(De Silvia Long-Ohni)
En 1896, en la esquina de Callao y Bartolomé Mitre, se inauguró “El
Tropezón”, restaurante que le tocaría como destino el ser, por mucho tiempo,
sitio emblemático de Buenos Aires, a tal punto que podría decirse que ningún
porteño de ley podría haberse privado, siquiera por una vez en su vida, de acudir
a comer, por supuesto puchero.
Poco tiempo después, en 1901, el restaurante se mudó a Callao y Cangallo
(hoy, Teniente Coronel Juan D. Perón), ubicación en la que funcionó hasta 1925, año en que
debió volver a cambiar de domicilio a causa de una desgracia imprevisible: el
hotel que funcionaba en los altos tuvo un derrumbe y el salón se arruinó.
Pero “El Tropezón” estaba empecinado en sobrevivir y el 10 de febrero de
1926 se reinauguró en Callao 248, que es el lugar en que lo conocimos. Aunque
no se trataba de un sitio lujoso, ese ícono porteño tenía lo suyo: una cierta
personalidad que lo hacía especial, diferente, pues se caracterizaba no sólo
por permitir largas charlas entre los comensales, ya que, por bastante tiempo permanecía
abierto durante las 24 horas, sino por la peculiaridad de que, en general, los
clientes venían en grupos más o menos amplios. Difícil, aunque no imposible era
encontrar allí, sentados, a una pareja o a un par de amigos, pues lo común,
casi siempre, era que la reunión, en torno a dos o más mesas reunidas, fuese,
por lo menos, de dos, cuatro o más personas.
Porque, como sabemos, la distinguida especialidad de “El Tropezón” era el
puchero y resulta una pizca artificioso hacer uno para pocas personas, dada la
cantidad de ingredientes que deben aparecer sin falta para que quepa calificar
como “flor de puchero” a ese cocido que se ganó un lugar de privilegio en la
cocina de los habitantes de nuestra ciudad. Aparte y más allá de la posibilidad
de compartir un gran puchero entre varios, más allá de la visita de tantos
porteños ignotos, “El Tropezón” supo tener clientes famosos, como Federico
García Lorca, en su paso por Buenos Aires, y nuestros tan nuestros Ireneo
Leguisamo y Carlitos Gardel que ocupaban, invariablemente, la mesa 48.
Y el puchero, que tanto nos llama, ¿de dónde salió? Puchero se denominan
muchos tipos de cocidos preparados, tradicionalmente, en todas las zonas de
España, pero el nuestro, el puchero argentino y rioplatense deriva, de manera
directa, del puchero andaluz, que consiste en un caldo que se obtiene de la
cocción conjunta de carne de ternera, de cerdo, de gallina, panceta, huesos
salados y un repertorio de verduras en la que la papa es la protagonista
mientras que la zanahoria, la calabaza, el nabo, las acelgas y el apio vienen a
hacerle compañía, con el añadido de que equivale aquí a un pecado capital la
ausencia de los garbanzos.
Andaluz, según opina la mayoría, en cuanto a determinar su origen, sin
perjuicio de que otros estudiosos lo hagan derivar de las islas Canarias o de Huelva. De cualquier forma, si hay un
plato común a todas las cocinas españolas, éste es el puchero, llámese como se
llame, olla, pote, cocido, porque, en realidad,
etimológicamente, “puchero” no quiere decir otra cosa que “olla”, sea de barro,
de hierro, o de lo que venga.
Mucho lo que se ha escrito sobre los orígenes del puchero, pero mantengamos
en esto un rango de seriedad: por lógica, una idea similar debe haber surgido
en muchos lugares del mundo y así vemos que muchísimo se le parecen el pot-au-feu francés, el bollito misto italiano, la “olla
podrida” –adjetivo que, curiosamente, deriva de “poderida”, que quiere decir
“poderosa”, habida cuenta de su enorme valor alimenticio– y la “adafina”, plato judío similar al puchero
y típico de los sábados. Claro está, los judíos no le ponían carne de cerdo,
porque la ley mosaica prohíbe su consumo. Pero con los Reyes Católicos, la Inquisición , las
conversiones forzosas y las expulsiones den masa, quienes se quedaron en España
lo hicieron presumiendo de cristianos viejos, de manera que el cerdo vino a
resultar infaltable, como muestra evidente de rechazo a lo judaico.
Desde luego, como es frecuente en este tipo de comidas, también el puchero
fue, en su origen, una comida de campesinos, de gente pobre, de lo que hasta
hoy deja constancia la tendencia a utilizar los restos: el caldo por un lado y
por otros los sobrantes de carne vacuna, panceta, pollo, etcétera, que junto
con lo que pudiera quedar de algunas verduras, terminarán sobre la mesa del día
siguiente bajo el muy honroso nombre español de “ropa vieja”, o siendo parte
del salpicón.
Pero, ¿cómo es que llegó a nosotros y se instaló para
quedarse como uno de los platos más típicos del país? Por cierto, hubo en
puchero antiguo de las épocas de la
Colonia y de la
Patria vieja del que poco se sabe, pero el actual, tal como
lo conocemos, llegó a la
Argentina junto con las corrientes inmigratorias de finales y
mediados de siglo XIX. Era la comida básica de las familias españolas que
llegaban y se alojaban en el Gran Hotel de Inmigrantes situado en el puerto,
para establecerse luego en el interior del país, o bien para compartir con sus
compatriotas vivienda en los conventillos de La Boca , Palermo, Villa Crespo
o San Telmo.
Heredamos esta comida y la adaptamos a nuestras costumbres e idiosincrasia
hasta transformarla en uno de los platos típicos de nuestra cocina ciudadana.
Acá tomaron preponderancia las carnes vacunas con hueso, la falda, el osobuco,
el caracú, un poco en desmedro del cerdo y del cordero, aunque siguió presente
el cuerito y el chorizo colorado y, en lo que resta, aparte de la infaltable
“verdurita”, a la papa y la zanahoria se le sumaron la batata y el puerro, y la
calabaza la reemplazó por el zapallo criollo de cáscara verde. Garbanzos y
porotos subsistieron, pero el repollo y el choclo ganaron en prestigio dentro
de la olla. Y todo ello servido con el caldo o bien, aparte, rociado con aceite,
acompañado, a veces, con salsa criolla y, en ocasiones, sazonado con mostaza y
siempre, siempre, acompañado con vino.
Y se escindió la cosa en puchero y “puchero de gallina”, del que “El
Tropezón” hizo una especialidad clásica, según lo ensalza el tango: Restaurant Tropezón / pucherito de gallina /
con viejo vino carlón.
En Buenos Aires, puerta de acceso, el puchero llegó a ganar tanta preeminencia
que hasta su mención llegó hasta a sustituir al adagio bíblico de “ganarse el
pan” por el de “ganarse el puchero”, o bien “ganarse los garbanzos”, o “parar
la olla”, sentencias de porteñísima identidad.
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Ilustración: Rincón del restaurante "El Tropezón" (Foto tomada del fotoblog tribuAltair).