8 sept 2011

“La Popular” Compañía de Tabacos


(De Miguel Eugenio Germino)

La comercialización del tabaco, tanto en nuestro país como en el mundo, resultó siempre un lucrativo negocio, al punto de que el fisco argentino no despreció la posibilidad de sacar tajada y gravó impositivamente la actividad en el año 1895.
Esta manufactura se constituyó en una de los principales rubros de la endeble y naciente industria nacional.
El barrio de Almagro fue uno de los primeros en el que se afincaron numerosas fábricas de cigarrillos y tabacos, destacándose entre otras:
-Abdulla, De Reszke, hacia 1932-1940, en Sarmiento 3980.
-Tabacalera La Unión, hacia 1930, en Victoria 4251.
-Héctor Bertone y Cía, entre 1930 y 1935, en Potosí 4234.
-La Popular, de Juan Posse, desde 1902, en México 3486.

“LA POPULAR”
Juan Posse (1854-1915), uruguayo que llegó al país cuando lo trajo su familia a los 3 años de edad, instala su primer comercio minorista de cigarrillos, “La Popular”, en la esquina de su casa paterna de Florida y Lavalle, cuando apenas tenía 20 años. Ya desde entonces comenzó a escalar posiciones en el mercado mayorista del tabaco, a la vez que fue adquiriendo grandes extensiones de tierras en la provincia de Buenos Aires.
La firma pasa por diferentes etapas: de Florida se traslada a la calle Rivadavia y Cerrito, con la denominación de Fábrica de Tabacos y Cigarrillos Posse y Cia., y de allí pasa a levantar una amplia fábrica en México 3486, en el año 1892. A su vez, en Callao 353 (entre Sarmiento y Corrientes), en el mismo edificio que había ocupado el Teatro Edén, funcionaron los talleres donde 200 trabajadoras elaboraban cigarrillos de tabacos finos, tipo francés.
El 9 de octubre de 1906 la compañía se convierte en sociedad anónima, con el nombre de Compañía General de Tabacos S.A. En 1935, cuando ya había fallecido su fundador, se conforma la sucesora Massalin y Celasco S.A., que funcionará hasta 1965 en México 3486 comercializando las marcas Arizona, Saratoga, Colorado y Caravanas entre otras.
En 1966 se traslada a Donato Álvarez 1351, quedando desde entonces en desuso aquel monumental edificio de la calle México, donde pasaría más tarde a funcionar un gimnasio.
En 1980 la empresa se fusiona con otras dos: Manufactura de Tabacos Particulares V.F. Greco S.A. y Manufactura de Tabacos Imparciales S.A. La compañía resultante comienza a girar con el nombre de Massalin Particulares S.A., y pasa a dominar el mercado nacional, con el respaldo de Philips Morris Internacional y Reemtsma Cigarretten Fabriken que en ese momento ostentaba el 66% de las ventas locales de tabaco.
Por entonces se establecían plantas en Corrientes, Rosario de Lerma (Salta) y depósitos en Misiones, Tucumán y Jujuy.

LA FÁBRICA DE MÉXICO 3486
Ramón Letamendi adquiere en 1832 una antigua quinta de Almagro, de más de 3 hectáreas, situada entre las actuales calles Independencia, Boedo, México y Liniers. En ella Letamendi explotaría un horno de ladrillos, actividad que dio lugar a quejas vecinales, ya que “originaban la formación de desniveles y lagunas con pérdidas de terrenos para el cultivo”.
Medio siglo después, Posse emplazará en 1892, en el sector norte de la quinta, un gran edificio para su fábrica, en la calle México 3486, esquina Maza. Ocupaba un terreno de 4.600 m2, casi la mitad de la manzana. El establecimiento era de estilo grecorromano; fue diseñado y dirigida su construcción por el arquitecto J. R. Sutton (constructor también del Palacio Hisrch, en Conde 2066, Belgrano). Pero el 4 de febrero del año 1900 un impresionante incendio, cuyos resplandores y humo se veían desde todo punto de la ciudad, consumió depósitos, maquinarias y demás instalaciones. Las pérdidas fueron enormes, sin embargo, con la cobertura de las compañías aseguradoras el edificio pudo ser reconstruido sobre las mismas bases del anterior en apenas cinco meses.
Estaba coronado por una torre, con una estatua en su cumbre que sostenía un poderoso foco eléctrico como símbolo del progreso, además de un gran reloj que era visible desde considerable distancia, porque emergía por sobre las chatas casas del barrio en aquel principio de siglo. Constaba de 22 departamentos, ocho de los cuales daban a una rotonda central. Todas las dependencias tenían mucha ventilación y luz natural, a través de grandes ventanales. Constaba de planta baja y un piso alto, en los que funcionaban máquinas, salas de secado, depósitos, administración, laboratorio, servicios de mantenimiento y talleres mecánicos. Además contaba con una imprenta equipada con cuatro máquinas litográficas, donde se imprimían mapas del país, con el trazado de las líneas férreas, retratos y semblanzas de personalidades y políticos de la época; estos textos iban dentro de los paquetes de cigarrillos, como promoción e incentivo de compra.

LOS CONFLICTOS LABORALES DE “LA POPULAR”
En el año 1901, debido a las extenuantes jornadas laborales que se imponían a la generalidad de los obreros, y en el clima de la efervescencia proletaria de principios de siglo, se desató una prolongada huelga en el establecimiento, en la cual jugó un papel principal el movimiento anarquista.
La empresa de Juan Posse se convirtió en el foco del conflicto, ya que los obreros consideraban a éste como uno de los patrones más despóticos del país. El paro se prolongó por la intransigencia patronal, y sobrevino un boicot obrero, que le ocasionó a la tabacalera una caída brusca de las ventas.
Llegaron a trabajar en el lugar, en su mejor época, más de 600 obreros y obreras que manejaban grandes y modernas máquinas trituradoras, mojadoras y limpiadoras del tabaco, elaboradoras y empaquetadoras de cigarrillos.
La cantidad de tabaco almacenado en sus depósitos era del orden de las 600 toneladas. La fábrica podía abastecer de cigarrillos a toda la Argentina, con una producción de 350.000 atados diarios. Además empaquetaba, en el mismo tiempo, 30 mil kilos de tabaco en bolsitas.
Por su parte, la familia Posse habitaba una amplia casa de la calle Bartolomé Mitre esquina Ayacucho.

DE TABACALERO A TERRATENIENTE
Hacia 1909 Posse compra a la familia Cascallares un campo de 759 hectáreas en el partido de Merlo. Lo que es para nuestros lectores urbanos, una superficie aun mayor que la extensión de los barrios Balvanera y Almagro juntos. Con el fin de comercializar esas tierras, la Compañía de Tabacos abrió oficinas en Esmeralda 309 (luego pasaron a Cangallo 499, esquina San Martín), rubro en el cual fueron socios junto a Juan Posse, sus hijos Carlos y Rodolfo.
Así subdivide tierras y funda un barrio que promocionará a través de las etiquetas de sus cigarrillos “Mitre” (Posse adhería políticamente al mitrismo). Con notable criterio comercial, se premiaba con la entrega de una de las sesenta casas construidas en la zona (se conocieron como las casas de “La Compañía”) a quienes lograran juntar 500 paquetes vacíos. Así se formó Villa Posse, a solo 40 kilómetros de la Capital. Pasado el tiempo, resultó ser el núcleo del pueblo Mariano Acosta, lugar donde hoy se levanta un monumento a la persona de Juan Posse.
Pronto llegarían al lugar las vías del Ferrocarril Oeste (Sarmiento), aunque para 1970 la nueva localidad queda sin este medio, como resultado de los sucesivos levantamientos de ramales dispuestos desde entonces a través de todo el país.
Tras el fallecimiento de Posse, la sociedad continuó a cargo de su esposa e hijos, y finalmente se extinguió en1982 al fallecer el último descendiente.

EL HÁBITO DE FUMAR EN EL SIGLO XXI
A pesar de la disminución del consumo en el mundo debido a una mayor conciencia acerca de lo dañino del tabaquismo, el negocio continúa siendo rentable. En 2009 los EE.UU. registraron ventas por 614 billones de dólares.
A fin de compensar el menor consumo en los llamados países centrales, las multinacionales del tabaco trasladan su veneno envasado y el “negocio” a países de Oriente con grandes poblaciones, como Indonesia y Filipinas. La Phillip Morris aún tiene en el mundo, unos 75.000 trabajadores.
En nuestro país, por Ley 23344 (antitabaco), ya no es posible fumar en lugares cerrados, y en unos meses más regirá la total prohibición de publicidad para este producto.
Pero queda en el barrio de Almagro este edificio que, aunque maltratado y falto de conservación, sigue en pie como testimonio mudo de una época.
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Fuentes:
Anuario Diario La Nación, 25 de mayo de 1910, Biblioteca Nacional.
Rezzónico, Carlos A., Antiguas quintas porteñas, Interjuntas, 1996.
http://www.casmarianoacosta.com.ar/mariano%20acosta/historia.htm
http://.rincondelvago.com/mercado-de-cigarrillos-en-argentina.html

Imagen: Esquina de Maza y México donde se encontraba la Compañía de Tabacos “La Popular”, como se la podía ver circa 1986. (Foto tomada del libro de Diego A. del Pino: Ayer y hoy de Boedo, Bs. As., 1986).
Nota tomada del periódico Primera Página.

Casa de la Cultura de Flores “Marcó del Pont”


(De  Ángel O. Prignano)

Fue inaugurada oficialmente el 4 de mayo de 2000, en la mansión que perteneciera a la familia Marcó del Pont, Gral José G. Artigas 202. La ceremonia fue encabezada por el Dr. Enrique Olivera, quien entonces ejercía la jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Lo acompañaron en el estrado la Lic. Teresa de Anchorena (Secretaria de Cultura), la Lic. Liliana Barela (Subsecretaria de Acción Cultural), otros funcionarios, legisladores porteños y el Sr. Ángel O. Prignano, entonces Presidente de la Junta de Estudios Históricos de San José de Flores que había propiciado la restauración de la mansión, su catalogación como Monumento Histórico Nacional y su recuperación para el barrio. El acto contó con la asistencia de presidentes y miembros de las distintas juntas de estudios históricos de Buenos Aires, representantes de entidades socio-culturales, deportivas y comerciales de la ciudad y numerosos vecinos que colmaron las instalaciones. En la oportunidad se abrió al público la exposición “La Casa Marcó del Pont en el barrio de Flores” integrada con fotografías antiguas de la residencia, la familia que la construyó y el barrio que la contiene.
La casona fue edificada por Antonino Marcó del Pont hacia 1871 sobre otra casa preexistente. El nombrado descendía de una antigua familia de comerciantes catalanes arribados a Buenos Aires hacia 1785. Continuador de esta tradición, se dedicó a la importación de maquinarias, animales de raza, materiales de construcción, paños y vinos, fundando en 1840 la casa comercial que llevaba su nombre. Fue un fuerte accionista del Ferrocarril Central Argentino y de la Sociedad de los Caminos de Flores y de Gauna. También ocupó cargos públicos, siendo el primer presidente de la Lotería Nacional y directivo del Banco Argentino. Se casó con Feliciana Reyna con quien tuvo nueve hijos, entre los cuales se destacaron Ventura Miguel (pintor paisajista), José (historiador y numismático) y Augusto (abogado, diputado y convencional provincial).
De arquitectura típicamente italiana, posee 15 ambientes, zaguán, altillo, patio y galería al frente. Un hecho trascendente en la historia de esta casa transcurrió durante los combates librados en la llamada Revolución de 1880. La gran cantidad de heridos que llegaba a Flores obligó a organizar un hospital de sangre temporario en sus habitaciones. Pero sucedieron cosas más agradables. Ahí mismo solían reunirse en amables tertulias José Marcó del Pont (hijo de Antonino), Enrique Peña, Alejandro Rosa, Aurelio Prado y Rojas, Ángel Carranza, Bartolomé Mitre y otros que 1893 fundaron la Junta de Numismática Americana, convertida con el tiempo en la actual Academia Nacional de la Historia.
La casona fue comprada en 1929, junto a otras, por la empresa del Ferrocarril del Oeste (hoy Línea Sarmiento de TBA) para la construcción de la llamada “cuarta vía”, que nunca llegó a concretarse. Entonces la residencia quedó librada a su suerte y en total estado de abandono, a punto de ser demolida. Ante tal situación y dado el valor histórico, simbólico y arquitectónico, la Junta de Estudios Históricos de San José de Flores investigó todos los antecedentes de la mansión y la familia propietaria. Con esta documentación, la Junta solicitó y consiguió que se la declarara Monumento Histórico Nacional, salvándose así de la destrucción total aunque no de la ocupación ilegal y el saqueo. Con todo y venciendo numerosas dificultades burocráticas que tomó má de 30 años de lucha por parte de la Junta de Flores, se consiguió que la casona fuera reconstruida y puesta en valor por el Estado Nacional, trabajos que se iniciaron en 1998 y concluyeron dos años después. Así fue como se convirtió en la Casa de la Cultura del barrio a partir del 4 de mayo de 2000.
El inmueble pertenece al Estado Nacional y funciona como Casa de la Cultura de Flores a cargo del ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires por convenio entre ambas jurisdicciones. En sus salas suelen organizarse conferencias, debates, talleres de las más diversas disciplinas, exposiciones artísticas, actos conmemorativos y espectáculos para toda la familia.
Digamos, por último, que en un sector funciona independientemente la sede la Junta de Estudios Históricos de San José de Flores y su biblioteca pública y gratuita atendida honoríficamente por sus miembros, los martes y viernes de 17 a 19. Esta entidad es una ONG que se ganó el espacio por haber luchado denodadamente a lo largo de muchos años por la recuperación de la casona histórica y su conversión en un espacio cultural para el barrio de Flores.
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Imagen: Casa de la Cultura de Flores "Marcó del Pont".

Cuerpo de alambre


(De Ángel Villoldo)

Yo tengo una percantina
que se llama Nicanora
y da las doce antes de hora
cuando se pone a bailar,
y si le tocan un tango
de aquellos con “fiorituras”,
a más corte y quebraduras
nadie le puede igualar.

En los bailongos de Chile
siempre se lleva la palma,
pues baila con cuerpo y alma
el tango más compadrón.
Las turras estriladoras
al manyarla se cabrean
y entre ellas se secretean
con maliciosa intención.

Es mi china la más pierna
p’al tango criollo con corte;
su cadera es un resorte
y, cuando baila, un motor.
Hay que verla cuando marca
el cuatro o la media luna,
con qué lujo lo hace, ¡ahijuna!...
Es una  hembra de mi flor.

Yo también soy medio pierna
p’al baile de corte criollo,
y si largo todo el rollo
con ella, me sé lucir.
En  Chile y Rodríguez Peña
de bailarín tengo fama:
“Cuerpo de alambre” me llama
la muchachada gilí.
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Ilustración: Retrato de Ángel Villoldo.

Cómo sería la ciudad hace 200 años


(De Mabel Alicia Crego)

Alrededor del 1800 la ciudad se extendía  sólo por unas quince cuadras de sur a norte  y nueve de este a oeste, sobre lo que hoy denominamos Casco Histórico; sólo las cuarenta manzanas próximas a la “Plaza” eran destinadas a edificación (los solares), más allá era campo y pampa. Allí comenzó un largo camino  que tuvo muchos cambios,  hasta lo que hoy vemos y llamamos Plaza de Mayo.
 En sus comienzos se llamó Plaza Mayor y era más pequeña que la actual, rodeada de pequeñas casas bajas de adobe. Frente al Fuerte (donde hoy está la estatua de Belgrano), estuvo la Compañía de Jesús desde 1608 a 1665 que después se trasladó a la Manzana de las Luces, el Colegio de Buenos Aires y la iglesia San Ignacio. De esta manera se demolieron esas construcciones y se amplió la plaza.
Por muchos años más seguiría dividida por la Recova, (sector del mercado), para el lado del río, el fuerte y plaza de maniobras militares, hasta la barranca de la campana; para el oeste el Cabildo y estacionamiento de carretas; esta parte de la plaza siguió llamándose Plaza Mayor hasta 1808, cuando se la rebautizó Plaza de la Victoria, en conmemoración por el triunfo sobre los ingleses.
Por el norte se encontraba la Catedral que para la época de la revolución de mayo no estaba terminada; con sucesivos derrumbes y cambios de forma seguirá inconclusa hasta 1870.
Junto a la Catedral estaba el camposanto y a continuación una de las casas más importantes y lujosas de la ciudad, la del brigadier Miguel de  Azcuénaga. Típica casa colonial de tres patios, con uno de los primeros aljibes de la ciudad (muy costoso en la época).
Un mundo de vendedores se apiñaban en la doble fila de cuartitos de la Recova Vieja, ofreciendo toda clase de artículos, ponchos, monturas, zapatos, telas, pan, leche, aceitunas, frutas, perdices, huevos, etcétera; bullicioso y maloliente, este grupo humano resumía el “motor de la ciudad”. Las carretas llevaban y traían a la Plaza Mayor toda clase de productos desde lejanas provincias; sus pesadas y altas ruedas acompasadas por los trancos de bueyes y caballos, se sentían vibrar desde las casas. Las campanadas de todas las iglesias –se escuchaban sin cesar– iban señalando las lentas horas en la aldea colonial. El “ángelus” se respetaba religiosamente, paralizando toda actividad.
Aunque parezca inútil, ese “mercado” en el medio de la plaza resultaba sumamente necesario, no sólo porque era un pasaje seguro en días de lluvia o de gran resolana en verano, sino porque, según dicen los que la vieron, “sin ella la Plaza de la Victoria estaría a merced de los fríos vientos del río”.
En la cuadra sur que va desde Defensa hasta Bolívar estaba la Recova Nueva, con “altos”, con vereda ancha y cubierta por los arcos “Altos de Escalada”; allí solían ubicarse los vendedores con sus “bandolas” ofreciendo chucherías de poco valor, alfileres, cintas, anillos, rosarios, etcétera.
Su construcción –anterior al 1800– llamaba la atención desde donde se mirara debido al larguísimo balcón corrido que doblaba hacia la calle Defensa. En la planta baja, según nos cuenta Wilde, "por el año veintitantos había varios fondines, entre ellos uno muy acreditado, llamado ‘La Catalana’, propiedad de una rechoncha hija de Barcelona, en donde iban a comer los tenderos de los alrededores, la mayoría españoles, ‘el mondongo a la Catalana’; según es fama, se servía con mucho esmero y era muy celebrado. La fonda era objeto de grandes y honrosas alabanzas".
También se encontraban en los bajos el “Hotel Londres”  y unas cuantas tiendas de ropas. En el piso alto vivió por muchos años la familia propietaria: Antonio de Escalada, su esposa Tomasa de la Quintanilla y sus cuatro hijos, María Eugenia, Bernabé, Manuel y Remedios (futura esposa del general San Martín).  
Al cruzar Bolívar hacia el oeste había un importante edificio de dos plantas llamado “Altos de Aguirre” con su famoso “Café del Cabildo”.
Por la calle Alsina estaba el “Café de Marcos”, fundado en 1801, que fue centro  de reunión de los independentistas; más alejada la “Librería del Colegio”, único negocio porteño que conserva hasta hoy su rubro y ubicación desde 1785.
El Cabildo era el edificio más importante en la ciudad; nunca fue sede de gobierno, el virrey y más tarde los directores supremos residieron siempre en el Fuerte. 
En el Cabildo funcionaba el Ayuntamiento, la justicia y la cárcel. Cuenta J. A. Wilde que en el frente había dos inscripciones que decían “Cabildo de 1711” y “Casa de Justicia”, ambas destruidas por un rayo.
En la torre estaba la histórica campana que anunció el triunfo de la Revolución de Mayo y un enorme reloj que nunca estaba en hora. En los sótanos se encontraba la cárcel de mujeres.
El edificio no es el mismo que vemos hoy. En el año 1880 se aumentó su torre, luego en 1895 perdió la torre y su fachada española. Se le demolieron arcos laterales para abrir la Avenida de Mayo y la Diagonal Sur,  y finalmente en 1936 se decidió volver a su imagen hispana, reconstruyéndolo en base a planos,  pinturas  y daguerrotipos de épocas  anteriores.
Siguiendo por Bolívar hacia el norte estaban los “Altos de Pedro Duval”, casa señorial construida por este arquitecto francés, que en 1818 fue comprada por el Directorio para ser obsequiada al Gral. San Martín en premio por las victorias de Chacabuco y Maipú. Cuando se exilió a Francia la vendió a Manuel de Escalada que  luego se la vendería a Riglos, sus últimos propietarios y con lo cual pasó a la historia como “Altos de Riglos”.
En sus refinados salones a la francesa y en su balcón, cuentan que por casi tres generaciones se concretaron los romances más notorios y los casamientos más aventajados de la sociedad porteña. Hoy es la sede del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
En los laterales de la Plaza se podrían encontrar algunas casas importantes, como la de Mariquita Sánchez de Thompson, en Florida 98, la de Manuel Dorrego en Perón 115, la de Juan Martín de Pueyrredón en Reconquista 11 junto a la de Marcos Balcarce en el numero 9 y en la esquina la de Cornelio Saavedra, número 88.
Por el lado sur de la plaza estaba la casa de la Virreina Vieja en Perú y Belgrano, la casa de Manuel Belgrano en avenida Belgrano 430, la casa de Anchorena en Perú 68, de Martín Rodríguez en Moreno 16, la del general Ignacio Frías en Piedras 121, la de Bernardino Rivadavia en Defensa 147,  la de María Josefa Ezcurra (hermana de Encarnación Ezcurra) en Alsina 455  y  la de Juan Manuel de Rosas en  avenida San Juan 74.  
 En la esquina de Balcarce e Hipólito Yrigoyen, junto a los bordes del foso del Fuerte se vendía carne de vaca, mulitas y perdices y sobre el sur verduras y frutas.
En la plazoleta del Fuerte, no sólo se vendía mercaderías, también era el lugar de las ejecuciones: cerca del foso se colocaban los banquillos  y se ahorcaba a los sentenciados y criminales.
El Fuerte siempre fue sede de las autoridades gubernamentales. El edificio, aunque lúgubre y descuidado, tenía en los altos y anchos muros bocas para cañones, almenas de vigilancia y un puente levadizo que lo comunicaba con la plaza y que constituía su entrada principal. Por el lado este que daba al río, había otra pequeña puerta llamada “del socorro”, usada como vía de escape.
El Fuerte estaba rodeado por un foso saturado de basuras que arrastraba la marea, dice Wilde: “nunca faltaban muchachos holgazanes, que en todas las épocas abundan, haciendo una rabona muy cómoda en el zanjón”.
Hacia el norte estaba el “Hueco de las Ánimas” reservado para un teatro, lugar desolado y tenebroso que sus buenas historias de fantasmas había provocado entre los vecinos de la ciudad. Al lado estaba el “Hotel Tres Reyes” (donde solían almorzar los oficiales ingleses en la ocupación de 1806).
Hacia el río, en el último lote, posterior a la Revolución de Mayo, hubo una caballeriza y una sastrería, propiedades de inmigrantes ingleses.
Por la actual 25 de Mayo esquina Rivadavia, estaba la “Gran Casa Amueblada”,  especie de bar-prostíbulo para marineros. Por la actual Rivadavia  a muy pocos metros en dirección al río  bajando por un mísero terraplén, se encontraba el Paseo de la Alameda que según cuenta Wilde “tenía  escasamente doscientas varas de extensión, (unos 167 metros), una fila de ombúes que nunca prosperaron y unos pocos bancos o asientos de ladrillos completaban el paseo público, al que concurrían las familias en los días de fiesta”.
Sin embargo otro viajero inglés, Samuel Green Arnold, en 1840 decía: “por la  alameda paseaba un montón de gente vestida de fiesta como en un baile, predomina la mantilla española aunque es común ver sombreros. Visten con mucho gusto y distinción, excepto que las damas se ajustan demasiado, es una moda reciente aquí. Muchos van en coche deteniéndose en fila, otros a caballo, pero una gran cantidad van a pie. Al oscurecer una doble fila de faroles sobre postes pintados de rojo punzó, de unos seis pies de alto, dan una luz que presenta una buena apariencia a toda la escena”.
 Cuenta Concolorcorvo, un viajero: “Esta ciudad está tan bien situada sobre la meseta y delineada a la moderna, con cuadras iguales de calles de regular e igual ancho, pero que se hacen intransitables a pie en tiempo de lluvias, porque las grandes carretas hacen huellas tan profundas que se atascan los caballos”.
La ciudad estaba sucia y descuidada, además de los ratones y perros, las calles estaban plagadas de moscas por las basuras acumuladas, la policía tapaba con desperdicios los pozos hechos por las carretas, como así también los mismos vecinos.
Era común que a algún carretero se le cayera muerto un caballo  (porque los hacían trabajar sin descanso; su costo era ínfimo), al ver que ya no le servía, lo desenganchaba del carro dejando el cadáver donde había caído.
En tiempo de lluvias se empantanaban los carros (estos no eran nada baratos) pero estaban los cuarteadores que tiraban con sus caballos percherones y largas cuerdas, hasta desenterrarlos. También los comerciantes improvisaban puentes con tablones de vereda a vereda para que pudieran entrar a comprar las señoras a sus negocios.
Hubo varios intentos de mejorar las calles en 1795 y 1798: se empedraron varias calles céntricas trayendo piedras de Colonia del Sacramento y la isla Martín García, porque aquí no había. En 1820, además de empedrar más calles delimitaron el catastro, y se prohibió continuar con la desordenada construcción de casas sobre las aceras.
Nos dice Wilde: “Las calles no se limpiaban nunca, sólo de tiempo en tiempo los copiosos aguaceros las convertían en verdaderos mares, escurriendo las aguas hacia los arroyos Terceros, arrastrando la agitada corriente, cuanto hallaba en su curso”.
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Fuentes:
José Antonio Wilde: Buenos Aires de 70 años atrás
Concolorcorvo:  El Lazarillo de ciegos caminantes
Prestigiacomo y Uccello: La pequeña aldea 

Imagen: Demolición del Fuerte de Buenos Aires hacia 1854.
Texto tomado de la página: www.barriada.com.ar

6 sept 2011

Historia de la Confitería “Richmond”


(De Victor Hugo Alvarez)

La Confitería “Richmond” es una parte de la calle Florida. Y como sucede en estos casos, la parte suele contener el reflejo de la memoria genética del todo. La historia de la “Richmond” está asociada a la calle Florida, a su estilo, a la gente, y la historia de la calle Florida sería muy otra si no hubiera habido una “Richmond” con sus debates políticos, con sus grupos literarios, con sus five o’clock teas de nobles señoras, con sus ilustres parroquianos.

DE CÓMO FLORIDA HACE EL ESTILO DE LA “RICHMOND
Lejos hubiese estado de imaginar Ana Díaz, la única mujer que acompañó a  Garay en la segunda fundación de Bueno Aires, que el solar que el adelantado le asignaba, el número 87, iba a definir el recorrido de la futura calle Florida. Era un predio anegadizo, cruzado por zanjones que lindaba con el de Juan Martín –llegados ambos de Asunción– que poco tiempo después se convertiría en su marido y los dos, en la primera pareja casada en la nueva ciudad.
Florida estaba incluida en una de las dos primigenias parroquias en que se dividió el ejido urbano: la de San Nicolás –la otra era la de Montserrat– que había tomado su nombre de la iglesia construida por el devoto señor Domingo de Acassuso, militar y luego comerciante, en la manzana comprendida por las calles Corrientes, Cerrito, Lavalle y Carlos Pellegrini. El lugar donde se izó por primera vez la enseña patria en la ciudad y que luego fue demolida para dar lugar al Obelisco.
Por Florida intentaron ingresar a la ciudad los invasores ingleses, y fueron rechazados; sobre Florida estaba la mansión de Mariquita Sánchez de Thompson donde se interpretó por primera vez la Canción patriótica de Vicente López y Planes y  el comandante José de San Martín conoció a la joven Remedios de Escalada; por Florida desfiló el general Urquiza junto con su ejército luego de vencer en Caseros; por Florida festejaban las comparsas y nacía el carnaval.
También en Florida estaban los bancos y las grandes tiendas. Era el paseo obligado de los porteños, tanto que generó un verbo:”floridear”.
Su cosmopolitismo, su estilo afrancesado, los sesudos debates que se producían en sus cafés y los despreocupados paseos de compras hicieron de la calle Florida objeto y musa de varias generaciones de literatos que tan bien describe Delfín L. Garasa en sus Paseos literarios por Buenos Aires.
Dice Garasa: “Ese afrancesamiento de Florida ya fue señalado por un viajero francés, Xavier Marmier: ‘Entramos por la calle Perú (así se llamaba a la sazón nuestra calle). A la derecha e izquierda no veréis sino el lujo de las invenciones de nuestro país: mueblerías, joyerías, peinadores. He aquí las últimas sedas llegadas de Lyon, las cintas flamantes de Saint Etienne, las más recientes formas de corpiños y sombreros. Una joven prepara, detrás de esta ventana enrejada, una guirnalda de flores artificiales que figuraría muy honorablemente en un salón del barrio de Saint Germain, un sastre aplica a los vidrios de su tienda el nuevo figurín del Journal des Modes, que ha recibido ayer por el paquebote del Havre y delante del cual se  detendrán los elegantes. Un librero ordena metódicamente en sus anaqueles una colección de volúmenes. Se lo pondría en gran aprieto si se le pidiese las obras de Garcilaso de la Vega o de algunos historiadores de España; pero allí está pronto a proporcionarnos las novelas de Dumas, de Sandeau, y las poesías de Alfred de Musset’”(1).
En la novela de Carlos M. Ocantos León Zaldivar, nos cuenta Garasa, dice que “…salir a dar una vuelta por Florida era reglamentario. Para su protagonista, estos paseos casi rituales eran los únicos hitos destacables en el uniforme fluir de sus días… En La Ginesa, Gaspar Tejera es un ocioso, cuya única ocupación es pavonearse por Florida, ‘escenario de la típica ociosidad’, almorzar, saludar a las ‘infaltables menganitas’ y charlar con algún amigo casual’”(2).
Otros autores prefirieron las miradas un poco mórbidas de la otra cara de Florida.
“Mario Arredondo, en sus abruptos Croquis bonaerenses, se demora en la calle Florida hasta entrada la noche, hasta la hora en que va feneciendo su abigarrada estridencia y su ámbito se puebla de indefinida tristeza. De pronto, entre nubes de polvo, como en una visión de pesadilla, aparecen carros de basura, seguidos por un ejército de barrenderos blandiendo escobillones. Los comanda un capataz a caballo, de cara invisible bajo un sombrerón de alas caídas, que empuña un grueso rebenque” (3).
La literatura no se olvidó de las personas importantes que recorrieron Florida –Pellegrini, Sáenz Peña, Sarmiento, Urquiza– ni de los personajes pintorescos –Antonio Giglio, el “saludador” recordado por Victoria Ocampo  parado en la puerta del Jockey Club saludando a todas las señoritas que pasaban por allí– o el Payo Roqué que parasitaba en los bares descansando en la fama que alguna incomprobable hazaña militar le proporcionaba. Tampoco lo hizo con sus lugares: la librería de Moen, casi en la esquina con Sarmiento, donde era considerado un honor el que un autor tuviese su libro exhibido en la vidriera, o la Galería Güemes, cuya cúpula ejerce tan peculiar fascinación en el personaje de “El otro cielo” de Julio Cortázar. Y, por supuesto, la Confitería “Richmond”.
DE CÓMO LA “RICHMOND” HACE A LA HISTORIA DE FLORIDA
El 17 de noviembre de 1917 abre sus puertas en Florida 468 la “Richmond”, hermana rica de otras dos confiterías homónimas, una ubicada sobre Esmeralda, frecuentada por gente de medio pelo, según Leónidas Barletta, y otra sobre Suipacha, reducto de “burreros” según el mismo autor.
En un edificio proyectado por el arquitecto belga Julio Dormal, el mismo que concluyó el Teatro Colón, y que, según la página web de la confitería “es uno de los inmuebles más bellos de los existentes de este tipo en Buenos Aires”, se instalaron sus sillas y sillones estilo Chesterfield tapizados en cuero, sus mesitas Thonet y sus arañas de bronce y opalina traídas especialmente de Holanda. Su elegante boiserie de roble de Eslavonia, los cuadros en sus paredes y el encasetonado de su techo, alternando paños de madera y espejos, terminan de definir el estilo inglés que la caracteriza.
 Sobre su trabajado mostrador de madera suelen exhibirse delicias de la pastelería de la casa: el lemon pie, la tarte tatin y la célebre torta Richmond, con base de bizcochuelo de chocolate, mousse, relleno de frutillas y cobertura de crema Chantilly. Un verdadero aporte de la confitería a la gastronomía porteña.
El New York Times llegó a publicar, el 18 de enero de 1998, un artículo destacando la tradición de la “Richmond” en Buenos Aires y de su cuidada producción gastronómica.
Pero no solamente la “Richmod” se destacó en sus aspectos sociales y culinarios.
En febrero de 1924 apareció en Buenos Aires el periódico quincenal de arte y crítica  Martín Fierro que identificó al grupo literario de Florida. La publicación tuvo un muy importante papel en la difusión de escuelas vanguardistas de arte y literatura. Ella fue la que dio a conocer al público argentino, y muchas veces al americano, a autores como Apollinaire, Valery Larbaud, Jean Cocteau, Alfred Jarry y Ramón Gómez de la Serna. En el número 8/9, Martín Fierro indicaba los lugares habituales de reunión de sus redactores: los lunes a las 20 horas en la “Richmond” de Florida, de martes a viernes de 17 a 19 horas en el Salón Witcomb, luego de esa hora, en la “Richmond”.
Apelando nuevamente a la elocuencia de Garasa: “En 1924 apareció la revista Martín Fierro, la cual dará rumbo y sentido a la búsqueda expresiva de una generación de grandes escritores. Sus redactores, caracterizados por su ímpetu agresivo e iconoclasta, arremetieron contra figuras y estilos que presentaban el talón de Aquiles de su consagración. La idea de exhumar, con otros alcances, el viejo y fugaz periódico Martín Fierro, partió de Samuel Glusberg (Enrique Espinosa), director de la editorial Babel, y de Evar Méndez. Durante meses y meses, reunidos en la “Richmond” de Florida y en “La Cosechera”, barajaron propósitos y directivas. Por fin, la revista vio la luz y declaró enfáticamente su finalidad de “abollar cráneos vacíos que brillan al sol, hacer sus reservas ante el pliegue de una frente consagrada, abrirse paso sin miedo ni vacilaciones hasta el mismo centro de la feria cotidiana”. Pertenecieron a ella, además de los del gupo Proa (Güiraldes, Borges, etc.), Oliverio Girondo, Pablo Rojas Paz, Leopoldo Marechal, Ernesto Palacio, Conrado Nalé Roxlo, Francisco Luis Bernardez, Córdova Iturburu y la presencia tutelar de Macedonio Fernández.”(4).
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Bibliografía:
•Garasa, Delfín L. Paseos literarios por Buenos Aires. Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Bs. As., 1981.
•Bossio, Jorge A. Los cafés de Buenos Aires. Ed. Schapire. Bs.As., 1968.
•Suárez, Ana. Cafés de Buenos Aires. Comisión de protección de cafés, bares, billares y confiterías notables de la Ciudad de Buenos Aires. Ba.As., 2003.
•Cutolo, Vicente. Historia de los barrios de Buenos Aires. Ed. Elche. Bs.As.1998.
•Llanes, Ricardo. Historia de la calle Florida. Consejo Deliberante. Bs. As. 1976.
(Fuente:Nuestro Patrimonio-Un blog de la CPPHC de Buenos Aires)

Imagen: Interior de la confitería “Richmond” en sus primeros y esplendorosos años.
La nota y la fotografía fueron tomadas de la página buenosairessos.com.ar 

30 ago 2011

La mesa


(De Haydée Breslav)

La hizo mi padre antes que yo naciera.
Creo que en la ciudad ultramarina
de la hiperbórea séptima colina
la imaginó. (Incierta y extranjera,

dormía Buenos Aires en la espera).
Maciza la pensó, más bien que fina:
mecía el viento en la taiga vecina
los abedules para la madera…

Fue a la orilla del río amarronado
donde labró y pulió, en prolija talla,
viraró de la selva paraguaya.

Yo lo di todo, pero me ha quedado
un sueño, que aunque inerte sigue vivo,
de tierra y pan. Sobre esta mesa escribo.
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Ilustración: Inmigrantes (Foto: AGN)

29 ago 2011

Corrientes sin brillo


(De Laura Martin)

Corrientes opaca, pálida, ojerosa, como si asistiéramos lentamente a una enfermedad terminal: librerías gastadas, viejos cafés que se aferran a las veredas para no ser devorados por un falso progreso. La gente camina para encontrar un refugio, en un sábado sin gloria, con una lluvia que resbala su tristeza en las vidrieras.
Calles laterales oscuras, donde se traman estrategias para robar lo que queda.
Busco recuperar la alegría a cada paso, con la esperanza de que algo me rescate de este espectáculo sin espectadores, donde la soledad se acentúa en luces que no brillan, en cafés modernos y aguados con nombres difíciles y ajenos.
Corrientes se detiene en algunos lugares que resisten con luz propia a los excavadores del tiempo: como aquel donde un gato negro con su moño rojo aún está de fiesta, o la esquina donde nos espera el mozo de siempre que al igual que nosotros permanece fiel a otra avenida.
El Obelisco observa apuntando al cielo desde su elevada blancura, en una noche sin luna; se siente absurdo, como de postal para otros, para aquellos que creen llevarse a Buenos Aires en el bolsillo junto al tango armado para el turista.
Quisiera sentarme a llorar por las sombras que se mueven entre bolsas negras y cartones, llorar porque no me alcanza la fuerza para resucitarles la vida, y guardarles un sol hasta mañana.
De pronto el estruendo de un vidrio apedreado me sorprende mientras espero el 29 para regresar a casa; una mano tan oscura como la calle en sombras arrebata de una joyería algunas cosas que no puedo ver, al instante una moto recoge al ladrón que al alejarse me devuelve al silencio del desamparo, donde la policía también está ausente y siento que nada nos protege de este mundo-todo-posible que nos venden a la luz del día, para desvanecerse en la noche.
Quisiera alejarme, correr, gritar, como en esos sueños donde alguien nos persigue y se nos corta la voz, pero la indiferencia no corre, camina lento,
arrastra los pies, se adhiere, nos borra los recuerdos, sólo para seguir dormidos, haciéndonos creer que no hay peligro y que Corrientes todavía existe.
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Imagen: Corrientes nocturna (Foto tomada de la página Ponte nistido.com)

27 ago 2011

Cuando Las Heras se llamaba Chavango


(De Silvia Long-Ohni)

En una ciudad nacida de la cuadrícula, como lo es Buenos Aires, cualquier calle que rompa con la estricta regla de las perpendiculares, llama la atención y obliga a hurgar su historia. Es el caso de la avenida Las Heras que desde Recoleta atraviesa el barrio de Palermo.
Muchas son sus irregularidades desde que nace en la Plaza Vicente López (antiguamente conocida como Hueco de las Cabecitas puesto que ahí funcionaba un matadero de ovejas), punto a partir del cual se mantiene angosta por un par de cuadras, hasta cruzar la avenida Callao e iniciar su tramo ancho, con el que llega a Plaza Italia.
Retrocedamos en el tiempo: ¿quiénes andaban por esas “pampas” antes de la llegada del español? Posiblemente grupos de guaraníes de las islas cultivadores de la tierra, hábiles canoeros, artesanos de cerámicas y grandes consumidores del pescado que les brindaba el Río de la Plata. Con el arribo de Garay y la refundación de Buenos Aires en 1580, las cosas cambian pues una de las primeras medidas que toma el Adelantado es la repartición de “suertes de estancia” y de “suerte de chacras” (chácaras) entre los primeros pobladores. Dos son las “suertes de estancia” que da en posesión a sus dos lugartenientes: Gonzalo Martel de Guzmán y Ortiz de Zárate, correspondiéndole al primero la que corría desde las inmediaciones de lo que más tarde sería “El Retiro” hacia el norte, hasta el río Las Conchas (hoy Reconquista), paralela al Río de la Plata y de una legua y media de fondo. Por tanto, el primer dueño legal de las tierras en que se extiende nuestra avenida fue don Gonzalo.
Cabe aclarar sobre este punto que el error inicial en cuanto a las ubicaciones y alcances de estas “suertes” se debió a la mala interpretación que hizo Paul Groussac de los documentos referidos a los repartimientos de Garay, error que fue advertido poco tiempo después por Manuel R. Trelles a quien, lamentablemente, no se le dio crédito, de forma que sigue difundiéndose la versión equivocada de Groussac.
Pero nuestro objetivo es la avenida Las Heras; volvamos, pues, a su historia puntual. En 1599 muere Gonzalo en circunstancias poco claras quedando su única hija y su esposo Manuel de Frías, como dueños de esa extensión. Con los años y en virtud de sucesiones, ventas y hasta usucapión, muchas parcelas pasan a pertenecer a otros propietarios que establecieron en lo que es hoy Palermo y en inmediaciones de lo que recorrería la avenida Las Heras, chacras destinadas a proveer de alimentos a la ciudad en crecimiento:  nuestra avenida nació como una huella o rastrillada, casi paralela al Río de la Plata, vía de circulación de las carretas cargadas con la producción proveniente de esas chacras, y de la hacienda que se traía al matadero.
Uno de esos primeros adquirentes fue Juan Domínguez Palermo, natural de Palermo, Italia, quien, de a poco, adquirió sucesivas parcelas en la zona hasta hacerse dueño de la mayoría de las chacras en el siglo XVII: dícese que de él deriva el nombre del barrio de Palermo, aunque otra hipótesis lo hace devenir del nombre de San Benito, de todas formas, santo palermitano.
Con el correr del tiempo, esta huella o rastrillada iba a ser usada también para otra finalidad. En tiempos del virrey Vértiz comenzaron a traerse desde el noroeste algunas crías de llamas con el infructuoso propósito de criarlas en la ciudad para abastecimiento de la entonces pequeña población porteña y como  chavango era la denominación popular de la cría de la llama, ya a fines del siglo XVIII, la mencionada huella comenzó a conocerse bajo el nombre de Camino de Chavango.
Es en 1836 cuando Juan Manuel de Rosas se hace propietario de esos parajes. Su casa, después demolida, estaba situada aproximadamente donde luego se erigió el monumento a Sarmiento, en la esquina de Libertador y la avenida Sarmiento. El Restaurador decidió entonces, entre otras obras, sanear pantanos, emparejar la superficie, arbolar y poblar con aves el predio y aprovechar, además, una depresión existente donde se juntaban las aguas. Para ello cambió el rumbo del arroyo Manso (aproximadamente entre las actuales Austria y Agüero) cuyo curso iba casi de manera directa al Río de la Plata, atravesando el Camino de Chavango, para volcar sus aguas en un canal, de algo menos de dos kilómetros que llevaba el caudal hasta otro curso de agua que corría cerca de la casa de Rosas, ubicada en proximidades de donde luego se instaló el café de Hansen.
Ese estanque (hoy Lago del Planetario, o del Rosedal), llamado por entonces “Baño de Manuelita”, porque era usado por la hija de Rosas, incluía un balneario y un muelle desde donde podían partir pequeñas embarcaciones de paseo y hasta un vaporcito que Rosas utilizaba para pasear por el canal.
A ambos lados del canal corrían sendas avenidas, llamadas, de manera unificada “Camino de Palermo”, cuyo ancho total, incluido el canal, era de 54 metros. Dos líneas de árboles bordeaban ambas avenidas que luego, para diferenciarlas, vinieron a denominarse Camino de Paseo, la del lado norte y Camino Carretero, la del sur.
Lo cierto es que una buena parte de los predios adquiridos por Rosas y cercanos a Chavango eran, de origen, pantanosos y por tanto inviables para el establecimiento de pobladores, a menos que se encarasen obras de saneamiento, las que quedaron inconclusas a la caída del Restaurador. Más tarde vino la expropiación y la asignación de algunos terrenos para actividad fiscal –donde ahora se hallan el Zoológico y el Botánico–, junto con la autorización para que la empresa ferroviaria que, partiendo de Retiro se dirigía a Rosario, estableciera su primera traza, durante un trecho, por la actual calle Cerviño.
Aproximadamente algo después se abrió la avenida de las Palmeras (hoy avenida Sarmiento), que cortó parte del estanque y en 1899 las obras de remodelación se concluyeron y terminaron definitivamente con el canal creado por Rosas para dar lugar a la ávenida Alvear (actual avenida Del Libertador) con sus descansos ornados con faroles de procedencia alemana.
Dentro de las remodelaciones de la época se atendió también al mejoramiento de la traza de la avenida Chavango y con ello la determinación del entonces intendente –esto fue en 1885–, don Torcuato de Alvear, de cambiarle la denominación para rebautizarla con el nombre de Juan Gualberto Gregorio de Las Heras o, comúnmente, avenida Las Heras. Posteriormente, en el tramo que media entre Ugarteche y Plaza Italia, hubo un frondoso bulevar poblado de tipas que acompañaban las vías de los tranvías que traqueteaban de ida y vuelta proporcionando a las señoras un programa dominguero para que llevaran a sus chicos a dar una vuelta.
Pero el cambio de nomenclatura propiciado por don Torcuato no pasó sin avatares: ni bien conocida la resolución del intendente llegó a la redacción de un matutino porteño una indignada carta de protesta firmada por la viuda e hijas del coronel Chavango, heroico guerrero de la Independencia, cuya memoria venía a ser mancillada por este súbito cambio. De prisa se dio a conocer a las autoridades la mentada nota y de inmediato los burócratas municipales comenzaron a hurgar con todo ahínco en archivos y legajos a fin de dar con la foja de servicios del valeroso y olvidado coronel, a quien nadie parecía haber conocido ni de referencias. Se emprendió entonces la búsqueda de la familia, pero las averiguaciones cayeron en igual vacío y al fin la verdad se impuso: el tal coronel Chavango no había existido nunca y, en definitiva, se trataba de una broma.
Se dice que la humorada fue obra de Lucio V. Mansilla, puesto de acuerdo con un grupo de amigos, y que el objetivo de la “cachada” había sido demostrarles a los funcionarios municipales su supina ignorancia.
Chavango había tenido su historia, en sus comienzos como clásico camino mortuorio, cuando el único cementerio era el de la Recoleta y el trayecto que los cortejos hacían a pie venía por Montevideo y doblaba por ese callejón. Más tarde llegó a tener entre sus construcciones a la Penitenciaría Nacional, con su aspecto de fortaleza y sus muros amarillos y almenados, edificio “en panóptico” se habilitó en 1877 y muy brevemente al Hospital General de Mujeres, cuando todavía no se llamaba Rivadavia.  Las Heras también tuvo la suya a su debido tiempo, como el área de malandrinaje conocida como “Tierra del Fuego”, adyacente a la “plazoleta Las Heras” –en realidad Plaza Alférez Sobral– y asimismo sus encantos –con excepción de la solemne mole de la Academia Nacional de Medicina– estos últimos más bien ubicados en sus dos primeras cuadras, donde el esplendor se hace más patente por la presencia de edificios señoriales, como la mansión ubicada en el Nº 1725, Segundo Premio de la Municipalidad en 1922, o el palacete del arquitecto Carlos Nordmann, donde hoy funciona la Escuela Nacional de Bellas Artes “Prilidiano Pueyrredón”, o ese otro notorio exponente del art-déco, en el Nº 1681 que, aunque sin firma, bien podría ser adjudicado a la mano de Alejandro Virasoro.
Más adelante, al llegar a Azcuénaga, nuestra avenida exhibe esa suerte de “catedral gótica inconclusa” que fue destinada por un tiempo a albergar la Facultad de Derecho (actualmente, la de Ingeniería) y un buen tramo después, en márgenes opuestas, al Jardín Botánico y al Jardín Zoológico: el espectacular portón de hierro de la entrada principal de este último es el originario de la mansión de Juan Manuel de Rosas en Palermo de San Benito.
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Imagen: Antigua Penitenciaria Nacional cuyo frente daba a la avenida Las Heras desde Coronel Díaz hasta Salguero; actual Parque Las Heras.