31 ago 2010

El poeta y la calle


(De Baldomero Fernández Moreno)

Madre, no me digas:
Hijo, quédate,
cena con nosotros
y duerme después.
Estás flaco y triste, me haces padecer.
Cuando eras pequeño
daba gusto ver
tu cara redonda,
tu rosada tez...
Yo a Dios le regaba
una y otra vez:
que nunca se enferme,
que viva cien años,
gallardo, robusto,
galán y doncel,
lo vean mis ojos
allá en la vejez.
Que no tenga ese aire
de los hombres que
se pasan la noche
de café en café.
Dios me ha castigado,
¡Él sabrá por qué!-
Madre, no me digas:
Hijo, quédate...-
La calle me llama
y a la calle iré.
Yo tengo una pena
de tan mal jaez,
que ni tú ni nadie
pueden comprender.
Y en medio a la calle
¡me siento tan bien!
¿Que cuál es mi pena
Ni yo sé cuál es,
pero ella me obliga
a irme, a correr,
hasta de cansancio
rendido caer.
La calle me llama
y obedeceré.
Cuando pongo en ella
los ligeros pies
me lleno de rimas
casi sin querer.
¡La calle, la calle,
loco cascabel!
¡La noche, la noche,
qué dulce embriaguez!
El poeta, la calle y la noche.
se quieren los tres.
La calle me llama,
la noche también...
Hasta luego madre,
voy a florecer.
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Foto de Baldomero Fernández Moreno.

Tintorería "El Nipón"


(De Mónica López Ocón)

Quedan pocas tintorerías japonesas de las que en mi infancia había en todos los barrios. Pero en Parque Chas, debido a las calles circulares, el tiempo se corre a sí mismo como un perro que intenta morderse la cola. En consecuencia, su marcha se hace más lenta y el barrio queda salpicado de rémoras del pasado. La tintorería “El Nipón” es un ejemplo claro de negocio anacrónico ajeno por completo a la globalización que llegó también a los vestidos gastados, a los trajes demasiado usados que necesitan resucitar para una entrevista de trabajo, a las polleras y pantalones salpicados de manchas tan rebeldes como los jóvenes de generaciones pasadas. Con la desaparición de estas tintorerías desapareció también un olor característico que un perfumista podría describir como un aroma intenso, con “notas” de solvente, reminiscencia de maderas y evocación de especias picantes: el olor a tintorería que inevitablemente nuestra nariz ansiosa buscaba entre los pliegues de las prendas. En “El Nipón”, en cambio, es posible recuperar ese aroma antiguo, pesado y misterioso que dibuja sobre las prendas marcas olfativas que permiten reconocer su paso por la cofradía de los viejos tintoreros. Allí, la máquina de planchar sigue escupiendo su vapor de dragón oriental como una vieja locomotora inmóvil. Cada cual carga con su propio infierno y acaso el del dueño de esta tintorería consista en haber salido de su país con ansia de aventura y el de haberse quedado varado en un barrio de calles con nombres de ciudades europeas con una máquina que evoca viejos trenes ingleses, pero que no va a ninguna parte.
Claro que el dueño de “El Nipón”, a diferencia del resto de los mortales, tiene como compensación de su pequeño infierno, un pequeño paraíso al alcance de la mano. Sobre su cabeza terrena y sufrida hay un mundo sutil, suspendido, que comienza en el dobladillo de las prendas limpias y que se pierde en la parte más alta del cielorraso. El mundo, en esa tintorería, como en todas las tintorerías japonesas de otro tiempo, tiene dos niveles bien diferenciados: el de los cuerpos sudorosos atormentados por la máquina infernal del planchado, y el de los cuerpos etéreos, sin carnadura, que sobrevuelan el local como fantasmas o como acróbatas que desafían la ley de gravedad suspendidos por el arnés de una percha. Es un ballet de espectros virginales cuyos integrantes, por efecto de la limpieza oriental, son almas sin mácula, sin polvo, casi sin historia. Hay allí arriba una alegría de colores recobrados, de pureza reencontrada sin tormentos, ni ayunos, ni abstinencias. Basta una combinación de la sabia alquimia del tintorero, para que esas almas recuperen su lozanía virginal y floten sobre el mundo mortal a la espera de reencarnar en el mismo cuerpo para prestarle un poco de esa pureza que sólo recuperan los seres de trapo. A veces, esos fantasmas multicolores reencarnan en otro cuerpo. El paso por la tintorería suele ser el ineludible ritual de purificación de algunas prendas heredadas, luego de alargarles las mangas o cambiarles los botones. Esos fantasmas flotan desorientados un tiempo, pero finalmente reconocen desde la altura en quien los va a buscar a la tintorería algún rasgo familiar y, nuevamente a ras del piso, se reacostumbran a la tiranía de la ley de gravedad a cambio de reencarnar en un cuerpo nuevo.
Para devolver los etéreos fantasmas a la Tierra, el tintorero de “El Nipón”, como todos su antecesores, cuenta con una pértiga tan larga que llega hasta ese cielo de género en que los vestidos, las blusas y los trajes se vuelven figuras planas como sombras chinescas.
No es casual que se diga que en el Paraíso perdido había un manzano. Seguramente Eva le habrá hecho bajar a Adán la primera manzana con una larga pértiga de tintorero para sucumbir a la tentación y conocer el fruto prohibido. Ya se sabe lo que sucede cuando algo desciende de las alturas: lo que sea que descienda —manzana o blusa— se mancha, se ensucia, va perdiendo los colores, se opaca y se desluce hasta adquirir una apariencia absolutamente terrenal.
En la teología oriental de las tintorerías no hay un solo limbo, sino dos: el de las prendas que esperan el baño purificador y el de las ya limpias que luego preservan su limpieza inmaculada envueltas en mortajas de papel madera y siguen defendiendo su pureza en la oscuridad de los roperos.
Pero la pureza no dura. El mundo es mancha, polvo, hollín, grasa y deterioro. El dueño de “El Nipón” es un Sísifo oriental. Terminada su tarea, debe comenzar de nuevo. Lo veo cada día afanarse encadenado a su máquina infernal cuando camino hacia Avenida de los Incas. Su mundo terrenal está ubicado bajo el dobladillo de los vestidos y polleras y las botamangas de los pantalones. Allí nomás, al alcance de su pértiga, comienza su paraíso privado. Es una lástima que los japoneses ya no abran tintorerías en los barrios. ¿Qué vecino no añora que al menos su ropa pueda ser enviada a un paraíso temporal para regresar inmaculada?
Siempre me asombró que los dioses japoneses les hayan concedido a las blusas el don de volver a la infancia.

Solís, el Río de la Plata y los indios


(De Diego Ruiz)

En varias oportunidades hemos comentado cómo gran parte de los descubrimientos y fundaciones en territorio americano se debieron a la rivalidad entre España y Portugal. Apenas conocido el hallazgo de nuevas tierras en Occidente el papa Alejandro VI –el valenciano Rodrigo de Borja, que se italianizó Borgia y fue padre de César y Lucrecia– debió dictar varias bulas para demarcar los dominios de ambas potencias, entre ellas la Inter Coeteris que fijaba un meridiano dividiendo el globo terráqueo como una manzana de Sofovich. Pero no bastó con la autoridad papal; el rey portugués Juan II se declaró insatisfecho y el 7 de junio de 1494 se firmó el Tratado de Tordesillas conviniendo trasladar la línea papal 370 leguas al oeste del Cabo Verde y en esto los portugueses estaban haciendo trampa, pues ya tenían conocimiento de las costas brasileñas a través de los viajes “clandestinos” de Joao Coelho en 1492 y 1494. En realidad, esto de los viajes secretos fue una práctica generalizada: en 1498 anduvieron explorando esta costa Duarte Pacheco Pereira y los españoles Vicente Yáñez Pinzón, Juan de la Cosa, Rodrigo Bastidas y Alonso de Ojeda, dos años antes del descubrimiento “accidental” del Brasil por Alvares Cabral, que tenía que ir al Oriente por el cabo de Buena Esperanza y argumentó que un fuerte temporal lo mandó para el otro lado, fraude que no se creyó nadie salvo algunos historiadores brasileños posteriores.
En uno de esos viajes, realizado en 1508, un piloto llamado Juan Díaz de Solís exploró las costas mexicanas y venezolanas acompañado por Yáñez Pinzón, De la Cosa y Américo Vespucio. Se ha dicho y se repite que Solís habría nacido en 1561 en Nebrija, Andalucía, pero el gran historiador chileno José Toribio Medina demostró con documentación que era, en realidad, portugués y que había huido a Castilla por cuentas graves con la justicia, siendo marino desde la juventud y suponiéndose que debe de haber navegado al extremo Oriente y por las costas africanas al servicio de la Casa de Indias portuguesa. Lo cierto es que a la vuelta del viaje de 1508 fue apresado por desacuerdos con Yáñez Pinzón, pero en 1512 gozaba nuevamente de gran prestigio y al morir ese año el “piloto mayor del Reyno”, Américo Vespucio, fue elegido para sucederlo y se le encomendó viajar a Oriente para fijar la línea de demarcación que antes comentábamos pero, ya firmadas las capitulaciones, una nueva queja del rey de Portugal suspendió indefinidamente la expedición.
En 1513 se produjeron dos hechos que iban a tener consecuencias para nuestra historia, pues el 25 de septiembre Vasco Núñez de Balboa descubría el océano Pacífico después de atravesar el istmo de Panamá en una empresa verdaderamente de locos –práctica y literalmente se echaron los barcos “al hombro”, los arrastraron por la selva–, y Nuño Manuel y Cristóbal de Haro, con el piloto Juan de Lisboa –al servicio de Portugal–, exploraban la costa sudamericana hasta la Patagonia y al pasar por el actual Río de la Plata, que llamaron Santo Thome, lo tomaron por un estrecho entre ambos océanos, lo que tuvo pronta divulgación como lo demuestran planos de la época y la reacción de la Corona española, que firmó una capitulación con Solís el 24 de noviembre de 1514 fijando expresamente que debía tomar posesión de ese “estrecho”. Así pues, el 8 de octubre de 1515 y en el mayor secreto partió Solís de Sanlúcar de Barrameda con una nave de sesenta toneladas y dos de treinta, embarcando sesenta tripulantes entre los cuales iban su hermano, su cuñado, Diego García de Moguer –quien dará luego que hablar– y el ya conocido Juan de Lisboa pues algunas lealtades, en ese tiempo como en todos, pasaban por el mejor postor.
En enero o febrero de 1516 llegó la expedición al Paraná Guazú que Solís llamará Mar Dulce, luego será nombrado Santa María, del Jordán, de Solís y finalmente, por la creencia de que llevaba a la mítica Sierra de la Plata, los portugueses bautizarán Río de la Plata. En el estuario exploró y dio nombre al cabo Santa María y a las islas de Torres, Martín García –donde enterró al tripulante de igual nombre– y San Gabriel, en la que años más tarde se pensará para fundar Buenos Aires, y también ancló en una ensenada natural, en Maldonado o Montevideo, tomando posesión de la tierra en nombre de España bajo la denominación de “puerto de la Candelaria”. Siguió explorando las costas y en la actual Colonia, frente a San Gabriel, desembarcó con seis hombres entre los que estaban el contador Alarcón, el factor Marquina y el grumete Francisco del Puerto, con tal mala suerte que cayeron en una emboscada de los charrúas y se levantó, al decir de Borges, “...una estrellita trémula/ para alumbrar el sitio/ en que ayunó Juan Díaz/ y los indios comieron” porque estos aborígenes practicaban la antropofagia ritual. Sólo perdonaron a Francisco del Puerto quien diez años más tarde se encontrará con la expedición de Sebastián Gaboto, al que le dará manija con la Sierra de la Plata –aunque vale aclarar que no había que darle mucha, pues todos estos exploradores ya se la daban solos–, y morirá viejo en España dándole tema a Juan José Saer para escribir su magnífica nouvelle “El entenado”.
Después de este desastre la expedición resolvió volver a España bajo el mando de Francisco de Torres y Diego García de Moguer, se abastecieron de carne en la Isla de los Lobos, y en el Puerto de los Patos, frente a Santa Catalina, naufragó una de las naves cuyos tripulantes, dieciocho, se dividieron en varios grupos. Unos, viajando hacia el norte, fueron hechos prisioneros por los portugueses y remitidos a Lisboa, otros se instalaron en las inmediaciones de Los Patos y otro, Alejo García, se entusiasmó con las leyendas aborígenes del Rey Blanco y la Sierra de la Plata y, acaudillando a cuatro o cinco españoles y centenares o millares –según las distintas versiones– de indios, se fue a la conquista de ese reino. Descubrió y cruzó el río Paraguay, atravesó el Chaco y llegó a los contrafuertes andinos, lo que explica –junto con otras emigraciones anteriores desde tiempos de los incas– la presencia chiriguana en Santa Cruz de la Sierra. La cuestión es que, entre los chanaes, García recogió todo el oro y plata que pudo y volvió sobre sus pasos pero al llegar al río Paraguay los payaguaes lo asaltaron y mataron junto a los otros españoles e indios guaraníes que lo acompañaban. Unos pocos sobrevivientes pudieron llegar a la costa del Brasil con muestras de minerales, realimentando las leyendas y la codicia de los exploradores que seguirían arribando a América.
Así pues, un 8 de octubre zarpó la desdichada expedición que descubrió y exploró el río que iba a darnos nombre, a través de Martín del Barco Centenera, primero como región y luego como país. Y si bien la fecha ha sido opacada por otros sucesos históricos, muchos de los protagonistas de esa gesta son recordados en las calles de la ciudad: los hermanos Pinzón, Sebastián Gaboto y Américo Vespucio en el que fue el barrio marinero de Buenos Aires, La Boca; Juan Díaz de Solís, por una calle que corre desde Hipólito Yrigoyen hasta Caseros, entre Virrey Cevallos y Entre Ríos, por los barrios de Monserrat y Constitución, y lo más notable obra seguramente de algún edil trasnochado el Mar Dulce ha merecido una callecita de tres cuadras en Pompeya, desde Amancio Alcorta hasta el Riachuelo, entre Sáenz y Falucho.
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Imagen: Dibujo sobre un grabado de un retrato de Juan Díaz de Solís.

La luna y la plaza


(De Edgardo Lois)

[…] La jornada se hizo historia sin necesidad de guardar algún detalle más. El volantero terminó su trabajo y buscó un lugar en donde sentarse unos minutos. Cargó la pipa, la encendió con cuidado, con amor y en un segundo, con la primera aspiración, como si de magia se tratara, Olmé pareció convertirse en otro, en alguien distinto, en un tipo diferente mientras seguía siendo él mismo. La pipa rompió la crisálida del volantero y de ella salió el verdadero Olmé: el volatinero: el funámbulo del funambulismo más arriesgado.
Arturo Olmé camina hacia su casa. Si alguien lo observara con detenimiento vería que el hombre no va por la vereda, sino que parece avanzar sobre una cuerda: busca el equilibrio, hace pie en el aire, a ambos lados de la cuerda, porque Olmé pega uno que otro saltito y cambia el pie de apoyo: camina por el filo, sobre la frontera que flota sobre el gran abismo, de un lado: los vivos, del otro: los muertos.
Otra vez en camino, otra vez pretendo ir al encuentro de mi Buenos Aires. Una nueva historia empieza a enseñar aristas y recovecos entre mis papeles; extrañamente estoy escribiendo sobre un cuaderno con espiral, esta vez parece ser un trabajo donde no habrá lugar para hojas sueltas sobre la mesa en el Cao o sobre la mesa de madera que espera en mi cocina. Desde mi mesa digo que veo la Luna, no en el cielo, sino al pie del balcón que da al pulmón de la manzana, un paisaje lunar de utilería hecho de chapas, tanques de agua, mucha membrana plateada y restos de satélites humanos estrellados por el paso del tiempo: baldosas partidas, una hoja de escalera pudriéndose bajo las estrellas. Es cierto que veo un árbol en mitad del paisaje, pero aún así siento que mi ventanita da sobre la Luna. Esta imagen ya está dentro de la novela, un puñado de techos de San Cristóbal se titularon techos del cielo, y me digo que esta apariencia debe ser muy cierta, porque en el lateral del edificio alto que se ve desde la misma ventanita, hay pintada una publicidad que autoriza estas consideraciones que bien sé podrían ser tomadas por antojadizas: en letras negras y rojas leo: Electro Universo.
La superficie de la Luna está habitada por gatos, especialmente por uno, el Colorado, que pasa gran parte del día durmiendo al sol; este gato tiene la particularidad de ser bastante mugriento, por lo general los gatos consumen gran parte de su vida acicalándose, pero no el Colorado que nada más atorrantea sobre las chapas y se olvida de ciertos mandatos de la especie; parece que el Colorado posee cierta comprensión sobre qué es lo importante de la vida, y entonces hace la suya, por más que, como siempre, los necios del barrio murmuren, y, creo que, de alguna manera, apostó a hacerse un lugar en mi historia nueva y en ella se piensa quedar. Debe saber que al verlo sobre Luna, al presentirlo habitante, recordé el relato de H. P. Lovecraft (1890-1937): En busca de la ciudad del sol poniente (1927): [...] Y sin duda se habría podido apreciar la misma dulzura en los maullidos de los gatos, de no haber estado casi todos ellos pesados y silenciosos a causa de su extraño festín. Algunos de ellos se escabulleron sigilosamente hacia esos reinos ocultos que sólo conocen los gatos y que, según los lugareños, se hallan en la cara oculta de la Luna, adonde trepan desde los tejados de las casas más altas. El Colorado no tiene el protagónico, pero bien conforme se queda con ser parte de una de las escenografías. Los personajes principales son Julio Martín, Arturo Olmé, Ángela, Virginia y Ernesto, un diariero de esquina del barrio. Pero una vez más puedo decir que Buenos Aires es el personaje madre de todas las historias y consideraciones. En esta ciudad la vida es una vuelta de tuerca constante, nada en Buenos Aires se mantiene quieto, arriba y abajo, la ciudad misma se expande, respira, para luego quedarse un minuto sin aliento. Ciudad punzante capaz de resguardar y también de sacrificar a sus criaturas. Ciudad siempre cambiante mientras sigue siendo la misma, esa entidad-universo con la que no se puede tener otra relación que no sea un cóctel de amor-odio. La amo cuando escribo, cuando la escribo, sobre una mesa del Cao, y la volaría en pedazos cuando supura indiferencia en las esquinas cercanas a Plaza Once. La Plaza, sus alrededores, también son parte de mi novela: la noche, la desesperación, las almas: todo su paisaje de vida empezó a acomodarse en mi cuaderno. Camino Once para ver y para escuchar, y escribo para no olvidar.
Digo que mi nueva historia habla de la ciudad de más allá, porque en ella intento contar sobre los vivos y los muertos, y sobre el entrecruzamiento de hombres y fantasmas sobre las calles de todos los días. Hablo de fantasmas sobre el cemento, y de buscadores de fantasmas, porque estoy convencido de que esta ciudad, que la sabemos una que puede ser tantas, tan humana ella, se repite a un lado y otro de la frontera, y es una frontera abierta para todo aquel que la quiera ver o habitar.
Camino Once encontrándome con la vida, y también camino las calles encontrándome con otra sintonía: mágica, misteriosa, si se quiere; empecé por enterarme que vivía a metros de un cruce de caminos, de una encrucijada, Estados Unidos y Jujuy, donde a veces se dejan ofrendas a algunos semidioses muy cercanos a la naturaleza. ¿Vivo cerca de un cruce mágico de caminos?, fue mi pregunta y entonces comencé a ver la otra ciudad, quise verla y la estoy viendo, y es a partir de ello que empecé a revisar historias de fantasmas, a escucharlas, a entender que los muertos tienen tanto que ver con los vivos.
Hace unos días una amiga me envió una foto del Cao, una toma interior donde se ve a algunas personas en movimiento, luego: movidas ellas; cuando la vi pensé que era una foto fantasmal, pensé que estaba viendo aproximaciones de personas; ¿qué es un fantasma?, me pregunté, y se me ocurrió pensar que un fantasma es una persona desbibujada, o una persona en formación, o sea que un fantasma puede ser un muerto que se aleja de la vida o un muerto que regresa a la misma; me dije que fantasma significa rastro, señal indicadora; y subido a los juegos del pensar me dije que también un adolescente es un fantasma regresando a la vida, porque está en construcción, y que un viejo es fantasma que se aleja, que se desdibuja porque ya está cansado de mantener el personaje.
Escribo en órbita alrededor de Plaza Once, revisando mi camino casi diario hasta la plaza, voy desde mi departamento cercano a la encrucijada, por Jujuy, hasta que, por ejemplo, una y otra vez me paro en la esquina que está en diagonal a la recova, a centímetros de pisar Avenida Rivadavia, ¿es que todos cambiamos de nombre cuando cruzamos la avenida?, me pregunto en alguna de las páginas de mi novela, y desde mi posición miro hacia la altura del edificio que resguarda la recova: un palomar, hay un palomar a cielo abierto allá arriba, una máquina infernal de enviar palomas, buitres civilizados, en picada sobre la plaza. Aclaro que Julio Martín, mi personaje, siente asco por estos diabólicos seres emplumados.
Y hablando de amenaza en la plaza, en uno de mis paseos vi a dos muchachos, una tarde de lunes, hacer una especie de puesta teatral, una mezcla de humor, costumbrismo y consulta constante con el público que se junta en torno a los trabajadores. Estaban vestidos de mujer, pero no presté atención al argumento de la puesta. Pero a lo que sí presté atención fue al texto con que uno de ellos pidió la colaboración. Acá también se hacía presente lo sobrenatural y algo más: avisó el orador que nadie le diera vuelta la cara, que cuando él llegara para pedir la colaboración, nadie se fuera, explicó que él, si alguien se retiraba sin poner una moneda, no iba a odiar a nadie, pero avisó, si te aviso no está tan mal, que tenía en la familia un brujo, y que aquel que se retirara sin haber colaborado tenía, en algún momento, que dejar la plaza; llegado a ese instante acentuó el mensaje: Sabé que para salir de la plaza hay que cruzar una calle, yo te digo eso, nada más. La amenaza del más allá estaba hecha: guarda que el bondi del brujo te parte. Anoté debidamente en mi libretita sabiendo que la calle sigue entregando la mejor literatura.
Pero por suerte, sobre la nao plaza (porque a Plaza Once se llega abordando desde distintos muelles), y a no más de cincuenta metros, la palabra de Dios, no sé de qué marca, ofrecía la salvación. Dios utilizaba para entregar su mensaje del día a unas diez personas: tres de ellas, un hombre y dos mujeres, portaban sendas panderetas, otra mujer tenía un bombo, había Biblias a discreción en el grupo. El líder, el que hablaba por el micrófono y cuya voz salía rasposa por un pequeño amplificador, era un hombre joven, de no más de cincuenta años; enérgico, un poseso de la palabra del señor y a la vez una persona con vocabulario pobre: ¡Aleluya en la viña del señor! ¡Cara a cara con Dios, quiero ser su discípulo! ¡Él quiere que nos humillemos, la misericordia, seamos sus discípulos!
Tomo nota para mi novela sobre los vivos y los muertos, para mi historia nueva que trata sobre los fantasmas que sufren la humillación en esta tierra, y sobre los otros fantasmas, que también viven entre nosotros, pero que declaran estar a salvo de miserias en el otro lado, en el lado B de la vida: el más allá.
Arthur Conan Doyle (1859-1930), el famoso creador del detective Sherlock Holmes, cita el testimonio de un espíritu en su libro La nueva revelación (1920): […] Aseguró que los espíritus oraban y morían en aquella esfera antes de pasar a otra, que disfrutaban de ciertos placeres, entre ellos del de la música. Que aquel lugar estaba lleno de luz y de risas, añadió que no había entre ellos ricos y pobres y que las condiciones generales, eran mucho más felices que en la tierra […].
Mejor así, me gustaría anotar en la novela de la vida.

Acerca del vesre

(De Luis Alposta)

Con el nombre de anagrama, designan los gramáticos lo que los porteños conocemos por vesre, o sea la transposición de las letras de una palabra. Y esto no es algo privativo del lunfardo, pues casi todos los argots han recurrido a variaciones de este tipo con el fin de deformar palabras y crear, de esta manera, otras nuevas.
Con respecto a la palabra original, la forma vésrica no cambia su significado, y lo único que logra es una especie de disfraz, una especie de camuflaje del vocablo primitivo. Estas transformaciones vésricas pueden ser consideradas bromas o juegos idiomáticos, en parte emparentados con las lenguas infantiles, tales como la jerigonza o jeringozo, que es como lo llamamos nosotros desde que lo aprendimos.
El hablar de esta forma se inició entre nosotros en el último cuarto del siglo XlX y, como recurso festivo, fue muy utilizado por saineteros y autores teatrales populares.
Los vesres que continúan circulando en estos días no son pocos. Recordemos algunos:
Feca, feca con chele; lorca; rope; gomía; troesma; sope; jonca, de jonca -de cajón- con el sentido de cosa segura, evidente; jermu; nami; gotán; yobaca; zabeca; grone; trompa; orre, por reo; ispa, por país; todos ellos seguidos de un largo etcétera.
Y, para recordar que nada nuevo hay bajo el sol, digamos ahora que la palabra tordo, por doctor, ya la utilizaba don Luis de Góngora, en España, hace cuatrocientos años. 
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Imagen: Tapa del libro: Mosaicos porteños.

San Cristóbal, mi barrio


(De Otilia Da Veiga)

Ramas de un tronco que desgajó en brotes
a Boedo, a Pompeya y a Patricios.
Que al Riachuelo se arrimaba en lotes
de amurados confines edilicios.
Sintiendo de la peste los azotes,
en el rumbo del sur sufrió cilicios,
y por el norte recibió otros motes
de algunos bacanajes gentilicios.
Cuna de barrio prodigado en sones:
guitarras mazorqueras, bandoneones,
y el coraje guapeando en sus orillas
con lunas que plateaban los facones.
Pero el rumbo del pan sin pretensiones
fue el que sembró en su historia las semillas.
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Iglesia Santa Cruz en la esquina de General Urquiza y Estados Unidos, barrio de San Cristóbal.

El Cervantes: donde anidan los duendes del oficio teatral


(De Leonardo Busquet)

El semáforo nos detuvo con su rojo prepotente justo en la esquina de Córdoba y Libertad. El taxista escudriñó hacia su derecha, clavó la mirada y me dijo: “Vio, jefe, qué monumento. Si la gente se detuviera a ver esta joyita...”. Amurallado por una estructura tubular que anuncia su pronta restauración, el Teatro Nacional Cervantes se levanta, imponente, frente a la indiferencia de muchos. Suelen ser los turistas quienes agotan los destellos de sus cámaras para registrarlo.
María Guerrero y su esposo, Fernando Díaz de Mendoza, ya eran intérpretes consagrados en España cuando llegaron por primera vez a Buenos Aires en 1897. Se instalaron con un repertorio clásico en el ya desaparecido teatro Odeón e inmediatamente el público y la crítica laudaron a su favor. El reconocimiento hablaba de “admirable temperamento, vasta cultura artística, dicción impecable, gracia castellana y porte distinguido”.
Los Guerrero-Díaz de Mendoza recibieron un enorme cariño y algunos años después decidieron devolverlo de la mejor manera. Propiciaron la construcción de un teatro.
En 1918, la prensa dio cuenta de la novedad. Una sala de gran porte será levantada en la esquina de la avenida Córdoba y Libertad. La empresa no fue fácil pero el entusiasta matrimonio cautivó hasta el mismísimo rey de España, Alfonso XIII. Del Viejo Continente llegaron en barco muchos materiales para la construcción del nuevo coliseo. De Valencia, se transportaron azulejos y damascos; de Tarragona, las losetas rojas para el piso; de Ronda, las puertas de los palcos copiadas de una vieja sacristía; de Sevilla, las butacas, bargueños, espejos, bancos, rejas, herrajes y otros azulejos. De Lucena, vinieron candiles, lámparas y faroles. De Barcelona, fue enviada la pintura al fresco para el techo del teatro y de Madrid, los cortinados, tapices y el telón de boca, una verdadera obra de tapicería que tenía bordado en seda y oro el escudo de armas de la ciudad de Buenos Aires.
Por indicación de la Guerrero a los arquitectos Aranda y Repetto, a cargo del diseño y la ejecución de las obras, la fachada del edificio, de estilo renacentista, reprodujo el frente de la Universidad de Alcalá de Henares. Más de setecientos obreros y artistas intervinieron en la construcción del teatro, todos bajo la atenta mirada de la gran actriz.
Finalmente, el 5 de septiembre de 1921 se inauguró la sala en medio de una verdadera conmoción cultural y social. La primera obra, La dama boba de Lope de Vega, fue representada por María Guerrero, no podía ser de otra manera. Su sueño cobró forma y no fue una utopía inalcanzable. Ahí estaba el gran teatro que fue bautizado Cervantes. La propia Guerrero descartó la idea de algunos amigos y funcionarios para que la sala llevara su nombre.
Pero la alegría duró poco. Cinco años más tarde, en 1926, la sala soportaba un fuerte endeudamiento, agravado por el mal manejo administrativo de Fernando Díaz de Mendoza. El agobio económico marcó el camino hacia el remate del edificio en subasta pública. Fue un gran amigo del matrimonio, el dramaturgo Enrique García Velloso, quien intervino para evitar el final.
El presidente de la Nación, Marcelo Torcuato de Alvear, estaba vinculado afectivamente a la escena nacional, en especial a la lírica, a través de su esposa, Regina Pacini. El primer mandatario no dudó en dar forma al rescate del Cervantes. En 1924, un decreto presidencial dio vida al Conservatorio Nacional de Música y Declamación.
Un año después, la Comisión Nacional de Bellas Artes evaluó la posibilidad de que el Conservatorio cuente con una sala. El subdirector del Instituto era García Velloso y la necesidad de que esa sala fuera el Cervantes la fundamentó con una contundencia que evitó el menor de los debates. “Todos ustedes conocen esta soberbia casa de arte y todos están al tanto de las desventuras financieras que, desde antes de su terminación, pesaron sobre sus ilustres iniciadores y propietarios... El teatro Cervantes está perdido para ellos. De un momento a otro se producirá el crack definitivo, y pensando dolorosamente que el magnífico teatro pase a manos mercenarias, aconsejo al gobierno nacional su rápida adquisición y su entrega a la Comisión de Bellas Artes.”
Alvear obró en consecuencia y ordenó al Banco Nación la compra del teatro a María Guerrero. Así nació el Teatro Nacional Cervantes.
En 1933 se dispuso la creación de una nueva institución, la Comisión Nacional de Cultura que —a su vez— puso en marcha al Teatro Nacional de la Comedia, que pasó a funcionar en el Cervantes. Dos años más tarde, el director catalán, Antonio Cunill Cabanellas se hizo cargo de un ámbito que, bajo su conducción, dejó una marca imborrable en la historia del teatro argentino: La Comedia Nacional. Entre los primeros colaboradores de Cunill, se destacaron: José González Castillo, Enrique García Velloso y Leopoldo Marechal.
El debut de la Comedia se produjo el 24 de abril de 1936 con Locos de verano de Gregorio de Laferrere, con Luisa Vehil y Guillermo Battaglia, entre muchas otras figuras.
Paralelamente, Cunill fundó el Instituto Nacional de Estudios de Teatro, el museo, archivo y biblioteca que se instalaron en el teatro Cervantes y, además, dirigió los destinos del Conservatorio de Arte Dramático. La Comedia Nacional fue un ámbito propicio para nuevos autores e intérpretes, todos con el elevado nivel artístico reclamado por el gran director catalán.
En 1941, la Comisión Nacional de Cultura, estuvo a cargo del escritor Gustavo Martínez Zubiría, (cuyo seudónimo era Hugo Wast), un nacionalista ultramontano de ideas filo nazis. Se adujo cansancio y hasta se inventó el rumor de una enfermedad. Lo cierto es que, Antonio Cunill Cabanellas, renunció a la Comedia Nacional en el cenit de su prestigio, agobiado por las presiones y los controles autoritarios de Martínez Zubiría. Se sucedieron entonces varios directores que marcaron una etapa de altibajos producto de las presiones oficiales: Armando Discépolo, Elias Alippi y Enrique de Rosas. También, Claudio Martínez Paiva, Alberto Vacarezza y Pedro Aleandro, entre otros.
En 1954 la Comisión Nacional de Cultura, a cuyo frente estaba el poeta Cátulo Castillo, fue eliminada por decreto. En 1955, año de la caída del general Perón, no hubo temporada oficial. Un año más tarde, en la llamada Revolución Libertadora, se crea una nueva institución, la Comedia Argentina, que también se instaló en el teatro Cervantes. Fue su director Orestes Caviglia, quien retomó la senda fundacional de Cunill y estableció el dictado de diferentes cursos y creó un laboratorio-taller. El nuevo ámbito sirvió para que los elencos tuvieran un lugar de entrenamiento y actualización artística. El propio Caviglia definía los objetivos: “La Comedia Nacional Argentina será cauce de vocaciones, pero no instrumento de vanidades; por ello, se ha prescindido de las estrellas y se busca que el actor esté al servicio del teatro”.
Fue una década intensa donde desfilaron autores de la talla de Eichelbaum, Moliere —cuya obra Don Juan estuvo bajo la dirección de Jean Vilar con la Compañía de Teatro Popular de Francia—, Shakespeare, García Lorca y el joven Carlos Gorostiza, que estrenó El pan de la locura. En 1960, Armando Discépolo dirigió Locos de verano de Gregorio de Laferrere y Ernesto Bianco estrenó Hombre y superhombre de George Bernard Shaw. Fue el año en que renuncia Orestes Caviglia por una controversia con las autoridades nacionales de Cultura, que censuraron la presencia de la actriz Inda Ledesma a quien se acusó de ser “agente del comunismo”. La actitud maccartista del gobierno fue suficiente para Caviglia, quien se fue sin más vueltas. El nuevo director fue Narciso Ibáñez Menta, a quien se le encomendó una reestructuración del Teatro Nacional Cervantes. Ibáñez Menta creó un segundo elenco estable para realizar giras al interior del país.

EL TEMIDO FUEGO
El 9 de junio de 1961, el teatro recibió a la compañía Theatre Française, encabezada por Jean Louis Barrault. A la mañana del día siguiente, un incendio terminó con el Cervantes. Los daños fueron enormes y las pérdidas se estimaron en más de cincuenta millones de pesos. La reconstrucción y remodelación tardó siete años. Paralelamente se construyó un edificio anexo de 17 pisos levantado sobre la avenida Córdoba. El Teatro Nacional Cervantes reabrió sus puertas en 1968 con un nuevo escenario de mayores dimensiones que el anterior. En 1997, el gran escenario logró su autarquía bajo la dirección de Osvaldo Dragún. Fue una reivindicación por la cual lucharon, durante años, los trabajadores de la cultura que bregaron por una Ley Nacional de Teatro, sancionada ese mismo año.
Hoy, en octubre de 2007, tras un año y medio de conflictos gremiales internos, un acuerdo sellado con la Secretaría de Cultura de la Nación permite avizorar la esperanza de su reapertura. En su momento, el maestro Juan Carlos Gené denunció que la sala y los elencos que aguardaban estrenar eran rehenes de un conflicto político. Ahora los elencos retomaron los ensayos y algunas actividades culturales hicieron sacudir la modorra al viejo complejo teatral. Como dijo el propio Gené, “el teatro va siendo cada vez más el único ámbito de reflexión sobre el hecho vivo... El teatro es aquí y en cualquier parte del mundo una celebración de la vida”. La vieja sala que impulsó María Guerrero ha vuelto a vivir.
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Los datos históricos fueron extractados de la página web oficial del Teatro Nacional Cervantes.

De masilla, cochecitos y mundos virtuales


(De José Muchnik)

Todo tiempo pasado fue... te quiero, mucho, poquito, nada, te quiero... mejor, glorioso, pastoso, una mierda. Aclaro el abanico de posibilidades para que no crean que tienen enfrente un boedónico nostálgico tipo, un homus boedónicus como los que pueden observar con facilidad los sábados al mediodía en la esquina que no menciono pues intentamos frenar la avalancha de curiosos afluyendo desde latitudes y galaxias deshidratadas para contemplar que barrio, utopías, humedades y boludeos en ebullición aún existen.
Hechas las aclaraciones del caso volvamos a la masilla, así lo anunciaba el título y en esta ferretería no defraudamos al lector. Los habitués de estas viñetas ya deben saber a esta altura que se encontraba en Boedo 1561, entre Garay e Inclán, mano derecha caminando hacia el olvido. Ahí llegaban en ramillete : tres, cuatro, cinco, seis... pantalones cortos con ojitos que apenas alcanzaban el borde del mostrador. Elegían un momento propicio sin clientes, masilla espetaba el más osado mostrando un cochecito panza arriba, mi viejo los miraba desde una nube de recuerdos en carambola, dales un poco de masilla me ordenaba con una sonrisa apenas perceptible, a mí me alcanzaba para entender que iba de regalo para los pibes. Yo también era pibe, me sentía el campeón de la generosidad cuando empuñaba la espátula con mango abultado por estratos de tiempo y masilla endurecidos. Los pantalones cortos se aglutinaban en derredor de la lata mientras se acumulaba la masa aceitosa sobre el papel de diario que jugaba de envoltorio, ¡gracias, Don!, y salían corriendo triunfantes.
No voy a entrar en detalles, los veteranos ya los conocen y los jóvenes (hablo desde el año 2008) pueden imaginarlos. El rellenado con maestría de los cochecitos evitando obstruir el eje, una maderita transversal para que queden bien armados, esperar que sequen y ya estaban listos para carreras en el cordón de la vereda, autódromo por excelencia. No voy a entrar en detalles pues quiero llegar a los anunciados mundos virtuales, ya les dije que en esta ferretería no defraudamos al lector. Estoy leyendo el diario, el diario de hoy ya no me sirve para envolver masilla, un pibe llevó tres cuchillos a la escuela, se había inspirado en juegos virtuales, esta vez no hubo muertos.
Les dije que no soy reacio al progreso, que no creo que todo tiempo pasado fue mejor, glorioso, pastoso o una mierda; entro en Google por “violencia en escuelas juegos virtuales”, pueden probar, impresionante : “Counter Strike”, “World of Warcraft”, “Doom” y variados videogames donde niños y adolescentes asesinan virtual y gustosamente a todo aquel que se interponga en su camino. Algunos estudios científicos señalan que estos videojuegos favorecen la agresividad, que una confusión entre mundo real y virtual puede producirse en ciertos sujetos...
Yo no afirmo nada, ¿qué puede afirmar un ex ferretero?, pero pregunto: ¿no quieren un poco de masilla?

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Catálogo de venta de juguetes de chapa litografiada de la antigua fábrica Matarazzo.



Soneto


(De Enrique Banchs)

Cuando en las siestas vago en el suburbio,
desde las tierras altas la mirada
de albatros tiendo a la ciudad cargada
de hombres, al lado del Estuario turbio.

Como en una visión de grandes valles,
veo, entrando en el cielo, humeantes barras,
las azoteas rojas, las pizarras
y el tajo ceniciento de las calles.

Y veo el barrio donde está tu casa,
(lo veo y la tristeza me traspasa)
y la casa escondida donde estriba

mi vida laboriosa y miserable…
Y se me alza en el pecho, inolvidable,
el gran amor de la ciudad nativa.

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Óleo de Lino Enea Spilimbergo.

El desaparecido pasaje Seaver


(De Luis Alberto Ballester)

Algunos lugares de Buenos Aires están iluminado por una abierta gracia, como si ellos hubieran cobijado humildes epifanías. Este era el caso del pasaje Seaver, ahora desaparecido por la gris nivelación de una avenida.
Era un sitio hospitalario, que arrancaba de la Avenida Libertador y se empinaba en una escalinata, ornada con barandales de hierro, y que concluía en la calle Posadas.Como todo lo que es hondamente expresivo, el pasaje Seaver invadía el campo de lo espiritual, de aquello que es cierto y sin embargo navega en las brumas. El pasaje fue tendido cerca del año 1890 en un predio que perteneció a la la quinta de Otarola. Su apelativo más conocido le fue adjudicado en recuerdo de Benjamín Franklin Seaver, marino muerto en 1814 en el combate de Martín García. Luego, en 1891, se construyó la postrera escalinata. El paseante sensible podía subir a esa breve elevación y observar la geometría del pasaje, vuelto hacia algo secreto, íntimo y a la vez trascendente.
El pasaje Seaver cobijó múltiples vidas, encontradas pasiones. Antes, casas sencillas exhalaban un olor a pesar y desesperación, ornadas con macetones que terminaban en plantas, donde el viento gemía. Eran casas de inquilinato; flameaban en las ventanitas unas cortinas que las lluvias habían lavado, pero sencillas como la ternura. Los patios se clareaban en las morosas siestas de verano; a la noche fantasmas alunados volaban entre la ropa tendida.
Luego el pasaje Seaver se fue transformando adoptó un aire bohemio, de capas encantadas, como las que amara Valeriano Becquer, desarrolló lentos delirios que tornaban gratos los días. Faroles de hierro trabajado adornaron las paredes y se abrieron estudios de pintores. Un afán creador signó al pasaje Seaver. Personajes legendarios, como Gonzalo Leguizamón Pondal, lo habitaron con intensidad, incluso con la persuasión de un verídico fantasma. Vivió en la casa ubicada en el número 1634. Por el tesón espiritual del artista el pasaje desaparecido alumbró su escalinata folletinesca con faroles que a la noche llovían una luz reconfortante pero enigmática.
Sólo resta ahora para el pasaje Seaver el reino de la memoria, tan efímera. Sin embargo, su encanto reside en nuestra interioridad, en nosotros, esos "sepulcros vivos", al decir de Hudson. Se dilata ahora en un paisaje de sueño, tal vez cambiable, de humo y niebla y sonrisa y tristezas, pero al fin exactamente humano.
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Foto: El pasaje Seaver alrededor de los años 70. 
Del libro: Revelación de Buenos Aires (1985).