldas anchas y miriñaque y de hombres elegantes y
compuestos. Un escenario cubierto de paraguas. Una postal estática, obra del
artista Ceferino Carnacini realizada en 1938 que ilustró los billetes de la
segunda mitad del siglo XX y que ha servido para crearnos la idea de la
fundación de la Patria ,
pero, ¿qué tan fiel a la realidad es esa imagen que hoy sigue siendo parte de
nuestra memoria histórica?
Sí se sabe que ese día llovía en Buenos
Aires. También se sabe que las damas de esa época no usaban faldas anchas con
miriñaque ni ceñidas a la cintura pues la moda vigente era el estilo imperio:
vestidos livianos de muselina con el corte debajo de los senos. ¿Y la profusión
de paraguas que son casi los protagonistas de esta escena? ¿Había paraguas en
esta parte del mundo en 1810?
Curiosa pregunta que tiene también una
curiosa respuesta.
Mucho antes de que el hombre conociera el
paraguas existió el parasol o quitasol, y así puede observarse en un relieve en
el que el rey de Asiria, 700 años a/C, va, al frente de sus soldados, cubierto
con este artefacto que también fue de uso entre los griegos, etruscos y
romanos. Pero fueron los persas los que asimilaron este objeto y lo
convirtieron, poco a poco, en el paraguas que, de manera aproximada, es el que
hoy conocemos.
Sin embargo, este aparato, al menos hasta
mediados del siglo XVII, era enteramente desconocido en la mayor parte de las
naciones europeas. Hubo de ser un hombre, un londinense llamado Jonás Hanway,
nacido en 1712 quien, por sus actividades comerciales había recorrido muchos
países y, entre ellos, Persia, donde conoció y apreció los buenos servicios del
paraguas, el que lo introdujo en Londres.
Fue el primer hombre que se paseó por las
calles de esa capital llevando paraguas alrededor de 1750, atrevimiento que le
acarreó toda suerte de burlas y mofas de las personas mayores así como
agresiones directas de la muchachada que no se abstenía de arrojarle todo tipo
de verduras, de huevos y de otros proyectiles semejantes sin lograr que el
hombre abandonara su determinación, aunque comprendiera que, para sus conciudadanos,
esto de usar “sombrilla”, cosa de mujeres, no podía menos que causar rechazo.
Más allá, los dueños de carruajes de
alquiler aseguraban que los paraguas arruinarían su negocio y, por cierto, se
plegaban al mal trato. Pero el tal Jonás siguió firme en la suya y hasta se
atrevió a asegurar: “Pronto será popular”.
Poco tiempo después, los dueños de
posadas y cafés londinenses de cierta categoría acostumbraron a tener uno de
estos objetos para cubrir a sus clientes desde la puerta hasta el carruaje. Y en
poco tiempo más, el mentado paraguas, también formó parte de la vida en algunas
casas particulares de personajes de alto rango, pero puede decirse que sólo 30
años después, es decir cerca de 1780, vino a generalizarse su uso en la capital
británica.
Generalizarse es tan sólo una manera de
decir, porque hasta esa fecha se trataba de un objeto bastante costoso y, a tal
punto hacía a las diferencias, que por aquellas latitudes solía decirse que
había tres clases de gentes: los dueños de un carruaje, los que se podían
permitir el lujo de un paraguas y los extremadamente pobres.
Por fin, aceptado y adoptado el paraguas
en Inglaterra, su uso se extendió a los otros países europeos y, más tarde, a
América, donde, por mucho tiempo, continuó siendo un objeto de lujo.
Y entonces, ¿es veraz la imagen de ese 25
de mayo de 1810 inmortalizada por Carnacini? ¿Era posible esa inmensa profusión
de paraguas en la Plaza
de la Victoria ?
Seguramente, no, pues si bien había paraguas en Buenos Aires, los había
solamente para los ricos en tanto que el resto, el común, se cubría con
capotes.
Prueba de esta excepcionalidad es el
paraguas que se conserva en el Museo Histórico Nacional y que perteneciera a un
funcionario del Cabildo de 1810. Se trata de un paraguas colonial, grande, de
tela marrón, cuyo mango es de marfil y que lleva grabado un escudo con el
perfil de Fernando VII.
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Imagen: "El pueblo quiere saber de qué se trata", óleo de Ceferino Carnacini.