26 oct 2010

“Almacén Suizo”


(De Jorge A. Bossio)

A principios del siglo XX, cuando la ciudad extendía sus límites geográficos ganándole yuyos a la pampa, las pulperías ya habían perdido su formalidad campera. El almacén le sucedía en las esquinas de Buenos Aires, donde los payadores acodaban sus ilusiones en el “estaño”. Otras figuras y otros instrumentos alternaban con los antiguos troveros criollos. Bandoneón, guitarra y flauta acompasaban nuevos sones y otros músicos, cuyas venas sentían la fuerza del cruzamiento sanguíneo de criollos y gringos.
De estas circunstancias, el “Almacén Suizo” fue testigo por el año 1908 de la actuación de un trío famoso en el suburbio: el del “Pibe” Ernesto.
Se sucedían los días de 1908, año en que la colectividad italiana se horrorizaba con los violentos terremotos que asolaban a Sicilia; entonces, cuando el “Almacén Suizo” se enseñoreaba en la esquina de Corrientes y Pueyrredón, un dúo se floreaba en las noches con las picarescas notas musicales del tango; Ernesto Poncio y el cieguito Aspiazu, con bandoneón y guitarra, atraían a los muchachos porteños, que entre copa y copa olvidaban la tragedia que enlutaba a los italianos. La fuerte personalidad del “Pibe” Ernesto, siempre dispuesto a cualquier guapeza, nos dejó, con su actuación en el “Almacén Suizo”, el tema para proyectar en esta nota la figura de este almacén que por rara coincidencia se convertía en un baluarte del avance del tango en su asalto al centro.
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Imagen: La esquina de Corrientes y Sud América (hoy Pueyrredón), circa 1900. ( Foto tomada desde esta última avenida hacia el sur).

“La Granja Nacional”


(De Hugo Corradi)

VILLA LURO
Rivadavia, polvoriento camino a Morón entonces, luego de pasar las últimas arboledas de “La Floresta” se internaba entre solitarios campos de las estancias que rodeaban a Buenos Aires. Hasta llegar a la apartada estación de campo llamada “Liniers”, existían a su borde varias fondas y pulperías, como “La Parada” en la esquina de la actual avenida Lacarra; “El Arbolito”, en Medina; la “del Ombú”, en Pola, y “La Granja Nacional”, la más importante, cuyo edificio en parte aún se halla en pie en Rivadavia 9854/58 (1). Esta casa de ramos generales, fonda y cancha de pelota vasca que contaba con dos o tres ranchos adosados, utilizados como habitaciones anexas para los viajeros y, asimismo, como tambos, se levantaba retirada entre la tranquilidad de los potreros de las estancias “Los Remedios”, de Olivera, la de Juan Penco y “La Paz”, de doña Justa Visillac de Rodríguez, más conocida por “Estancia Rodríguez”.
Dada la gran extensión de los predios, una vez federalizado el Partido de Flores, la urbanización fue aquí más lenta.
La quinta de Juan Penco, cuyo chalet se mantuvo muchos años donde hoy se levanta la iglesia “Corpus Domini”, tomaba desde Escalada hasta Larrazábal y de Emilio Castro al camino de Gauna, y la de Rodríguez ocupaba las tierras del Norte entre las actuales calles Irigoyen y Fragueiro. Los terrenos de “La Granja Nacional”, en cambio, eran más pequeños y delimitaban por el arroyo Maldonado, las calles Irigoyen-Escalada, Juan B. Alberdi hasta la esquina que hoy forma con White, y desde allí oblicuamente hasta el arroyo. Vecina estaba una fracción de tierras de forma similar que llegaba hasta Medina-Corro y pertenecía a la Compañía de Tierras “La Territorial”. Hacia 1890 ésta pasó a manos de don Pedro Luro, quien para 1895, aproximadamente, las subdividió en parcelas de una a dos hectáreas, habilitándose algunas calles como Garibaldi (hoy White), Mazzini (actual Homero), Verdi (hoy Moreto) y –paralelas a Rivadavia– Unión y Buenos Aires (en la actualidad Ramón L. Falcón y Yerbal, respectivamente). También en esa época el Ferrocarril del Oeste construyó el ramal que, partiendo del kilómetro 9 de su línea principal, llegaba a la estación Riachuelo (después Ingeniero Brian), en reemplazo del antiguo ramal llamado de “las basuras” que corría por Loria-Oruro. Casi simultáneamente se fueron loteando parte de las tierras de los hermanos Costa y de Juan Penco, instalándose tambos, quintas de verdura y hornos de ladrillo, que subsistieron hasta el año 1911. Recién entonces se notó el incremento de la construcción de modestas casitas y chalets, con motivo de la prolongación de la línea tranviaria eléctrica a lo largo de Rivadavia, desde Lacarra hasta el límite del municipio a mediados de aquel año, y la instalación –a fines del mismo– de una estación ferroviaria en el cruce de la calle Irigoyen, bautizada “Villa Luro”, denominación que recordaba al antiguo propietario de los terrenos por los que se había tendido la parte inicial del ramal al Riachuelo, actualmente levantado y transformado en la avenida Perito Moreno.
El tranvía y el ferrocarril fueron, en esta parte del Oeste, los factores más importantes del progreso. El primero con su largo trayecto por Rivadavia hasta Plaza de Mayo y sus económicas tarifas (10 a 5 centavos), y el segundo con el establecimiento de la estación, de la cual partieron dos ramales secundarios, a parajes hasta entonces bastante despoblados: Versailles y Villa Real.
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(1) Al año de la edición de este el libro. (N. de. la R.).
Foto: La estación Villa Luro del Ferrocarril Sarmiento.
Tomado de: Guía antigua del oeste porteño; Cuadernos de Buenos Aires, vol. XXX, Bs. As., 1969.

Claudio de Alas


(De Joaquín Gómez Bas)

Claudio de Alas y Marcelo Peiret fueron muy leídos por la juventud de los años 20. Pasaron, y quizá retornen teniendo en cuenta el auge de las canciones sensibleras que parecen deleitar a la muchachada de ahora. Voy a decir algo de Claudio de Alas, seudónimo de Julio Escobar Uribe.
Era un poeta romántico, atormentado por el martirio de las ideas más trágicas y tenebrosas. Sin entrar a profundizar demasiado, podría definírselo como un espíritu sensibilizado a la manera de Bécquer, pero poseedor de un lenguaje estriado de sonoridades tan rebuscadas como impresionantes. Su obra se fue con él. Actualmente nadie lo menciona. Y eso que coronó su voluntaria desaparición con un suicidio espectacular.
Lo mismo que López Merino, el delicado poeta platense, se pegó un tiro. López Merino lo hizo en una plaza de su ciudad. Claudio de Alas en un cuarto de la casa de Koek-Koek, que lo albergaba.
¿Quién era Koek-Koek? Un artista. Un pintor que tuvo especial resonancia en su momento. En la sala de espera de cualquier oculista, en las casas más insospechadas, en los remates del Banco Municipal, aparecen cuadros de este pintor. En su mayoría falsificados. Temperamentalmente, Koek-Koek podía ser hermano gemelo de Claudio de Alas. Intratable, incongruente, lastimero, aislado, rebelde, único. Un desesperado a lo Van Gogh.
Por eso mismo cobijó en su casa al desorbitadísimo Claudio de Alas. Lloraban y maldecían juntos. Soñaban y reían por idénticos motivos. Hermanados en la misma bohemia, dueños y señores de la sacrosanta miseria de la poesía.
Una tarde, Koek-Koek encontró muerto a su amigo. Mejor dicho, a sus dos amigos. Porque también estaba muerto su perro. Claudio de Alas lo había eliminado –según constaba escrito en un papel– porque tenía pavura de partir solo, para que lo acompañara en su excursión a la eternidad.
Dese ese momento Koek-Koek padeció su inconsolable soledad. Pero no la soledad sin su amigo, sino la soledad sin su perro. No admitía lo que de acuerdo con su criterio y su bronca, era una traición, un ensañamiento gratuito, un asesinato…
–Cada cual es dueño de su vida y de su muerte –refunfuñaba–; si se le antojó mandarse a mudar, es cuenta suya… Pero llevarse con él a mi perro… eso no se lo voy a perdonar jamás…
Pienso en el poeta suicida, y lo veo caminar por callejuelas de miedo, asistido por el perro de Koek-Koek.
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Ilustración: Tapa del libro: El cansancio de Claudio de Alas, editorial Tor.
Nota tomada del libro Buenos Aires y lo suyo, Edit. Plus Ultra, Bs. As., 1976.

25 oct 2010

Torino, un personaje con historia


(De Víctor Leali)

Héctor L. Torino nació el 16 de noviembre de 1913. Hijo de inmigrantes italianos, su familia llegó a la Argentina procedente de Bari, siendo su apellido paterno Lauratolo, que él redujo a la inicial, al adoptar como firma el de su madre.
Quiso el destino que, setenta y nueve años después, exactamente el día de su cumpleaños, dejara la vida terrenal (1), quedando, como su mejor legado la felicidad disfrutada al compartir sus desopilantes personajes, colmados de un humor tan sano y simple que se hizo difícil imitar.
Vivió toda su vida en Boedo, barrio al que amaba y sobre el que gustaba decir –si bien no conocía Las Vegas– que las luces de Boedo le hacían imaginar caminando por aquella ciudad americana. Su primer domicilio, donde transcurrió su infancia y adolescencia, hogar de sus padres, estuvo en la calle Loria al 800; cuando contrajo matrimonio con Leonor, su mujer de toda la vida, se instaló en una casita de la calle Castro al 800, viviendo allí un par de años hasta mudarse a lo que sería su residencia definitiva, en la esquina de Boedo y Humberto I.
Sus primeros estudios los realizó en la escuela José F. Moreno (que aún existe), tras lo cual se inició en el camino de la música, tomando clases de violín en el Conservatorio Santa Cecilia. En esa época llegó a integrar la orquesta del conocido compositor Anselmo Aieta. Contaría años después Torino que, en ese período de su juventud, acompañado por Oscar Blotta y otro amigo común, solían salir por las calles de Boedo de serenata. Ellos lo impulsaron a estudiar dibujo, concurriendo al estudio de un profesor particular donde al encontrarse con un modelo vivo –femenino por supuesto– quedó entusiasmado con la idea, resolviendo estudiar más “seriamente”, anotándose en la Escuela de Bellas Artes. Gustaba contar que en esta institución simuló ser corto de vista para lograr un asiento en la primera fila y apreciar mejor los “detalles” de la modelo.
Lo cierto es que Torino aprendió el arte del dibujo, complementando el mismo con su capacidad para el humor. Comenzó a crear así sus propias historietas argumentadas, colaborando y escribiendo guiones para García Ferré, Piluso, Porcel, Minguito, la revista Patoruzú, cuentos infantiles, etcétera.
Otras de las anécdotas que relataba estaba referida al año 1941, cuando llegó a nuestro país Walt Disney. En la oportunidad el creador de Mickey y tantos otros personajes ofreció en el “Alvear” un agasajo a los dibujantes de humor argentinos. Parecería que, por un olvido, Torino no figuró entre los invitados, razón por la cual se las ingenió para llegar de todos modos al hotel. Con emoción pudo saludar a Disney, pidiéndole allí que le enseñara de lo tanto que sabía. Obviamente Walt Disney no le entendió y le despidió con una sonrisa. Tanta fue la alegría de Torino por este hecho, que diría luego que “nunca más se lavaría las manos”, promesa que seguramente no pudo cumplir.
Otro de los recuerdos son sus “secretos profesionales”; uno de ellos era simplemente sacar la punta al lápiz con una hojita de afeitar usada y, para ayudar a la economía, usar para borrar miga de pan en lugar de goma. Así, de esta humildad, son los recuerdos que nos dejó Torino.
Sus personajes de historieta fueron Don Mamerto detective, publicando luego en Leoplán Esculapio Sandoval reporter sensacional. Pero fue a partir de su incorporación a la revista Aquí Está donde se cimentó su fama. Los editores le habían solicitado crear una historieta que tratara temas de la vida diaria en una pensión (alojamiento muy popular en esos años), y así nació El conventillo de don Nicola en 1937. El éxito comenzó a acompañar a nuestro recordado creativo que llegó a integrar, en la década del 60, el staff de Titanes en el Ring.Pero antes de esto, a mediados de los años 40, había sido editor, entregando a los lectores Bichofeo, donde se publicarían –entre otros–  Soplete el bromista y El detective Buscapié y su ayudante Salustino. Merecen recordarse las publicaciones en el suplemento de Crítica (Barquinazo, un punto alto), en la revista Cara Sucia (Billy Kerosene), en El Trencito, Bomba H y Loco Lindo, donde se conocieron personajes como El capitán Kid Dos Pipas; Solita y Pelito; Mundini; Rabanito y Faustito y el encantador Derrochín. También como Ediciones Torino, lanzó a la venta catorce publicaciones, todas ellas destinadas al público infantil.
El reconocimiento oficial llegó en 1991, cuando la Secretaría de Cultura de la Nación le otorgó un premio por su historieta el conventillo de don Nicola.
Y podría decir mucho más de Héctor L. Torino, amigo sin par, hombre humilde, sincero y bonachón cuyo espíritu bohemio ronda aún por las calles de Boedo. Seguramente, de vivir, se pondría colorado de vergüenza a leer este recuerdo y homenaje a su vida, y nos diría, como muchas veces lo hiciera: “No es para tanto, che”.
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(1) Torino falleció el 16 de noviembre de 1992 (Nota de la Redacción).
Imagen:Tapa de la  historieta "El conventillo de don Nicola".
Texto tomado del libro Pasión de Boedo Aires, Bs. As., 2000.

Improvisación de Gabino Ezeiza en “La casa vieja”


(De Elías Carpena)

El comité de Floresta sur de la UCR poseía su centro de reuniones en la avenida Provincias Unidas, cerca de la calle Azul. Gustadores de la cultura, gozaban de una biblioteca vastísima, y había noches fijadas para conferencias y las había para todos los intelectos e inquietudes. Unas eran de ciencia, otras de historia; también de arte, de literatura y de política. Si el conferenciante era el poeta Aníbal Riu, podía escucharse “Vida y poesía de Almafuerte”. Si lo hacía Corvalán Mendilaharzu, elevaba y distinguía como floreciente la época de Rosas. También fustigaba reciamente a los unitarios. Pero a continuación, en son de contrapunto, prestigiaba la misma tribuna, con igual público, Ernesto Celesia, y se le oía respuesta erudita, sabia, profundamente documentada, desautorizándolo.
Para los amantes del juego, todas las noches había riña de gallos, con abundancia de admiradores, de galleros y gallos. No se excluía la taba ni el monte… y para los que seguían el canto popular, la voz de los cantores y payadores, se les brindaba, en las noches de los días jueves, veladas deleitables. Entre los payadores que frecuentaban el comité se contaba Gabino Ezeiza, vecino que vivía en Azul 92, muy talentoso e inspirado improvisador, en cuyo haber poético se hacían gloria sus contrapuntos con el uruguayo Juan de Navas y el argentino Pablo Vázquez.
En la primavera del año 1913, con la visita del caudillo Hipólito Yrigoyen al comité, se anunció la presencia de lo más grande del canto nacional: Gabino Ezeiza, José Betinoti, Juan Damilano, Antonio Anselmi, Ambrosio Río, autor de la canción “Mañanita”, y Miguel Cafre, de “El tabernero”, ambas muy difundidas en discos por Carlos Gardel. Aquella noche reunió el comité tantos adictos, tantísimos adentro, y tantos centenares afuera, deambulando por las calles, donde no se veía más que boinas blancas y seres quejumbrosos por no poder acercarse para ver y admirar al caudillo y oír las pregonadas improvisaciones sobre él.
Yo seguía con gusto y activamente a los payadores, y cuando ellos se dirigían al público y le pedían tema para sus creaciones poéticas, le enviaba lo mío en versos, generalmente en una décima, donde le fijaba el argumento. Entonces el payador ceñía el texto al pedido y lo desarrollaba muy hábilmente. Estas versiones iban al aire y se perdían. Gabino Ezeiza improvisaba por cuartetos; rimaba el segundo verso con el cuarto, dejando libres los dos restantes. Para esa noche convine con tres amigos en tomar la versión. Íbamos cada uno a recoger escrito un verso de cada estrofa y al término tendríamos el poema total. Había escrito esa tarde, para cuando el improvisador reclamara argumento, una décima. No pude entregarla: fue una noche fallida para mi entusiasmo y debí regresar a mi casa de la misma manera que lo hizo la enorme cantidad de gente, sin ver al caudillo ni escuchar a los payadores.
A un mes de este acontecimiento se anunció a los pobladores del bañado que el matarife Garrigós traería el mismo espectáculo a “La casa vieja”. Hubo protestas y reclamos porque no se realizaba donde correspondía, en el comité Radical de Murguiondo. La excusa aceptable fue la de que el local era pequeño. En el pórtico de la casa se organizó un tablado, con adornos de banderas y cintas argentinas. El alumbrado se dejó para la luna llena, que caía luminosa, y para el pórtico se encendieron luminarias de querosén, faroles que competían con el claro plenilunio.
En cuanto se hizo la noche y la luna fue subiendo por el cielo del bajío, empezó a llegar gente en volantas, a caballo y de a pié. Gabino Ezeiza bajó de una victoria  de capota baja, con el matarife Garrigós. Un señor recibió al matarife con un abrazo y luego le dio esta nueva mala: “Don Hipólito no viene, lo han reclamado de Rosario”. Y a Gabino Ezeiza lo enteró de otra noticia, que él creyó desafortunada: “Tendrá que canta solo, Ezeiza; los demás payadores se encuentran por el interior”.
Gabino Ezeiza le sonrió y repuso a muy poca voz: “¡Trataré de suplirlos, si la voz me alcanza y me acompaña la inspiración!”. Observó la escena el gentío, el tablado, y alabó el espectáculo al aire libre. Se tiraron cuatro bombas que retumbaron en el aire y dieron susto a los caballos. El matarife Garrigós anunció que Gabino Ezeiza no pedía contribución por actuar y que sólo ofrecía a los voluntariosos unas subscripciones de la revista P.B.T. Mientras el secretario del payador iba por las mesas haciendo suscriptores, él extrajo la guitarra del estuche, ensayó unos sonidos para el temple, punteó un alegre y cantó una improvisación a la noche de primavera que allí se estaba gozando a plena naturaleza. Dijo del perfume del campo que le traía la brisa nocturna y le cantó a la luna que se mostraba en su cielo dorada por el reverbero de estrellas. Cambió la improvisación poética por otra en la que le pedía al público tema para sus creaciones. Yo tomé mi décima puesta en un sobre, me acerqué al tablado y se la entregué. Gabino Ezeiza era negro. Era un señor de mucha fineza. Vestía de negro y se destacaba la camisa de plancha con su blancura de armiño. Se había puesto de pie para tomar lo mío. Nada me dijo. Creo que ni reparó en mí. Tal vez aquí habrá pensado en que yo era un buen muchacho que enviaba alguno de los hombres, al cual él buscaba para identificarlo.
Regresé a mi mesa, a mi asiento, a mis amigos. Era el momento en que el payador rompía el sobre. Al descubrir la décima tuvo un gesto de admiración, de sorpresa y volvió a buscar al autor en los grandes, y no en mí que me encontraba cerca del tablado. Se enfrascó de nuevo en la lectura. La leía con emoción, con algo de temblor y deteniéndose, empapándose, quizás, del contenido, para la respuesta fiel. Se notaba que apretaba la esencia de cada verso. La décima le requería el siguiente argumento: “Pide tema el payador/ y elabora su poema./ Si se brinda noble tema/ habrá brillo y esplendor./ Vaya hilando el ruiseñor/ verso a verso lo más fino,/ y a su decir cristalino/ cielos y santos lo apoyen/ para cantarle al divino/ don Hipólito Yrigoyen.”
Guardó el papel. Estaba pensativo, como en éxtasis. Puso los ojos hacia lo alto, buscando inspiración en la luna o, cual si dijera, como Martin Fierro: “Pido a los santos del cielo – que alumbren mi pensamiento”. Preludió de nuevo en su guitarra y al compás de un vals, del vals que lo acompañaba en sus improvisaciones, dio comienzo a la creación: “Aquí me escribe un poeta/ con letra clara y finita, / una décima entrañable/ que hasta en mi sangre palpita.// Usted me canta escribiendo/ y yo le escribo cantando./ Usted me propone el tema…/ Yo lo voy desarrollando.// Usted me propone un tema,/ que yo le cante a Yrigoyen./ Éste es mi tema querido/ el que siempre a mí me oyen.// Yo que lo conozco tanto,/ digo que a su sentimiento/ la acompaña la honradez,/ la probidad y el talento.// Que es un ser extraordinario/ voy a empezar por decirle,/ que cuando sea Presidente/ glorias habrá que rendirle.// De la talla de Sarmiento,/ de Mitre, de Avellaneda;/ yo digo que entre los próceres/ es un prócer que nos queda.// Ya tendrá el pueblo argentino,/ en su augusta presidencia,/ hombre probo, hombre digno,/ el bien y la inteligencia”.
Olía el aire al jazmín del país que en floridos nevados cubría los pilares del pórtico. Pasó el tren de las 12 en un gemido: era un pitar largamente inacabable. Se levantó en el espacio un humo negro que se fue extendiendo y cercó como un cordón de sierra la llanada. Regresaban del río dos pescadores; uno con la caña al hombro lucía una ristra de pescados brillantes de luna; el otro iba sólo con el mediomundo. Entraron a “La casa vieja” por el portón de la calle Escalada, se mezclaron con la gente que oía de pie fuera de las mesas y se internaron hasta ser de los primeros oyentes. Gabino Ezeiza los observaba con gusto y los vio con qué interés buscaban ubicación bien cerca del tablado. La nueva parte improvisada fue en alabanza de los hombres que se curtían y sacrificaban a la intemperie para sacarle al río tan rico tesoro. Aún duraban los aplausos que premiaban al bardo, cuando se le acercó una mujer y le reclamó: “Señor Ezeiza: ¿por qué no canta la canción suya que tanto se cantó?”. Y en vez de decirle el título le adelantó dos versos: “En una noche clara/ de majestuosa luna”.
El payador le agradeció con una sonrisa. Entonces ordenó el temple, punteó el alegre de la canción y elevó el canto. Los aplausos hicieron estremecer el lugar y al acallarse, todavía un rumor como de marejada, Gabino Ezeiza debió atender otro pedido que el aire le traía. Era un señor que dijo emocionado: “Soy uruguayo, hermano de los argentinos”; y le solicitaba la canción más difundida del payador. Le gritó el primer verso: “Heroica Paysandú, yo te saludo”.
La elección de la pieza fue festejada ruidosamente. Luego, con este canto desbordó el delirio; la pasión se alzó en oleaje, en gritos y aplausos vehementes.
En ese instante el payador puso término a la fiesta. Guardó la guitarra. La gente se arrimaba al tablado, quería ver de cerca al hombre que tanto placer les había dado. Se levantó una voz de protesta. Se oía al español de la jabonería del deslinde decirle a Gabino Ezeiza que debía continuar cantando, porque él había pagado para oírlo. Recibió aquellas palabras y se empinó: con ojos grandes y gesto de asombro buscaba la mesa de donde salió el reto. Cuando la tuvo ubicada, retomó la guitarra y, sin sentarse, buscó el tono y cantó. Aseguró que allí ninguno había pagado nada por escucharlo, que él sólo admitía que le adquiriesen alguna suscripción de la revista P.B.T. Le pidió al que lo interpelaba que si era dueño de una, que no se perjudicara, que podía cancelarla. Le hizo una broma que puso al público risueño. Le dijo que en la mesa suya veía demasiadas botellas, y que entonces con quien tenía un asunto por dinero: “No era con el payador,/ sino con el cantinero”.
La salida ingeniosa del payador se celebró con algazara. Había terminado la fiesta de la inspiración y el canto, y los concurrentes cercaban a Gabino Ezeiza con vítores, aplausos y felicitaciones.
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Imagen: Fotografía de Gabino Ezeiza.
Texto tomado del libro de Bucich, Carpena, Dondo, Llanes, y Sáenz: La amistad de algunos barrios, Cuadernos de Buenos Aires, Bs. As., 1972.

Pulpería “La Blanqueada”


(De Alberto Octavio Córdoba)

“Después de pasar el arroyo Maldonado por un viejo puente de madera que soportaba el tránsito a fuerza de remiendos, a la altura de la entrada donde es Belgrano –entonces los Alfalfares de Rosas– estaba ‘La Blanqueada’, una de las pulperías más viejas del camino, parada de carretas y tropas de carros y que más tarde, cuando fue de Bellocq, se transformó en una buena casa de negocio” (1).
Aquel edificio se encontraba situado, como ya lo hemos señalado, en la esquina noroeste de Cabildo y Pampa. “En 1859, refiere don Luis Fonteynes, cuando Belgrano aún estaba en pañales, mi abuelo materno adquirió la propiedad 'La Blanqueada', que todavía subsiste en las calles Cabildo y Pampa, antes 25 de Mayo y Moreno, y que, según la leyenda, fue una de las primeras construcciones de la localidad" (2). Luego, más adelante, este antiguo vecino nos hace saber que después de la muerte de su abuelo, llamado Juan Luis Artigues, ocurrida en 1870, “la consiguiente testamentaría exigió la subasta pública judicial, para facilitar la repartición entre los herederos; 'La Blanqueada' fue adquirida por su actual poseedor,  don Alejandro Caride, en la suma de cuatrocientos mil pesos moneda corriente, entonces una fortuna y hoy tan solamente diez y seis mil pesos moneda nacional”.
Cuando en 1870 se realizó la tasación de los bienes dejados por el señor Artigues, la propiedad “llamada 'La Blanqueada' situada en el Partido de Belgrano", estaba compuesta por diez habitaciones de material, un cuarto con techo de madera, cocina, pesebres, jardín, arboledas y un terreno de 118 metros de frente (sobre Cabildo), por 85 metros de fondo. En la repartición que se hizo de sus bienes, “La Blanqueada” le correspondió a una de sus hijas, doña Elena Artigues de Fonteynes (3).
Todas las habitaciones de la casa daban  al exterior y los balcones estaban protegidos por rejas. La tirantería era de quebracho y la entrada se hacía por dos puertas de dos hojas cada una. El cuerpo principal de la casa estaba compuesto de cinco cuartos y una sala; los restantes ambientes eran para el personal de servicio. Después del jardín se encontraba la quinta, bien poblada de árboles frutales. A ella se entraba por un camino arbolado por 22 paraísos. Allí había 250 durazneros y perales de buena clase, 6 nísperos, 5 damascos, 3 limoneros, 4 guallabas, 2 laureles, 4 tilos, 264 varas lineales de romero y alhucema, 85 pies de parra pequeña y 12 suspiros de Venus.
Fue en ese edificio llamado “La Blanqueada”, donde se instaló don Alejandro Caride, mientras terminábase de construir la hermosa casa que el nuevo propietario había  mandado levantar en el centro mismo de la manzana, recientemente adquirida por él (4). Muchos años más tarde, en 1919, ese edificio iría a ser ocupado por las Hermanas Dominicas, funcionando en él desde aquella época, el colegio “Nuestra Señora del Rosario”. En  cuanto al edificio de “La Blanqueada”, éste se mantuvo en pie largos años. Por 1890, en ese lugar vivía una familia de apellido Buttler. Hoy en esa esquina, antigua parada de carretas y viajeros, se levanta la sucursal de una institución bancaria.
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(1) Manuel Bilbao, Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires. pág. 444, Buenos Aires, 1944.
(2) Luis de Fonteynes, Belgrano: antaño y ogaño, en : La Prensa de Belgrano, año XL, Nº 1738 (Capital Federal), Belgrano, enero 5 de 1913.
(3) Archivo General de la Nación, Legajo Tribunales, Nº 3601. Sucesión de Juan Luis Artigues.
(4) Ahí en esa casa nací yo, nos refería doña María Angélica Caride de Calvo, y recuerdo, agregaba, que cuando éramos chicos, una de las diversiones que teníamos, era la de seguir con la vista, desde la esquina de Pampa y Cabildo, todo el recorrido de los trenes a vapor, desde que cruzaban las barreras de Cabildo y Dorrego, hasta que llegaban a la estación Belgrano R. Así era de despoblado Belgrano en aquellos años.

Imagen: Lo que quedaba de "La B1anqueada" en el año 1912.
Texto tomado del libro: El barrio de Belgrano. Hombres y cosas de su pasado histórico. Cuadernos de Buenos Aires; Bs. As., 1968.

24 oct 2010

Soneto


(De Alfonsina Storni)

Una tarde, borracha de tus uvas
amarillas de muerte, Buenos Aires,
que alzas un sol de otoño en las laderas
enfriadas del oeste, en los tramontos,

vi plegarse tu negro Puente Alsina
como un gran bandoneón y a sus compases
danzar tu tango entre haraposas luces
a las barcazas rotas del Riachuelo:

Sus venenosas aguas viboreando
hilos de sangre; y la hacinada cueva;
y los bloques de fábricas mohosas,

echando aliento, por las chimeneas,
de pechos devorados, machacaban
contorsionados su obsedido llanto.
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Imagen:  Alfonsina Storni, en 1916. (Foto de Florencio Bixioc y Cia.) (AGN).

El motín de las trenzas


(De Ricardo de Lafuente Machain)
Se  llamó así el que tuvo lugar en los primeros días de diciembre de 1811 en el cuerpo de Patricios, el predilecto del pueblo porteño.
Después de la victoria, y más aún, del pronunciamiento del 25 de mayo de 1810, ese cuerpo pasó a ser definitivo, pero conservando ciertas franquicias debidas a su origen popular. Una de ellas era el uso de la trenza, a la antigua moda que el espíritu moderno tendía a abolir y ya no se usaba en otros cuerpos.
Al asumir el mando de los Patricios el coronel Manuel Belgrano, impartió la orden de cortarse dicha trenza, fijando un término que vencía el 8 de diciembre. Se dice que esa resolución provocó gran descontento en las filas, pero Belgrano la mantuvo e hizo saber que exigiría su cumplimiento sin admitir ningún pretexto en contra.
Es posible que el asunto de las trenzas no haya sido sino el pretexto para exteriorizar el descontento producido por otros motivos, pues no parece suficiente, cuando se ajustaba a la nueva moda que debía parecer bien a un cuerpo formado por  voluntarios ajenos a tradiciones militares. El hecho es que en la noche del 6 de diciembre se amotinaron clases y soldados y, después de expulsar a los oficiales, prepararon la resistencia armada e insistieron en las peticiones presentadas al Gobierno. Éste no quiso pactar, pero ofreció olvidar el asunto si deponían su actitud. Los ayudantes Norberto Manterola y Mariano Benito Rolón, emisarios de la Junta, fueron rechazados. Tampoco tuvieron mejor acogida los Obispos de  Buenos Aires y Córdoba, superiores de órdenes religiosas y hasta el presidente Saavedra, primer jefe de Patricios, quien se presentó en el cuartel sin atender a que podía ser sorprendido, complicando la situación.
El 7, los revoltosos se fortificaron en el cuartel y montaron convenientemente sus seis cañones. La tropa estaba dividida. Parte del Regimiento N° 1 abandonó el cuartel, pero otra rompió el fuego contra los que lo sitiaban. A eso de las 10.30 de la mañana tuvieron que rendirse, habiendo tenido muertos y heridos. El tribunal militar anduvo rápido y, como no podía ser menos, la pena impuesta a los cabecillas debió se grave. El 12 de diciembre fue ejecutada la sentencia, que los condenaba a ser degradados en presencia de las tropas, pasados por las armas y puestos sus cadáveres a la expectación pública, en horcas que se colocarían en la Plaza Mayor. A las 8 de ese día los reos salieron del Fuerte, donde estaban presos y en capilla desde las 10 de la noche anterior. Eran cuatro sargentos: Juan Ángel Colares, Domingo Acosta, Manuel Alfonso y José Enrique; dos cabos, Manuel Pintos y Agustín Quiñones; y cuatro soldados, Agustín Castillo, Juan Herrera, Mariano Carmen y Ricardo Nonfres. Todos fueron ejecutados como lo establecía la sentencia. Además, hubo otros condenados a penas menores, de acuerdo con su culpabilidad.
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Imagen: Sello postal conmemorativo del Regimiento de Patricios.
Texto tomado de: La Plaza trágica; Cuaderno de Buenos Aires, Bs. As., 1973.

23 oct 2010

El rengo Luis

(De Juan Alberto Núñez)

-¡Esperame!  -gritó con voz  pastosa y húmeda, y renqueando, luchando con esa pierna de pibe desnutrido, corrió detrás. -¡Esperame!  -repitió sofocado, resoplando como un buey, medio atragantado por la tos y los pedazos de pan que sacaba del bolsillo y se metía en la boca. Pero él, imperturbable, allá adelante, soberbio en su desprecio, con esa cínica sonrisa de malevito colgándole de los labios como un pucho, alargó el paso.
Como era su costumbre, se dejaba ir calle abajo, y al hacerlo iba descubriendo en los ojos de los que lo miraban pasar, ese rosario de frases, que ya de puro “hombre” no más que era, dejaba marchitar a sus espaldas como si fueran flores arrojadas a su paso. “Da gusto verlo”, “Qué pinta de macho”. “Ya no quedan muchos así”.
Frases. Elogios que llegaban a sus oídos desde el silencio que adivinaba, que le nacían desde adentro como la barba, o el estornudo, pero que él veía crecer como un mudo homenaje en la sierva que suspendía el barrido para verlo,  o detrás de la sonrisa del tano del mercadito. Porque ahí estaba: parado sobre sus piernas de fantasía, mirándolo venir, firuleteándose la punta de los bigotes y blanqueando los ojos. Y un poco más allá la gallega del corralón y el negro de la parada y los muchachos del café que salían y se abrían en abanico sobre la vereda para que él pasara. Entonces sonreía. Con el saco apretado, con una mano en el  bolsillo del pantalón y la otra en el pecho aquietando el vuelo del pañuelo bordado, sonreía, descubriendo de paso esa sonrisa “gardeliana” que había pagado en incómodas cuotas mensuales.
Y se iba; solitario, medio torcido al caminar, tranqueando largo, mientras Luis, allá lejos, sudando a mares, arrastrando su pierna, gemía sus insultos y sus “¡Esperame! ¡Esperame!”.
Sí, claro que era varón. Y no era cosa de él, también Luis lo reconocía a cada rato. Y de sólo pensarlo, el paso se le hacía más elástico, más firme. Sentía como si el pecho se le hinchase, como si toda su osamenta adquiriera un volumen de ropero. Entonces las puntas de los timbos charolados le parecían más lejanos, allá, sobre ese suelo gris y duro.
Era un macho. ¡Carajo si lo era! Pero un macho de esos antes: cuando vivir era cuestión de coraje, de visteo, de muñeca. Lo que se dice un verdadero macho. Y su gusto era demostrarlo aunque fuera sólo con Luis, ese rengo infeliz que se pasaba el día cebándole mate y espiando cada uno de sus gestos.
Había nacido un poco tarde -es cierto-, pero en él estaba prolongar aquel tiempo de antes, hacer presente aquel pasado de cuchillos, tango y caña fuerte. Arrancar de las sombras del ayer aquellos hechos heroicos del malevaje  y traerlos a este Buenos Aires de hoy lleno de hippies y maricones.
Y pensando, dejándose  adormecer por el rítmico “toc-toc” de su paso en la vereda, se veía de pronto yirando por Palermo, guapo entre guapos, dejando en cada esquina el silbo lerdo de un tango orillero. Y se dejaba ir por el sueño, por entre aquel mundo de casitas bajas y jardines ensangrentados de malvones, para sorprenderse de pronto recortado en su viril estampa, sobre un fondo grisáceo de chatas cadeneras, fumando bajo un farol esquinero. Era entonces como si su mente se desplegara en un abanico de imágenes, y era a la vez el espejo que, al partirse, recogía todo ese mundo que la ilusión tornaba casi real. Y se veía en alpargatas floreadas, sonriendo canchero desde su carro, el pañuelo al cuello  y un clavel reventón sobre la oreja. O jugando a las bochas, o a la taba, o haciendo roncha en Los Corrales con la pebeta más papa. Y sentía la mano del caudillo cayéndole pesada, paternal, sobre el hombro, y esa voz aguardentosa, varonil, diciéndole: “¡Ahhh pibe!”.
Sí, tenía razón el Luis ¡qué diablos!, eso se lleva adentro. Es como la arquitectura de los huesos: se vive con ellos o todo se viene abajo. Nacer después no tiene mucha importancia. Palermo ya no sería aquel Palermo, ya no habría ni guapos ni pibas suspirando detrás de las ventanas, pero a este Buenos Aires de hoy de chombas y mocasines, de todo-va-mejor-con-coca-cola, de Palitos y long play, él imponía su lengue, sus trucos en el bulín, las mateadas con bizcochitos, su guitarra sobre la cama y la foto de Carlitos en el postigo.
Y corría, corría por este presente vivo que lo estrilaba, como alma que lleva el diablo, como buscando escapar, como queriendo entrar con su pinta, con su bagaje de muertes inventadas y su machismo de sainete, por la puerta grande  de ese mundo muerto que creía suyo. Y dobló por Boedo, después por Belgrano, luego por Catamarca hasta Rivadavia. Al llegar al Once un griterío le piantó el sueño de los ojos. Los muchachos corrían gritando: “¡Fuera yanquis de Vietnam!”.
Y entonces  él, desde el mausoleo de su virilidad se inclinó sobre uno de los que pasaban gritando, y con el costado de la boca, con ese gesto de perdonavidas que pone siempre, preguntó  cancheramente:
-¿De qué se trata, viejito?
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Imagen: Tapa del libro Contracuentos”, Ediciones Del Alto Sol, Bs. As, 1969.

A veces da mucho "espor" el hacerse el colifato

(De Diego Lucero)

Mirá vos. Es lo que te digo: no hay negocio más papa que hacerse el loco. Que la gente diga: "hay que dejarlo. Es loco". Que lo diga la pituca toda engolada y toda gordi: "es colibriyo". Que lo bata el mersón torciendo la bocucha estilo pistolero: "es colifato, es". En un mundo discepolín donde el honrado es un gil y el asaltante un señor; donde el laburante no merece otra cosa que le digan que es chitrulo y el esquenún es un coso que arranca suspiros y despierta admiración... el hacer el loco siempre da buen espor. Y a veces hasta más de cuatro cifras. El hacerse el colifato, en ocasiones no le queda bien a ciertos chantas sin talento, ventajeros baratieri que quieren pasar al frente sin otro recurso que el fulero de hacerse el extravagante a la fuerza. Pero otras veces ayuda al poti con talento, a ponerlo en evidencia, a fabricarle cartel para hacer que el tablón se interese por su obra y su persona.
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Imagen: El escritor y periodista Luis Sciuto, más conocido por su seudónimo de Diego Lucero.

22 oct 2010

Las letras lunfardescas


(De Luis Soler Cañas)

El mismo prejuicio que existe, en general, sobre el vocabulario lunfardo, alcanza a la literatura lunfarda o lunfardesca. Pero el lunfardo no fue sólo la jerga del delito y la mala vida: fue también lenguaje de inmigrantes y con el correr del tiempo no sólo constituyó el habla corriente del arrabal sino el idioma cotidiano del pueblo rioplatense, en algunos casos sin distinción de clases sociales. Y aunque durante mucho tiempo, e incluso en el día de hoy, los escritores lunfardescos abrevaron considerablemente, y a veces hasta exclusivamente, en los temas del bajo fondo, también ese tipo de literatura es susceptible de inspirarse en motivos más elevados y hasta de dar cátedra de moral. Lo que prueba, a mi juicio, que ni dicho vocabulario es conceptualmente tan pobre como se pretende ni está exento de universalizarse válidamente la literatura que con él se elabora. Queda dicho, con lo que antecede, que tampoco es posible encasillar las letras lunfardas dentro del exclusivo cercado de lo pintoresco y lo humorístico. Debe hacerse nota que aun cuando hayan servido más de una vez para el mero entretenimiento no por eso han dejado de constituir, en muchas ocasiones, documentos testimoniales de una dolorosa realidad social. Parte del costumbrismo lunfardesco se conjuga más o menos perfiladamente con la crítica, política o moral: tras la mueca sarcástica o el rictus satírico se intuye el dedo severo, admonitivo, que el escritor prefiere esconder bajo el señuelo de la risa, por una razón de gusto, de estética si se quiere, y también porque sabe que más se enseña deleitando, o divirtiendo, que aburriendo al prójimo con letanías de moral abstracta. Otras veces el enfoque, con deliberada intención o por subconsciente estructuración, en vez de apuntar a lo cómico o a lo satírico se desliza hacia lo grotesco, posición intermedia entre la risa y el dolor, la comedia y el drama. No hay que olvidar que el lunfardo fue el lenguaje de la vida pobre, del lumpen. “El lunfardo –como ha escrito el doctor Manuel María Oliver– se engendró en el dolor y la miseria”. Si fue en buena medida el lenguaje de los pungas, de los escruchantes, de los cuenteros del tío, de los rufianes y de las prostitutas, también hubo –y hay– un lunfardo del conventillo, del taller y de la fábrica, de la cancha de fútbol y del  hipódromo, del café de barrio y de la oficina. Como lo demuestran muchos textos, está capacitado para expresar la ternura, la emoción y los más altos sentimientos del hombre. Posee la suficiente vitalidad y expresividad como para remontarse de la simple descripción de tipos y ambientes a una literatura comprometida, pero también de lograr una poesía puramente lírica subjetiva, en que ya lo primordial, lo ostensible o lo sustantivo deja de ser la jerga misma o el ámbito social de la orilla. Un poema de amor, un sentimiento puramente íntimo, pueden hallar su expresión cabal y justa a través de un idioma lunfardesco elegido con pericia. Pienso que un texto de protesta o de intención política y social, por ejemplo, también puede ser válidamente traducido con lenguaje de lunfardía. Un poema civil, un texto patriótico, ¿por qué no podrían hallar su expresión adecuad en un manejo igualmente adecuado del lunfardo?
La literatura lunfardesca entraña hoy un distinto matiz de la literatura popular argentina. En ella lo popular se valoriza y categoriza en una nueva dimensión de lo coloquial. Y no es exagerado afirmar que lo más valioso y representativo de ella deja atrás el regodeo pintoresquista, la evocación superficial, los meros ejercicios de lenguaje, el colorido grueso, para traducir con belleza ciertos temas eternos del hombre: el amor, el dolor, la injusticia, los afectos del corazón, el hondo y trágico sentido de la vida, las interrogaciones profundas del espíritu humano.
No sé hasta qué punto sea necesario justificar la literatura escrita en lunfardo, hasta hoy marginada de todo estudio por parte de la cultura oficial. “La literatura popular –decía en 1926  Leopoldo Marechal en Valoraciones, órgano del Grupo Renovación, de La Plata–  ha merecido siempre el ancho desprecio de los graves hombres de letra”, y tras expresar que es asombrosa su vitalidad, pues sus obras “persisten como todo eco sincero del mundo, y en el calor que les prestó la vida se desbarata el Tiempo, enemigo de toda gesta humana”, ponía al Martín Fierro de Hernández y al Fausto de Del Campo como ejemplos de “obras menospreciadas de críticos y apostrofadas de gramáticos y que, malgrado ellos, existen y perdurarán sobre la literatura de plagiarios e imitadores que nos agobia desde hace medio siglo”. No está de más –y resulta muy interesante y significativo– consignar que estos conceptos fueron vertidos a propósito de un libro de Last Reason, escritor lunfardo por excelencia, al que no escatimó su elogio.
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Imagen: Tapa de: Antología del lunfardo.
Texto tomado de Antología del lunfardo, Cuadernos de Crisis (N° 28), Bs. As., 1976.

21 oct 2010

El “Colón”, cine y confitería


(De Arnaldo Ignacio A. Miranda)

“Mil novecientos veinte… ¡Época del café Colón,/ donde la barra en las noches venales/  sentada en la vereda para los carnavales/ a las máscaras sueltas fajaba del revés!”. Así le cantó Enrique Cadícamo en La Luna del bajo fondo memorando los gratos momentos vividos.
Situado en la intersección de José Gervasio Artigas y Rivadavia frente a la plaza, nació en la época del centenario de la Revolución de Mayo. La plaza –llamada primero 14 de Julio, luego de Flores y hoy Pueyrredón– aportaba un atractivo entorno para este comercio. Este era el sitio preferido por las familias para disfrutar de un delicioso paseo vespertino en las tardes estivales.
Anexo a esta confitería, sobre la calle Sud América –nombre antiguo de General Artigas– en el número 30 se encontraba el cine del mismo nombre. Su propietario, el señor Rocca, intentando captar público repartía bombones a los niños que asistían a las matinés. En los palcos del biógrafo también había refrescos y masas para quienes lo solicitaran. Una interesante referencia nos cuenta que hacia el año 1913, se instalaron mesas y sillas en la vereda por primera vez.
Jorge Alberto Bossio en su obra acerca del tema, tiene un recuerdo especial para el “Colón” al memorar la actuación del conjunto de “Pocholo”, apodo del músico Adolfo Alejandro Pérez y Gutiérrez. En este café, su orquesta reemplazó la tradicional guitarra por el piano en una decisión innovadora para los intérpretes de tango, actuando como pianista el señor Rossetti.
Hacia fines de la década del 40 se reunían en sus mesas un grupo de ex alumnos del Colegio “Mariano Moreno”, quienes habían egresado como bachilleres en 1931. Entre ellos había un comisario que era un tanto remiso a estas reuniones por razones de trabajo. Fue así, que con el objeto de contar con su presencia, sus amigos decidieron jugarle una broma un tanto pesada. Uno de ellos se trasladó hasta la seccional de policía a su cargo, fingiendo nerviosismo y preocupación, comunicándole que uno de sus amigos de la barra se hallaba en el “Colón” herido de bala en la frente, lo cual motivó que el comisario se trasladara de inmediato al lugar. Solo que al llegar se encontró con que todo era una farsa; la herida de bala en la frente, un pétalo de rosa color púrpura que simulaba la sangre; y el amigo herido en perfecto estado de salud.
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Imagen: Plaza Pueyrredón, más conocida como plaza Flores. (Circa 1940).
Tomado del libro: Buenos Aires. Los cafés. Sencilla historia, vol. 2, Edic. Turísticas. Bs. As., 2000.

Canturia



(De César Tiempo)

Sábado de Pascua
Dios está en la calle.
Hoy tiene ojos claro
Junín y Lavalle.
Júbilo sagrado.
Lejos del trajín
remonta el jad, gadyo
Lavalle y Junín.

Moza erubescente
de avispado talle:
se ha transfigurado
Junín y Lavalle.
Salta sobre el mundo
desde el trampolín
Lavalle y Junín.

Y hasta que avasalle
la sombra el confín
del día en la calle
orará Lavalle
y amará Junín.
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Imagen: Templo de la calle Libertad.

Cuando el arroyo Maldonado pudo ser canal navegable


(De Diego A. del Pino)

El automovilista que hoy recorre la hermosa avenida Juan B. Justo –la vía más rápida y efectiva entre Palermo y Liniers o los barrios intermedios– sabrá seguramente que avanza sobre la cubierta de un túnel gigantesco, pero con escasas excepciones no pensará que aquello fue un arroyo, y menos todavía, que el mismo alguna vez pudo ser un canal navegable.
Ciertamente, el proyecto tentó a  muchas personas capaces, e incluso llegó a planificarse con abundantes detalles y a motivar discusiones en alto nivel gubernativo. Nos referiremos, entonces, a ese momento de la “vida del arroyo Maldonado”, instante en que se decidió su futuro. ¿En qué terminaría: arroyo o canal?... Y no fue ni lo uno ni lo otro, sino que concluyó por ser tapado por una losa para permitir el paso de los vehículos.

Para comenzar esta reseña histórica debemos remontarnos al año 1887 (1). En esa época comienza a estudiarse el problema ocasionado por los desbordes del arroyo Maldonado, que ahora cruzaba zonas pobladas (mejor deberíamos decir: la ciudad llegó al arroyo…).
Entre los que se ocuparon de estos temas se encontraba el ingeniero francés don Alfredo Ebelot (2).
Ebelot se asoció con otro técnico de su misma nacionalidad, el ingeniero Pablo Blot, y presentó un interesante proyecto, según las proposiciones de una empresa francesa denominada Construcciones Five-Lille, de París.
Se trataba de construir un “Canal de Circunvalación de la Ciudad de Buenos Aires y Puerto de Cabotaje”. El canal proyectado uniría el Riachuelo, a la altura de la Boca, con el arroyo Maldonado, que sería rectificado y dragado convenientemente.
El tema fue comentado por Eduardo H. Pinasco en su libro Biografía del Riachuelo (3). El conjunto de los trabajos abarcaría estas etapas: 1º) Un canal de circunvalación entre la desembocadura del Maldonado y el Riachuelo. 2º) Un puerto de cabotaje con diques rodeados de murallas de mampostería, de un kilómetro de largo y cien metros de ancho, en la desembocadura del Maldonado. 3º) Un murallón que partiría del Maldonado hasta la fábrica de gas, internada en el río, para servir de defensa y de límites a los nuevos barrios ganados al río con la tierra de las excavaciones. 4º) Dos depósitos para un millón de metros cúbicos de agua, que unieran las extremidades del canal, para almacenar, por medio de compuertas, el agua de las altas mareas y renovar las aguas del canal y de los tres puertos a saber: Riachuelo, Madero, Maldonado. 5º) Un canal que arrancando del río de las Conchas (4), entre Morón y Moreno, lo ligara con el Riachuelo, a fin de tener siempre en los depósitos, aún faltando las mareas, una reserva disponible de agua. (6º) Un dique de tierra de diez metros de altura y diez metros de ancho en su parte posterior, cerrando el valle del Riachuelo en un punto conveniente.
El presupuesto aproximado de la obra –seguimos citando a Pinasco– era de cuarenta millones de pesos oro: “proyecto ambicioso que, como el del ingeniero Pellegrini, quedó impreso en un folleto de 54 páginas y un plano editado por la imprenta de ‘La Nación’ en el año 1887”, dice el autor.
Agregaremos que el canal llevaría, a todo lo largo, un camino de sirga, arriba de las aguas altas, con un ancho de seis metros en cada orilla. La idea, en términos generales, parecía muy interesante, ya que se lograría absorber las crecidas del Río de la Plata. eliminar las inundaciones del Maldonado y obtener una vía de transporte económica y rápida, además de mejorarse las condiciones sanitarias de las zonas afectadas. Pero la idea no prosperó, ya que resultaba gravosa y de mucho aliento para la época y posibilidades técnicas del país, por lo cual quedó archivada muchos años, hasta que fue casi olvidada. Años más tarde, el concejal Remigio Iriondo, destacado hombre público, vecino del barrio de Villa Crespo, se ocupó del proyecto y presentó formalmente el mismo ante el Concejo Deliberante.
Consultamos un periódico vecinal de 1934 y extraemos estos conceptos, siempre con referencia al “Canal Maldonado”: “El proyecto, en 1902, fue ampliado por el ingeniero Estrada, pero también quedó archivado, esperando mejores tiempos. En 1924 se volvió a considerar el tema, ya que las inundaciones del arroyo ocasionaban, todos los años, inconvenientes serios. Remigio Iriondo lo llevó –como hemos dicho– al seno del Honorable Concejo Deliberante. Fue estudiado por el director del Departamento de Obras Públicas de la Municipalidad de la Capital, ingeniero Carlos María Morales, quien declaró que no interesaba en ese momento”.
El periodista de El Progreso, órgano de información vecinal que hemos consultado, declara que Remigio Iriondo siempre consideró erróneo el entubamiento del arroyo Maldonado. Al respecto, éstas fueron sus palabras: “Abrir un canal navegable que pusiera en comunicación Palermo con el Riachuelo es procurar para la ciudad uno de los mejores espectáculos de belleza, e incorporar a su economía un elemento de mayor y positivo beneficio. Aparte del abaratamiento de los productos, que de esa manera llegarían directamente al consumidor, permitirá establecer una verdadera justicia, en cuanto al valor de la propiedad se refiere” (5).
Nosotros no abrimos juicio y sólo presentamos testimonios; y así en La Razón del 12 de mayo de 1929 comprobamos que el tema volvía a ser tratado, hablándose nuevamente de “construir un canal navegable, profundizar y aumentar su ancho, permitir el paso de lanchas y remolcadores, y en las márgenes construir edificios, depósitos y fábricas”.
El proyecto de canalización del Maldonado, como ya hemos visto, no prosperó, pero las tremendas inundaciones seguían creando serios problemas al vecindario, circunstancia que parecía empeorar por las características sinuosas del curso del arroyo y su poca definición. Entonces se pensó en rectificar ciertos sectores, cuando todavía no se había decidido su entubamiento.
Es ilustrativo, al respecto, lo expresado en un periódico de 1903 (6): “La rectificación del curso del arroyo Maldonado, las excavaciones de su lecho, su fácil desagüe o como quiera llamársele, es una obra pública reclamada con urgencia para evitar los continuos desastres, más o menos importantes, que sufre la población de las inmediaciones cada vez que las aguas pluviales adquieren un volumen de cierta consideración.
“Si la apatía no hubiera sido la característica de las autoridades edilicias –dice el periodista de 1903– esta obra debería estar ya concluida, porque no es de ahora que se nota su necesidad, puesto que el vecindario interesado la viene pidiendo, y con muchísima razón, desde hace tiempo. Es muy plausible que la Municipalidad se preocupe cuanto quiera del afirmado de las calles, por ejemplo, y que procure, por todos los medios que están a su alcance, mejorarlo cada día; pero convengamos también en que debe tener primacía un asunto que afecta a la seguridad pública y que involucra intereses comunales de significación.
“Los barrios que baña el arroyo Maldonado se pueblan rápidamente, y si no se adoptan con tiempo las medidas necesarias y tendientes a que ese curso de agua deje de ser un peligro, más tarde, cuando se quiera remediar el mal (porque al fin y al cabo habrá que remediarlo), será necesario gastar ingentes sumas de dinero fiscal y de particulares, para conseguir lo que hoy es aún fácil y relativamente económico.
“Las últimas grandes lluvias han  puesto de manifiesto el peligro a que nos hemos referido en cuanto a las inundaciones y desbordes, pero aún hay otro que nadie ha citado, y es el de los focos de infección en que se transforman las aguas que salen de madre y que se estancan en los bajíos cuando la corriente principal decrece.
“Pregúntese a los médicos que ejercen en esos barrios, y se sabrá que hasta las fiebres palúdicas se han aclimatado allí”.
A pesar de estas protestas de 1903, con anterioridad se habían realizado serios trabajos de rectificación, y en un plano de Buenos Aires de 1895 lo comprobamos. En efecto: la citada rectificación abarcaba el sector comprendido entre Charcas y Rivera (hoy Córdoba), eliminando así los meandros, que fueron rellenados con la tierra proveniente de las excavaciones realizadas.
Otro importante problema por encarar era el de la desembocadura del Maldonado en el Río de la Plata, allá por Palermo, en los terrenos que actualmente ocupa el Aeroparque. Hasta la primera década del siglo pasado (7) la zona era baja, pantanosa, y el arroyo desembocaba casi en forma de delta, originando un pequeño “Tigre”, con aguas tranquilas, árboles y hasta una fauna propia de aves y otros animales.
Como elemento ilustrativo que seguramente llamará la atención del lector, presentamos comentarios tomados de una publicación de 1914 (8). Como el artículo fue escrito con el estilo gracioso y en forma dialogada (tan en boga en esas revistas de la época) extraeremos los conceptos básicos que nos han de informar sobre aquel pintoresco rincón del arroyo Maldonado:
1) A doscientos metros de la desembocadura se observan añosos ceibos y árboles típicos de las zonas ribereñas, 2) A lo largo del Paseo “Intendente Bullrich”, el intendente Anchorena hizo poner “cemento armado en las orillas del arroyo Maldonado”, obra en la que trabajaron más de cien hombres, 3) Se podía llegar al arroyo Maldonado en bote, desde la  boca del arroyo Vega, bogando por el Río de la Plata, “costeando el murallón del Ferrocarril Central Córdoba” (arroyo que estaba a la altura de la actual calle Blanco Encalada), 4) A esa altura se había formado una isla que anteriormente estuvo poblada de algarrobos. En 1914 abundaban los sauces llorones, 5) Según el articulista, en tiempos del virrey Cisneros, mucha de la leña usada en Buenos Aires provenía de estos montes (costa de Palermo a Belgrano), 6) La desembocadura del arroyo Maldonado era bastante ancha y en esa zona actuaban  empleados guardacostas, 7) En las cercanías se había construido un  “polvorín” flotante. En efecto, varias lanchas alojaban “cientos de cajones con dinamita y pólvora”, 8) También se amarraban allí botes pescadores y había un “Destacamento de Resguardo del Puerto Maldonado”. (En esa época el encargado era el señor Eugenio M. Viñas).
Y para concluir con las informaciones sobre este pintoresco sector del arroyo, diremos que por esos lugares, a principios de siglo (9) había un rancho muy derruido donde vivió por muchos años una antigua pobladora, la anciana Martina Echegucía, cuyo esposo –don Luis–, según tradición popular, había sido soldado durante las guerras de la Independencia (10).
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(1) Hubo proyectos anteriores al del año 1887, algunos de ellos relacionados con el utópico “Canal de los Andes al Plata”, de la época de Rivadavia.
 (2) Alfredo Ebelot nació en Saint Saudens (Francia), y en su patria llegó a graduarse de ingeniero civil. Sabemos que en el año 1870 ocupaba un alto cargo en la Revue de Deux Mondes. En 1874, ya en nuestro país, dirigió la construcción de la famosa “Zanja de Alsina”, destinada a contener los malones indígenas. Estuvo con el general Roca en su “campaña al desierto” y escribió la obra La Pampa. Falleció en Francia en 1920. (Diccionario Histórico Argentino. R. Piccirilli, F. Romay, L. Gianello).
(3) Biografía del Riachuelo. Eduardo H. Pinasco. Eudeba, Bs. As., 1968.
(4) Hoy, río de la Reconquista.
(5) Manuel M. Alba. Artículo en revista Aquí Está. Nº 909. 1º de febrero de 1945. (“El río que perdió Buenos Aires”).
(6) Suplemento Semanal Ilustrativo de La Nación, 16 de abril de 1903.
(7) Se refiere al siglo XIX.
(8) “Fray Mocho”. 20 de marzo de 1914, artículo de Félix Lima titulado: “Cómo muere el arroyo Maldonado”.
(9) Se refiere al siglo XIX.
(10) Archivo del diario La Razón, 8 de abril de 1937.

Imagen: Puente sobre el arroyo Maldonado a la altura de la calle Vera, en Villa Crespo; año 1925. (Foto del AGN).
Este texto fue tomado del libro: Historia y leyenda del arroyo Maldonado, Bs. As., 1971.