6 mar 2012

Embarriado

 
(De Federico Prestía)

qué jodido es estar nostalgioso por ahí
ese temple no te deja vivir, o sí, o también, qué importa
es decir, tangueado, ensimismado
o simplemente silbido que llama al perro
olor de asado en la vereda del domingo
la decepción que le causó risa al borracho, pero enlagrimeó
porque es porque sí, porque ya pasó
porque también está pasando y porque todavía no fue
qué sé yo qué es eso cuando aparece eso
la razón cuerpo a tierra cuando embarriado Gordo
embarriado porque cuando en pena quedé por abandono
fue en el bar donde, en un rincón
los amigos me acomodaron el corazón de un abrazo 
______
Ilustración: Foto de Leonardo Quiroga (Tomada del sitio Eterna Buenos Aires).

5 mar 2012

José Ignacio Grela, “el Padre Granizo"

(De Norberto Galasso)

Nace en Buenos Aires. Se ordena sacerdote en 1792, ingresando al convento de los dominicos. En la segunda invasión inglesa, toma personalmente prisionero al coronel Pack, jefe del famoso regimiento 71.
En los días de mayo de 1810, participa junto a French y Beruti, en el grupo de “los chisperos” que arenga y activa al pueblo. Es uno de los patriotas más fervientes. En un documento, atribuido a un realista, se lo describe en estos términos: “Patriota turbulento, audaz, revolucionario e insultante en sus discursos, con los que disientan de sus opiniones. Deja con facilidad el convento para abandonarse a convicciones políticas y otros fines de revolución interna y externa”. Luis Domínguez sostiene que “las celdas de los frailes dominicos Grela y Perdriel eran centros de agitación revolucionaria, donde los hombres públicos iban a discutir los intereses de la patria”. Otro autor lo define así: “De temperamento fogoso y audaz, era un hombre que fraternizaba con el bajo pueblo, gozando de indiscutible ascendiente sobre sus núcleos más temibles y turbulentos”. Mitre lo ha llamado “orador de púlpito y de barricada, agitador bullicioso de la plebe”.
Ejerce el periodismo y por su prosa incisiva y atrabiliaria se lo moteja “el Padre Granizo”. Su tendencia política era republicana, federal y adversario de la monarquía. En 1812, integra la Logia Lautaro.
En 1816, es comisionado por el Director Balcarce para llevar documentación al Congreso de Tucumán, pero luego, al producirse cambios políticos, lo desautorizan.
En 1823, enfrentado a la política de reforma eclesiástica de Rivadavia, “ante la alternativa de tener que expatriarse, opta por la secularización”.
En 1827, es electo diputado de la Legislatura porteña y desde ella apoya la política del gobernador Manuel Dorrego, cesando en su banca al producirse el golpe militar del general Lavalle.
Bajo el gobierno de Viamonte se desempeña como director de la Biblioteca Pública.
Fallece en Buenos Aires, el 4 de junio de 1834.
_______
Imagen: Fragmento del óleo de P. Subercaseux  “El cabildo abierto del 22 de mayo de 1810”.
El texto y la ilustración fueron tomados del sitio periodicovas.com

3 mar 2012

Pappo: “La Paternal es mi casa”


(De Héctor Sosa)

“En mi cabeza tengo cuatro botoncitos. El botón de no escuchar, el de callarse la boca, el de desaparecer y el botón de ataque. Con eso resuelvo todas las situaciones”, así sin muchas vueltas y con filosofía de veredas y calles de barrio Pappo Napolitano plantaba y marcaba una cancha imaginaria sobre su pensar.
Muchas veces teñido de disloques ideológicos y otros más cercanos a la tierra, especialmente cuando su bocaza hablaba a través de las cuerdas de la guitarra.
Dos nacimientos le adjudican a Pappo sus seguidores de vida: uno en Santa Fe, el otro en La Paternal, barrio de fierros, blues y árboles de tiempo esperar. Todos coinciden que fue en 1950.
La mayoría de sus amigos, familiares y mujeres de negro inclinan la balanza hacia el barrio de cuatro y cinco esquinas a destajo.
“Era feliz en su casa de Artigas y Camarones rodeado de su hermana, de su perro Cactus y de un par de amigotes de esos que no piden permiso para abrir la heladera”, cuenta Andrés, viejo quiosquero del barrio.
En un reportaje exclusivo que le hicieron, con motivo del centenario de La Paternal, le preguntaron: “¿Qué es La Paternal para vos, Pappo?”, a lo que el Carpo respondió “¿Cómo qué es La Paternal para mí? La Paternal es mi casa... A pesar de que me fui mil veces, siempre regresé a mi barrio”.
Ese era Pappo. El que hace mil años, a fines de los 60, huyó de los primeros Los Abuelos de la Nada porque consideraba a Miguel Abuelo “un hippie como el Che Guevara”; el que le puso rock al beat de Los Gatos; el que entró en los 70 endemoniado por obra y gracia de Jimi Hendrix, el Eric Clapton de Cream, Muddy Waters y Albert Lee; el que fundó sin proponérselo una mitología a través de una personalidad monolítica y sin mayores matices: lo suyo era el rock and roll y el blues, la casa familiar de La Paternal, el taller mecánico de su padre, la Harley Davidson , el Chevrolet y las mujeres, si eran rubias: la gloria.
El que iba y volvía de los tugurios del bajo Londres o los que se encontraban al borde de la ruta 66, en los Estados Unidos.
El que iba y volvía de blues y el rock (chato, brillante o metálico).
El que iba y volvía del taller donde trabajaba en la avenida Warners.
El que, como buen tano, la vieja y el viejo jugaban en su cabeza y en su endemoniado punteo de viola. “Qué nos ocurre después de tanto tiempo, reflexionamos al vernos al espejo; qué es lo que pasa, me estoy viniendo viejo, no se ya qué pensar, si ya no se qué es lo que pienso”, decía en “El viejo”. “Mi vieja va a plaza con pancartas, con las pancartas que yo mismo le armé, ella protesta porque ya esta harta de que le afanen una y otra vez de que le afanen una y otra vez.”, decía en “Mi Vieja”.
La parca lo encontró en su propio cielo: asado, buenos vinos, un par de porros, moto, ruta y un coche de frente.
El velatorio fue ambulante. De las casas chorizos de la centenaria Paternal salían viejas, viejos, jóvenes rolingas y cumbiancheros y un ejército troyano de motos acompañó su vuelo. El mismo vuelo que lograba cuando se encontraba con B.B. King y dejaban que los ángeles y el diablo pararan sus viajes para escucharlos.
Sus amigos le brindaron su homenaje barrial en la esquina de Juan B. Justo y Boyacá.
Y el Carpo regaló su pequeño himno, de esos que parten y unen territorios. No hay principiante y no existió rockero de ley que no haya andado con “Desconfio de la vida”. Quizás el resumen de un escéptico urbano que con acordes chillados y voz pelar de “machismo” decía: “Un viejo blues me hizo recordar momentos de mi vida,/ mi primer amor,/ pero aquí estoy tan solo en la vida,/ que mejor me voy”.
______
Imagen: Pappo.
Nota e ilustración tomadas del sitio Buenos Aires Sos.

2 mar 2012

Una confusión inglesa


(De Fernando Sánchez Zinny

Se dice que Buenos Aires dormita de espaldas al río. Pero no es verdad, vive mirándolo con ansiosa indolencia y cultivando una nostalgia pertinaz por lo que hay más allá de las aguas “color de león” y del mar en que desembocan. No en balde somos porteños y nuestro anecdotario está lleno de imágenes de inundaciones y de barquitos pintados amarrados en la Boca, aparte del par que decora el escudo.  No en balde, además, la ciudad prosperó siempre en la inmediatez de esa margen barrosa y aún hoy, dos de los tres millones de habitantes  de la ciudad viven no lejos de ella, en una franja litoral que se extiende desde Retiro hasta Núñez y que se interna desde la costa y sus añadidos no más de diez, de quince, de veinte cuadras.
Desde Retiro hacia Núñez quiere decir en dirección al Norte, migración perpetua que nos caracteriza y que ya inició en su tiempo Garay, cuando trocó el originario Parque Lezama por la Plaza de Mayo; justamente, River Plate, el de la franja roja, ha seguido con notable adhesión esa tendencia generalizada, marcando, además, con visible cuidado el mantenerse cercano al cauce fluvial que le da nombre: nació en La Boca, se mudó a la Recoleta –Tagle y Alvear, hoy Libertador– y finalmente asentó sus pertenencias en el bajo Núñez, donde el Monumental ocupó la cabecera exterior del antiguo Hipódromo de Belgrano, junto a los rieles del entonces Central Córdoba, más allá de las cuales se extendían las cenagosas malezas de la costa.
Pero no dijimos, por asociación, Mar Dulce, Mar de Solís o río Jordán,  dijimos “River Plate”. ¿Qué es eso? ¿Qué quiere decir River Plate? La respuesta salta enseguida, muy verdadera y muy falsa a la vez: River Plate es la traducción en gringo de Río de la Plata, lo que es cierto sólo a medias: en realidad es el nombre que dan los ingleses a nuestro río, pero no es traducción –Silver river lo sería, en todo caso–, sino un nombre nuevo inventado por ellos y por ellos difundido mediante sus mapas, de uso universal entre los marinos.
Es un caso muy curioso que viene arrastrándose hace cuatro siglos en la cartografía naval, que aparece ya en viejos portulanos, en remotas cartas de marear con una rosa de los vientos en un extremo y un mofletudo Eolo en el otro. Es sabido que por reserva o por desidia, los españoles no eran muy activos en la confección de mapas, por lo que habitualmente los que circulaban entre los navegantes –en especial desde el siglo XVII– mayormente eran holandeses e ingleses, y su influencia en la toponimia posterior ha sido considerable, de lo que da cuenta, sin ir más lejos, el “Banco Inglés” que el propio río contiene.
Es evidente que hubo una confusión, quizá no arbitraria y ya insalvable. La secuencia es fácil de imaginar, aunque no deja de ser hipotética: un hombre de mar, letrado y ducho en establecer coordenadas celestes, le pregunta a otro hombre de mar, simple trabajador de cubierta y aparejo, cómo se llama este río raro cuya margen opuesta no se ve. Y el segundo contesta, seguramente con mala fonética, “de la Plata”. El primero tomó nota y procuró transcribir correctamente la palabra: puso plate, que en el idioma de los maullidos significa “plano”, “chato”. Luego debe haber corroborado el dato, al menos con sus sentidos: aguas barrosas, escasa profundidad al punto de dificultar la navegación y extensión enorme; no dudó, pues, que ésa era la denominación, dado que resultaba congruente con lo que observaba.
Resulta por demás paradójico: se le dio a nuestro río un nombre de fantasía, que no pocos chistes lleva a cuestas a lo largo de centurias. Se llama de la Plata sea por suponer que remontándolo se arribaría a las minas fabulosas situadas en tierras del Rey Blanco –casi con certeza, el cerro de Potosí–, o acaso para animar a la chusma aventurera con la expectativa de hallar ingentes riquezas. En cambio, la denominación inglesa es singularmente escueta y exacta; en efecto, el río es plano, chato, “planchado”, una inmensa capa de aguas superficiales cuyo fondo discurre a pocas brazadas. Un viaje en avión a Montevideo, en día de buen sol, muestra algo que desde el aire parece un esbozo de pantano, sin más que algunas líneas más oscuras cada tanto, que revelan los lugares de mayor calado. Mucho más descriptiva se nos presenta la versión sajona; nuestra consagrada expresión constituye, en rigor, una metáfora cuyo sentido total, en el momento de su invención, es posible que se nos escape, sin que apenas nos quede un ligero vínculo con lo legendario, con lo poético.  
Esas confusiones fonéticas en las transcripciones no son infrecuentes. En la tradición española, cape Horn –por el holandés descubridor– se convirtió en “cabo de Hornos”, relacionado con el aspecto de los grandes morros que vigilan el tempestuoso fin del mundo. Un relato inglés de la primera de las invasiones da cuenta de lo arduo que fue cruzar el “río Chuelo” tras la destrucción del puente de Gálvez. Hay otros ejemplos famosos pero corresponden a lugares demasiado distantes; el más extremo de los arrecifes en que finaliza la península de la Florida hacia el Sur es el Cayo Hueso según la terminología española, que para los anglófonos es Key West, “cayo del Oeste”, en lo que también se acierta ya que es el que más a Occidente entra en el Golfo de México. En fin, el último esfuerzo mayúsculo de España por retener su cuestionada supremacía naval pereció en 1639, en lo que la historia peninsular conoce como “Batalla de las Dunas”: se produjo la derrota en un punto de la costa de Kent llamado The Downs (“los bajos”) que los españoles entendieron como “las dunas”, porque también las hay en ese sitio.  
______  
Imagen: Portulano del año 1519 de Brasil y el río De la Plata, entonces llamado Jordán.   

1 mar 2012

Elogio y reivindicación del balero


(De Rubén Derlis)
 
Todos los padres, y algunos tíos con verdadera vocación de “tiato”, pudimos recuperar parte de nuestra niñez acompañando los primeros años de nuestros hijos. Nos mezclamos con sus juegos participando en ellos, tratando de enseñar los viejos, intentando aprender los nuevos, y no pocas veces lo hicimos en franca competencia. Tengo para mí que cuanto mayor era esa participación en lo lúdico, involucrándonos sin prejuicios en su mundo de fantasía, más cerca estábamos de ese ser en formación que por un momento nos sentía su igual, mientras rescatábamos con diafanidad, para revivirlos, instantes invalorables de nuestra lejanísima chikés (bella palabra del ladino para nombrar la infancia.)
Cada época tiene sus juegos y éstos sus propias dificultades, por lo que todo padre deberá a su tiempo prepararse para afrontar los riesgos. En mi caso particular, nunca gané una batalla de transformers: aún estaba convirtiendo en brazos las ruedas del extraño vehículo, y ya el monstruo del ad­versario me pulverizaba con sus cohetes. De los videojuegos, ni hablar: el Atari y el Nintendo eran literalmente cosas de niños en la digitación de mi hijo, en tanto que yo no sabía distinguir ni adversario ni obstáculos. Con las Tortugas Ninjas me fue mejor; acaso porque sus apariencias eran menos grotescas, tenían cierto viso de realidad; además de los muñecos articulados llegaron las figuritas autoadhesivas, que para mí ya era otra cosa, y me alegré: en nuestro nuevo entretenimiento, estaban de algún modo mis recordadas figuritas Gran Capitán. Entre los dos llenamos el álbum con gran regocijo. Lo que nunca le dije a mi hijo: que al pegarlas extrañaba el man­tel de hule y el engrudo hecho en casa con agua tibia, harina y unas gotitas de vinagre.
Es imposible substraerse a la tentación de enseñar a los hijos los juegos que ocuparon nuestra niñez; siempre lo intentaremos. Nos escucharán con atención y observarán las demostraciones; acaso intenten probar con algunos de ellos, pero los resultados serán magros. En el mundo de la tecnología y la robótica les parecerán rudimenta­rios –en rigor, lo son– primarios, nada so­fisticados, más hechos para la habilidad y los malabarismos que para la deducción inteligente. Las bolitas, la billarda, el trompo, les resultarán tan extraños como para nosotros lo fueron el diávolo o el aro; esto se repetirá en los hijos de los niños de hoy, cuando sean padres. Así que el trasva­samiento de mis conocimientos de homo ludens a su naciente ludidad no aportó los resultados que eran de esperar; no movían su interés un ápice. Las figuritas, más que para jugar eran asunto coleccionable; el yo-yo, aunque ahora musical y de brillante plástico, fue dejado de lado sin miramientos; trompos panzones de aguzada púa, ya no había; y en cuanto al balero, con la pri­mera sacudida brusca de su mano, logró una frente achichonada; a su exclamación de dolor no agregó una lágrima, pero miró a la bocha con rencor y la dejó a un cos­tado en actitud de nunca más. No hubo nuevas tentativas. Terminaban así mis no­bles intenciones de comunicador cultural rubro juegos y entretenimientos infantiles.
Los compañeritos de mi hijo tampoco hicieron suyos estos juegos. Interioricé a un amigo de mi fracaso pedagógico e intenté desarrollar una teoría al respecto so­bre esta negativa infantil. Mi amigo respondió, contundente: “A elegir, no duda­rías entre una Ferrari o una carreta. Con los chicos es igual, no les interesan los jugue­tes del subdesarrollo”. Ahí me di cuenta de que hacía un largo rato ya que las pilas le habían ganado a la cuerda, y que ahora el chip se había aliado a aquéllas para exter­minar a los juegos de destreza manual y a los últimos juguetes necesitados de la ima­ginación para cobrar vida.
Así como creo que las figuritas han sobrevivido porque tocan otras de las aristas del humano: el afán de coleccionar, acerca de cuya intencionalidad mejor podrá esclare­cernos la paciente labor investigadora de la psicología, también estoy convencido de que fue la generación posterior a la mía (la que jugó hasta fines de los 60) la que mantuvo vigente los juegos a los que me he referido; la que le siguió a ésta firmó el acta de defunción, las posteriores ya no re­cuerdan ni cuándo ni dónde fueron enterra­dos.
Antes de elogiar al balero, permítaseme hacer primero su reivindicación.
Nuestro balero, que no es el boliche de los españoles por más que la Real Academia en la entrada de esta voz se empeñe en remitir a aquélla; puede parecerse pero no es igual. Dice la RAE en boliche: “Juguete de madera o hueso, que se compone de un palo terminado en punta por un extremo y con una cazoleta en el otro, y de una bola taladrada sujeta por un cordón al medio del palo y que, lanzada al aire, se procura re­coger, ya en la cazoleta, ya acertando a meterle en el taladro la punta del palo”. Destaco las palabra hueso y cazoleta por­que nuestro balero nunca fue de hueso y jamás supo de cazoletas. Además, si en un extremo está el palo, y en el otro la cazo­leta, ¿cuánto sobresale de palo la dichosa cazoleta para poder atrapar e inmovilizar la bola, y cuál es su forma y tamaño? Muy confusa la académica explicación. De to­dos modos, allá los españoles jugando con su boliche; a nosotros nos apasionaba el balero.
No escapará al lector, luego de haber leído la definición, que boliche y balero no son la misma cosa. Por lo tanto, el balero que todos conocimos bien merece tener su propia entrada como americanismo, argenti­nismo, o lo que fuere, además de su eti­mología, es decir: pulcramente y bien ves­tido para ingresar en la que limpia, fija y da esplendor –según pretensión de los ilustres censores del idioma–, o en el ce­menterio de palabras, como habría dicho el Cronopio Mayor.
El balero no es de reciente creación; los hubo en distintas épocas y en casi todos los países, tanto de Oriente como de Occidente. En todos ellos, la finalidad del juego siempre fue la misma: embocar el agujero de la bocha en un palito; donde difieren es en las formas, ya que los hay de distinto formato. Con los de tipo “clásico”, es de­cir, el que todos conocemos, en la corte de uno de los últimos Luises de Francia se ju­gaba a rabiar; el mismo rey solía hacerlo con el propio, que era de oro. Como si lo estuviera viendo a este Luis número tanto con la bocha abultándole un bolsillo, el palito en el otro y el piolín cruzándole el bajo vientre, recibiendo a un embajador y su séquito en los salones de Versalles; sa­cado a los apurones de su juego, no tuvo tiempo de guardarlo bajo llave; porque un balero de oro no es como para dejar tirado por ahí nomás...
¿Jugaban nuestros niños indígenas al balero? Seguramente; porque ¿a qué no juga­ban los originarios de estas tierras antes que los colonizadores trajeran los suyos? No sé si lo imagino, o mal recuerdo, más creo haber visto un antiguo grabado donde un grupo de chicos reunidos en un hueco –aún no plaza– está pendiente de la suerte del que ansía embocar, bocha en el aire. Y esto era durante los tiempos de la Colonia.
En el siglo pasado, el balero –nuestro balero– conoció su mayor esplendor. Hubo jugadores sumamente expertos y otros chambones, en esta destreza infantil que requería concentración y muchas horas de entrenamiento. En la década del cuarenta, cuando hice mi debut, era una adicción, aunque desconocíamos el término. Cada pibe tenía su balero; rara vez se prestaba; no por egoísmo, sino porque era raro que alguien lo pidiera, ya que cada uno estaba dedicado al suyo, pues tenía sopesado el volumen al esfuerzo de su mano. Además, cada estructura respondía a sus preferencias: largo de piolín, peso de la bocha; sa­bía si el agujero estaba en total verticalidad con el hilo, o un tanto desfasado; y el diá­metro de la boca. De aquí en más, todo era maña. Jugar con un balero desconocido re­dundaría en dar changüín (como decíamos, por changüí) al contrincante.
Nuestros baleros estaban hechos de cedro –los caros– y de maderas blandas: sauce y álamo, entre otras –los baratos–. Los primeros eran casi un lujo al que pocos podían acceder; así y todo nunca resultaron ser los favoritos, ya que su dureza imposibilitaba enchincharlos. Las chinches, en el balero, además de dotarlo de mayor peso –cosa sumamente necesaria para una mejor estabilidad de la bocha–, eran el máximo orgullo; con ellas ostentábamos nuestra ri­queza, ya que ahorrábamos las monedas de ocasionales mandados retribuidos para comprar las más redondeadas y doradas, hechas a propósito para tapicería. Hubo osados que no dudaron en quitarlas de los respaldos de las sillas de la sala haciendo palanca con un destornillador, lo cual, como era de suponer –incluso por el mismo depredador– terminó en fenomena­les palizas. Pero es sabido que la historia la escriben los valientes.
Una lata de conserva, un hilo inservible, cualquier ramita previamente descortezada, y ya tenemos un cuasi balero o balero para emergencias, hecho por los pibes cuyas familias hacían peligroso equilibrio sobre la extrema pobreza, o confeccionado a propósito para hermanitos menores, caprichosos y pedigüeños; estos artefactos soco­rrían a los que los tenían, poniendo a salvo a su balero de verdad y sus doradas conde­coraciones, del seguro maltrato infligido de caer en las temibles manos de esos despia­dados.
Mi primo Félix supo tener un balero superstar; un balero Fórmula 1, un balero best, un balero a propósito para competencias mundiales en caso de haberlas habido, un balero para una Expobalero. Era tan balero que algunos de los que se maravilla­ron con él en la plazoleta de Juan B. Justo y Terrada todavía lo recuerdan. Íntegra­mente tachonado con grandes chinches plateadas. Cosa nunca vista. Relucía como los paragolpes de un automóvil. Y no era para menos: las chinches estaban croma­das. Su padrino, que poseía un taller donde se hacían estos menesteres, fue el artífice de tal obra. Esta pieza artesanal fue la en­vidia de todos los pibes del barrio hasta que dejaron los pantalones cortos.
Las modalidades de este juego: la puñalada, el tintero, la periquita, el mediomundo, las catorce provincias y todas las que se iban inventado, nos obligaban a lar­gas horas de dedicada práctica antes de sa­lir a la palestra a demostrar nuestras habili­dades o a retar al ocasional contrincante. Una partida corta era a cincuenta “simples” con “hilito”, es decir, recogiendo el piolín por su mitad para ayudar a la bocha en su recorrido de emboque. Pero esto era para los primerizos; los iniciados podíamos ju­gar a doscientos: cien “sin hilito”, cin­cuenta “con hilito”, y el resto repartido en­tre las varias modalidades, finalizando siempre, por ser este lance el más difícil, con cinco “tinteros”. Sin reglas fijas, todas las alternativas se acordaban de antemano.
Llegar tarde al colegio, demorarse en los mandados, olvidarse de los deberes escolares, de limpiarse las uñas, las orejas o las rodillas siempre eran faltas que nuestras madres atribuían, y con razón, a “¡ese ben­dito balero!”. Así y todo, fue el que mejor nos acompañó durante la niñez: portátil, lo llevábamos a todas partes porque no había barrio donde no se jugara con él. El piolín cruzado de bolsillo a bolsillo delatada al adicto, y ese otro consumidor que aún no conocíamos, como acusaba iguales sínto­mas, desenfundaba sin más su balero como una pistola de paz, y acordando en un “a doscientos con hilito”, aceptaba el reto de una futura amistad. Por eso nunca existió una asociación de balerómanos anónimos.
Ninguno de los que lo jugábamos debe recordar el momento en que aprendió, ya que nos resultó tan natural como comenzar a leer de corrido, a no perdernos en nuestro primer mandado, o como los incipientes dibujos hechos con creatividad y soltura porque nadie nos ordenaba pintar de marrón el tronco de un árbol y de verde su fo­llaje. Habíamos nacido con el balero aprendido; el perfeccionar su dominio fue cuestión de vocación y días de empeño. Sin ser juguete, sino más bien instrumento para ciertos juegos, gozó de las prerrogativas de aquél, ya que fue el único a guardar debajo de la almohada a la hora de dormir, tal si fuera un apéndice del cuerpo al que se debe separar durante el reposo, para mantener protegido cerca de uno.
Hojeando los fascículos de Diario íntimo de un país, que editó La Nación hace ya unos años, me encuentro con una infografía del balero. Me resultaron un tanto ex­traños los datos que allí se consignan por la precisión que se pretende darle a sus medi­das, como que si no fueran ésas no es ba­lero. Así dice entonces que el diámetro de su bocha es de 6 cm; 4 cm de embocadura; un mango de 8 cm más 4 cm de lo que el redactor llama el palillo, que hacen del largo de la pieza un total de 12 cm; y un hilo de 40 cm. Sin embargo nada dice de lo principal: el diámetro del agujero en la bo­cha. Y ni una mínima referencia a las chin­ches, que no son cosas como para no tener en cuenta o haberlas olvidado. Para colmo de la ridiculez, dice, textual: “El mango [...] era común hacerlo con la pata de una silla en desuso” (¡!). El autor no aclara si Chippendale, regencia, imperio u otro es­tilo. De haber poseído tal acopio de infor­mación, cuando embocábamos una tras otra, quién hubiera podido soportar nuestra petulancia. No señores, no hubo medidas uniformes, exactas; la uniformidad fue un más o menos; los había grandes y pequeños, con mango más fino o más grueso, más corto o más largo, y el piolín era a piacere. ¿O se pretende construir un balero prototipo y luego estandarizarlo, ahora que ya no existe más?
De ser así, convendría ir pensando en un patrocinador que los financie. En tanto los publicistas efectúan interconsultas para  determinar en qué lugar de la superficie destacará más el nombre de la empresa, llevar a cabo una agresiva campaña publicitaria en todos los medios de difusión, y un concienzudo estudio de mercado para evaluar los réditos económicos que propor­cionarán los torneos, más las camisetas, los pósteres alusivos, los bolígrafos, y demás artículos de merchandising. Los baleros firmados por “baleristas” internacionales (todos vestidos igual y con gorritas de vi­sera, acompañados de jóvenes, bellas, y atolondradas muchachas rubias) vendrán después. Con suerte, habrán logrado resucitar una cosa bastante parecida, que está a años luz, en espíritu, de lo que fue nuestro balero.
Debo decirlo: conservo mi balero, con sus pocas chinches que no llegan a cubrir ni la mitad de la esfera; pero las monedas no daban para más. Está en algún cajón; de tenerlo a la vista, haría como los ajedrecistas que se asoman a un tablero siempre abierto con una jugada a resolver: mientras van de un lado a otro de la habitación haciendo otras cosas, lucubran la movida y regresan a hacerla. En mi caso, tomaría el balero –el mismo de mis años niños y chinches desparejas–, serenaría el pendular de la bocha con una leve presión sobre la misma, y haría unos tiritos “simples” para aliviar tensiones o desestresarme.
Pero no estoy siendo sincero: una vez lo hice, y sucedió que me fui por el piolín a los días de mi infancia. Me encontré de pronto en el patio embaldosado –blanco y negro– que daba a la puerta despintada de nuestra pieza única, donde estaba mi padre, recién llegado de la panadería, sentado frente a su plato, mientras mi madre, sirviendo el mío, me llamaba: “¿Qué estás esperando? ¿No ves que se enfría la comida? ¡Ese dichoso balero!”. Comprendí que ya no era un juego; y si de alguna manera aún lo seguía siendo, le estaba jugando a mi niño –que todavía no se había sentado a la mesa–, y al que sería más que imposible ganarle.
Por eso está guardado.
______
Ilustración: Jugando al balero, dibujo de Omar J. Blanco.

Evaristo Carriego, el precursor



(De Raúl González Tuñón)

Puede decirse que ninguna ciudad ha sido tan cantada por sus poetas –y no todos nacidos en ella– como la ciudad de Buenos Aires, aparentemente tan antipoética… Esos poetas urbanistas no lo fueron o lo son exclusivamente; otros temas llamaron su atención y algunos se inspiraron en otras latitudes, además, pero pusieron un mayor caudal de amor cantando barrios, calles, esquinas, plazas, rincones portuarios o de las orillas rurales, diversos aspectos de la ciudad, así como determinados hechos sociales que alguna vez la sacudieron.
Evaristo Carriego fue el primero, el “inventor”, como lo llamara Jorge Luis Borges. Con él comienza la poesía urbana. No nos referimos al Carriego sonoro y “romanticón” de la primera parte de Misas herejes, sino al cantor del barrio; lo fue por antonomasia. Diez o quince poemas suyos de El alma del suburbio y La canción del barrio, encabezado por esa pieza magistral que se titula “Has vuelto”, podrían integrar las más exigentes antologías universales.

CANTOR DEL BARRIO
En el número 3784 de la calle Honduras, en la entrada del Palermo popular, está la casa donde vivió la familia Carriego, la familia del poeta, desde su llegada de Entre Ríos. Entonces tenía el número 84… No es una casa pobre, ni tampoco lujosa. Aún conserva el patio, la enredadera, el silencio… Y el zaguán, la puerta cancel, un interior sobrio que se adivina. Se ve una placa de bronce en el muro: “Aquí vivió y murió Evaristo Carriego, La Sociedad Argentina de Escritores rinde homenaje, en el 25 aniversario de su muerte, al poetas que enalteció el dolor de las gentes humildes. 13 de octubre de 1937”.
El barrio de Carriego, propiamente dicho, ha cambiado desde que el poeta murió, en 1912, pero no mucho. Aún se ve por ahí una que otra casita con su bohardilla, techos donde la luna se pasea cómodamente en la noche, algún viejo negocio con su insignia descolorida, la trastienda del bar del vino y la baraja, la chapa del club deportivo de la barriada, el perfil antiguo del Mercadito (1). Y cuando todo haya desaparecido, y cuando hayan caído esas casas  que aún se mantienen en pie, como dijo Borges, porque “las sostienen los huesos de los compadritos muertos”, los poemas del cantor del barrio seguirán viviendo manteniendo una vigencia mayor enriquecida por lo que ya tienen de estampa de época, y este es el premio a los poetas auténticos; ya nadie recuerda, por ejemplo, al que fuera poderoso caudillo de la parroquia, pero el nombre de Carriego suena como algo muy querido al oído de las nuevas generaciones.
La canción del barrio tiene un valor permanente de ternura humana y belleza poética, de poesía en sí, pero también, por los hechos y tipos populares que glosara y las cosas que inspiraron gran parte de sus versos, tiene una dramática y perenne fuerza de documento social.
En los personajes de la cantina, el comité y la fábrica, en la costurerita, en “Mamboretá”, en “La silla que ahora nadie ocupa”, en “La francesita que hoy salió a tomar el sol”, en los hondos corralones, en los dolores y las alegrías de aquellas personas que hoy habitan el mismo territorio en donde se pasea la musa espectral del poeta, en aquella vida suburbana cuyo transcurso arrastra tanto barro y tanto oro, en aquella vida lúcida y amontonada, sombría y varonil del barrio, él penetró para salir de allí con su rosa más pura.
Su mensaje, aparentemente olvidado años después de su muerte, fue recogido por los poetas del movimiento “martinfierrista” que lo honraron, y como en el caso de los poemas de Bécquer, siempre habrá un muchacho y una muchacha que lean sus versos, que ahora patina la invisible luz de la nostalgia.

ALGO NUESTRO
Fue un hombre del tiempo del Café de los Inmortales y con las grandes virtudes y los pequeños defectos de los personajes que se movieron en aquel  clima de la bohemia anárquica del 900 y el Centenario, muchos de los cuales, como Carriego, están vivos en lo mejor de la historia de nuestra literatura: Payró, Sánchez, Ingenieros, Lugones, entre ellos. Trajo un nuevo tono a nuestra poesía cuando otros poetas escribían versos muy brillantes pero artificiosos, de “rima barullera”. Desarrolló temas desdeñosos por urbanos, por “sensibleros”. Fue el cantor de la tristeza del arrabal, y también en “El casamiento”, por citar uno solo de otros cuadros porteñistas, originales entonces, nuevos, mostró sentido del humor. Exaltó el alma “ruda y sombría del suburbio”  pero sin excluir sus esencias puras, que conocen chispazos luminosos y aun sus versos más desgarrados no eran negativos, pues llevaban implícitos el deseo de luchar contra aquello que afea la vida de las gentes. Aparte de los temas bravíos, fue principalmente el poeta de la ternura. Pese a la anécdota (el poeta de todos modos siempre “cuenta algo”), la muletilla de la “sensiblería” (un poema no es sólo experiencia, como quería Rilke, sino también sentimiento), el creador de nuestra poesía urbanista es algo más que un nombre en el friso de los altos valores desaparecidos; es el intérprete de aspectos de una época, el pintor poético de un barrio, un realista romántico con rasgos de realismo crítico.
Su célebre organito ya no atraviesa, silueta transida, los crepúsculos arrabaleros, pero la luna siempre está allá arriba y los sones del organito han quedado registrados en los muros, se sueldan entre las enredaderas sobrevivientes de algunas casas viejas y perdurará, en el clima indescriptible, recóndito, de lo entrañable, íntimo, íntimamente familiar, que trasciende.
______
(1) Al momento de la escritura de esta nota (año1959).  Actualmente nada de esto existe, salvo la casa del poeta. (N. de la R.)

Imagen: Interior del patio de la casa de Evaristo Carriego (Foto rubderoliv).
Material tomado del libro de R. G. T.: La literatura resplandeciente, Editorial Boedo-Silbalba, Bs. As., 1976.

26 feb 2012

Del Montjuic al Obelisco


(De Carlos R. Martínez)

Desenfado andaluz, cordura vizcaína, he ahí el doble sello, la impronta que según el ya citado Enrique Larreta le dejaron a Buenos Aires sus dos fundaciones, la primera de ellas a cargo de Pedro de Mendoza en 1536 –empresa que sucumbió en medio de circunstancias dramáticas, actos de canibalismo incluidos–, y la segunda y definitiva a cargo de Juan de Garay. Eso en lo que hace a la Historia, porque en lo que se refiere a la historieta el que se lleva los laureles si no como fundador al menos sí como “descubridor” de Buenos Aires fue un catalán: Carlos Freixas.
Nacido en 1923 Freixas llegó a la Argentina en 1947 y en menos de una década de permanencia en el país desarrolló una nutrida labor profesional que abarcó ilustraciones para revistas de diversas temáticas y libros de cuentos infantiles, actividades docentes y realización de historietas entre las que destacan títulos como Drake el aventurero, Tucho, de canillita a campeón y El Indio Suárez. Pero la obra por la cual le asignamos a Freixas un lugar de preferencia entre los precursores en incorporar a Buenos Aires en la historieta se llamó Darío Malbrán, psicoanalista y fue publicada hacia 1949 en “Aventuras”, revista en la cual Freixas venía colaborando casi desde su arribo al país.
Presentada como “La primera historieta semidocumental de América”, Darío Malbrán, psicoanalista tiene la particularidad de darle a Buenos Aires un protagonismo que no había alcanzado anteriormente. En el transcurso de las historias de tinte policial que predominaban en la serie, podía verse al protagonista y sus ocasionales acompañantes en sitios tales como la avenida 9 de Julio, el Obelisco, el teatro Opera (sobre la avenida Corrientes) o el barrio de la Boca, a orillas del Riachuelo, uno de los lugares a los cuales Freixas concurría a tomar apuntes para su archivo tal como consta en una foto publicada en la revista “Dibujantes” en 1954.
Esa predilección de Freixas por captar los paisajes más característicos de Buenos Aires abona la suposición de que tal vez pudo ser el mismo artista quien sugirió una historia que le permitiera volcar en ella esos escenarios urbanos. Fuera iniciativa suya o de los editores lo cierto es que Freixas contó con la ventaja de un guión bastante sobrio en cuanto a diálogos y textos aclaratorios –mérito del argumentista, Julián Maldonado– lo que le permitía disponer en cada cuadro del espacio necesario para desplegar su excelente dibujo. Al margen de lo señalado Darío Malbrán sumaba otros méritos. Erigir a un psicólogo como protagonista de una historieta fue de por sí novedoso, pero también resultó premonitorio: desde mediados de los años 60 Buenos Aires adquiriría fama de ser una de las ciudades del mundo con mayor número de psicoanalistas en relación a la cantidad de habitantes, a tal punto que un sector del exclusivo Barrio Norte pasó a ser conocido como “Villa Freud” por el alto número de dichos profesionales allí afincados.
______
Imagen: Una página de la historieta Darío Malbrán, psicoanalista.
El texto y la ilustración fueron tomados de Buenos Aires en la historieta argentina, en “Tebeosfera” 2da. época 1.

25 feb 2012

Café de barrio


(De Marcelo Ohienart)

Recorrer los barrios de Buenos Aires nos depara la grata sorpresa de encontrar algunos cafés que todavía guardan la misma arquitectura de hace más de cuarenta años. En muchos de ellos, aún se exhibe en sus paredes la foto del Zorzal con Irineo Leguisamo, junto a Lunático el que ganaba “por varios”.

LA REPÚBLICA DE LA BOCA
Enrique Cadícamo en su poema a las calles Suárez y Necochea describe como nadie esa mítica esquina boquense y sus alrededores, por eso, más que oportuno resulta transcribir esos versos antes de adentrarnos al registro pormenorizado de los cafetines del barrio:

Nombre de dos soldados de nuestra Independencia
Suárez y Necochea, lleva esta esquina brava 
que hace setenta años fue oscura residencia
de tangos, cafetines, malevos y garabas. 

Bulliciosos, alegres cafés de camareras 
animaban las noches del reducto boquense; 
marineros, borrachos, matones y taqueras, 
lámina colorida de un faubourg montmartrense. 

Nombremos dos o tres, bien vale la reseña:
El Royal, La Marina o aquel otro famoso:
el café de Mecha la Popular ... Su dueña 
era una bella joven de senos impetuosos. 

En el Royal, Canaro había formado un trío 
con Loduca y Castriota, y en el café de enfrente 
los dos hermanos Greco en franco desafío 
con el torneo de tangos caldeaban el ambiente. 

A la vuelta, por Suárez, el café  La Marina 
tenía a Roberto Firpo, y volcando hacia el muelle 
por la de Necochea: dos bares en la esquina 
con el Tano Genaro y el alemán del fueye. 

Puede decirse entonces que el imperio del tango
fue la Boca, en las calles Suárez y Necochea, 
ochava de arrabal de indiscutible rango,
nacida bajo el signo de la semicorchea. 

Llegaban de otros barrios visitas importunas: 
de Villa Crespo El Títere, guapo de corralones; 
del Mercado de Abasto, Cielito, El Noy, Osuna, 
y desde La Ensenada caía El Tano Barone.

Aquella Réverie de taitas y pesados 
también tenía turistas de fama indiscutida, 
malevos temerarios que habían bautizado 
Tierra del Fuego al barrio de Charcas y Laprida. 

Venían atraídos por el tango y las locas 
de los peringundines y a provocar, de paso, 
pero estaba de guardia Cafieri el de la Boca, 
que los desparramaba con un par de planazos.

Pero dejemos esto y volvamos, 
que espera en el café del Griego Canaro con su trío; 
ahí fue donde compuso su página primera: 
La barra fuerte, un tango retozón y bravío. 

Rebotaban las notas de El choclo y La metralla 
en la atmósfera del café de camareras, 
El Compinche y La Chola se pasaban de raya 
y El Llorón lucía su estampa arrabalera. 

Y cómo se agrandaba el trío cuando hacía 
el tango El fogonazo con todo su canyengue, 
La cara de la luna o La morocha, hervía 
aquella concurrencia de Maxera y de lengue. 

A ese ruidoso palco subió una noche Arolas 
para hacerle escuchar a Canaro, su amigo, 
su tango primigenio y tomando el bandola 
de Loduca tocó y ellos fueron testigos. 

Lo ejecutó impecable, con gracia y de memoria, 
a pesar de orejero tenía buen manejo; 
era una melodía inédita, sin gloria, 
que el tiempo se encargó de proyectarla lejos. 

Se llamaba Una noche de garufa y Canaro, 
según supo contarnos, se la escribió al boleo; 
muchos años después, aunque parezca raro 
Arolas comenzó a estudiar el solfeo. 

Para todos los tríos lejanos del pasado, 
testimonio de ayer, este poema sea 
una placa de bronce con sus nombres grabados 
colocada en tu esquina: Suárez y Necochea. 

El barrio de La Boca, debe haber sido el que contó con más cafés que el resto de los barrios de la Capital Federal. Quinquela Martín, esa paleta que, a pesar de los exquisitos, dibujó a la Boca para la eternidad y, que en ese período conoció a Juan de Dios Filiberto, su gran amigo, hizo de ese barrio el eje de su obra, solía frecuentar el Café “La Perla”, de Pedro de Mendoza y Del Valle Iberlucea.
A Quinquela lo acompañaban otros tantos bohemios que hallaban en los conventillos de la Boca su musa inspiradora, aunque no eran los únicos que le daban impronta al barrio: los hombres de mar y el malevaje también lo caracterizaron.
Los trabajadores del frigorífico El Anglo junto a los marineros, procedentes de distintos lugares del mundo, frecuentaban “El Dante” de Almirante Brown entre Suárez y Olavarría.
Según cuentan, “El Dante” podría ser considerado el precursor de las famosas cantinas de la Boca, ya que en él, por las noches se reunían payadores y músicos ambulantes. Allí solían organizar sus fugaces actos de vodevil. A esto José Marrone lo bautizó para la posteridad “la rascada”. (Solían vivir de exiguos cachets recolectados con la gorra).
Otro muy particular fue el Café Bar “La Popular” de Suárez y Necochea, esa que fuera inmortalizada en el tango Tres Amigos y que estupendamente interpretó Alberto Marino, seudónimo de Vicente Marinaro, aquel que debutó en 1939 en la orquesta de Emilio Balcarce y que luego integró la formación de Aníbal Troilo, desde el ‘43 hasta 1947. También participó en las formaciones de Miguel Caló y Armando Pontier. “La Popular” solía ser frecuentado por marineros y prostitutas. Hay una leyenda que involucra a la propietaria con Eduardo Arolas, el que habría arrebatado el corazón de la muchacha con la magia de su bandoneón.
La esquina de Suárez y Brandsen era la elegida por los “hombres de color”, como se decía en aquellos años, de ahí que al café se lo denominara “De Los Negros”.
Y hablando de color, algunas notas mencionan en la calle Pedro de Mendoza, al Bar de la Negra Carolina, una morocha nacida en Nueva Orleans. Según Bossio en Los cafés de Buenos Aires, (editorial Plus Ultra), una noche la negra Carolina atendió a un ‘gringo’, que mataba el tiempo acodado en una mesa; El rubio era Jack London, el autor de Colmillo blanco.
Eduardo Moreno, poeta, cuenta en entrevista que le hiciera Néstor Pinzón, que la Negra Carolina era una antillana gorda, medio deforme, muy sabia y con mucho mundo recorrido que siempre hablaba de los bares que tuvo en diferentes ciudades. Dice Moreno que murió en el año 27, en el Hospital Argerich, sola, y que su nombre real era Carolina Maud.
El tango El morocho y el oriental, que popularizaran Ángel D’Agostino y Ángel Vargas, menciona “viejo café cincuentón / que por la Boca existía / allá por Olavarría / esquina Almirante Brown / Se estremeció de emoción / tu despacho de bebida / con las milongas sentidas / de Gabino y de Cazón / En tus mesas se escucharon / los reseros de Tablada / provocativas payadas / que en cien duelos terminaron / histórico bodegón / del priorato y del Trinchieri.”
Don Ángel D’Agostino formó en 1934 su primera orquesta de tango con Jorge Argentino Fernández y Aníbal Troilo, en bandoneones; Hugo Baralis, en violín, y el cantor Alberto Echagüe. Más tarde se incorporó a su orquesta como vocalista Ángel Vargas, con quien realizó sus dos primeras grabaciones: No aflojes y Muchacho.
Para los nostálgicos, aún perduran algunos cafés típicos en la Boca que se pueden visitar: el “Augusto” de Almirante Brown 861, el “Roma”  de Brown y Olavarría, “La Buena Medida” de Caboto y Suárez, el “Café de la Ribera” en Pedro de Mendoza 1879 y por supuesto, el eterno “La Perla” en la misma cuadra que el anterior.
 Por último, el Café “Royal” en un de los vértices de Suárez y Necochea, era el lugar preferido de los hermanos Newbery, que a pesar de su aristocracia, frecuentaban lo “orillero”. Fue en una de sus mesas donde Francisco Canaro firmó su primer contrato.
______
Imagen: Suárez y Necochea, obra pictórica de Pedro Ricci.
El texto y la ilustración fueron tomados del blog http://cafebuenosaires.blogspot.com

24 feb 2012

Esquina "de los novios"


(De Ricardo Llanes)

De muy antiguo se la conocía por la esquina “de la Piedad” debido a la iglesia erigida en parroquia el 4 de diciembre de 1769; pero ya en la última década del siglo XIX adoptaría la denominación que le pondría la propaganda en el reclamo de lo popular  y fue la esquina “de los novios”. El nombre respondía a La Casa Ideal de los Novios, establecida en 1881 sobre la ochava nordeste de Paraná y Bartolomé Mitre, entonces llamada calle Piedad. Esta casa, desaparecida después de 75 años de ventas al detalle, pues cerró sus puertas en 1956, le trajo a la esquina el color de una característica singular por el movimiento de las operaciones y la concurrencia de sus compradores que se renovaban durante las horas del día, sin perjuicio sin que muchas de ellas dieran trabajo a la vara de medir aún más allá de la hora de la cena. Y en realidad de verdad, fue esta tienda del 1900 que más tuvo que ver con las novias y muchachas casaderas de todos los barrios suburbanos, quienes al ir de compras solían decir: “vamos a los novios” o a la esquina “de los novios”, recurriendo a la referencia entonces de uso común. Así se la mencionaba en el comentario del doloroso suceso del 10 de febrero de 1906, en que próxima a esta esquina perdería la vida la señora Teófila Luna de Mohr atopellada por un automóvil de la Empresa Nacional. Esta señora, que era esposa del escritor don Luis A. Mohr, resultó la primera mujer víctima del automóvil en Buenos Aires. (1)
Cuando a La Casa Ideal de los Novios se la dejó inaugurada, por supuesto que aún no contaba con la vecindad del conjunto de viviendas que conforman el pasaje llamado De la Piedad, cuya construcción dispusiera en 1888 doña Adela Saraza de Atucha, después señora de Favier; tampoco en el teatro “La Zarzuela” (actual “Argentino"), mandado a edificar por don Francisco Pastor, que habría de estrenarlo el 25 de mayo de 1892 con la representación de La Favorita a cargo del famoso tenor Oxilia y de la Nunzio, muy celebrada soprano. En cambio tenía a su frente, sobre el ángulo sudeste, a La Central, una empresa de servicios fúnebres que ocupaba un edificio del tiempo de
la colonia, con techumbre de tejas y galpón a dos aguas. Y ello dice que esta esquina, por los días de 1900, no obstante el paso de sus tranvías de a caballo no era de muy acentuada animación. El movimiento posterior y la no ya escasa actividad de su tránsito se lo debió a esta tienda, que si bien no tenía el lujo y las vidrieras de las de la calle Florida, ofrecía en cambio, a precios sin competencia, el tarlatán y los percales, las telas de tisú y tafetán, los tripes y los brabantes. Famosa por su venta de ropa blanca, y en especial por sus ajuares, promovió en esta esquina el encuentro de negociantes minoristas con locales en la provincia de Buenos Aires, como así el de algunos empresarios teatrales, como don Jerónimo Podestá en sus días del teatro “Rivadavia” (hoy “Liceo”), que acudían en procura de distintos géneros necesarios para el montaje de los cuadros escénicos como para buena parte del vestuario, que por aquellos días las mismas actrices, aguja y dedal y manos hábiles, entre las pausas de los ensayos sabían preparar en sus camarines. Pero en lo tocante a gente de la farándula, la esquina “de los novios” fue el punto de cita de las huestes de Parravicini; y estuvo a punto de convertirse en pedana con motivo del duelo a cuchillo, en serio, que con la dirección del popular Florencio hubieron de sostener los actores Eliseo Gutiérrez y Enrique Muiño, según este último lo manifestara al periodista Horacio Estol. Pero ya, veinte años antes de la esgrima criolla que frustara la inteligente reacción de Muiño, madrugarían los feligreses para reunirse en ella a escuchar los primeros tañidos de las dos campanas del templo, cuya fundición se efectuara en el taller del señor Guglielmi, de calle Cangallo 1071, terreno que hoy corresponde al paso de la avenida 9 de Julio. Por lo demás, y conforme con una versión tradicional, la esquina “de los novios” figuraba relacionada a la revolución de 1890 por el solo hecho de haberse llevado de esa tienda algunas frazadas para los tres cantones de Talcahuano y Piedad, como así las hilas y tiras con que se vendaron las heridas del oficial José Siches, uno de los defensores drel cantón general Campos atrincherado sobre la esquina noroeste de Rivadavia y Rodríguez Peña, en cuya planta baja se encontraba la entonces llamada Antigua Confitería Del Molino.

_______
(1) Cabe aclarar que en realidad la primera víctima fue el niño Manuel Fuentes, de 6 años de edad, arrollado y muerto por un automóvil el 10 de abril de 1903, en la esquina de Florida y Paraguay. Pero aquí hablamos de la primera mujer.

Imagen: Propaganda de la tienda La Casa Ideal de los Novios (Año 1915).
Texto tomado del libro Recuerdos de la ciudad porteña de R. Ll. (Ediciones Corregidor, Bs. As. 2000).

23 feb 2012

La escultura de la Madre Teresa de Calcuta


(De Miguel Ruffo)

En más de una oportunidad nos hemos referido al Parque Lezama y afirmamos que puede ser pensado como el “parque fundacional” de la Ciudad de Buenos Aires, si tenemos en cuenta el simbolismo que se desprende de sus monumentos y esculturas. Volvemos una vez más a este sitio, pero en esta oportunidad para formular una crítica. En 2003 se emplazó en el parque la escultura a la Madre Teresa de Calcuta. Fue esta notable religiosa una activa misionera en la India. Pero su actividad no se relaciona con la fundación de Buenos Aires ni con las ciudades que desde la antigüedad “preanunciaban” sus fastos.
Consideramos que con esta escultura se quiebra el sistema de signos que caracterizan al Parque Lezama. Es cierto que podría decirse que la conquista y colonización española tuvieron una dimensión misional (por lo menos en la perspectiva de la historiografía revisionista) pero consideramos que establecer una relación orgánica entre ambos fenómenos sería muy sutil por no decir rebuscado.
Sin embargo no todos piensan así: “El caminante cruza el Parque Lezama, de inspiración, pongamos italiana. Tanto, que allí estaban Rómulo, Remo y la Loba. Como los niños han sido robados, queda la loba con un cable enredado bajo las ubres a reventar. Es una escultura, al menos desconcertante, la loba es en realidad una hiena con las orejas recortadas a la moda pitbull, muy bajo el cuarto trasero, un animal horrendo. Algo más allá, diez metros hacia una zona del parque que balconea sobre juegos de madera para niños, lindos, una estatua de Teresa de Calcuta, de bravo realismo, la propone en tamaño natural y color yeso viejo. La monja diminuta parece buscar a los desgraciados de la Tierra para seleccionarlos como a frutos moribundos y llevarlos a un refugio final. No están allí, sin embargo. Aunque se empecine, la ciudad todavía no los ofrece: quedan los restos del naufragio.” (1)
Entiéndase bien: no estamos cuestionando que en la ciudad exista una escultura a la Madre Teresa, sino el lugar de su emplazamiento. Buenos Aires tiene monumentos dedicados a personalidades extranjeras y no vemos el motivo por el cual no pueda tener el que nos ocupa. Por otro lado la Madre Teresa tiene muy bien ganados lauros para tener una escultura pública (independientemente de sus valores plásticos). “La gente de la Madre Teresa son los pobres de entre los pobres, ya estén en la India, donde comenzó su obra, o en los países ricos del mundo en los que dicha obra se ha difundido. 
Su obra, en la que trabaja un número cada vez mayor de Misioneros de la Caridad, consiste en prestar ayuda y amor donde hay necesidad de ello. Los hermanos y hermanas de la Orden trabajan actualmente en los ghettos de Nueva York, en los barrios bajos de Londres, en Australia, en Latinoamérica y a la sombra del Vaticano, por personal petición del Papa (Juan Pablo II). La Madre Teresa sostiene que el sufrimiento de los pobres en los países ricos tiene un carácter más punzante de soledad y de rechazo. En la India, los fuertes lazos de la familia, la religión y la tradición contribuyen a aminorar los rigores de la pobreza, aunque esta sigue siendo un producto de la historia, la geografía y la explosión demográfica. […] Sin la Madre Teresa no habría habido Misioneros de la Caridad, del mismo modo que sin Calcuta no habría habido Madre Teresa. […] Calcuta, en otro tiempo conocida como Ciudad de los Palacios, a causa de sus pretenciosos edificios públicos y sus lujosas residencias privadas enclavadas en el medio de hermosos jardines, ha sido siempre una ciudad problemática. […]
Los antiguos relatos de viajes, aunque elogian el espíritu y la belleza de Calcuta, raramente dejan de mencionar la sucia y miserable ciudad de casuchas y chabolas que crecieron como hongos en torno a la Ciudad de los Palacios.” (2)
La Madre Teresa hizo de la caridad, como virtud cristiana, el eje de su trabajo entre los más pobres de los pobres: leprosos, moribundos, desahuciados, desocupados. Pero así como en Calcuta estaban los palacios y las chabolas (las casuchas miserables); Buenos Aires tiene una larga tradición de contrastes entre las viviendas de la oligarquía y las de las clases trabajadoras. En la época de la economía agroexportadora, cuando la burguesía terrateniente construía sus mansiones y palacetes en la avenida Alvear y en sus estancias, muchos inmigrantes proletarizados se hacinaban en conventillos (muchos de ellos antiguas casonas de la elite). Con la crisis del 30 surgió en Buenos Aires la primera “villa miseria” y con el transcurso de las décadas y merced a las políticas neoliberales, se afianzó la miseria de vastas clases trabajadoras y por consiguiente las villas miserias crecieron y los barrios marginales. Con otra perspectiva ideológica y para otros tiempos, Federico Engels señalaba: “Toda gran ciudad tiene uno o más 'barrios feos' en los cuales se amontona la clase trabajadora. A menudo, a decir verdad, la miseria habita en callejuelas escondidas, junto a los palacios de los ricos; pero, en general, tiene su barrio aparte, donde desterrada de los ojos de la gente feliz, tiene que arreglárselas como pueda”.(3)
Marx, Engels y Lenin, cifraban sus esperanzas en una revolución proletaria para poner fin a la miseria. La Madre Teresa centró su atención en la caridad. Y es éste el principio que nos recuerda su escultura.
______
Notas:
(1) “Paisajes Mentales: El Toque Mactas” en http://weblogs. www.clarín.com 5/1/2012.
(2) DOIG, Desmond; Madre Teresa de Calcuta. Su gente y su obra, Sal Térrae, Santander, 1976, pp. 11-27.
(3) ENGELS, Federico; La situación de la clase obrera en Inglaterra, Ediciones Diáspora, Bs. As., 1974, pp. 46-47.

Imagen: La Madre Teresa, escultura erigidas en el Parque Lezama.
La imagen y el texto fueron tomados del periódico Desde Boedo (Febrero 2012).

22 feb 2012

EL Parque Retiro o nuevo Parque Japonés



(De Otto Carlos Miller)
 
En 1961 se inicia la demolición del Parque Retiro, que tuvo la doble denominación de Parque Japonés y posteriormente Parque Retiro. El cambio de nombre, en 1945, dio motivo a un sinnúmero de equivocaciones, citas erróneas, referencias que no lo eran y hasta testimonios que no correspondían. Aquí trataremos de historiar y aclarar las diferencias entre dos parques de diversiones que nada tuvieron que ver, salvo en el nombre.

HISTORIA DEL PARQUE RETIRO
Existió un primer y auténtico Parque Japonés (1) del que hoy pueden brindarse escasísimos testimonios de quienes lo hayan conocido.
Este Parque Japonés dejó de existir en 1930, de modo que solamente podrían dar testimonios personas mayores de ochenta años que lo hayan visitado y recuerden bien.
El Parque Japonés fue la obra del arquitecto suizo Alfredo Zücker (1852-1913) quien, mientras residió en Estados Unidos de América dejó importantes obras, entre ellas la catedral de San Patricio, el Guilliard Building, el Majestic Hotel, el Harlem Casino y el Opera House de Meridian.
Alfredo Zücker arriba a Buenos Aires en 1904, y entre los múltiples proyectos, mencionaremos el que realizó para la empresa Villalonga situado en la esquina de Balcarce y Moreno, en 1910 el primer rascacielos de la ciudad, el Plaza Hotel de 60 metros de altura, el Avenida Palace Hotel (demolido), el Gran Hotel Casino en Vértiz y Pampa, la Casa Galmarini en Alsina 1867 y el Parque Japonés en cuestión, que terminó su historia en 1930, luego de un incendio.
Resumiendo, el Parque Japonés ambientado al estilo oriental y considerado una obra excepcional a nivel mundial, nació el 3 de febrero de 1911 y cerró el 26 de diciembre de 1930. Estaba situado a la altura de Paseo de Julio (hoy avenida Del Libertador-Leandro Alem-Paseo Colón) y Callao. Ocupando parte de ese predio, en 1960, se instaló el “Ital Park” que nada tiene que ver con el Parque Japonés (1911-1930), ni con el “otro” Parque Japonés luego llamado Parque Retiro (1939-1961), demolido definitivamente en 1962, y ubicado a unas diez cuadras del anterior Parque Japonés.

NACE EL NUEVO PARQUE JAPONÉS
Pasan nueve años sin que el centro de la ciudad tenga un lugar con juegos típicos de un parque de diversiones como el Japonés.
Dos empresarios vinculados a este tipo de negocios y con el antecedente de haber promovido el “Parque Shangai” en Brasil se interesan por la creación de un parque de diversiones en Buenos Aires. Se trata de Gustavo Meyers y Gaspar Zaragueta quienes gestionan traslados de maquinarias desde Nueva York y San Francisco.
En el área  comprendida entre las calles San Martín, Marcelo T. de Alvear  y Eduardo Madero, espacio que hoy ocupa el Sheraton Hotel y el complejo Catalinas Norte, en el año 1939 se inaugura el Parque Japonés, año donde el mundo se convulsiona nuevamente y la irracionalidad brotada del mezquino poder económico se convoca para el horror. Europa arrastra al mundo hacia una auténtica guerra mundial. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue un conflicto económico entre Estados europeos. La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) involucró a los cinco continentes. Gobernaba nuestro país Roberto M. Ortiz y en la Ciudad de Buenos Aires era intendente Goyeneche.
Cuando todavía quedaba el impacto de los suicidios de  Horacio Quiroga (1937), Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni, (1938), en ese 1939 se suicida Lisandro de la Torre.
Florencio Escardó publica sus primeros ensayos acerca del porteño: “El porteño es un ser tan preocupado por buscar la alegría , que ha hecho de esa búsqueda un problema que lo pone triste. Por esta razón, en los sitios de diversión el porteño tiene un aire científico y preocupado. Esa esperanza, a la vez aguda e indefinida, de la diversión, es lo que hace de todo porteño un jugador potencial. Es decir un profesor de esperanza y de inconsciencia”, y finaliza: “De ahí que Buenos Aires sea la ciudad del mundo donde hay más rifas, casamientos y audiencias presidenciales”.
Algunos de estos rasgos del porteño ya los había anticipado Raúl Scalabrini Ortiz, en 1928,
y luego finamente delineados en su obra “El hombre que está solo y espera” publicada en 1931. Quizá por esa extraña búsqueda señalada por Florencio Escardó y luego retratada por Raúl Scalabrini Ortiz en la obra citada, la diversión se hace presente  en un nuevo parque de diversiones en ese terrible 1939.
Europa ya estaba encendida por la irracionalidad. Alemania invade Polonia. Muy pronto hace lo mismo con la Unión Soviética de Stalin. Muere el Papa Pío XI y es sucedido por el cardenal Pacelli con el nombre de Pío XII.
En ese entorno histórico de 1939 y hasta 1961 nació, vivió y murió el Parque Japonés-Retiro –algo más de dos decadas–, que nada tenía de japonés, pero que poseía una magia exclusiva.
Retiro era una zona muy oscura desde todo punto de vista, por su paisaje tanto natural como humano. Las noches en esa zona silenciosa tenían cierto misterio. La Torre de los Ingleses, con su imponente presencia oficiaba de auténtico centinela victoriano. Siempre iluminado, dictaba fatalmente la hora.
Muy cerca se encuentra el Kavanagh, inaugurado en 1936, y  que fue en su momento el edificio más alto de la ciudad, superando al Barolo de noventa metros.
La oscura y melancólica imagen del puerto, las estaciones de los ferrocarriles Mitre, Belgrano y San Martín, la plaza San Martín y la Torre de los Ingleses y el Kavanagh, enmarcaban el predio donde se levantaba el nuevo Parque Japonés que tenía  en un letrero haciendo un semicírculo superior, la leyenda  “Parque Japonés”, que seis años después de su nacimiento será  rebautizado como Parque Retiro, cuando en 1944 la Argentina rompe relaciones con el Eje y un año después le declara la guerra a Japón.
Una mirada al Parque, abierto a primera hora de la tarde, impactaba por las dimensiones exageradas en todo, tanto visuales como auditivas. Penetrar en él era ingresar a un recinto, cubierto a modo de hangar, con un ruido clásico e inconfundible: el rodar de máquinas, el chasquido metálico de los tiros de rifle de aire comprimido, sirenas, los impactos de los autos chocadores, el anuncio verbal y repetido  de “Ya comienza el espectáculo...” 
Era difícil decidir por dónde comenzar porque de todas partes llegaban estímulos simultáneos.
“El Infierno del Dante”, “El Palacio de la Risa”, los “Autos chocadores”, “Lanchas con trole”, puestos para ejercitar puntería con rifles de aire comprimido, en pocos minutos ser capaz tapar manualmente un círculo fijo con varios discos manuales, pescar pelotitas de ping pong con una red de mango largo donde un participante siempre ganaba.
Todo era alegría y promesa. Luego se salía a la intemperie.
La majestuosa “Montaña Rusa”, “La Mina Encantada”, “El Tren Fantasma”,
“El Canal Misterioso”, “La Vuelta al Mundo”, “El Látigo”, “El Gusano”, “El Martillo” donde subían los más audaces y que al quedar cabeza abajo, de sus bolsillos caían las monedas que disimuladamente escondía el operario.
Uno de los que quizá tenía más magia era “La Mina Encantada” que consistía en el recorrido por el interior de una excavación subterránea similar a una mina. Se partía desde una entrada subiendo a una zorrilla montada en un riel para caer, casi verticalmente, hacia una zona totalmente oscura. El interior cavernoso estaba perfectamente ambientado. Luego comenzaba un ascenso hasta llegar al nivel de la partida,  siempre en estado de penumbra, a veces de oscuridad total, se seguía subiendo hasta alcanzar un nivel alto, de varios metros.
En un tramo del recorrido, la caverna tenía un corte tipo ventana con vista hacia afuera. Desde allí se podía ver varios metros abajo a la avenida Leandro Alem. Inversamente, los transeúntes de Leandro Alem podía ver el fugaz paso de un vagón en la altura. Finalmente se comenzaba el descenso en forma violenta llegando al punto de partida inicial.
Continuando el paseo exterior del parque, a modo de isletas, había numerosos puestos, tipo kiosco, donde primitivas máquinas, monedas mediante, entregaban respuestas impresas acerca del tema elegido y, según la fecha de nacimiento, variaban las alternativas del dinero o el amor. También los visores donde aparecían fotografías “audaces” de mujeres en malla.
Sin cargo estaba el salón de los espejos deformantes y pagando entrada podía verse al ayunador fakir con agujas clavadas en todo el cuerpo.
Otra gran atracción, que sin duda implicaba grandes riesgos para los protagonistas, era
“El Globo de la Muerte”. Se trataba de una esfera de varios metros de diámetro, hecha con tiras de acero y tramada como rígida red para dejar perfectamente visible lo que acontecía en su interior. Por una puerta curvada como el globo, penetraba primeramente un ciclista. Con denodado esfuerzo hacía unas vueltas circulares y como un insecto, quedaba cabeza abajo  sin caer verticalmente impelido por la inercia y la fuerza centrífuga. Luego del ciclista venía un motociclista, quizá con menos esfuerzo físico y más riesgo mecánico, daba unas ruidosas vueltas que el abundante humo magnificaba. Lo más espectacular llegaba con la presencia de una segunda motocicleta, también dentro del globo. Mediante silbatos, de los mismos motociclistas, se coordinaba el cruce para evitar un choque fatal. Esta era una exhibición de auténtico coraje y elevados riesgos.
Siempre dentro del predio descubierto eran muchas otras las ofertas de juegos de emociones o para poner a prueba la fuerza o destreza, como el golpe de puño para lograr el sonar de una campana o el empuje de un pequeño vagón sobre un riel en elevación, para medir la potencia muscular.
También estaban los escenarios que oficiaban de estudio fotográfico donde podía tomarse una fotografía pilotando un avión, luchando contra un tigre o boxeando.
Así  transcurría una tarde semanal, con público multiplicado varias veces los sábados, domingos y feriados. Sí,  una tarde... No la noche...
Si la metáfora del hombre y la bestia o el santo y el demonio sirven para mostrar los extremos y la dualidad latente que encierra un  ser humano, el Parque Retiro tomado como el  cuerpo de un hombre y siendo el alma el movimiento que le confieren sus habitantes fijos y  transeúntes, podemos asegurar que estábamos frente a “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” de. Stevenson.
Sobre las dos de la tarde de cualquier sábado, domingo o feriado, las caras de ingenuidad y asombro de los niños, acompañados por mayores, entraban al Parque Retiro para vivir emociones tan inocentes como profundas. Gritos de alegría, ilusión, y a veces de auténtico temor daban vida fresca al Parque Retiro.
Caía el sol y como pájaros que vuelven a sus nidos, niños y adultos acompañantes emprendían el regreso. Las luces multicolores del exterior despertaban al “otro” Parque Retiro.
Del mismo modo que al dar vuelta una floja y húmeda baldoso se pone a la vista una heterogénea y variada fauna hasta ese momento invisible,  así aparecían junto a las primeras luces artificiales los ejemplares más heterogéneos de la ciudad pero con el común denominador de la marginalidad.  Desocupados, provincianos desorientados que solían ser víctimas de crueles bromas y a veces de “cuentos del tío”, marineros argentinos o de cualquier país del mundo, contrabandistas de cigarrillos y bebidas, soldados conscriptos en busca de emociones, estafadores que ofrecían anillos de “oro” a cualquier precio porque “tenían que viajar de apuro al interior porque su madre estaba enferma”,  y solitarios de todo tipo. 
Un nuevo espíritu oscuro y amorfo reemplazaba al hasta entonces arcádico paisaje. En los alrededores del Parque Retiro y en su gigantesco predio al descubierto, la débil humareda se elevaba dejando un suave tufo a chorizo cocinado al aire libre junto a los vahos alcohólicos de los puestos de vino ubicados en los alrededores. Otras caras. Otros códigos.
Otro espíritu ya había concretado la transformación. Abrían los salones  de baile y teatro de revistas.
En la entrada misma del Parque, un diariero voceaba la “Crítica sexta, fóbal y carreras” y abriendo disimuladamente su campera, mostraba, ante la cercanía de algún joven o soldado, una borrosa foto pornográfica en blanco y negro de seguramente una alta cotización.
Ahora en el interior el ruido aumentaba, y los puestos, además de ofrecer probar la destreza que podía llegar a premiarse con un objeto de menor valor que el pago por la  participación, en esos mismos puestos, robustas y sofisticadas mujeres exhibían sus abundantes senos y bocas exageradamente pintadas.
Desde la barra de un cercano bar un hombre de zapatos blancos, fino y recortado bigote, anillos llamativos y boquilla que bien  podría ser de oro, vigilaba atentamente a las señoritas cuarentonas o cincuentonas que atendían los puestos desde donde podían negociar un encuentro a la salida o en un breve intervalo.
Una tarima exhibía, en una torpe posición de Buda, a un  el fakir que hacía videncias mirando a la persona o analizando su firma, o un hombre con micrófono en mano invitaba a un salón a ver el maravilloso espectáculo.Para atraer al público masculino solía estar acompañado de una provinciana  joven que  no podía disimular la expresión triste y de un largo cansancio. Vaya uno a saber con que falsas promesas –quizá ser actriz o modelo– habría sido traída desde el interior. Vestida con ropas mínimas era objeto de agresivas bromas eróticas.
Otras veces un ventrílocuo con su muñeco sentado hacía decir palabras zafadas tales como culo o teta que arrancaba sonoras carcajadas a los hipnotizados espectadores.
Una de las variantes del espectáculo consistía en que el ventrílocuo interrogaba al muñeco acerca de su viaje a Francia. Se establecía un diálogo entre ambos: Ventrílocuo: Decime, ¿como se dice mesa en francés? Muñeco: Meseté.Ventrílocuo: ¿Y silla? Muñeco: Silleté.
Ventrílocuo: ¿Y ojo? Muñeco: Ojeté.Y la carcajada estallaba entre el público ante la “audacia” de la palabra.
Robustos jóvenes conscriptos con la inscripción P.M. (Policía Militar) en su  ropa de soldado, con casco blanco y amenazadores bastones, recorrían el Parque Retiro para
intervenir en caso de disturbio o ebriedad de algún soldado.
Espectáculos de torpe crueldad, en vivo, con parejas de enanos vestidos con ropa gauchesca. Imitadores de cantores de tango haciendo fonomímica actuaban de atractivo para hacer ingresar a la sala donde siempre estaba por comenzar el espectáculo.
Más de un cantor de tangos, posteriormente afamado hizo su debut en el Parque Retiro.
Fuera del Parque, pero dentro del mismo predio estaban los salones de espectáculos picarescos y  baile: “Babilonia” y  el “Salón Chamamé” y el cine supuestamente pornográfico.
En el cine se exhibían películas rigurosamente prohibidas para menores: “Como venimos al mundo”, “Como se nace y como se muere”. Se trataba de películas ingenuamente educativas donde se explicaba narrativamente  la naturaleza del amor y la familia.
Comenzaba con el inicio del vínculo de una pareja adulta, dándose la mano al presentarse. Posteriormente se los veía paseando por una ciudad hasta que –siempre de acuerdo con la explicación del narrador – decidían “comprometerse”. Entonces el hombre obsequiaba a la mujer, colocándole un anillo, mientras él repetía la operación en su dedo. A los pocos minutos la pareja de comprometidos salía  de un Registro Civil e inmediatamente de una Iglesia. A esta altura, el film llevaba unos quince minutos y la impaciencia del público se manifestaba en comentarios y bostezos. Pero la expectativa lograba una pausa ante la promesa del film. Apenas salían de la Iglesia se dirigían a un hotel. Entraban con cara de felices mientras el relator seguía: “y ahora ya están casados y podrán disfrutar del placer que da el amor…”La pareja entraba a un cuarto y de inmediato se enfocaba la puerta que mostraba un cartel con la inscripción: “No molestar, recién casados”. Algunas personas del público, por supuesto únicamente masculino, comenzaba a proferir exclamaciones ansiosas de erotismo desenfrenado. De golpe la puerta de la habitación se abría apareciendo la misma mujer, recién casada pero sonriente y exhibiendo un avanzado embarazo de varios meses, del  brazo de su marido irradiante de felicidad. Segundos después, la mujer embarazada aparecía alternativamente fregando un piso o levantando un bulto pesado.
La misma voz en off que relataba la película desde su comienzo, con un vals oficiante de música de fondo, hablaba  a la mujer embarazada con autoritario reproche advirtiendo sobre el peligro que implica hacer tareas pesadas. La embarazada dejaba las tareas y mirando a cámara escuchaba la voz: “cuando esté por ser madre no lave pisos ni haga tareas pesadas...” Luego repetía  los mismos consejos pero respecto de las comidas. La imagen mostraba  unos grotescos platos con lechón condimentado a la vista de la embarazada.
“No coma comidas pesadas...la futura madre debe comer bien y siempre comidas sanas...”
Minutos después llegaba la escena más audaz, que consistía en unos confusos planos visuales de una mujer gimiendo de dolor al parir y la clásica imagen de un recién nacido llorando sostenido por las manos de una partera. Y allí terminaba la película “pornográfica”. Hay quienes aseguran que ciertos días, previa circulación del rumor entre los iniciados del Parque Retiro, se exhibían “cortos” con desnudos femeninos totales y hasta una escena erótica en pareja de pocos minutos de duración.
El Parque Retiro cerraba alrededor de las cuatro de la mañana del sábado y del domingo.
La salida del último público coincidía con la de quienes trabajaban en el mismo lugar.
Se producía una confluencia mágica, con seres más cerca de lo mitológico que de lo real.
Enanos, gigantes, forzudos, magos, adivinos, prostitutas, cafishios, borrachos monologando y punguistas salían por la gran puerta vigilada por la rígida Torre de los Ingleses siempre intemporal pero acusando el paso inexorable del tiempo.
También, el tropel incluía desahuciados que habían ido en busca de alguna mujer u hombre con finalidades sexuales. Estaban los eternos y falsos conscriptos que lo único que tenían de soldado era la ropa ya gastada por el permanente uso, y cuyo origen podría haber sido el robo o bien tratarse de un antiguo desertor.  Ese uniforme oficiaba de pasaporte hacia la piedad del desprevenido a quien a modo de fórmula se mangueaba “para el sánguche”.
Amanecía y se esfumaba la magia de lo nocturno, lo subterráneo y lo prohibido.
Algunos hombres y mujeres partían hacia el sueño físico porque el otro ya había finalizado. Quizá  ese nuevo  estado aplazaría su soledad por otras horas, hasta llegar la noche y salir a vivir la muerte lenta de los marginales. La noche quedaba atrás y se producía el relevo humano, como respondiendo a un finalismo ecológico, existencial o hasta quizá metafísico.
Aparecía la otra cara de la vida en el Retiro diurno.
_______
Notas:
(1) Sobre el Parque Japonés puede leerse la nota “El Parque Japonés, Historia y Literatura” en el número 22 de la revista “Historias de la Ciudad. Una revista de Buenos Aires”, correspondiente al mes de agosto de 2003.
Bibliografía:
-Horacio J. Spinetto. “Retiro, testimonio de la diversidad”. Cuaderno Nº3 del Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires.
-Historia Viva. La Razón. 1966.
-Diario “La Nación”. Años 1911 y 1930
-Diario “La Prensa”.
-Diario “Crítica”.
-Fernández Moreno, Poesía y Prosa. Centro Editor de América Latina. 1968.
-Consultado en las Hemerotecas de la Biblioteca del Congreso,  de la Biblioteca Nacional y del Instituto de Estudios Históricos de  la Ciudad de Buenos Aires.

Imagen: El Parque Japonés -luego Parque Retiro- frente a la ex plaza Britania, ahora plaza Fuerza Aérea Argentina.