16 sept 2015

Para una nostalgia futura



(De Mónica López Ocón)

Como los perfumes, la nostalgia y el prestigio literario se destilan lentamente. Por eso, los nostálgicos del género epistolar aborrecen el mail, aparentemente un medio que tiene la frialdad de la eficiencia tecnológica y que es el favorito de las hordas de jóvenes sospechosos que desconocen el placer de fabricar recuerdos poniendo a envejecer lentamente en una caja un manojo de cartas atadas con una cinta descolorida, como quien deshidrata flores entre las hojas de un herbario. El carácter poético de objetos y rituales es una virtud que sólo le otorga el pasado. Convertidas en parte de la vida que se ha dejado atrás, las cartas mostrarán en alguna tarde de nostalgia su ancianidad venerable. Identificadas con la mano que las escribió, tendrán pecas de color ocre sobre su piel de papel, y la tinta, desleída, sugerirá que también ella se irá borrando lentamente hasta no ser más que una huella, una estela, un rastro que detectarán únicamente los ojos memoriosos.
Sólo se les rinde veneración literaria a los objetos que son rastros de cosas perdidas. Y lo perdido siempre se ha perdido en el pasado. La nostalgia poética es, por lo tanto, un sentimiento retrospectivo.
Sin embargo, es sólo un acto de pereza mental el no poder sentir hoy una nostalgia del futuro. Finalmente, las computadoras son cajas parecidas a aquellas donde se guardan las cartas, cajas, como la de Pandora, en las que es posible encontrarlo todo, desde un mensaje a nuestro nombre hasta la imagen de un hombre desesperado que huye de alguna guerra lejana.
Hace ya mucho tiempo, cuando se inventó el fonógrafo,  la música del mundo comenzó a venir en caja. Ningún misterio más insondable que la posibilidad de atrapar la voz de alguien y guardarla en un cofrecito. Hoy, sin embargo, que el mundo entero se guarda en cajas luminosas, nos parece que este acto mágico carece de grandeza. Ni siquiera nos parece poético el hecho de poseer una clave secreta, una contraseña, para que ante nuestros ojos aparezca, parpadeante, el mensaje que nos está destinado. En pleno día, las pantallas tienen  el misterio nocturno de las ventanas iluminadas, de esos rectángulos infranqueables que sugieren la existencia de tantas vidas de las que estamos definitivamente excluidos, de tantas dichas y desdichas que nunca llegaremos a conocer. Detrás de la ventana de la pantalla, en cambio, existe todo un mundo que reclama ser mirado, que nos exige que ejerzamos un voyeurismo sin culpas espiando por todas las cerraduras.
Quizá porque se sabe que lo nuevo carece de prestigio poético es que la computación ha adoptado algunos vocablos viejos. “Monitor” se le llamaba en el pasado al niño estudioso que ayudaba al maestro en el aula. El verbo “navegar” designa el desplazamiento por ese río caudaloso e invisible por el que baja la jangada de la información, por donde se pierden los inexpertos que se dejan engañar por el canto de las sirenas, por el que los navegantes solitarios buscan compañía. Y el verbo “navegar”, a su vez,  está ligado a palabras tan viejas como literarias: brújula, astrolabio, sextante, bitácora.
Estoy segura de que alguna vez contemplaremos las computadoras como hoy contemplamos las máquinas de coser Singer y que tendremos hacia sus creadores ese sentimiento condescendiente que nos hace perdonarles la ingenuidad de haber creado un objeto tan artístico para darle un fin tan utilitario. Sé muy bien que algún coleccionista fanático se dedicará a recorrer anticuarios para conseguir computadoras de un determinado año y que los curiosos hurgarán en sus entrañas muertas a las que encontrarán repletas de objetos cursis: flores secas, poemas inconclusos, dedicatorias de amor, frases hechas. Las palabras de nuestros mails se habrán evaporado como los perfumes, pero dejarán un aura amarillenta casi imperceptible en los circuitos que los especialistas sabrán reconocer como una antigüedad preciada.
Y nuestra necesidad de nostalgia estará satisfecha: toda esa quincallería informática será el testimonio de lo que hemos perdido. ¿Pero es preciso esperar tanto? Ahora mismo, mientras insistimos en negarle prestigio literario y capacidad evocativa a los mails que escribimos, estamos perdiendo algo que habremos de añorar en el futuro.
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Imagen: Fotos, cartas y postales: recuerdos.

15 sept 2015

El mercado "Lorea"



(De Miguel Eugenio Germino)

Hasta el año 1860 la construcción de los grandes mercados proveedores de Buenos Aires se ubicaron teniendo en cuenta la distribución de la población local, preferentemente en zonas densamente habitadas, de fácil acceso, lo que en el corto plazo trajo aparejado grandes dificultades con el tránsito. En su gran mayoría eran emprendimientos comerciales privados, sin ningún tipo de planificación municipal.
Allá por el año 1858 se comenzó a hablar de la construcción de un nuevo mercado, “Lorea”, en las inmediaciones del entonces Hueco de Lorea, donde en 1873 se levantó el histórico gran tanque de agua para el abastecimiento domiciliario. Con una altura de 20 metros, el tanque superaba a todos los edificios existentes en la época; su depósito de 272 m3 (9 x 9 x 3, 60 m) tenía capacidad para contener un millón cien mil litros, que abastecía a unos 32.000 hogares. Al elegir el lugar en el que se instalaría el nuevo mercado se tuvo en cuenta la equidistancia con los mercados Del Centro y Del Plata, ya que en esos tiempos, y debido a la lentitud de los medios de locomoción, la distribución era más lenta y tediosa.
En principio se pensó como un mercado municipal, con el fin de obtener financiamiento bancario para su construcción. Así se elevó un proyecto de una inversión de hasta 2 millones de pesos de entonces, bajo garantía de propiedades, proyecto que no prosperó. Finalmente este mercado se abrió con capitales privados ocho años más tarde, el 7 de septiembre de 1864. Se instaló en terrenos legados por el matrimonio Lorea, al lado de la plaza que hoy lleva su nombre, en Rivadavia entre Lorea (hoy Luis Sáenz Peña) y Cevallos, vereda sur. Tenía una superficie cubierta de 4788 m2, según datos de la Memoria Municipal de 1890 y 1892, y contaba con aproximadamente 200 a 400 puestos.
Vale recordar que el 5 de julio de 1807 Isidro Lorea, junto a varios de los esclavos que trabajaban para él, enfrentó a los ingleses durante la segunda invasión inglesa y todo terminó en tragedia: Lorea y su esposa resultaron heridos por bayonetas cuando peleaban contra los invasores y murieron unos días después. También cayeron sus esclavos, luego reconocidos como héroes de la resistencia.
Previamente la familia había constituido herencia de la quinta y aledaños al Cabildo, con la condición de que se construyera en el lugar una plaza que llevara su nombre, como paradero de las carretas que llegaban desde el norte por el camino de Las tunas (hoy Callao). En 1808 el virrey Rafael de Sobremonte aceptó la donación y la condición impuesta por el matrimonio Lorea.
En 1875 los grandes mercados de abasto en Buenos Aires eran siete: Del Centro, Del Plata, Lorea, Independencia, Florida, Comercio y Libertad.
Hacia 1908 se planteó la necesidad de derrumbar el mercado Lorea, para levantar en su lugar la Plaza Congreso, que se inauguraría con motivo del primer centenario de la Revolución de Mayo. Los vecinos de Buenos Aires no se opusieron a ello, ya que existía el Mercado Rivadavia, habilitado desde 1882, que ocupaba más de media manzana en la intersección de Rivadavia y Azcuénaga. Asimismo estaba el Mercado Spinetto, que se habilitaría en 1894. Y otro mercado, el Abasto Proveedor, en dos manzanas en la antigua Quinta de Nogueras, entre las calles Corrientes, Anchorena, Lavalle y Agüero, habilitado en 1893, en una zona plagada de otros establecimientos como fábricas de hielo, maduraderos de bananas y depósitos.
No se tiene certeza de quién fue el constructor del mercado Lorea, aunque se presume que fue diseñado por el ingeniero Carlos E. Pellegrini. En cuanto a la gestión del lugar, estuvo en manos privadas hasta 1902, cuando lo adquirió la Municipalidad por $ 418.000. Según la memoria municipal del año 1903, la fisonomía del mercado cambió radicalmente hasta ubicarse a la altura de otros mercados particulares de mayor importancia. En el año 1895 la Guía de Buenos Aires decía: “Recientemente refaccionado, ofrece comodidades tanto al público como a los expendedores”.
Salvo las fotografías de la demolición del predio, no se han descubierto imágenes del mismo, toda una lástima.
El mercado Lorea no fue el único centro de abastecimiento de efímera duración. El Mercado Modelo, propiedad de Juan Lanús, de 5.902 m2 cubiertos, inaugurado en 1884, terminó por ser demolido pocos años después, en 1893, para dar lugar al ensanchamiento de la avenida De Mayo.
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Fuentes:
Aguilar Graciela y otros: Mercados de Buenos Aires. Olmo Ediciones 2014.
http://drparbst.blogspot.com.ar/2015/02/plaza-de-lorea.html
http://www.revisionistas.com.ar/?p=11173
http://www.arcondebuenosaires.com.ar/plaza_del_congreso.htm

Imagen: Demolición del mercado "Lorea" en 1910.
Texto y fotografía tomados del periódico barrial Primera página.

Acorde de ciudad



(De Teresa Vaccaro)

Humor de tango.
Equipaje que cumple horario
de vereda,
de estación,
de andén.

Se obsesiona la música
acorazada en el pentagrama.
La lengua bulle en aceite
cuando araña la realidad,
y entre torpeza y torpeza
vos y yo recordamos
la desgana y el anhelo,
el desvío y el camino,
la sequía y

la lluvia.
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Imagen: Fileteado de Martiniano Arce.

Casa "Ducal", camisería "Penelas Hnos." y Radio Belgrano



(De Carlos Penelas)
He escrito en mi libro Cuaderno del Príncipe de Espenuca (2004) que mis padres, gallegos, formaron una familia donde se manifestaba el ejemplo de una inmigración ejemplar: esfuerzo, cultura, trabajo y una lucha permanente contra todo dogmatismo, contra todo populismo. Allí, entre otras cosas digo que don Manuel Penelas, mi padre, por los años cuarenta tuvo tal vez la lencería porteña más tradicional y de renombre. Los primos hermanos de mi padre se llamaban Manuel, Ramón y Pastor. Pero eso lo veremos más adelante.
Aún recuerdo el cartel del local en letra cursiva: “Ducal”. Y debajo, en letra más pequeña, lencería fina. Estaba en Suipacha 719, a una cuadra de la mueblería “Maple”, a veinte metros de la florería “La Orquídea”, a la vuelta del bellísimo monumento a Dorrego que realizó Rogelio Yrurtia. Los ajuares tardaban dos meses en entregarse, con sucesivas pruebas. Todo a medida. El local tenía muebles de caoba, amplios espejos biselados, sillas compradas en “Quintín y Alfonsín”. Una vez al mes concurría un vidrierista y un contador. Bambase hacía las vidrieras de “Harrod´s”, Roberto Cosla era el contador que abría el escritorio Boston de mi padre.
Mi padre había sido viajante de comercio, de firmas españolas que generaban un crecimiento importante en todo el país. Mi hermano mayor, Roberto, heredó la profesión. Por los años cincuenta viajaba en un Ford 36 a Córdoba, representaba firmas tradicionales de gobelinos franceses, casimires ingleses y los sombreros “Lagomarsino”.
Mi amigo Ángel Prignano, presidente de la Junta de Estudios Históricos de San José de Flores, publicó en 2002 Buenos Aires: el barrio de Flores y sus hechos (Efemérides y cronología). Tuvo la fineza de enviarme el siguiente texto perteneciente a ese libro:
6 de noviembre de 1908 - Abre sus puertas la casa Penelas. Fue fundada por Manuel Penelas en un local de Rivadavia 7299 esquina Terrada. Luego se trasladó a Rivadavia 6720 y en 1923 al 6819/23 de la misma avenida. Se dedicó a la venta de artículos y sastrería fina para caballeros. Importantes reformas realizadas en 1943 modernizaron el local, que a partir de entonces contó con espaciosos salones de exposición y ventas con una superficie de 500 metros cuadrados y amplias vidrieras a la calle. Con don Manuel colaboraban sus hermanos Ramón y Pastor, actuando como gerentes los señores José Fedele y Eduardo Outeda. Esta recordada casa comercial de Flores cerró en 1973.
9 de julio de 1924 - Inicia sus transmisiones LR3 Radio Libertad. Comenzó a emitir desde una casa de Boyacá 472 como LOY Radio Nacional. Sus propietarios eran tres comerciantes de Flores: Raúl Barrando, Ernesto López Barros y Manuel Penelas. La sala de transmisiones, el control y el auditorio fueron instalados con muchas dificultades, pues se trataba de una casa de familia sin los espacios adecuados para la actividad radiofónica. Barrando estaba a cargo de la dirección artística, mientras Barros y Penelas administraban la emisora y Pablo Osvaldo Valle había sido contratado como locutor. Artistas de la talla de Charlo, Azucena Maizani, Mario Pardo, Agustín Magaldi, Jorge Bohr, Manuel Buzón y Rosita del Carril integraron sus elencos. Pasado un tiempo y al quedar como único dueño de la radio, Penelas se la vendió a Jaime Yankelevich en 96.000 pesos. La transferencia fue protocolizada en febrero de 1927. A fines del año siguiente, don Jaime mudó la emisora a un edificio más amplio situado en Estados Unidos 1816 y más tarde a Belgrano 1841. En 1929 la radio cambio sus siglas a LR3 y, luego de una consulta a sus oyentes, el 2 de septiembre de 1933 tomó el nombre de Radio Belgrano.
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Imagen: Tapa del libro de Carlos Penelas: "Cuaderno del príncipe de Espenuca".

5 sept 2015

La plaza Matheu



(De Rodolfo Edwards)

 los juegos de la plaza Matheu
nos enseñaban a vivir
nos mostraban ingratas maquetas
del futuro
ensayos de lo que vendría
caíamos por el tobogán
subíamos y bajábamos
en la tabla del subeybaja
y en la calesita nos mareábamos
para olvidar
pero mirando hacia el balcón
de la vecinita de enfrente
también aprendíamos
a soñar
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Imagen: Plaza Matheu, barrio de la Boca 

16 ago 2015

Vida y pasión de los petiteros porteños



(De Francisco N. Juárez)

Para algunos fue apenas una moda masculina: ajustados sacos cortos con dos tajitos, solapas breves, tres botones -necesariamente de gabardina beige en verano-, camisas de cuello redondo para traba, y puños para gemelos, zapatos con hebilla y mocasines, todo a medida. Fue la indumentaria de los vanguardistas que militaron en esa pituca tendencia que alborotó a la femenina sociedad porteña de los años cincuenta: se los consideró seductores emblemáticos e invitados imperdibles para las mejores fiestas. Su identidad no se ciñó a la vestimenta, sino a otros perfiles costumbristas encumbrados, aunque los petiteros no fueron originarios de la aristocracia nativa. La vestimenta, los lugares de lucimiento, el copetín, la tertulia y los deportes que eligieron como postas de conquista romántica y reclutamiento para fiestas coincidían con los de cierta alcurnia.
Tuvieron su propia geografía con epicentro en Callao y Santa Fe, sombreada por la cúpula de la confitería “Del Águila” y la garita de tránsito. Pero eligieron el “Petit Café”, en la vereda sur de avenida Santa Fe cerca de la esquina de Callao. La sede de esta -inicialmente- mansa iracundia porteña sirvió para que se motejara a sus frecuentadores como “petiteros”. El neologismo surgió con cierto desdén y cobró intencionalidad peyorativa en boca de enemigos con trasfondo de envidia: las refinadas chicas porteñas los preferían. Eran antiperonistas sociales que aborrecían lo que trascendía desde la Quinta de Olivos, donde la Unión de Estudiantes Secundarios tenía su paradigma estético en el dueño de casa, divulgador de sus paseos en motoneta de campera y gorra “Pochito”, pero que velaba su romance -de distancia generacional- con la colegiala Nelly Rivas. Fueron los tiempos de la intromisión política en las aulas intermedias, lo que contrastaba con los refinados gustos petiteros de costumbres sociales más cercanas a las elites contrarias al gobierno.
Para los petiteros era de rigor seguir al rugby en invierno y al polo en primavera. En esa florida estación, las chicas estilaron lucirse por la avenida Santa Fe y detenerse en la esquina de Callao, cuando el más cotizado lustrabotas de la ciudad estaba en la vereda del “Petit Café”, la confitería que habían fundado cuatro catalanes en 1926. Los petiteros heredaron clientes mayores que adoptaron sus elegancias, pero definieron el lugar como refugio antigobierno, tales como el demoprogresista Horacio Theddy y el radical Miguel Ángel Zavala Ortiz.

DE THEDDY A KOUKA
Los petiteros tenían sastres personalísimos o trajerías dilectas (“Rhoder´s” y “Giesso”, que adaptaron diseños a esa moda). Sus camiseros bordaban iniciales personales "in pectoris", y los zapatos y mocasines a medida -previo molde- los modelaba artesanalmente Luciano Banagsco, en “Guido”, la ochava zapatera de la calle homónima y Montevideo. Luciano montó un fábrica, varias sucursales y murió hace un año y medio. Y ya hace años que “Guido” fue demolida; en la sucursal de Quintana al 300 se archiva medio siglo de moldes de pies famosos (entre ellos los del propio Theddy, del también desaparecido Juan Manuel Bordeau, y hasta de Fangio, que no fue petitero, pero sí atildado).
Los legionarios elegantes de Callao y Santa Fe tuvieron identidades firmes (sede principal y vestimenta común); tomaban claritos, se jactaban de ciertas proezas en las fiestas y se bronceaban en las playas del Olivos no contaminado. Caminaban con cierta afectación que imitaba a uno de los amigos de Theddy, el publicista y pintor Cacho Borda. Con apariencia todavía juvenil, Borda hoy lo niega en la barra de “El Verde” de la calle Reconquista -donde una exposición permanente exhibe 40 de sus cuadros-, “porque si influí en el andar de aquella gente no tengo la culpa: siempre caminé así”. Lo que no niega es haber pertenecido a los adherentes al fenómeno, ni sus ideas políticas, a la vez que reconoce que las fiestas llegaron a ser complicadas. Los petiteros no constituían ni un club ni un partido -más allá del antiperonismo- y no pasarían de unos pocos conocidos, fenómeno que, según Borda y otros memoriosos, se desnaturalizó. La moda se amplió para morir, pero también esa sentencia rondó a protagonistas que algún liderazgo ejercieron en la tendencia. Es cierto que se compartían regiones más apartadas a Callao y Santa Fe, “orque la elegancia estaba también en Florida -precisó Borda- y hasta jugábamos billar en el sótano de la ‘Richmond’”. Allí descubrió a una chica de 17 años que hizo retratar por un fotógrafo de plaza. “Achicamos un vestido de fiesta con alfileres y así nació Kouka”, que fue aprobada para la publicidad de un lápiz labial cuya cuenta era de la agencia “Argos”, de Emilio Morales, hijo del fundador de “La Razón”. Kouka pronto pasó a la fama mundial.

DE OLIVOS A DEVOTO
Borda recuerda la extensión petitera (“tomábamos copas en ‘Jimmy’, sobre Callao, y durante el verano en el ‘Pingüino’ de Olivos”) y hasta conoció a los personajes que desprestigiaron al petiterismo inicial. Pero en los tiempos felices “desde Olivos llamábamos a Héctor Tobar García, del Devoto residencial, y enseguida armaba una fiesta en la casona de su familia”, recuerda el pintor. Era en la calle Melincué, mojón de esa sucursal petitera que compartían -entre otros- Enrique “Quique” Roche y uno de los joyeros Giulani. La moda también se extendió a Belgrano (sus lugartenientes paraban en el “Modern Salón”) y por encontrarle la veta comercial algunos soñaron con un boom de vestimenta petitera. El “Petit Café” -que soportó varias trifulcas- seguía liderando a pesar de otras postas petiteras como “La Biela”, “05” y “Las Delicias”, entonces en Guido y Callao. Aumentaban los escándalos de petiteros iracundos que competían con sus proezas en fiestas o la de uno que entró al “Petit Café” de a caballo. La caída vertiginosa del peronismo aumentó allí los conflictos dirimidos en pugilatos y roturas, y fue víctima de las agresiones e incendios que el mismo día atacó al “Jockey Club” de la calle Florida y la Casa Radical.
Los más famosos y conflictivos petiteros fueron El Indio Servetti -grandote y morocho- y Titi Ayala, que en realidad era un paraguayo indocumentado. Todos recuerdan al Inglés Martínez, el único simpático “travieso y vanguardista”, como lo definió Borda. Ayala mató a Servetti -en febrero de 1966- en una desaparecida whiskería de Paraguay al 1200 (disputaban por la misma mujer). Pero el asesino no vivió mucho para contarlo: lo mataron en otra disputa en Corrientes.
Mucho antes, el petiterismo se había masificado a partir de los trajes veraniegos de tres botones que, a precios populares, impuso la fugaz cadena de tiendas “La Avispa” y sepultó al fenómeno. La lápida final: el “Petit Café” cerró sus puertas en febrero de 1973. Resucitó años después, pero los petiteros ya no entraban en sus pilchas y estaban avejentados. Volvió a cerrar.
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Imagen: Ilustración de Cacho Borda sobre el mundo de los petiteros.
Nota y dibujo tomados del diario “La Nación” del 30 de septiembre de 2001.

4 ago 2015

Los amigos del pintor


(De Federico Moreyra)
   
 (A Pedro Gaeta)

Miran con el asombro de quien vio su muerte
reflejada en el fondo de una copa
justo en el instante del último trago.
Miran como la desolación, como el vacío.
Son violentos como un tajo en la mejilla.
Deformes como el alma, borrosos como el llanto,
tibios como la sangre: están hechos de sangre.
Por las noches, cuando nadie los ve, salen del cuadro;
se van a tomar vino, se van a encamar con mocosas y yiros.
Van a misas blasfemas: escuchan tangos como quien mira a Dios.
Sólo pudieron nacer por la mano de un hombre como ellos;
son un sueño hecho vida, son la sonrisa del mejor amigo.
Una uña, un responso, una luna,
un temblor de la ciudad violenta.
Son como el respirar de Buenos Aires.
Por las noches, cuando nadie los ve, salen del cuadro,
y besan la sombra del hombre al que crearon;
porque suele haber casos -unos pocos- 
en que las sombras recrean al pintor.
Y cuando cae el gris de la mañana, 
por el lomo vencido de la noche;
a la hora de los reos y los pobres,
los amigos del pintor vuelven al cuadro:
son limpios como el odio, o como la amistad.
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Imagen: El pintor Pedro Gaeta. (Foto tomada de claramente.com.ar ).

"Pirilo", pizza y fútbol. Una perlita oculta en la barriada



(De Martín Magurno)

San Telmo esconde secretos con los que la gente lo identifica con relación al ámbito cultural, artístico y social: la Plaza Dorrego, la Iglesia Parroquial San Pedro González Telmo y el bar "Británico"; entre otros. Pero también el mundo gastronómico construye y contribuye a la historia de un barrio, desde sus sabores que se sirven en la mesa de los vecinos.
Así sucede con "Pirilo", la pizzería ubicada en Defensa 821 (a pocos metros de Independencia). Este local representa un patrimonio para los santelmeños. Sus clásicas bandejas gigantes de muzzarella al molde, fugazza común, fugazza con queso y anchoas, fainá y pizza a la cancha (con ají molido, tomate y orégano que se degusta fría) son su marca registrada. "Acá amasamos la pizza a mano, lo hacemos todo a pulmón y sin máquinas", afirma Silvia Vizzari, hija del fundador de "Pirilo" y santelmeña de nacimiento. Estos productos se fabrican con la ayuda de un horno a leña. Otra cosa que lo identifica es que los clientes comen parados, es decir sin mesa y sillas de por medio.
A pesar de que es un hito en el barrio, sin embargo algunos vecinos no llegan a reconocer el negocio a simple vista debido a que la fachada es angosta y su cartel pasa desapercibido entre las casas que lo rodean. Más allá de que la pizzería esté casi oculta en el tradicional paisaje turístico, su crecimiento popular convoca -entre otros- a vecinos, estudiantes universitarios y trabajadores de la zona. Es más, hasta taxistas estacionan su auto y se toman un tiempo de descanso para comer alguna porción con la característica servilleta gris en mano, de "Pirilo".
Este local se originó como un emprendimiento familiar. Fue fundado en 1932 por Vicente Vizzari bajo el nombre de "Luigin". Pero más tarde su hijo, Juan "Pirilo" Vizzari, estableció el apodo definitivo y asentó su crecimiento gracias a la recomendación de sus comensales. En aquella época no solo vendían pizzas sino también helados, torta de ricota y pastaflola.
En 1994 fallece Juan y sus descendientes se hicieron cargo. Pero el negocio familiar y el fanatismo por el fútbol se mantuvieron intactos durante estos 83 años. Gorros, banderas y banderines de color azul y celeste demuestran la pasión por el Club Atlético San Telmo. Vale aclarar que Juan Vizzari seguía atentamente al equipo "Candombero" en la categoría que le tocase jugar. Durante la década del ´50, la pizzería "Pirilo" se ocupaba de anotar los resultados de los partidos en una pizarra para hacérselos saber a los vecinos.
"Me acuerdo que cuando San Telmo ascendió a primera división, en 1975, mi viejo le regaló pizza a todo el mundo que pasaba por 'Pirilo'" confiesa -entre risas- Silvia Vizzari, quien trabaja allí desde hace 25 años. Silvia tiene 51 años y también la apasiona el fútbol. Es socia e hincha del club San Telmo y, desde 1975, casi siempre va a ver al Candombero. No es sólo una simple espectadora, sino que ayuda ad-honorem con la venta de entradas en la boletería. "Seguimos fiel al club", agrega.
La popularidad de las pizzas de "Pirilo" atravesó las fronteras del barrio y -seguramente por eso- personajes del mundo del espectáculo también anduvieron por allí, como por ejemplo Luis Brandoni, Jorge Porcel, Alberto Olmedo, Rodolfo "el Tano" Ranni, "Teté" Coustarot y Fabián Matus (hijo de Mercedes Sosa), entre otros. Hay varias fotos en el local que atestiguan eso.
Actualmente "Pirilo" está en manos de Silvia, su hermana "Piru", su sobrino y un empleado. "El legado que quiero dejar es tratar de enseñarles lo mismo que me enseñaron a mí. Y seguir manteniendo esto como es. No modificar, porque modificando las cosas dejan de ser lo que son y de tener la esencia del lugar", concluye.
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Imagen: Frente de la pizzería "Pirilo". (Foto tomada del diario "Clarín").
Texto tomado de la página web: buenosairessos.com       

2 ago 2015

"La Gayola", explicada por Segismundo



 (De Rodolfo Jorge Rossi)

Los años 60 dejaron una singular impronta en la historia del mundo. 
Se inician en 1961 con la invasión norteamericana a Cuba y el fracaso en Bahía de los Cochinos. Es el año de Iuri Gagarin en el espacio y  sus declaraciones al volver a la tierra: “no he visto a Dios”. En 1962 se construye el ominoso muro de Berlín.
La década concluye el 25 de noviembre de 1970 con el suicidio ritual del escritor japonés Yukio Mishima, haciéndose el  harakiri en público, desesperado por la decadencia espiritual, cultural e irreversible del hombre.
En esos años los  sabios del café asistían perplejos a la presunta  muerte del tango y al surgimiento arrasador del psicoanálisis.
Cierto día  de 1965  me encontraba  rodeado de  sabihondos y suicidas cuando Ceferino Musante -el tanguero que volvió de la muerte- dijo muy suelto de cuerpo: en mis épocas de finado emérito frecuentaba la mesa que Carlos Gardel compartía a diario con  Freud en el café “Otro Cielo”, en el mismísimo Paraíso Terrenal. En una oportunidad  la conversación giraba acerca de nuestros tangos preferidos; el Morocho confesó que se emocionaba hasta las lágrimas al entonar La Gayola, compuesto por  su gran amigo Armando Tagini.
Interrumpió Segismundo: ese es, sin duda alguna, un tango notable, superlativo, extraordinario, donde el autor pone de manifiesto el famoso complejo de Edipo, que yo  descubrí mientras caminaba silbando bajito  por las calles de Viena. Si quieren expongo.
Continuó Musante: como siempre tengo a mano mi viejo Geloso y grabé la disertación de Freud en el café. Acá está, dijo  extrayendo el grabador.
¿Quieren escucharla? Preguntó.
Sin esperar respuesta apretó play; tuvimos la emoción de oír  la voz del brujo de Viena. Arrancó así:
“La personalidad del malevo que expone sin tapujos la sórdida historia de su vida en la letra del tango La Gayola, presenta síntomas y procesos mentales característicos de un cuadro psicológico donde resalta el complejo de Edipo y una fuerte fijación por su viejita. Podemos agregar, también, una feroz neurosis de abandono.
“Comienza con un: No te asustes ni me huyas, no he venido pa’vengarme. Ahí expresa una acusación implícita y si dice que no se va a vengar es porque él cree que tiene, como todo cornudo que se precie, el derecho de hacerlo. Después aclara: si mañana justamente ya me voy pa’no volver. He venido a despedirme, continúa humilde; como dicen los criollos: con el sombrero en la mano.
El personaje busca el afecto perdido: el gustazo quiero darme y en tus ojos campanearme: esta última es una frase de gran efecto psicológico porque el protagonista no mira a su gran amor como es: una mujer de la vida, muy putarraca ella; el otario se mira a si mismo en los ojos de la turra.
Es Narciso contemplándose en las turbias aguas del Riachuelo o en los ojos brillantes de la mujer-madre. Un claro intento de volver al pasado, al que nunca se vuelve; el penoso malevo no ha podido despegarse.
He venido pa’que juntos recordemos el pasado, como dos buenos amigos que hace rato no se ven.
El personaje quiere volver al pasado; revivir momentos gratos cuando se sentía seguro  y querido por su santa madrecita, mateando con ella en el patio de su casa rodeado de malvones.
Y acordarme de aquel tiempo cuando yo era un hombre honrado, y el cariño de mi madre era un poncho que había echado sobre mi alma noble y buena contra el frío del desdén.
Acordarse del tiempo en que era un hombre honrado es recordar el tiempo cuando era querido y venerado por su señora madre. Regresa a la mujer amada a la que identifica con su madre. En un acto de pensamiento  tanguero cree que contemplándose en los ojos de su amor puede volver al pasado. En definitiva, un dolobu atómico. Cabe destacar el gran simbolismo en la imagen de poncho-madre.
Una noche fue la muerte que vistió mi alma de duelo, mi querida madrecita se me fue a vivir con Dios.
La madre vuelve a vivir en la única condición posible de triunfo sobre la muerte: al lado de Dios.
Y en mis sueños parecía que la pobre desde el cielo me batía que eras buena, que confiara siempre en vos.
Estos versos demuestran sueños de poesía y tango, no hay censura onírica. De esta manera el malandra resuelve su neurosis.
El conflicto edípico es realizado a través de la ficticia encamada con su viejita a través de la otra mujer. Pero debido a su patética neurosis siente de manera patológica la pérdida de su  madre y eso le hace mucho daño. La primera pérdida materna se da a través de la muerte, la segunda, la de la trola amada, se da a través de los cuernos.
Y la pérdida de la mujer-madre con la que tiene sexo es por otro hombre
Pero me jugaste sucio y sediento de venganza mi cuchillo en una noche lo llevé hasta un corazón.  Desde el punto de vista psicoanalítico no hay duda de la equiparación del cuchillo como símbolo fálico. Se reactualiza el conflicto edípico de matar al rival que es el padre para lograr hacer vida con la mujer-madre.
Y más tarde ya sereno, muerta mi última esperanza, una lágrima rebelde la sequé en un bodegón.
Son lágrimas rebeldes de niño frustrado que no consigue afecto materno ni aún después de muerto el rival. A la frustración el personaje lo sustituye por el acto oral de la bebida; el guacho se agarra un pedo de camionero.
Las lágrimas cesan con la compensación simbólica que otorga la bebida; el bodegón sustituye la vagina  materna.
Viene ahora el momento del castigo, la rebelión contra el padre la pagará cara. Recuerden que Edipo se arrancó los ojos. El personaje del tango dice: Me encerraron muchos años en la sórdida gayola. La gayola actúa en este momento como un coño terrible donde no se recibe ningún tipo de compensación.
Y una tarde me largaron pa’ mi bien o pa’ mi mal
Fui sin rumbo por las calles y rodé como una bola
El compadre camina sucio y borracho; errante como Edipo ciego. Ese deambular es muy doloroso, en curda, sin que nadie le brinde afecto.  Eso es peor que la ceguera o la cárcel.
Pa’ tomar un plato e sopa cuantas veces hice cola,
Las auroras me encontraron atorrando en un umbral
Pone de manifiesto la sensación, ya mencionada, de desamparo total. El infame apoliya en un zaguán.
Hoy ya no me queda nada, ni un refugio, estoy tan pobre,
Padece de la peor de las pobrezas que es la falta de afecto. La pobreza afectiva es terrible.
Solamente vine a verte pa’dejarte mi perdón
Esta estrofa debe interpretarse por el contrario.
Pa’que no me falten flores cuando esté dentro e’l cajón.
Este cajón sustituye al poncho anterior como albergue materno; hablando en criollo, representa la reverendísima concha de su madre, dicho sea esto con el mayor de los respetos. El cajón es un símbolo mucho más apropiado que gayola y bodegón.
y flores; sexo y chumina materna, ser amado después de muerto, así pues en un texto aparentemente sencillo como es  La Gayola está la clave de la personalidad de un hombre  que es el reflejo de todos los hombres del mundo.”
“Se escucharon aplausos de los parroquianos  presentes en el café Otro Cielo.  Después de unos segundos resonó, única, la voz de Carlos Gardel: “Segis, ¿Lo que acabas de contar es  pulenta, pulenta?”
“Por supuesto.”
“Escupió Carlitos, rotundo: Tagini no era ningún manú! ¡Escribió el tango La Gayola y escrachó las miserias del hombre en veinte renglones!”
Quedamos con la boca abierta. Musante miraba a su alrededor con la sorpresa de los que vuelven de la muerte. El Geloso  nos reveló secretos del más allá; sorprendentes e indiscutibles. Pagamos y nos fuimos en silencio, con la cabeza baja. Sospeché desde siempre sobre la importancia superlativa de  La Gayola; un tango más profundo que La  Biblia. Ahora no tengo la más mínima duda.
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Ilustración: Partitura del tango La Gayola.

27 jul 2015

Pasaje Giuffra, ¡piedra libre a la historia!



 (De Rocío Areal)

El traqueteo de carretas que aún resuena sobre la alfombra de adoquines, la estrechez de las veredas pateadas por el caminar de la historia y el curioso de los diminutos balcones de hierro que -a un lado y al otro- asoman a la memoria de un gigante. Silbando bajito, el pasaje Giuffra estampa sus apenas dos cuadras de longitud en una traza del interminable San Telmo.

DIVINO TESORO
Custodiado por la calle Defensa y la avenida Paseo Colón, el chiquitín pasaje no se anduvo con chiquitas a lo largo de su potente existencia. Las huellas de clasicismo italiano que aún ostentan algunas de sus construcciones dan cuenta de un pasado elitista. Reducto de familias acomodadas, San Telmo fue acaso un desfiladero de ricos comerciantes y señoras fifí. Al menos, hasta 1871, cuando la fiebre amarilla hizo de las suyas. sin embargo, la historia de nuestro pequeño gran protagonista se remonta aún más atrás en el tiempo.
Más precisamente, a aquellos tiempos de virreinato que corrieron en el siglo XVIII. Para entonces, la calma de esta callejuela fue elegida por Mariano Escobar, pescador oriundo de Luján, para llevar adelante su vida familiar en Buenos Aires. Y tan devoto resultó ser este buen hombre qe bautizó a cada uno de sus hijos con el nombre del santo del día en que nacieron. Incluso, fueron conocidos en la zona como “los lujancitos”.
Aunque de fe no sólo se vive. Tanto así lo sabía Escobar que, con las primeras luces de la mañana, dejaba su modesta casita para tirar las redes en las aguas del río. Hasta que lo impensado sucedió: el 8 de diciembre de 1806 (¡Nada menos que el día de la Inmaculada Concepción!) Mariano tuvo que hacer arduos esfuerzos para arrastrar el peso que guardaba su red. ¿Un pez gigante? ¡Ni por asomo! Se trató de una talega que, para sorpresa de Escobar y su esposa, contenía nada menos que onzas de oro. ¡Milagro! Acaso de eso se trató aquel hallazgo para este encomendado pescador. Sin embargo, la explicación sería otra. Y aquí se la develamos.  No vaya a ser, estimado amigo, que acabe lanzándose al Río de la Plata de sólo leer estas líneas.

TOMALO VOS, DÁMELO A MÍ
“El ladrón que roba a otro ladrón, tiene cien años de perdón”. Refrán que le caía como anillo al dedo a Escobar. ¿Por qué? Porque las onzas eran parte del tesoro que la armada inglesa, tras la invasión que protagonizara dicho año, le había confiscado al Virrey Sobremonte. Más precisamente, en Luján. Al fin y al cabo, ¡de los pagos de la virgen venía el asunto! Ocurrió que Sobremonte trasladó allí su fortuna para protegerla de los invasores. Y aunque éstos descubrieron la jugada del mandamás, el tiro les salió por la culata. O, mejor dicho, la talega se les escapó de la fragata. Esa que surcaba la bravura del río con destino a Londres.
Así las cosas, Escobar no iría a cometer el pecado de la avaricia. Y tras consultarlo con el Padre de la Iglesia de Belén, además de resolver sus apremios económicos, el devoto pescador decide utilizar la fortuna “enviada” para hacer obras de caridad.
Menuda historia la de Escobar y su hallazgo. Esa por la que nuestra calle protagonista tomó el nombre de Puentecito Luján. ¿Qué si allí terminó el cuento? Nada de eso; en este pasaje aún resonarían  más relatos... y de boca de grandes recitadores.

PICOTEO Y ME VOY
A mitad de camino, nada mejor que hacer una pausa. Y si bien esta corta callejuela no incitaba a descanso alguno: la pulpería “La Paloma” era casi una parada obligada. ¿Dónde? En el número 295, esquina Balcarce. Hijos de acomodados terratenientes, marineros arrojados por los buques mercantes y demás almas ávidas de un buen trago componían un verdadero popurrí.
Payada iba, payada venía; lo cierto es que en “La Paloma” se armaba más de un bailongo. Y a él han asistido personajes de todas las épocas: entre los muros de La Paloma, el negro Gabino Ezeiza daba rienda suelta a su inspiración. Mientras que Esteban Echeverría y su tocayo Esteban de Luca, dos que se embebían de romanticismo a puro recitado, ya habían hecho de las suyas mucho tiempo antes.
Aunque si de amigos de la casa se trata, “la ley” también decía presente en “La Paloma”. Y vaya si se hacía notar: cada vez que asomaban las narices los mazorqueros -policías del riñón de don Manuel de Rosas- ninguno se hacía el vivo. Especialmente si se trataba del jefe de serenos, don Ciríaco Oliden. Otro vecino de la zona que mantenía un noviazgo -no del todo correspondido- con la hija de un sargento, también mazorquero.
Por lo pronto, parroquiano amigo, ya sabe ahora que el pasaje Giuffra esconde historia de la linda en su estrecho recorrido. Una ventana a esa Buenos Aires que no se ve, pero que siempre invita a descubrirse desde sus más insólitos rincones.
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Ilustración: El pasaje Giuffra.
Nota y fotografía tomadas de la página www. buenosairessos.com

25 jul 2015

La loca Baires



(De  Marcos Silber)

Quien la vio reina del plata,
y quien la ve ahora pura ruina,
con los pulmones afuera, perdida,
miserable trepada a las luces del centro;
agitada como nunca,
colosal de loca, de chiflada,
a los gritos clamando toda la bronca,
dice malditos cosacos mosqueteros traidores dice,

postergadores, hijos de un vagón de putas dice,
ministros bandoleros ratas tratantes dice,
señoras limpitas venerables canallas dice,
y solitos, muñecos de apuro, abdicadores,
aturdidos, viudos del amor,
amputados lisiados de la ternura dice,
vaciados,
tontitos,
y se agita y se mece
con su gorro frigio la piantada,
con esas ramas y esas hojas,
como un bouquet de tormentas entre los brazos

los laureles que supo conseguir.
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Ilustración: Buenos Aires, pintura de Aniko Szabó.

21 jul 2015

Una placa generó la polémica

 
(De Mario Tesler)

Entre los años 1811 y 1813 Luis José Chorroarín se desempeñó como segundo bibliotecario de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, siendo designado director en 1818 y permaneció a cargo de este organismo hasta 1821; le sucedió Manuel Moreno hasta 1828.
Sobre el sepulcro de Luis José de Chorroarín, ubicado en la calle central de  Cementerio de la Recoleta, se colocó una lápida de mármol con una inscripción en latín, publicada con su traducción entre otros por Ludovico García de Loydi en Una luz en la Manzana de las Luces: Chorroarín. La lápida no había sido colocada por sus familiares y amigos, como por error dije en mi artículo publicado en La Biblioteca,  sino por las autoridades de ese entonces. La inscripción en la placa decía:

Aquí yace
don Luis Chorroarín
canónigo presbítero de la santa iglesia catedral
Rector por veinticinco años del Colegio Carolino
y fundador de la Biblioteca
Murió el día 11 de julio del año de 1823
Mil jóvenes dio él al foro, al altar, al ejército
y otras tantas lenguas agradecidas hacen que su fama sea imperecedera.

Chorroarín falleció el 11 de julio de 1823 y del texto de esta lápida, años después desaparecida de su emplazamiento, molestó que en ella se le atribuyera haber sido fundador de la Biblioteca. Una de las manifestaciones de descontento pertenece al hijo de Mariano Moreno, que también fue dependiente de la Biblioteca Pública de Buenos Aires entre los años 1824 y 1825; en cuanto a la otra, apareció firmada con el seudónimo Veritas. 
En la primera parte de la presentación de Mariano Moreno (h) ante las autoridades se lee: "Mariano Moreno ante V. E. en la forma que corresponde expongo que hacen cinco años que existe en el Cementerio público de esta ciudad una lápida destinada á conservar la memoria del finado Doctor Don  Carlos Chorroarín; yo estoy muy distante de desconocer en la carrera pública de aquel individuo servicios importantes y mérito suficiente  pa qe su memoria sea grata á sus conciudadanos; po tampoco me permiten mis deberes filiales sufrir en silencio que se le atribuya la fundación de la Biblioteca pública debida al celo y patriotismo de mi finado Padre Dr. Don Mariano Moreno; á nadie sino á él debe el país la fundación de aquel establecimiento y á él solo le corresponde el título honroso de ser fundador y protector que le acordó el Superior Gobierno, en (el decreto)  (periódico ministerial de que) adjunto que comprueban aquel hecho. Yo no he descuidado la reclamación de este ultraje a la digna memoria de mi padre, pero circunstancias imperiosas me obligaban a esperar (una)  oportunidad sin otro desahogo que lamentar en el seno de la amistad la triste situación, de que por falta de apoyo se ve imposibilitado de hacer uso de sus derechos. Yo estaba penetrado de la justicia que me asistía po qe conocía bien que sin más elementos hubiera sido emprender una lucha muy desigual ps qe mis circunstancias no eran las mismas que las del albacea del Dr. Chorroarín, y porque el Gobierno había dado pruebas de interesarse en perpetuar su memoria del modo más distinguido al paso que el nombre del benemérito Dr. Moreno estaba ya olvidado. Mas es preciso ser justos E.S. y agradecer los servicios de los buenos ciudadanos aun después de su muerte. Yo haría un agravio imperdonable á los sentimientos de la presente administración, si temiera que recibiese con frialdad mi solicitud, la considero incapaz de desatender el merito y los servicios del Patriota mas distinguido del año 10 y en esta confianza.
A V.E. pido y suplico se digne autorizarme para borrar de la lápida indicada las palabras que atacan los derechos de mi padre."
Este documento se conoció parcialmente en 1961 durante la gestión de Roberto Etchepareborda en la presidencia del Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires, cuando se dispuso su publicación junto con otros en homenaje a Mariano Moreno, con motivo del 150 aniversario de su fallecimiento. Pero el texto completo recién aparece en el artículo Mariano Moreno y la fundación de la Biblioteca que Ricardo Caillet-Bois hizo publicar en la revista del Museo de la Casa de Gobierno.    
 hora bien, entre los años que van desde la colocación de la lápida sobre la sepultura de Chorroarín, en 1823, y la presentación de Mariano Moreno (h), cinco años después, solamente se conoce otro reclamo a favor de Mariano Moreno  (padre), como fundador de la Biblioteca Pública, que apareció bajo el epígrafe Comunicado. Éste es de autoría atribuida y presenta un primer párrafo de índole conceptual para luego ocuparse del caso en particular; dice así:"Hay un autor que recogiendo los epitafios de un cementerio de Alemania compuso un libro interesante, y lleno de reflexiones morales y profundas. Lo mismo podría hacer un viajero en otros países civilizados. Pero en el nuestro la costumbre de las inscripciones sepulcrales es demasiado nueva para que presente todavía un objeto digno de atención; y debe temerse por las que se han empezado á usar, al menos una parte de ellas, que venga á establecerse  un mal gusto, ó una vanidad incompatible con lo sagrado del lugar, y sentimientos solemnes que inspira. 
En la inscripción de la lápida del Dr. D. Luis José de Chorroarín, en el cementerio del Norte, se nota una falsedad ó un error en titularlo fundador de la Biblioteca. Esto es tan distante de lo cierto que este finado ni perteneció á la Biblioteca al tiempo de su fundación. Tiempo después fue nombrado bibliotecario, cuyo destino sirvió hasta pocos años antes de su muerte, con sueldo y casa de valde, que no han tenido otros. Fue ascendido á canónigo de esta santa iglesia Catedral; pero siempre sería tan falso llamarlo fundador de la Biblioteca, porque fue su bibliotecario, como fundador de la Catedral porque fue su canónigo. Para corregir este error (pues el fundador fue el Dr. Moreno) pueden los que lo hubieron cometido, ver el establecimiento de la Biblioteca hecha por el primer gobierno patrio, y consta en la Gaceta del 13 de septiembre de 1810. Allí verán estas palabras: nombrando desde ahora por bibliotecarios al Dr. D. Saturnino Segurola y al reverendo padre Fr. Cayetano Rodríguez, que se han prestado gustosos á dar  esta nueva prueba de su patriotismo y amor al bien público; y nombra igualmente por protector de la Biblioteca al secretario de gobierno Dr. D. Mariano Moreno. Verán también en las siguientes los donativos públicos con que se erigió y en la del quince del  mismo septiembre una carta de los comerciantes ingleses residentes en esta ciudad oblando considerables sumas, á influjo y solicitud del Dr. Moreno. Es preciso pues no usurpar nada del honor que á otros corresponde, por recargar la memoria de un muerto con una ostentación mundana de las distinciones efímeras del mundo. Menos decir, y sobre todo no decir sino la verdad, sobre esa losa fría que encubre los huesos de un mortal
 Requiescat in pace.   
Veritas

Este reclamo, reivindicando a Mariano Moreno como fundador de la Biblioteca Pública apareció en el número 80 de El Argos (Buenos Aires) de 1823 medio periodístico en el cual Manuel Moreno cierto es que era uno de los redactores.
Sobre la firma Veritas, Gustavo Martínez Zuviría en el polémico libro Año X  estima que el autor se escondía detrás de un seudónimo, suponiendo que su firma no agregaría autoridad a la protesta y opina que: la precaución resulta inútil, porque lo apasionado del tono y los giros del lenguaje delatan que “Veritas” es Manuel Moreno, Director en ese tiempo de la Biblioteca.
Ricardo Caillet-Bois en el citado artículo, publicado en la revista Mayo, corroboró así esta atribución de Martínez Zuviría en Año X sobre la identidad del firmante de este reclamo: Manuel Moreno, hermano de Mariano, no permaneció indiferente ante lo que consideraba un despojo de la legítima gloria de su hermano. Y,  como es conocido, bajo el seudónimo de Veritas publica en El Argos de Buenos Aires (4 octubre de 1823) un comunicado […].
También Horacio González coincide con Martínez Zuviría que la protesta enfática contra esa atribución a Chorroarín, sin duda, manifiesta en Historia de la Biblioteca Nacional, corresponde a la autoría de Manuel Moreno, hermano de Mariano.
El antecedente que se toma para señalar a Manuel Moreno como presunto responsable de lo publicado en El Argos es ser autor de la primera biografía, Vida y Memorias de Mariano Moreno, publicada en Londres en 1812, donde le adjudica a su hermano tener la gloria de ser el fundador de una Biblioteca pública en Buenos Ayres.
En el libro sobre el pensamiento político de Mariano Moreno que le dedicó Enrique de Gandía en 1968, éste se ocupa de la atribución de Martínez Zuviría a Manuel Moreno respecto a lo publicado con el seudónimo Veritas, pero no vierte opinión alguna.
Tres libros sobre el ocultamiento autoral en nuestro país dan a Veritas como uno de los seudónimos usados por Manuel Moreno: Diccionario de alfónimos y seudónimos de la Argentina (1800-1930). Buenos Aires, Elche, 1962; Diccionario argentino de Seudónimos. Buenos Aires, Galerna, 1991; y Autores y Seudónimos porteños. Buenos Aires, Dunken, 2007. 
Cotejando los textos de la presentación de Mariano Moreno (h), ante las autoridades de gobierno, y el reclamo publicado por Manuel Moreno, en El Argos de Buenos Aires, podría replantearse el interrogante sobre quién fue realmente Veritas en esa oportunidad. 
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Ilustración: Retrato de Luis José Chorroarín. 


19 jul 2015

Refutación de la memoria por la memoria



 (De Silvio Funes)

Con sumo placer he leído el aporte hecho a la página de “Buenos-Ayres” por el señor Martín Felipe Sosa, titulado “Saga con viajeros”. Me adelanto a decir que aprecio y hasta envidio su buena memoria dedicada a rescatar historias que todos hemos conocido y hace mucho olvidado. Aunque al respecto de ese trabajo, me siento, a la vez, en la obligación de expresar  una reserva de índole limitativa que –bien lo comprendo– entraña una inevitable crítica, en realidad puesta en camino de llegar a ser censura, lo que en verdad lamento.
Me ha agradado lo que escribió el señor Sosa, al que, por otra parte, no conozco y mal haría en no considerar positivo un trabajo que contribuye a ampliar nuestros recuerdos relativos a la ciudad en la que vivimos y a la que amamos, sin contar con que esa censura, de algún modo lateral, no estaría dirigida a él en persona, sino a toda una escuela de memorialistas porteños que está muy pero muy extendida, no sólo en estas páginas sino, también, por todos los vericuetos.
Voy al grano: cita Sosa a una serie de importantes viajeros, a partir de la evocación de un personaje al que maltrata con razón, pero obviando el hecho de que lo único real en el recuerdo o el olvido de la gente es el pobrecito Fabiolo, pues todos los otros no son sino fantasmas que cada tanto reaparecen provenientes de libros, de periódicos amarillentos, de testimonios de tercera mano, ya que nadie conoció a Enrico Ferri o a Keyserling, y que, por lo contrario, es posible que alguien sí se haya cruzado en la calle con ese derrengado aristócrata español. Poniendo esto en lenguaje pedantesco cabría resumir que, para nuestra  generación, Jean Jaurès es la teoría y Fabiolo, la praxis.
Mencionado el paso de este último por Buenos Aires, apunta Sosa que “después vino la televisión”. Sin desdeñar en absoluto la profunda implicancia que en todo orden de cosas ha venido teniendo esa innovación a partir de haberse implantado, bueno es señalar que en todas partes y también en Buenos Aires, la generalizada extinción de los recuerdos inmediatos es anterior  a ese fenómeno. Prescindamos del resto del mundo, asunto que no es para tratar en este momento y restrinjámonos a lo local; de hecho citas, protagonistas, anécdotas, filiaciones sentimentales, lugares determinantes y adhesiones de todo tipo son, en apabullante grado, anteriores a 1940, poco más o menos. En nuestro caso, todo –amigos, individualidades, peñas, tangos, costumbres, compadritos, banderas políticas, usos y curiosidades– remite invariablemente a la época del chambergo. Es como si después de una etapa que habría terminado quién sabe cuándo (para  indicar referencias: la muerte de Gardel, o la guerra española, o la mundial, o la aparición del peronismo) de muy poco uno se hubiese enterado, muy poco ocurrió y poquísimo interesa.
En primer lugar, que eso nos coloca en una situación de orfandad realmente incómoda: resulta que nosotros –y ya somos viejos y hasta viejitos– no hemos existido o, al menos, nunca hicimos nada que mereciera preservarse: junté figuritas en las que aparecían Juan Armando Benavídez y Roberto Resquín; he atisbado a “petiteros” de pantalón estrecho y tajitos en el saco –en aquel tiempo se decía que eran para facilitar prácticas homosexuales–; recuerdo el estruendo lejano de un bombardeo, las bañaderas con querosén, los “rumores”, el Floridita, Jauretche en el Youngmen’s, el Di Tella, los boliches del rock, la feria de los hippies, la Corrientes de las librerías, los muchachos formando cadenas de brazos para que la columna no se disgregue, las capuchas, los Falcon verdes, los ensayos de oscurecimiento con motivo de Malvinas, pero parece que todo eso lo he soñado, pues mis contemporáneos no lo recuerdan. ¿O es que presentándose como campechanos memoriosos, son, en realidad, investigadores de archivo, arqueólogos vocacionales? Dicho quizá brutalmente: conozco una Asociación de Amigos del Tranvía; no, en cambio, una de amigos del trolebús.
Segunda cosa: sospecho que en esa amnesia hay ideología pasada de contrabando, tal vez de manera inconsciente. Esa ideología refleja, para mí,  una actitud que hasta juzgo valiosa, en cuanto entresaco de su argumentación algunas verdades incuestionables, pero que mi índole de “librepensador” rehúsa aceptar como absolutas. Porque, en efecto, hay una línea conceptual que tiende a ver a la Argentina –y a Buenos Aires, sobre todo– como algo del pasado, cuyo esplendor fue y dejó de ser. Habría sido ése un mundo de esperanzas y proyectos, y, asimismo, de lacras y podredumbres, pero vital y creativo, con escritores, con polémicas, con inmigrantes y palacetes, con estadistas y pensadores, con luchadores y apóstoles, con trabajo y ganancias, con “linaje y multitud”, como diría Francisco García Jiménez, con el pulso de  la vida circulando por las venas.
¿Cuándo terminó ese caos que era, a la vez, una promesa de Jauja? Difieren los exégetas aunque barajan años cercanos entre sí: Juan Archibaldo Lanús hace coincidir el final de Aquel apogeo –así se llama su libro– con el relevo de Carlos Saavedra Lamas en el cargo de ministro de Relaciones Exteriores, o sea en 1938; otro volumen de no me acuerdo quién alega en la tapa cierta grandeza y entre paréntesis encierra los años 1889-1939. Por su parte, Escudé y Cisneros llaman “Argentina sometida” a la que se estableció a partir de 1942, con la asunción definitiva de Ramón Castillo como presidente de la Nación; Carlos Ibarguren no duda en atribuir a 1943 el carácter de hito, pero José Luis Torres lo lleva al año siguiente dado el peso que concede a la deposición de Ramírez, y supongo que, desde su empíreo, Juan Pablo Feimann optaría por el 45. Ludovico Vita sostenía, en charlas, que todo concluyó en 1947, cuando el Congreso aprobó las Actas de Chapultepec  “y nos sacamos la careta”.       
Está bien que esas personas piensen de esa manera; con variantes, son la derecha y la derecha genuina no es sino una arquitecturización de la nostalgia. De acuerdo, pero igual no me convencen mucho. Razono y razono y no acabo de ver por qué la ciudad de los conventillos habría de ser mejor, o más sugerente o más incitativa, que la ciudad de los departamentos. Claro, ya sé, para esos días se había hecho presente “el monstruo grande (que) pisa fuerte” vulgarmente llamado peronismo, y en el enchastre que hizo con sus patas elefantiásicas todo lo confundió: los oligarcas se hicieron mediáticos; los gremialistas derivaron en lumpen, los socialistas en “humanistas”, y los comunistas en “pequeños y medianos empresarios”. El desorden, el desorden que aborrecen en especial los intelectuales porque les dificulta pensar en abstracciones. Pero yo no soy intelectual sino un simple vecino que alguna vez ha hecho versos; sin embargo, también estoy en la confusión. Y me siento mal, incomprendido y desechado: pido perdón por ello.
¡Vemos que lo del amigo Sosa para nada se me hace baladí; por lo pronto me ha servido para hacer estas reflexiones!
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Imagen: El conde  Hermann Graf  Keyserling.