(De Fernando Sánchez-Zinny)
El tema me ha sumido
en hondas cavilaciones, tras las cuales debo confesar, sin ambages, que muy
poco sé del hecho en sí, aunque esté a mi alcance hacer algunas elucidaciones
más o menos pertinentes sobre el tema, lo que no es lo mismo. Desde ya, con
entera certeza puedo aseverar algo marginal aunque concreto: no, jamás hubo
disposición, ordenanza, o reglamento que dispusiese la forma de escribir el
nombre de nuestra ciudad; por lo tanto, todas las variantes en la grafía que se
han producido a lo largo del tiempo sólo han sido reflejo de la costumbre en el
sector leído de la sociedad.
Lo primero que, según
entiendo, debe puntualizarse es que antes de la paulatina normatización de la
ortografía española iniciada a partir de mediados del siglo XVIII, merced al
influjo del Diccionario de Autoridades y sus anexos, reinaba una notable
anarquía en la materia; incluso en textos hoy día clásicos, en una página
la misma palabra figura escrita de dos maneras diferentes.
Luego, que, de
origen, la Y –“i griega” o “ye”, como se dice ahora– tiene en castellano un
sonido ambiguo, a veces vocálico o a veces consonántico, sin que la cosa
termine nunca de aclararse. Todavía escribimos –y esto es un obvio anacronismo–
“muy”, “hoy” o “hay”, si bien estas son palabras que no admiten variantes y que
por lo tanto no crean situaciones dudosas. Pero si escribo rey, ley o buey para
representar los fonemas rei, lei o buei, ¿por qué en los plurales no pongo
“reies”, “leies” o “bueies”, como sería lógico?
Este ejemplo no es
absurdo, aunque lo parezca, y pienso que bastante se relaciona con el caso de
Buenos Aires, nombre en el que de entrada los cronistas y memorialistas
coloniales dieron en acomodar lo de “Ayres”, posiblemente porque estaba en el
espíritu aquel tiempo y acaso, también, por la cercana y omnipresente presencia
del guaraní, idioma para el que la inserción de la Y se prestaba sobremanera:
Pindapoy, Queguay, Urunday, Gualeguay, Villaguay, Paraguay, Uruguay. Y vamos
aquí al asunto de los derivados: un oriental no es un “uruguaio” sino un
uruguayo. Si se trata de alguien de Concepción del Uruguay es un uruguayense. E
–incluso en portugués– si es de Uruguayana (ciudad o villa propia del Uruguay),
será uruguayano, sólo que en éste caso la fonética es, efectivamente, según la
teoría indica que debe ser: “Uruguaiana” y “uruguaiano”.
Durante toda la
colonia casi universalmente se escribió Buenos-Ayres, lo que no creo que deba
llamar la atención, ya que en los documentos oficiales de la época se escribía,
asimismo, “virreynato”.
Pasa lo mismo con la
cartografía contemporánea, que mayormente no era española sino primero
holandesa y más tarde francesa, señalándose que en este último caso la
combinación “Ay”, da, precisamente, el sonido “ai”, en tanto que éste, como
grafía, se pronunciaría “e”, circunstancia que tal vez explique por qué en los
mapas extranjeros haya subsistido el dichoso “Buenos- Ayres”, por muchísimos
años, hasta bien entrado el siglo XX.
En el transcurso de
la etapa rosista, lo que circulaba era “Buenos-Ayres”, casi sin excepción.
Después de Caseros y sobre todo después de la reunificación de 1860, esa forma
desaparece abruptamente y apenas si se la ve sobrevivir en publicaciones de las
colectividades escritas en sus lenguas, en algunas denominaciones comerciales,
sobre todo francesas, y en intentos arcaizantes. ¿Qué ha pasado?
No sé. Si tuviese que
atribuir a algo ese fenómeno sería al creciente predominio intelectual de la
generación del 37, vuelto canónico tras la caída de Rosas. Porque Echeverría,
Alberdi, Mármol, Juan María Gutiérrez, Sarmiento, Mitre, aparte de ser
virulentamente antiespañolistas y, por lo tanto, en principio furibundos
antiacadémicos, paradojalmente eran partidarios no menos apasionados de uno de
los ideales academicistas más característicos, que es el de la unidad y
razonabilidad del idioma, posibilidades vistas hasta como un resorte de
cohesión nacional. Para ellos había que prescindir de lo medieval y
simplificar las cosas, para favorecer la escolarización; el sanjuanino hasta
tiene, al respecto, una gramática reformada y cualquiera sabe el ascendiente que sus
criterios adquirieron cuando sobrevino la inmediata eclosión normalista.
Finalmente, acerca de
esto: que una palabra que en sí designa sólo una cosa determinada se escriba de
manera arbitraria, en el fondo no es sino parte de las arbitrariedades de que
habla Saussure; digamos: Miriñay. Pero, visiblemente, “Ayres” quería decir
aires, y no se vería razón para escribirlo distinto. Me imagino que sería, en
ese caso, una cuestión de mesura, de elegancia, de no querer ser “bárbaro”.
Que no medió ninguna
disposición gubernamental específica, lo da cuenta esa iglesia de
estilo románico teñido de eclecticismo que está en la avenida Gaona, obra
erigida en la década de 1930 y ante cuyo altar he recibido los óleos
bautismales: se llama “Nuestra Señora del Buen Ayre”.
Me queda lo del
simpático guión intermedio, propio de una época en que se escribía
“Estados-Unidos” y “Provincias-Unidas”, obvia referencia a que lo indicado
constituye una unidad, cosa muy común en francés, hasta en los apellidos como
Lévi-Strauss, Merleau-Ponty o Royer-Collard. Boulogne-sur-mer es, en conjunto,
un nombre completo e inescindible que proclama que esa ciudad de Francia es la
que es y no la que está en Italia.
Hoy usamos los
guiones sólo para referirnos a una unidad formada por elementos que permanecen
ajenos entre sí: Guerra Ruso-japonesa, o Pacto Argentino-boliviano; si, en
cambio, esos elementos se amalgaman, desaparece el guión: anglosajón,
Sudamérica.
Hasta aquí llegué.
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Imagen: Primera página de la "Gazeta de Buenos-Ayres".