(De Fernando Sánchez Zinny)
Uno de los tantos inadvertidos enigmas de la ciudad de
Buenos Aires lo constituye la existencia de los cuatro lagos (que en realidad
son cinco pues debe añadirse uno innominado al sur de la avenida Sarmiento) del
Parque Tres de Febrero, lugares pintorescos, hermosos y muy característicos del
ornato de los bosques de Palermo. De ellos, el “del Planetario”, es el mejor
documentado y fue antaño el de “Los baños de Manuelita”, tras haberlo acondicionado
Rosas como uno de los sitios de recreo de su residencia campestre, ubicada
aproximadamente en la esquina sudeste de la actual intersección de las avenidas
Sarmiento y Libertador. Muy cercano a él se encuentra el “del Rosedal”, con su
puente belle épòque y su impregnación
de novios atemporales; en dirección opuesta se halla uno más pequeño,
oficialmente designado –no sabemos por qué– “Victoria Ocampo”, y, al otro lado
de los viaductos ferroviarios y del Maldonado entubado, distante unas quince
cuadras, está situado el más grande, llamado “de las Regatas”, paralelo a la
avenida Figueroa Alcorta, frente a la sede del Club Gimnasia y Esgrima y a las
instalaciones de Obras Sanitarias, extendido hasta no lejos de la calle La Pampa.
Ahí están y nos son muy queridos, además de ser muy bellos.
¿Pero por qué están? Geológicamente nadie ha atinado a explicarlo y tampoco por
qué en toda la extensión adyacente y afín no hay formaciones lacustres
semejantes ni noticias de que alguna vez las haya habido. Se alimentan de napas
superficiales y del agua de las lluvias pero para nada se hallan conectadas a
la red fluvial inmediata ni su comportamiento es similar al de los incontables
lagunones de la región pampeana, los que, por lo demás, tampoco son propios de
esta zona, definida por los geógrafos como “Pampa ondulada”. En otras partes,
nuestras lagunas llegan casi a desaparecer durante las sequías y luego se
recuperan y desbordan cuando cambia el régimen pluvial; por el contrario, esos
lagos de Palermo tienen períodos –que se miden en meses– de más o de menos
agua, pero las diferencias no son demasiado acentuadas y jamás llegan a
secarse.
Hagamos un intento por racionalizar los escasos datos
presentes e históricos con que contamos, para lo que empezaremos por un atisbo
de descripción de la costa originaria, previniendo que en absoluto somos
geólogos, sino, simplemente, gente de letras que ama las cosas porteñas y está
dotada de, al menos, una pizca de curiosidad memoriosa.
Vamos, siquiera, en búsqueda de una hipótesis para calmar la
incertidumbre: la costa de la zona metropolitana arranca con grandes
extensiones bajas y pantanosas hacia el sur y sigue con otras de relativa
altitud, con barrancas a partir de las correspondientes al Parque Lezama. Estas
después disminuyen insensiblemente y casi desaparecen a la altura de la avenida
Independencia, punto por el que desembocaba en el Plata uno de los viejos
“terceros”. Vuelve la barranca a insinuarse desde algo antes de la Plaza de Mayo, tiene un
primer pico en Retiro y un segundo en Recoleta, el que concluye al pie de la Biblioteca Nacional.
Viene luego la gran depresión que contiene al Maldonado y la barranca retorna
sobre el borde de Luis María Campos más allá de Dorrego, para tener culminación
en la plaza de Belgrano. Sigue la depresión por la que discurren, con su
permanente amenaza de inundaciones, el Medrano, el Vega y el White, y la
barranca se insinúa de nuevo en Olivos y más propiamente a partir de La Lucila (estación Anchorena,
en la vía del Bajo). Desde allí, Libertador (es decir, las antiguas avenidas
Aguirre y Obarrio) va por el borde superior de esa cresta, que se prolonga
hasta San Fernando, punto desde el que la costa continúa carente de todo
relieve y llegaba entre cañadas y mimbrerales al término de la zona inicialmente
poblada, aunque poco, que concluía en la desembocadura del río Tigre.
Las referencias a terrenos costeros altos son abundantes,
pero en los mapas antiguos apenas si hay indicaciones del resto y ninguna
acerca de que existieran específicamente lagunas: genéricamente se anota, de
modo impreciso, que hay bañados, pantanos, pajonales, sectores anegadizos, sin
que en ningún caso figuren designaciones determinadas. Con seguridad no las
había, lo que corroboraría el hecho de que esos cuatros lagos ubicados en Palermo tengan nombres que para nada
huelen a vetustos: una se llamó “Baños de Manuelita”, sin duda porque antes del
Restaurador era innominada. Y las “del Rosedal” y “de las Regatas” es claro que
se llamaron así sólo después de ser inaugurado el mencionado paseo floral y de
establecerse el club de remeros.
Y aquí expongo la presunción que me han acercado: en el
juego de las mareas, el río llegaba hasta las barrancas y allí obligadamente
retrocedía; pero avanzaba sin encontrar contención en las partes bajas de la
costa y sin nunca definir en ellas, por lo tanto, una consistente línea de
ribera. Más tarde, al alejarse ya para
siempre –proceso sin duda ayudado por la actividad humana, aparte de la
acumulación sedimentaria– quedaban hoyones productos de la acción anterior del
agua y que la retenían en parte; su fondo erosionado era de tosca, como es en
los lagos palermitanos, el que no absorbe el agua como sucede cuando es de
limo. Es posible que tal haya sido el origen de esas lagunas, que en este caso
serían meros residuos apresados del gran caudal del río.
Pero una dificultad perceptible impide admitir, sin más,
esta explicación: de haber sido, en efecto, así las cosas, en todas las zonas
bajas que van de Quilmes a Tigre debiera haber un rosario de espejos de agua
similares, dado que en esa entera extensión el modo de actuar del río ha sido
idéntico. Sin embargo, sólo existen esos cinco de Palermo… ¿Cómo es esto?
Y aquí ya no tenemos a mano más que inferencias: cuando
Rosas adquirió las tierras costaneras que iban más o menos desde la
finalización de la Recoleta
hasta la Calera (hoy las barrancas de Belgrano), por supuesto
eran tenidas como muy malas y necesitadas de saneamiento. Industrioso como era,
el “gaucho de Los Cerrillos” se contrajo a esa tarea: hizo rellenos, emparejó
sendas, terraplenó el contorno de áreas inundables, realizó plantaciones y, en
suma, “fijó las tierras”. Una gran porción la dedicó a actividades de
producción y en la parte más próxima a la ciudad estableció una residencia, en
la que un lago servía para propósitos recreativos. Se sabe que abrió un canal
para regular el nivel de las aguas, paralelo a la actual Libertador y que
llegaba al zanjón que bajaba por Austria (aunque otros dicen por Agüero, lo que
no es creíble), erigió un amarradero y ató a él botes y hasta un vaporcito para
diversión de sus invitados.
En resumen, tendió a utilizar con fines de boato al menos
uno de esos lagos y no se habría metido mayormente con los restantes incluidos
en su propiedad. Pero si en vez de actuar de esa manera hubiese encarado el
saneamiento integral de esas tierras seguramente los lagos se hubieran secado y
luego el emparejamiento del terreno habría hecho desaparecer sus restos. Cabría
suponer, entonces, que hubo docenas de enclaves lacustres semejantes a lo largo
de los sesenta o más kilómetros de costa que estamos considerando, y que existe
la posibilidad de que todos se hayan extinguido por la acción del hombre,
deseoso de trabajar la tierra o de lucrar con ella, movido por la necesidad y
hasta, acaso, por el deseo de suprimir eventuales focos de infección, problema
grave en aquellos tiempos. Los pantanos son –aún hoy, en la cultura popular– un
mal y está sobreentendido que conviene cegarlos y procurar volver útiles los
terrenos que ocupan. Pero los bienes de don Juan Manuel fueron incautados
después de Caseros y esa estanzuela a las puertas de la ciudad fue presa de la
inveterada incuria de los gobiernos. Veinte años más tarde vino Sarmiento con
sus afanes de parquización parisina y, de pronto, he ahí que esos lagos
subsistentes se adecuaban notablemente al criterio de embellecimiento que ahora
imponía la urbanización. Así, un poco por casualidad, esos lagos se habrían
salvado, en tanto que todos los demás caían bajo el hacha del olvido.
Supongamos que haya sido así, lo que –repetimos– no es
seguro, pero, justamente, las oscuridades son la esencia de los enigmas. Lo que
sí es concreto es que al diseñarse el parque hubo modificaciones en el contorno
de esas superficies de agua. La apertura, en 1877, de la Avenida de las Palmeras
(la actual Sarmiento) rebanó algo el “Baños de Manuelita”, por su extremo sur.
Y es probable que otro tanto haya ocurrido con el lago del Rosedal, al abrirse
el paseo Infanta Isabel; asimismo lo es el que algunos de esos lagos estuviesen
unidos en algún momento, conexiones perdidas a raíz de las sucesivas obras
viales, o debido a la forestación, que altera la altimetría de los lugares.
Pues la señalada presencia del vaporcito sería congruente con una amplitud
mayor en el hoy conocido como lago del Planetario, en cuya extensión presente
dispondría de muy poco espacio para moverse: bastante más sentido hubiera
tenido el juguete si ese lago, por ejemplo, conformaba una unidad, tal vez, con
el del Rosedal, posibilidad no del todo desdeñable.
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Imagen: El llamado Lago del Planetario, uno de los lagos de Palermo.