18 oct 2013

El monumento a las víctimas de la fiebre amarilla


(De Miguel Ruffo)

Uno de los más graves problemas a los que tuvo que hacer frente Buenos Aires desde el momento de su fundación hasta bien entrado el siglo XIX, fue el de las epidemias de diverso tipo: viruela, sarampión, cólera; a todas ellas se las denominaba “contagio”, para hacer referencia a la difusión que adquirían estas enfermedades con su secuela de muertes. La ciudad se encontraba prácticamente indefensa – no se conocían las causas de estas enfermedades- y toda la ayuda que podía recibir era la de las fuerzas divinas y sobrenaturales, a las que se rogaba y pedía por el fin de la enfermedad por medio de misas y procesiones.
En 1871 Buenos Aires sufrió una terrible epidemia de fiebre amarilla. Su saldo fue de casi 14.000 muertos (el doble – como señala James Scobie- del total normal de fallecimientos anuales de la ciudad) (1). Por entonces no se conocía la causa de la enfermedad. La mayor parte de las víctimas se registraron en los meses del verano de 1871. Si uno presta atención a las fuentes periodísticas de la época se encontrará que las opiniones que se tenían en cuanto a la causa de la epidemia, se relacionaba directamente con la higiene urbana. Los conventillos como ámbitos de hacinamiento, los residuos de los saladeros que se arrojaban al Riachuelo, el sistema insalubre de eliminación de los desechos humanos, las aguas pútridas, eran señaladas como las causas de esa enfermedad que día a día se cobraba nuevas víctimas, sin que se pudiese doblegar su difusión. “A principios de marzo, más de 100 personas morían diariamente de fiebre amarilla y en abril las autoridades municipales tuvieron que habilitar un cementerio de emergencia en la sección noroeste de la ciudad, en la Chacarita. El pánico se apoderó de la población. Todos los que podían abandonaban la ciudad y el transporte ferroviario gratuito apresuró el éxodo. (…) Luego, con el retorno del tiempo más frío, en mayo, la epidemia decayó: se producían menos de 100 muertes diarias que, a mediados de mes, declinaron a 20. Gradualmente tanto los habitantes como la salud volvieron a la ciudad.” (2). Si bien se desconocía que el agente transmisor era un mosquito, la crítica a las condiciones de salubridad pública que presentaba la ciudad, no estaban del todo desacertadas, ya que las aguas pútridas y los desechos urbanos, contribuían a crear una condición propicia para la proliferación de estos mosquitos.
El pintor uruguayo Juan Manuel Blanes con su óleo “Episodio de la Fiebre Amarilla en Buenos Aires”, contribuyó a inmortalizar en el arte esta lamentable epidemia. Buenos Aires, es su espacio público, cuenta con un monumento que recuerda a las víctimas de esa enfermedad. “El monumento está en la gran plaza Ameghino, en Parque Patricios, a metros de la avenida Caseros y frente a la vieja cárcel. Y no es una casualidad. Porque en ese parque, hoy con mucho verde, quedó sepultada parte de una historia trágica: la brutal epidemia de fiebre amarilla que mató a más de 14.000 habitantes de ese Buenos Aires. (…) En esa obra hecha en mármol (se le adjudica al escultor Juan Ferrari) se sintetiza algo de lo que significó aquella tragedia. Por ejemplo, en uno de sus laterales, tallada sobre el mármol, hay una representación de la imagen que Juan Manuel Blanes pintó en un óleo y tituló “Episodio de la Fiebre Amarilla”. En aquella escena dramática se ve a unos médicos entrando a una habitación donde hay una mujer muerta y su bebe llorando junto al cadáver. También hay listados con los nombres de sacerdotes, farmacéuticos, asistentes de la Comisión de Higiene y médicos que murieron contagiados mientras auxiliaban a las víctimas. Entre ellos está Francisco Javier Muñiz, el médico cuyo nombre lleva el Hospital de Infectología que hoy funciona sobre la calle Uspallata, frente al parque. Una frase grabada sobre el monumento rinde homenaje a aquellos héroes: ‘El sacrificio del hombre por la Humanidad es un deber y una virtud que los pueblos cultos estiman y agradecen.’” (3)
Si sacrificarse en bien de la sociedad es una virtud, si es la suprema forma del servicio de un individuo a la sociedad de la que forma parte, entonces aquellos que murieron prestando auxilios medicinales a los aquejados por la fiebre amarilla merecen el permanente recuerdo de los ciudadanos.
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Notas:
(1)   SCOBIE, James; “Buenos Aires del Centro a los Barrios 1870-1910”, Solar/Hachette, Bs As, 1977, p 159.
(2)   SCOBIE, James; Ob. Cit., pp 158-159.
(3)  PARISE, Eduardo; “Una epidemia, un monumento” en “Clarín”, 12 de noviembre de 2012, p 39.

Foto: El monumento al que hace referencia la nota, erigido en la Plaza Ameghino en el barrio de Parque Patricios.
Nota e ilustración tomadas del periódico Desde Boedo, octubre de 2013.

10 oct 2013

Acerca de la palabra tranca


(De Luis Alposta)

Para designar al que anda con unas copas de más se suele decir, aunque cada vez con menos frecuencia, que tiene una flor de tranca o una tranca bárbara. ¿Y de donde viene eso de tranca?
Consultando el Diccionario de la Real Academia Española, leemos que tranca es un palo grueso que se pone para mayor seguridad, a manera de puntal o atravesado detrás de una puerta o una ventana cerrada, y que en segunda acepción significa borrachera, embriaguez, lo que en sentido figurado equivale a pasar sobre todos los obstáculos. Pero, y aquí lo curioso, el diccionario también nos dice que tranca es una palabra de origen celta. Y si ahora recordamos que el pueblo celta en sus primeras migraciones se extendió por Europa central y avanzó hasta las Galias (actual Francia), las Islas Británicas y España, no debe extrañarnos, o sí, si encontrándonos en Alemania, en lugar de la estereotipada palabra bar, leemos tranke o G-tranke, que en alemán significa lugar para beber; y donde nos podemos seguir sorprendiendo, ya con un diccionario bilingüe en la mano, al encontrar que trank es bebida y tranken dar a beber.
 Después, reflexionando sobre estos germanismos, es fácil advertir que los mismos están fonéticamente muy próximos a la conjugación del verbo beber en inglés: drink, drank, drunk (beber, bebió y bebido) y a la palabra francesa trinquer, que significa brindis.
Y con esto sólo he querido destacar, en parte, la prosapia de una palabra que con muy escasas variantes en su grafía y en su pronunciación, se viene añejando -como los buenos vinos- desde tiempo inmemorial en varios idiomas.
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Imagen: "Bebedores de ajenjo" de Edgard Degas.

Un siglo del riel en Villa Pueyrredón



(De Jorge Luchetti)

Los cien años de vida de la Estación Pueyrredón son el testimonio de la nobleza de un sistema de transporte que alguna vez fue orgullo nacional y que, además, unió al país donde alguna vez existieron sueños de grandeza.

 El tan mentado modelo agroexportador argentino siempre aparece como un referente dentro de los artículos que tratamos: al hablar del ferrocarril se hace insoslayable mencionarlo. Este modelo neoliberal siempre estuvo en el ojo de la crítica de aquellos revisionistas de la historia, quienes aducían que si bien el país se hacía fuerte económicamente a su vez la brecha social crecía en forma desmesurada.
También se han levantado cuestionamientos sobre los planes de desarrollo de la infraestructura ferroviaria, portuaria y de almacenamiento, bajo el argumento de que sólo se favorecía a hacendados y empresas exportadoras de capitales internacionales. A todo esto agreguemos que en el país no había industria, lo que obligaba a traer desde una casa completa hasta un insignificante clavo. De todas formas, y más allá de esa realidad, el país estaba en pleno crecimiento y se había convertido en el granero del mundo. Las principales ciudades, como Rosario, Córdoba y Buenos Aires, dejaron su pasado colonial para convertirse en cosmopolitas.
En 1910 todos los ojos del mundo miraban hacia la Argentina. Los festejos para los primeros cien años de libertad iban a ser la excusa para vestir de gala a la Capital de la joven República. Muchos edificios fastuosos se construyeron para la época, principalmente sobre la Avenida de Mayo, paseo que por otra parte fue símbolo del progreso porteño. Edificios como el de la Inmobiliaria y la Confitería Del Molino fueron inaugurados ese mismo año. Una parte del Palacio de Tribunales también abrió sus puertas en 1910 y fue finalizado una década después. Lo mismo sucedió con el Congreso de la Nación. El Teatro Colón (1908) ya estaba presto para recibir los festejos. El país se abría al mundo y grandes personalidades, como la Infanta Isabel (España), George Clemenceau (Francia), Guillermo Marconi (Italia), Albert Einstein y otros tantos pasaron por la Argentina del centenario.
La ciudad ya venía engalanándose con trabajos urbanísticos, de parques y jardines, como la apertura de la Plaza Congreso en 1909, los parques Tres de Febrero y Centenario, realizados por el admirado paisajista Carlos Thays. Al mismo tiempo nacía la afamada tienda Gath y Chaves. Un año después empezaban los trabajos para la construcción del primer tren subterráneo de Sudamérica. La red ferroviaria pasó de tener unos 9.000 kilómetros de vías en 1889 a 33.000 kilómetros para el centenario: finalmente llegaría a tener 53.000 kilómetros toda la red del país. Durante 1910 tuvo lugar uno de los hitos en el desarrollo de la telegrafía argentina, al inaugurarse el Cable Argentino a Europa. La pregunta de muchos era cómo hicieron para sacar de la nada esto que se parece a París.
Esta imagen argentina, de un país donde florecían por doquier mansiones y edificios públicos descomunales, con la infraestructura ferroviaria más grande del cono sur, el sistema de subterráneos más importante de Sudamérica y otros tantos emprendimientos de gran porte, se contraponía a los conventillos y a las casas de chapa del barrio de la Boca. Además estaban aquellos habitantes más postergados, denominados atorrantes, ya que vivían en los caños acopiados por obras sanitarias de la firma francesa A. Torrent. La Biblia y el calefón se empezaban a entremezclar. Es por esto que años después surgiera aquella expresión de André Malraux, quien definió a Buenos Aires como la capital de un imperio que nunca existió.

LAS VENAS DEL PAÍS
Sabemos que durante largos años el ferrocarril fue en la Argentina el encargado de abrir fronteras, reducir distancias, forjar pueblos y fomentar el progreso. Más allá de las críticas que se le han hecho al sistema ferroviario, creado principalmente como una de las herramientas para poner en marcha el modelo agroexportador, la infraestructura y el armado del ferrocarril fueron impecables. Cada componente fue diseñado hasta en los mínimos detalles. Sepamos que los ingleses ya habían previsto los desbordes de los arroyos porteños, de allí que parte del sistema esté elevado. Si bien esto parece obvio, quienes siguieron urbanizando la ciudad no tuvieron en cuenta esta situación.
La infraestructura ferroviaria iba desde los simples bulones que unían los rieles, los picaportes de las puertas y los bancos hasta las locomotoras, vagones y edificios propios de la estación; todo el sistema tienen un promedio de cien años de existencia. A pesar del poco mantenimiento y del uso y abuso excesivo que debió soportar, siempre mostró la nobleza constructiva de cada una de sus partes. Para tener una idea de lo efectivo que fue el ferrocarril, en las primeras décadas del siglo veinte el viaje Buenos-Aires Rosario se hacía en tres horas y 45 minutos, una marca que jamás fue superada. Por otra parte, dejando de lado los tiempos, tengamos también en cuenta que una formación de carga remplaza a veinte camiones de gran porte, con costos increíblemente bajos, además de reducir la contaminación y liberar las rutas de estos mastodontes.
Hoy, después del exterminio que se produjo con los Ferrocarriles Argentinos, extrañamos el buen servicio que alguna vez brindó este medio de transporte, además de la seguridad que ofrecía. Por eso es incomprensible que el sistema ferroviario haya sido reducido a su mínima expresión, creando pueblos fantasmas, aumentando el desempleo, y destruyendo un sistema que generaba vida en la gente. En estos últimos años las estaciones ferroviarias de aquellos ramales que dejaron de funcionar pasaron a ser utilizadas para distintos fines, menos para su función original. Los viajes a ciudades más próximas, como Mar del Plata, se han vuelto una odisea para los pasajeros. Seguimos a la espera de mejoras tangibles de todo el sistema ferroviario, ya que a pesar de los anuncios explosivos sobre su recuperación aún no se ha visto nada concreto.

PARADA KM. 14
Todo lo expuesto viene a cuento, ya que la Estación Pueyrredón festejó el pasado mes de julio sus primeros cien años de vida. Estos agasajos han tenido como objetivo fomentar la raigambre de los vecinos con el barrio a través del ferrocarril. La parada 14,650 del antiguo Ferrocarril Buenos Aires-Rosario (actual Ferrocarril Mitre), que en 1907 fue bautizada como Estación Brigadier Juan Martín de Pueyrredón, le dio origen al barrio homónimo. La primitiva estación había sido construida seis años antes a unos metros del actual edificio, con una arquitectura de menor porte.
Por años fue un barrio semirural, que vino a alojar a familias humildes, de inmigrantes europeos, que llegaban para trabajar en el gran proyecto ferroviario argentino que, sin duda, alguna vez funcionó en el país. El gran generador del crecimiento poblacional del barrio fue el ferrocarril, ya que era el medio de transporte más importante que llegaba a este rincón de la ciudad. La estación fue remodelada hace unos años tratando de mantener su apariencia original, ya que sin duda es una construcción de un gran valor arquitectónico. Fue catalogada como Patrimonio de la Nación, para lo cual recibió protección cautelar una superficie de 4.513 metros cuadrados que incluye al edificio principal de pasajeros, el refugio, la cabina de señales, el pasaje subterráneo y el depósito, además de aquellos mobiliarios que dieron identidad al ferrocarril.
El pintoresquismo, que fue el estilo predominante en gran parte de la arquitectura ferroviaria de nuestro país, aparece en la Estación Pueyrredón definido por sus techumbres a distintos niveles cubiertas de tejuelas, los reticulados en madera que visten sus frentes, las cresterías, las ventanas ojivales, las carpinterías con vidrio repartido y otros tantos detalles que hacen a este estilo. La revalorización de la obra incluyó la reconstrucción de baños a nuevo -se agregó uno para discapacitados- y también de la sala de espera. En estos trabajos de recuperación se ha valorizado cada una de sus partes en su forma original. Todos los agregados, como por ejemplo la señalética e iluminación, están acordes con la estética del edificio.
Uno de los puntos más importantes en la conservación de un edificio -siempre que sea posible- es mantener su uso original, lo que le permitirá cambios y renovaciones que no alteren o desvirtúen la arquitectura primaria: esto se ha logrado en la Estación Pueyrredón. Es importante que este tipo de trabajos sirvan como modelo para que se repitan en otros tantos edificios que tengan un significativo valor, ya sea por su arquitectura o su historia.
No nos quedan dudas de que el sistema ferroviario ha retrocedido a lo largo de estas últimas décadas. Esta idea de festejar el centenario de la estación de trenes de Villa Pueyrredón muestra el valor que tiene para los vecinos.
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Imagen: Tomado de la página elbarriopueyrredon.com.ar
Material tomado del periódico "El barrio”.

5 oct 2013

El Normal 7 "José María Torres" o el Normal 7 de Almagro

 


(De Miguel Eugenio Germino)

“Los libros piden escuelas, y las escuelas piden libros”, sostenía Domingo Faustino Sarmiento, aunque muchas veces los libros, las escuelas y la educación suponen riesgos.
Pensar suele ser peligroso ante el desafío de una sociedad y un mundo injusto e inequitativo, en el que deben enfrentarse los intereses del dinero y un clero hegemónico, globalizados en un “poder real”.
Un osado símbolo se muestra en mampostería y letras de molde, en los cascos de algunas estancias de Salta “la linda y devota”: “Reza, trabaja y calla". Con ese lema, y a punta de fusil, la oligarquía azucarera construyó su imperio en todo el noroeste argentino. Robustiano Patrón Costas fundador del ingenio”San Martín del Tabacal”, fue parte de esa estirpe; también lo fueron los Arrieta, los Blaquier y los Cornejo. “A la sabiduría del libro oponerle el rezo y el silencio”, en directa alusión a no reclamar por condiciones de trabajo dignas.
 Sin embargo no existe otro camino para la justicia y la libertad que la educación, y la instrucción pública como  garantía de imparcialidad e igualdad para todos.
 A pesar de ello, la educación pública llegó al barrio de Almagro ya entrado el siglo XX, con más de 30 años de retraso respecto a la educación confesional, que había llegado en 1874, aún diez años antes de la Ley 1.420 de enseñanza pública, laica y obligatoria.
 Así es como en 1910, en un sólido  edificio construido en el año 1906 sobre la calle Corrientes hoy 4262 por el arquitecto Enrique Cottini, estilo art nouveau, se instala la Escuela Normal de Maestras, creada por decreto del Poder Ejecutivo Nacional del 5 de enero de 1910 con la firma del entonces Presidente de la Nación doctor Figueroa Alcorta. Los cursos comenzaron el 16 de agosto de ese mismo año, y esa inauguración formó parte de los festejos del centenario de la Revolución de Mayo.
Al acercarnos hoy a esta escuela centenaria, una colorida baldosa nos detiene en la vereda de su frente, en la que se escriben tres nombres: “Dora Falco, Teresita Israel y María Delia Leiva -secuestradas desaparecidas por el terrorismo de estado- firmado: Barrios por la Memoria y la Justicia”.
Al trasponer el gran zaguán de la escuela, nos enteramos de quiénes eran aquellos nombres, tres ex alumnas del Normal inmoladas por expresar sus ideas, y nos enteramos que también allí estudió hace 63 años Taty Almeida, hoy una “Madre de Plaza de Mayo”, que viene batallando desde hace 36 inviernos para recuperar a su hijo secuestrado-desaparecido.
A propuesta del centro de estudiantes de la escuela se decidió homenajear a esta madre, designando con su nombre desde el 2 de noviembre de 2012 a la terraza de la nueva construcción del establecimiento, sobre la calle Humahuaca 4260.
También tomamos conocimiento de la larga lucha por el nuevo anexo que llevan a cabo desde 1995 tanto maestros como Cooperadora, padres y alumnos, ya que el viejo edificio resultaba chico, y además requería grandes trabajos de conservación.
Finalmente las obras llegaron a su término, aún con cuantiosas falencias y fallas edilicias. También se logró adicionar al primitivo edificio una nueva planta, el tercer piso, y efectuar reformas en el segundo.
La nueva construcción consta de tres pisos y dos subsuelos, con importantes instalaciones para la biblioteca y un salón de actos para más 500 alumnos.
En el hall del sector antiguo del edificio, una estatua en bronce, con pie de mármol rememora: “José María Torres (1823-1895) - "Español de origen, argentino de corazón. Director de la Escuela Normal de Paraná. Orientador de la Enseñanza Pública. Maestro ejemplar. Buenos Aires 16 de agosto de 1935”.
Este sería el nombre del Normal, instituido por decreto del 9 de junio de 1927, momento en el que la entidad cumplía 17 años de existencia.
Hoy en el edificio funcionan tres establecimientos: la Escuela Normal Superior Nº 7 (el centenario Normal 7), que consta de los niveles preescolar, primario, secundario y terciario (magisterio), al que hoy concurren en total más de 1.300 alumnos; el Comercial 8 “Patricias Argentinas” con horario vespertino, y el Comercial 25 “Santiago de Liniers”, con horario nocturno; estos dos últimos en conjunto suman otros 700 alumnos.
Fue director fundador del Normal 7 el profesor Olegario Maldonado, durante 29 años hasta el año 1939. Como reconocimiento a su labor y dotes organizativas, el patio del nivel primario del normal lleva su nombre; asimismo su biblioteca personal forma hoy parte de la del establecimiento.
Según el censo del año 1909, en aquel año funcionaban en el país 42 escuelas para formar docentes, todas contaban con su biblioteca de mayor o menor capacidad bibliográfica. La biblioteca del Normal 7 comenzó con tan solo 411 volúmenes; en la actualidad atesora 24 mil ejemplares, en gran parte digitalizados.
En ocasión de conmemorarse el 22º aniversario de la muerte de Domingo Faustino Sarmiento, el director profesor Olegario Maldonado dictó una resolución por la que se imponía aquel nombre a la biblioteca. Poco tiempo después, el 11 de septiembre de 1915 se crearían las Bibliotecas del Aula con el objeto de poner al alcance inmediato de las alumnas libros propios de cada grado o curso, además de una sección de textos y otra de obras recreativas.
Como todas las escuelas normales, formó maestros hasta 1969, extendiendo títulos de nivel medio. Con la creación del Profesorado de Enseñanza Primaria en 1986, recuperó la posibilidad de diplomar docentes. Comenzó haciéndolo en horario matutino y desde 1997 también en horario vespertino.
La Asociación Cooperadora “Manuel Belgrano” se fundó en los inicios del Normal 7, hoy es presidente de la misma Pablo Cesaroni. En diferentes épocas editó boletines: en 1951 con el nombre “Nuestra Escuela”, en 1958 un periódico de ocho páginas con el nombre “Notiescuela” y en el año 2007 publicó “El Normal”, aunque que por razones económicas estos boletines aparecieron en forma discontinua.
En el año 1993 inicia sus actividades el Centro de Estudiantes, con el lema de “Defender la Escuela Pública”. Tanto este Centro como la Cooperadora cumplieron un rol importante durante la lucha por conseguir el nuevo anexo, hoy hecho realidad.

BIBLIOTECA
Como quedó dicho, con motivo del 22º aniversario de la muerte de Domingo Faustino Sarmiento, se impuso su nombre a la biblioteca del establecimiento. El 11 de septiembre de 1919, la sección infantil de la Biblioteca “Sarmiento” fue instalada independientemente del Curso Normal, con muebles y libros propios y una organización de acuerdo con sus fines particulares.
La Biblioteca siempre ocupó un espacio reducido en el establecimiento, situación superada hoy cuando cuenta con un amplio salón y con personal capacitado para administrarla.
En el año 2002 se inicia una nueva etapa, con la creación de un nuevo cargo en el turno vespertino de la Biblioteca del Profesorado, cuando pasa a ser titular de la misma la profesora Marina Peleteiro. Había mucho por hacer en cuanto a su organización de acuerdo a criterios bibliotecológicos, así como también en la implementación de estrategias para cumplir con objetivos de formación de usuarios, alfabetización informacional y promoción de la lectura.
Todas las acciones que se emprendieron a partir de ese momento tuvieron un anclaje en ese pacto institucional con la lectura, que entendía a la Biblioteca como espacio de acceso a los derechos culturales para los futuros maestros. Con otro enfoque recuperaba el sentido formativo que le había dado Maldonado.
Desde el año 2009 la docente María Inés Mori coordina la Biblioteca, que está abierta al uso del alumnado y del cuerpo docente entre las 8 y las 22 horas, reafirmando así el principio de que “la biblioteca debe ser un espacio formativo y no un mero apoyo escolar”.
Hoy, conformado su acervo por la incorporación de las bibliotecas personales de José María Torres, Ernesto Bavio y Olegario Maldonado, e incrementado con nuevas obras, desarrolla una intensa actividad en articular el plan educativo cultural, junto a los proyectos pedagógicos de los docentes, tendientes a reforzar la capacitación del alumnado.
Se encuentran digitalizados cerca del 70% de los textos, además se cuenta con una importante colección de CDs y DVDs. Existe la más variada disponibilidad de manuales técnicos, novela, cuento, poesía y ensayos. Los préstamos domiciliarios de libros alcanzan un promedio de 1.500 mensuales, un servicio muy apreciado en un barrio en el que se mezclan alumnado de clase media con otras más humildes.

JOSÉ MARÍA TORRES
Había nacido en Málaga, el 19 de abril de 1825. En su país desarrolló una intensa actividad pedagógica y en 1864 llega a Buenos Aires y ocupa la vicerrectoría del Colegio Nacional Buenos Aires.
Radicado en Paraná, despliega una amplia labor docente. Allí fallece el 17 de septiembre de 1895. En mérito a su labor en pos de la educación en el magisterio, el centenario establecimiento de la calle Corrientes 4261 y el nuevo edificio de Humahuaca 4260 llevan su nombre.
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Fuentes:
-http://normal7.buenosaires.edu.ar/biblio/bibliotecahistoria.htm
://normal7.buenosaires.edu.ar/historiatorres.htm
http://www.buenosaires.gob.ar/areas/educacion/docentes/superior/llama_ens7.php?menu_id=20596
-Boletín Nº 3, “Nuestra Escuela”, año 1956.
-http//normal7.buenosaires.edu.ar/historia.htm.
-Revista “Monitor” Nº 21, junio de 2009.
Agradecemos el asesoramiento de la docente María Inés Mori.

Imagen: La Sala de Profesores en el año 1940.

Nota y fotografía tomadas del periódico “Primera Página”, octubre de 2013.

28 sept 2013

Tango


(De Carlos Penelas)

a Ricardo Carpani

Usted sabe, Ricardo, cómo llegué al tabaco.
El desamparo, la luna, la comparsa.
Las hembras y Chaplin y la poesía.
La infancia tuvo el sol en los geranios,
la voz del adoquín, el bandoneón del sur.
Adentro era la esquina, el bar del tío Pedro,
el almacén de Osvaldo, la parra de la abuela.
En esos días, la ternura llevaba de la mano
el sombrero del padre.
Descubría Barracas, Palermo, Avellaneda.
La cancha de los rojos, la leche con vainillas.
En el fondo vivían los canarios,
el silbido de Celso, el vermú de los primos.
Y un álbum que mi hermana hilvanaba de lejos.

En esta biografía se organizaban sueños.
Se discutían líderes,
se amaban a los muertos en silencio.
Escuchaba la lengua campesina,
el almohadón gallego, los calderos herejes.
No existían santos ni templos ni patriotas.
Se blasfemaban tumbas, banderas, monumentos.
Sólo era sagrado el pan, el trabajo, la entrega.
La niñez se encontraba en el barquillo.
La starosta, el tinenti, la gomera.

Yo era un marinero de patios y malvones.
Con Sandokán, el invierno y el puchero.
Esa era la casa, hermanos.
La madre incubaba bordados,
hacía crecer hortensias con su canto,
mientras Carlitos
doblaba las hojas del Estrada pensando en el picado.
Raquel y Coca ilustraban los cuentos de Calleja.
Y Roberto, distante, entonaba zarzuelas.
Con timidez, Fernando.
Y don Manuel se reía del mundo
evocando a Betanzos y a un cura putañero.
Esa era la vida, amigos.
La estufa, la pieza, el querosén.
El pantalón corto que no bajaba nunca a tomar agua.
El dinero que siempre nos faltaba.
Y los libros de una biblioteca con huelgas y proclamas.
El cielo un barrilete azul desde el Billiken.
El barrio se llenaba de sextas, de vecinos, de hijos.
La radio remolcaba la vida
los goles de Angelillo, las locuras del Zorro,
la gracia de Niní. Y la hora del Toddy y Poncho Negro.
En la esquina el almacén gardeliano.
La hija de don Juan, el carbonero.
El morocho del cross, la enagua de la prima.
El carnaval, las luces, las minas de los sueños.
Y los guapos buscaban su laburo en La Prensa.
Recuerd
o los bigotes del abuelo Tomás

y un botellón de agua para todo el almuerzo.
El oporto, el huevo, las torrejas.
Recuerdo el picaporte, la siesta,
el Smith & Wetson arriba del ropero.
El almidón, la tabla de la ropa, la valija de cuero.
Y el olor de la infancia que se fue para siempre.

Ahora me llevo al hombro los recuerdos.
Los palotes, el llanto, la rabona.
El zaguán de una niña de ojos claros.
La lluvia, el alcanfor, las revistas de cowboys.
El gol que Rugilo pudo atajarle a Grillo.
Ya no hay otarios ni chuenga ni baldío.
Ni corazón grabado en un árbol del parque.
Ya no están Abertondo ni Palacios ni Pascualito Pérez.
Ya no están más el Luna ni los barcos del puerto.
Se fueron en tranvía, con hamacas y ábacos.
Me llevo al hombro las tardes de Frascara,
los Primero de Mayo en Plaza Miserere.
El cine continuado y el himno de Sarmiento.
Los poemas de De Lellis, de Fernández Moreno, de Tuñón.
La brisca, el truco, los estado de sitio.
Me llevo el terror a Burgos, el descuartizador.
Y el carrusel de don Bernardo con sus tigres.

Hoy tengo sobre la mesa una página en blanco.
"Usted sabe, señor. Déjeme paso."
______
Ilustración: Tango  de Ricardo Carpani.

23 sept 2013

Anécdota de una fuga que terminó en Villa Devoto


(De Marcelo J. Bourdeu

Este pequeño acontecimiento ocurrió en febrero de 1924 en un lugar muy conocido y transitado por los devotenses y los visitantes.
No concluyó en Devoto porque su protagonista, como podría imaginarse, terminó alojado en la Cárcel de Encausados. Y no fue así ya que estos hechos ocurrieron en 1924 y la Cárcel de Encausados (o como se llamara a través de los años) se inauguró recién en 1927.
Por esos días Villa Devoto tenía ya su seccional 45ª. Pero de la Policía de la Capital, porque así se llamó la institución policial hasta que en diciembre de 1943 se creó la Policía Federal Argentina. Esa seccional 45ª tenía entonces jurisdicción sobre Villa Devoto, Villa del Parque y Villa Talar. Esta última también fue llamada Villa Devoto Norte y hoy ha desparecido como barrio legal y se encuentra repartida entre la vieja Villa Pueyrredón y la mucho más reciente Agronomía.
Villa Devoto fue el lugar de los hechos. Por supuesto, no toda la villa, sólo una parte que podría llamarse “el centro”. Sí, casi inevitablemente, la Estación. La Estación Devoto del viejo Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico, luego San Martín, y hoy mejor no hablar....
El caso es que en 1924, más precisamente en la noche del 11 de febrero, “la 45” dispuso una batida para recorrer la jurisdicción, algo de rutina.
Entre los grupos de la partida, uno a cargo del ayudante Domingo Cenci se encargó de recorrer la zona de las vías próximas a la Estación, con sus entonces habituales vagones cargados o vacíos esperando su turno de viajar. La acción se desarrolló presuntamente en la porción de Estación que linda hoy con la calle Ricardo Gutiérrez, entre Fernández de Enciso y Asunción, frente a una de las plazoletas que tienen desde los años 60 nombres que ahora se me escapan. Podemos imaginar una linda noche devotense, algo de calor, aire perfumado y la quietud y oscuridad que por esos años habría por allí…
El agente Santiago Mazanessi (otros señalan el apellido Mazonetti, pero a falta de certezas optaremos por el primero) tuvo su momento estelar. Los recortes de prensa que conocemos dan dos versiones de los hechos.
Según una de ellas, el agente Mazanessi ingresó al sector de vías y encontró a varias personas que, aparentemente, dormían en un vagón. Como no era raro que hubiese quienes entraban a los vagones cargados con intención de robar, detuvo al grupito sin que hubiese mayor resistencia.
Según la otra versión, uno de los sujetos (¿no es ésta la palabra adecuada para una crónica policial?) se deslizó fuera de la zona de vías intentando evitar a la policía y tomar el tranvía 86, cosa que no pudo lograr por la acción de Mazanessi.
(Pido disculpas, pero la mente se me va al 86, haciendo allí ese “codo” prácticamente terminal de su ruta, a su pausa, años después, frente a la pizzería de Gualeguaychú… y al reinicio de su vuelta pasar por la esquina de casa, al cruzar Pareja…).
Volviendo al 24, lo concreto es que todos fueron llevados a la seccional, donde los que dieron explicaciones claras fueron dejados en libertad y los otros demorados para identificación.
Uno de ellos, que dijo llamarse Feliciano Gómez y que había dado respuestas confusas, intentó además escapar saltando la medianera de  la comisaría, pero lo único que logró fue llamar aún más la atención sobre él. Más aún cuando sus características físicas no resultaban totalmente desconocidas…
Se le tomaron las huellas digitales y se empezó a compararlas con las fichas. Allí Feliciano Gómez empezó a desmoronarse y en un breve interrogatorio sugirió él mismo que no era quien había dicho.
Cuando el cotejo de huellas terminó ¡gran alegría general y felicitaciones para Mazanessi!
¿Por qué? ¿Quién era en realidad Feliciano Gómez? Era en realidad Eduardo Gallardo o Gallardón, alias “El Ñato”, con varios otros alias y nombres “de batalla”, con veinte detenciones en diez años y un prontuario importante por estafador (especialidad “cuento del tío”), robo, violación de domicilio y cositas así. Pero todo esto, si bien hubiese justificado la alegría, no explica el entusiasmo de la seccional 45ª.
Este entusiasmo se debía a que Gallardo (o Gallardón, o Gómez, o González o Ruquietto), “El Ñato” en fin, con sus jóvenes 29 años, era (por pura suerte, como vemos) ¡el décimo capturado de la célebre evasión de la Penitenciaría Nacional!
¿Qué evasión? La que se produjo el 23 de agosto de 1923. Quizás sea una fuga muy conocida o probablemente se confundan varias fugas en ella en la memoria ciudadana, ya que fugas hubo varias. Pero ésta, la de 1923, fue de lejos la más atrevida y comentada.
En algún sentido era una especie de hazaña fugarse de la Penitenciaría Nacional. Se erguía donde hoy está el parque Las Heras (Las Heras, Coronel Díaz, Juncal, Salguero) y ocupaba toda su extensión. Era una institución muy adelantada para su época y de estructura imponente. Baste saber que sus muros exteriores tenían siete metros de alto y un espesor, en la base de cuatro metros. Nada menos. Este edificio fue inaugurado en mayo de 1877, cuando su emplazamiento estaba en las afueras de la ciudad y comenzó a ser demolido en septiembre de 1961 cuando el crecimiento urbano había convertido al lugar en céntrico.
No detallemos esa fuga, ya historiada por gente calificada. Sólo recordemos que un grupo de convictos cavó durante un año un túnel a casi dos metros de profundidad y de veinticuatro de largo que alcanzaron para pasar bajo los muros y llegar a la calle Juncal. Finalmente huyeron sólo catorce internos, por razones que no están totalmente claras. Unos dicen que un guardia advirtió la huída y obligó a Adolfo Wolff, el decimoquinto en aparecer en la calle, a reingresar al túnel poniendo fin a la fuga y otros afirman que uno de los que intentaba evadirse quedó trabado en el túnel y además de quedar “adentro”, se ganó el apodo de “Tapón”…
Este hecho fue la base del libreto de un film argentino, “La Fuga”, dirigido por Eduardo Mignogna y estrenado en 2001. La muy buena película tiene algunas licencias –sino poéticas, cinematográficas- disculpables en beneficio del necesario impacto. Las excelentes actuaciones de Miguel Ángel Solá, Ricardo Darín, Gerardo Romano, Patricio Contreras, Arturo Maly, Alejandro Awada y Vando Villamil entre otros roles protagónicos contribuyeron a darle a la película, merecidamente, público y renombre.
Y aunque Villa Devoto no aparece en el film (y no tenía por qué aparecer) recordemos que fue escenario –protagonista en alguna forma– del otro extremo de la historia, cuando la fuga concluyó. Al menos para uno de “los catorce”.
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Fuentes:
- recortes periodísticos de "La Acción" del 12/2/24 y "Crítica” y "Última Hora" del 13/2/24.
- www.spf.gov.ar

Imagen: Fragmento de la crónica y foto de Eduardo Gallardo, alias “El Ñato”, en un diario de la época.
Nota e ilustración tomadas de la página www.barriada.com.ar

21 sept 2013

El gallego del cuento

 

(De Roberto Díaz)

Ahora, que tanto proliferan los cuentos de gallegos (dicen que son italianos los que los inventan) con un ingenio y un humor dignos de mejor causa, nosotros queremos contarles uno, que no es nuevo ni viejo, que es de siempre.
Nuestro cuento comienza en una aldea perdida, encerrada entre montañas, donde la lluvia, en invierno, no cesa de caer. Una pequeña aldea detenida en el tiempo, con bueyes en las callejuelas, plaza, y taberna colmada de boinas que conversan. Con  hombres y mujeres hincados en los surcos, tratando de sacarle a la tierra arisca los frutos necesarios. Una aldea que tiene un pequeño cementerio al final de los tejados, rodeado de un muro de piedra y una iglesia que anuncia, perseverante, los maitines.
Desde allí partió un hombre acuciado por una vida mejor, por un horizonte más anchuroso. En barco repleto, conviviendo noche y día con los humores del hacinamiento, entre pequeños líos y petates, mirando el mar desconocido, en pos de una tierra esperanzada.
Trabajó en oficios diversos, vivió en ruidosos conventillos, ahorró peso tras peso para poder reunirse, otra vez, con su familia y  siguió trabajando, sin descanso y duro, hasta salir del conventillo y comprarse una casita.
Sus jornadas eran de luna a luna; su sueño, rápido y profundo. Sus manos, toscas y callosas. Crió y educó a sus hijos como pudo y se asombró cuando éstos le leían lo que él nunca supo leer.
Al tiempo, puso una pequeña despensa y siguió trabajando, sin domingos ni pausas. Se sabía castigado al esfuerzo pero creyó en un futuro distinto y más humano para todos sus hijos.
Lo llamaban gallego (cosa que era cierta); también gaita o tagai. Su nombre no importaba; lo que sí interesaba eran sus manos hábiles o rudas para cualquier trabajo.
Primero tuvo reuma, después callos plantales, problemas de riñón por los esfuerzos, canas y otras cositas.
Tenía, a veces, morriña cuando recordaba su tierra tan distante, su perdida aldea en la montaña.
Sus hijos crecieron, se casaron, tuvieron, a su vez, hijos, y el gallego vio ampliarse su familia. 
Y, un día, se sintió cansado, y en medio de una pila de latas de tomates, de paquetes de arroz y bolsas de azúcar, se acostó a descansar, tan sólo un rato, pero era tanto el sueño que se quedó dormido para siempre.
Este es el cuento de gallegos que les queríamos contar. No es gracioso, claro, pero es tremendamente humano.
Ahora, sus nietos, nos reímos mucho con los cuentos de gallegos, y el gallego del cuento, tal vez también sonría desde una nube alta. Haciendo honor a ese sentido del humor de su raza.
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Ilustración: Meu galego, dibujo de Omar Blanco.

20 sept 2013

¿Quiénes eran los lecheritos de Buenos Aires?



(De Raúl Oscar Finucci)

Emeric (Américo) Essex Vidal era un inglés nacido en 1791, que en 1816 se embarcó hacia Sudamérica y llegó a Buenos Aires en septiembre de ese mismo año, donde permaneció hasta 1818. Viajó como secretario del almirante de la nave que lo trajera, pero en realidad era una artista de escasas cualidades, aunque aquí pintó más de cincuenta obras.
Al volver a su tierra se conectó con un famoso editor a quien convenció de editar un libro con sus obras, las que servirían para contar la particular forma de vivir de los habitantes de esta parte del globo, y sus usos y costumbres. Volvió en 1828 y murió en Brighton en 1861.
Su libro se tituló: “Buenos Aires y Montevideo”, y de él tomamos el relato que el autor hiciera sobre los vendedores de leche a caballo, una más de las actividades que en estas pampas se hacían sobre el montado, algo que le llamaba poderosamente la atención a los extranjeros, porque como pintó Vidal, hasta los mendigos andaban de a caballo.
Escribió: “La ciudad de Buenos Aires se provee cotidianamente de leche de las estancias circundantes, o granjas que se hallan a una o tres millas de distancia. La leche es traída a caballo, en tarros de barro o latón, y cada cabalgadura lleva cuatro y a veces seis en unas alforjas de cuero atadas a la montura con una correa.
Casi puede decirse que los lecheros nacen a caballo, tal es la temprana edad desde la cual se les enseña esta ocupación. La mayor parte de ellos son niños de menos de diez años, tan chicos, que para montar en sus caballos tienen que utilizar un largo estribo que no se usa para otro fin. Se sientan entre los tarros de leche, y en tan incómoda postura galopan lo más furiosamente.
Cuando se encuentran fuera de la ciudad, disputan carreras entre ellos y después y de haber vendido la leche se los ve muy a menudo jugando en grupos., generalmente a las monedas de a real o cuarto de peso, como hacen entre nosotros los niños con los ochavos ingleses.
Aunque no fuera más que por este detalle, se podría deducir que este negocio es excesivamente provechoso. La seguridad negativa de que la leche no se vende a un precio más caro que en Londres, y no es de peor calidad, confirmará plenamente la exactitud de esta consecuencia. Lo único extraño es que, en un país donde las vacas que producen la leche, los caballos que las llevan al mercado, y donde la tierra donde se alimentan ambos se obtiene por menos de nada, el precio de este artículo está en cercanía con el que se paga en la cercanía de la metrópoli inglesa, donde el arrendamiento, los impuestos, el costo de los animales y la mano de obra son inmensamente desproporcionados.
Tampoco puede menos que causar asombro el hecho de que, a pesar de la marcada diferencia de circunstancias, es casi tan difícil conseguir leche pura en Buenos Aires como en Londres; es muy común ver a estos chiquillos rellenando sus tarros en el río, una vez que han vendido parte de su contenido”. Como vemos, la “viveza criolla” ya era observada por los visitantes de allende los mares.
Continúa Essex Vidal: “Estos muchachos son, por regla general, hijos de humildes quinteros, van mal vestidos y completamente sucios; pero son muy vivos y traviesos como monos, enseñándoles a sus caballos tantas habilidades, que los hacen comparables a los monos.
La manteca, o por lo menos algo que merezca tal nombre, no es hecha nunca por los habitantes de Buenos Aires. Lo que ellos usan, en los casos en que nosotros la empleamos, es la gordura de la carne, derretida hasta su estado líquido, la cual meten en vejigas como si fuera grasa: a esto lo denominan manteca. Algunos ingleses que se han establecido en el país, sin embargo, traen al mercado pequeñas cantidades de manteca, para la cual encuentran siempre fáciles compradores”. Claro que este “negocio” se acaba en el verano.
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Imagen: Lechero de la época colonial.

Texto tomado de la revista El Federal

11 sept 2013

Para Juancito Caminador


(De Rubén Derlis)

 a R. G. T.
(In Memoriam)

Raúl: caminé largas tardes por su querido Montparnasse
buscando el café en cuya mesa escribió ese poema.
Recorrí los lugares
donde aun lejos de la patria siempre fue argentino,
y su juventud tenía los bolsillos vacíos de monedas
pero el corazón tintineante de alegría.

Cuando lo conocí en su casa que estremecían los trenes,
se había hecho ya ese “cinturón bravío
de rutas inverosímiles, como Alain Gerbault”
para que Blanca Luz viniera a amarlo.

No volveré a esas calles
a buscar un sitio que tal vez ya no existe,
porque muchas cosas se fueron con usted
a vivir en la poesía sin necesidad del aire,
cuando partió con su valija trashumante
en la que puso el corazón de sus amigos,
su veleta,
su barco en la botella,
y ese poema
escrito sobre una mesa de Montparnasse.
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Foto: El poeta Raúl Gozález Tuñón.

8 sept 2013

Un barrio con dos personalidades


(De Jorge Luchetti)

Villa Ortúzar es un vecindario dividido en dos sectores. Por un lado están las modestas casas cercanas al Cementerio de la Chacarita y por el otro las señoriales mansiones, que se encuentran a la vera de los barrios de Belgrano y Villa Urquiza. A pesar de ser tan diferentes, entre los dos estilos se sigue buscando una misma identidad.

Una de las primeras dificultades que surgen al plantear los límites de un barrio es cuáles deberían ser las fronteras que lo delimitan. Normalmente estos bordes están marcados por cuestiones culturales y formas de vida, que suman valores identitarios. La identificación de un barrio, además de por los límites políticos, queda determinada por su arquitectura, sus monumentos, sus espacios urbanos con historia y otras tantas cosas que sirven como referencia a quienes viven en él.
Ahora bien, cuando estas cuestiones no se manifiestan de este modo aparecen confusiones, incluso para los propios vecinos, los que no encuentran una identidad que los represente. Por eso creemos que la demarcación de los límites de un barrio de forma parcial produce situaciones disímiles dentro del mismo. Podríamos decir que algo así sucedió en Villa Ortúzar. Se trata de un barrio más bien pequeño, donde abundan las calles tranquilas y en donde el tiempo parece transcurrir más lento que en otras partes de la ciudad. Es de geografía llana como el resto de la metrópoli y está ubicado al noroeste de la ciudad de Buenos Aires, ocupando una superficie de 1,8 kilómetros cuadrados.
Originariamente estas tierras formaron parte de los terrenos que pertenecieron a las Chacaritas de los Colegiales, los que más tarde pasarían a manos del señor Santiago Francisco de Ortúzar. Sus límites aparecen un tanto caprichosos y están circundados por las calles La Pampa, Forest, Alvarez Thomas, Elcano, las vías de Ferrocarril Urquiza, avenida Del Campo, Combatientes de Malvinas y Triunvirato. Entre estas fronteras conviven, buscando aunarse, ambas “personalidades” de un mismo barrio.
Uno de ellos fue forjado por inmigrantes obreros, que vinieron a trabajar al flamante Cementerio del Oeste (hoy más conocido como Cementerio de la Chacarita) y también en las fábricas que crecieron en el lugar a lo largo del tiempo. El otro barrio es aquel en el que la arquitectura se mezcla con la de sus vecinos de Villa Urquiza y de Belgrano. Allí la arquitectura de chalets y mansiones dibuja una silueta bucólica distinta del resto del lugar. Esta creencia tan arraigada de que existen dos Ortúzar, donde quedan suspendidas las virtudes y las emociones más elevadas del barrio, sigue siendo una realidad que aquí intentaremos analizar. Los dos sectores, tanto el fabril de otros años, con calle solitarias y de casas modestas, como la zona residencial, de hermosas calles ajardinadas y cielos color teja, a pesar de ser tan distantes en sus formas, siguen siendo fieles en la búsqueda de ser identificados como un solo barrio.

BARRIO HUMILDE Y FABRIL
Cuando Santiago Francisco de Ortúzar fraccionó los terrenos linderos al nuevo camposanto, muchos de los recién llegados vieron una oportunidad para poder adquirir la tan anhelada vivienda propia. Tengamos en cuenta que mayormente los nuevos propietarios eran inmigrantes que venían de una Europa en crisis y que habían pasado por los tan conocidos y promiscuos conventillos del centro porteño. Por eso muchos de ellos se fueron alejando en busca de tierras económicamente accesibles que permitieran levantar una vivienda mínima. También los costos de estos lotes eran muy ventajosos para las nuevas industrias que se estaban gestando en el país.
Así surgió la fábrica textil Sudamtex, llamada “el coloso textil de Ortúzar”, que llegó a tener casi 4.000 empleados. Lamentablemente, la incesante decadencia de la industria de nuestro país llevó a cerrar sus puertas en los años 90 y el viejo edificio fue ocupado por un supermercado. Este tipo de industrias formó parte de la vida del barrio y es por eso que en el escudo barrial aparece la chimenea como emblema del lugar. También funcionaron en Villa Ortúzar la firma de plumas fuentes Everton y la perfumería y jabonería de la familia Griet, esta última ubicada en Girardot y Tronador, frente a Sudamtex. En toda esta zona se fue desarrollando una arquitectura modesta, de casas bajas, entre las que se encuentran casas chorizo, casas de pasillo y las casas cajón (típica vivienda mínima), algunas con pequeñas huertas, otras con simples patios.
En 1875 aparecieron los primeros tranvías a caballo, o sea el primer medio de transporte que se adentró en el barrio. Esto hizo que este rincón urbano tuviera buena conexión con el centro de la ciudad, lo que fue un factor determinante para que la zona se poblara rápidamente. El primer templo católico fue el de los padres de la Compañía de Jesús, construido en el siglo XVIII y demolido en 1899. Hoy la parroquia más trascendental y representativa es la de San Roque, inaugurada en 1908, en estilo claramente definido como neo-románico. También se apostó en el barrio la Estación Meteorológica, que comenzó a funcionar en 1906. Todo este pequeño resumen muestra las variadas actividades que se han instaurado en esta parte de la ciudad.

EL OTRO BARRIO
Como ya mencionamos, el otro barrio es aquel donde la arquitectura de caserones de tejas, con amplios parques, se mezcla con la de los barrios vecinos. Por eso sucede que cuando recorremos el lugar nos brota la duda de en qué barrio nos encontramos. Nos estamos refiriendo a aquella franja que va desde la calle La Pampa hasta Avenida de los Incas. Las casas se retiran, dejando lugar al verde de los jardines y a las arboledas que adornan cada calle.
Uno de los lugares más emblemáticos es el “Café de los Incas”, en la avenida homónima y el cruce con la calle Tronador: una vieja casona de estilo normando que da calidez a sus visitantes. Entre los edificios más singulares debemos destacar la obra realizada por la empresa Salvatori, dedicada a parques y jardines, en Heredia y La Pampa. De arquitectura moderna, es un ejemplo del trabajo paisajístico que saben realizar: el edificio exhibe una singular fachada de vidrio y hormigón cubierta por enredaderas, que en las diferentes épocas del año le dan distintas tonalidades a esta esquina.
En algunas partes del barrio, debido al retiro municipal obligado, se pueden apreciar verjas, muretes y murallones que dejan entrever los tejados de las hermosas mansiones, rodeadas del verde horizonte. Por ejemplo, en la esquina sudoeste de Virrey del Pino y Heredia, un chalet de línea pintoresquista queda cubierto por un cerco vivo y un bosque de árboles; en sus fondos se pueden divisar hermosos cipreses y otras especies arbóreas. Del mismo estilo aparece custodiado por dos enormes palmeras el chalet de Virrey del Pino 3802. Si bien impera en el lugar este tipo de casas, otros estilos deslumbran en la calle. Por ejemplo la ladrillera vivienda de estilo posmoderno de Tronador 1673, la vivienda racionalista de Estomba 1641, el chalet moderno de Virrey del Pino 3880 y las imponentes y modernas torres de la Avenida de los Incas, sobre la cual se desarrollan unas hermosas plazoletas que forman el bulevar República de las Filipinas, donde se mezcla el verde de los canteros con el polvo de ladrillo del camino.
Cabe destacar, como paradigma de la arquitectura que ocupa esta franja, la casa construida en el triángulo formado por la avenida Forest y las calles 14 de Julio y Virrey del Pino. El típico chalet, que parece salido de un cuento de hadas, inspiró a la artista plástica Anikó Szabó para realizar una pintura naif. Sin duda, el ámbito urbano y arquitectónico que alguna vez tuvo el barrio fue fuente de inspiración para los más grandes escritores de nuestro país, como Adolfo Bioy Casares (Dormir al sol y El sueño de los héroes), Leopoldo Marechal (Adán Buenosayres) y hasta el mismísimo Jorge Luis Borges, quien dejó su sello con el poema “Último sol en Villa Ortúzar”.
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Imagen: Emblema del barrio de Villa Ortúzar.

Nota tomada del periódico “El Barrio”, Nº 166, enero de 2013.

"La Casa del Ángel"


(De Fabián Slongo)

La residencia del doctor Carlos Delcasse, en la calle Cuba 1919 del barrio de Belgrano, fue la locación principal de la película “La Casa del Ángel” de Lepoldo Torre Nilsson. De tendencias renacentistas, construida en la última década del siglo XIX bajo la dirección del arquitecto Carlos Nordmann, el conjunto principal de la misma daba a la calle Cuba y, siguiendo por Sucre, sus jardines se continuaban hasta la calle Arcos.
Contaba con veinte habitaciones, una escalera de ébano labrado y de sus paredes colgaban numerosas obras de arte que constituían la colección privada de su propietario. La planta baja, en uno de sus lados, remataba en una galería que hacía las veces de terraza para las habitaciones del primer piso. Finalmente, sobre ellas, se despegaba un solitario mirador con techo de pizarra debajo del cual, en un ángulo de la pared, se encontraba una figura alada que sugería la idea de un ángel.
El doctor Delcasse, su propietario, además de un temprano difusor de todas las actividades físicas, era un hábil practicante de la esgrima y un experto tirador por lo que disponía, allí mismo, en un sector apartado, de un polígono de tiro y salones para gimnasia. Las elites porteñas también encontraron en su residencia el espacio necesario para la realización de numerosos combates de boxeo; deporte que por entonces estaba prohibido.
Y cuenta la historia que en sus parques, al abrigo de un imponente cedro, de palmeras y magnolias, se llevaron a cabo muchos lances caballerescos.

LA PELÍCULA
La Casa del Ángel” es una obra de ruptura que se atreve a confesar su pertenencia al cine moderno y su deuda con la Nouvelle Vague francesa. Sus excesos formales, por otra parte, lucen perfectamente apropiados para mostrar una realidad deformada por el recuerdo.
De los muchos puntos de vista desde los que se la puede analizar, el tema del duelo aparece, dado que en el parque de la Casa del Ángel los hombres dirimían sus diferencias a punta de pistola, como el lugar indicado para iniciar una lectura original.
En principio, es necesario destacar que a un duelo a muerte, a ese enfrentamiento final y decisivo que clausura definitivamente a una de las partes en disputa, se arriba una vez que todos los puentes han sido destruidos; cuando los elementos opuestos, aquellos que en otra circunstancia podrían haber sido complementarios, no han encontrado la manera de conciliarse y la controversia termina, fatalmente, con la supresión de uno de ellos.
Leopoldo Torre Nilsson (según la novela homónima de Beatriz Guido), sitúa la historia en las primeras décadas del siglo XX cuando estas citas en el campo del honor, aunque ya más espaciadas para esa fecha, todavía eran moneda corriente en ciertas clases sociales.
Es probable que de la trama pueda desprenderse, además, una lectura universal de la historia humana (“La guerra es la madre de todas las cosas” consignaba Heráclito mucho antes del comienzo de la era cristiana) pero también que refiera, de manera lateral, a la historia particular del país en ese tiempo (En 1956, el año en que se filmó la obra, una de las partes activas de la vida política argentina había sido suprimida por la fuerza).
Pero la película, concretamente, habla de otras controversias además de las que se resuelven armas en mano: La puja entre lo angelical y lo diabólico, entre lo reprimido y lo liberado, entre el universo cerrado (representado por el ángel pétreo que custodia la casa) y el abierto (el crecimiento, la evolución); entre la muerte y la vida.
En la ficción, Ana (Elsa Daniel) es una chica de catorce años, de apariencia angelical, que ha sido criada según las convenciones de una familia de clase alta del barrio de Belgrano. Se debate, como otras de su edad, entre sus deseos nacientes y la rígida moral social que la conmina a reprimirlos bajo la amenaza flamígera del infierno. El dogmatismo religioso de su madre (Berta Ortegosa) y de su nana (Yordana Fain) no podrá evitar que sus ansias se corporicen en la persona del diputado Pablo Aguirre (Lautaro Murúa).
Por otra aparte, fuera de la casa, en la ciudad, el poder se mueve al ritmo del universo masculino. Es el mundo de la política (con sus honores y deshonras) y el de los permisos sexuales (con relaciones furtivas y visitas a burdeles).
Promediando la historia, Pablo Aguirre, luego de un tenso debate en el congreso, retará a duelo a otro legislador y el padre de Ana (Guillermo Battaglia) ofrecerá el parque de su residencia (la Casa del Ángel) para que el mismo se realice. Según es tradición familiar, el duelista pasará la noche previa al lance como invitado en la casona de Belgrano. Pero mientras todos duermen, antes de matar a su adversario, Pablo viola a Ana.
Finalmente, transcurridos algunos años, con la muerte de la madre, Pablo adoptará la costumbre de visitar al viudo y a su hija todos los viernes. Se verá a Ana que, como rehén de un plan indescifrable, les prepara y sirve el café (con estas imágenes comienza la película) y que luego, resignada, pidiendo permiso para retirarse, saldrá a dar una vuelta con sus amigos de siempre. Como una autómata, la infeliz regresará algunas horas más tarde a encerrarse en su cíclica rutina.
Se diría que los puentes de Ana, los que deberían haber unido de manera invisible su adolescencia con la adultez, han quedado destruidos luego de aquel suceso traumático. Y, prisionera de la casa, petrificada como una estatua, no podrá hacer otra cosa sino repetirse eternamente. Definitiva y final, de piedra, como un ángel de los deseos muertos.

EL FINAL DE “LA CASA DEL ÁNGEL”
El doctor Delcasse había muerto en 1940 y la casa continuó ocupada por su hija, la señora Carlota Delcasse de González. Las cámaras de cine ingresaron en otras oportunidades y, además de la película reseñada, se filmaron allí escenas de “Un guapo del 900” (1960) del propio Torre Nilsson y “La casa de las sombras” (1974) de Ricardo Wullicher.
Pero, luego de su venta, el destino de la casa quedó definitivamente sellado; la misma perdió el duelo contra la impetuosidad de los tiempos modernos y, sin defensa vecinal, fue demolida en 1977. Sin embargo el terreno quedó en estado de abandono por mucho tiempo dado que no se otorgaba el permiso, de acuerdo a una ordenanza municipal existente, para levantar allí el grupo de edificios que estaba proyectado.
Finalmente se erigieron tres altas torres y, en la actualidad, el sitio que ocupara la residencia Delcasse, se conoce como “Galería del Ángel”.
La escultura del ángel, al menos, consiguió salvarse de la picota. Descansa en el Museo de la Ciudad.
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Imagen: “La Casa del Ángel” en la esquina de Cuba y  Mariscal Antonio José de  Sucre, en el barrio de Belgrano, ya desaparecida.
Nota tomada del periódico barrial “Mi Belgrano” (www.mibelgrano.com.ar)