(De Diego Lucero)
Lo recordamos como si fuera ahora, aquel tiempo y aquel
día, cuando todo ese mundillo ancho y propio de los taitas, de los tipos del
ambiente, de los de gacho gris, de los de samica de seda y corbata colorada, de
los de lengue, de los de faca, de los shoficas, de los gomías…, y todo aquel
agitado mundo un poco chismoso de las tangueras, de la Sofía , de la Azucena , de la negra
Mercedes, de la Libertá
y la Tania y la Malena de la voz de sombra
y la calle Corrientes con sus boliches que son historia junto a cuyos estaños
viven acodados los poetas de la musa rantifusa, los grandes curdas del disconformismo
social y de la pena hecha tango; y Corrientes y Esmeralda y el negro Celedonio
y la gente de teatro y los fueyes de Pichuco, Discepolín el triste y toda la
milonga de la noche porteña, la de los grasas y la de los cambas, sintió el
estremecimiento de la noticia que nadie quería creer y hubo que creerla…
y la noticia era: ¡Gardel ha muerto!
Aquel mes de junio de 1935, con mis socios Pata’e Catre, Roncadera y Primero’e Mayo, estábamos campaneándonos el Campeonato Sudamericano de Básquet
que se jugaba en Río de Janeiro. El urso Stroppiana había armado un lindo zafarrancho.Faltando cinco segundos para terminar el partido con Uruguay y estando la
cuenta empardada en cuarenta y tantos puntos..., el cortito Orri, jugador de
altura en calidad pero que nunca pudo salir de petiso, sacó una bol por elevación
y el lungo Estropi levantó aquel brazo derecho que parecía un tronco de
ocalito; abrió la manopla, que parecía una oreja de elefante; levantó el dedo,
que parecía un lindo boñato con uñas, y tacando la globa la levantó un poquito
y entró sin rozar el aro. Doble. Era en el tiempo en que el juego se reanudaba
con salto en el medio de la cancha. Saltaron y..., en seguida el pito: ¡Argentina
campeón! Al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, en aquel Río de
Janeiro un poco aldea, de hace tres décadas (entonces, 1965), empezó a circular un rumor, que, rodando y rodando, pasando de boca en boca, llegó hasta
nosotros. Una radio había anunciado la caída de un avión en Colombia y la
muerte de casi todos sus pasajeros. Uno de los muertos se suponía que era
Carlos Gardel. Era cierto...
Carlitos, varón de clara estirpe, a pesar de que en su
pedigrí (algunos cafañones de esos que viven averiguando el pursang de
la persona
humana para
saber si están bien anotados en el studbook) decían
que había algunos lunares, era de una generosidad determinante de que se le
piantaba por entre los dedos, como se derrama el agua del cuenco de la mano,
el gran toco de fasules que ganaba con la radio, con el cine, con los
espectáculos, con el disco. Y la guita se le iba porque tenía siempre a su
alrededor, allí donde atracara la carrera de su pinta brava y la ruidosa chata
de su fama, un grupo de reos que se le arrimaban tanto para mimarlo como para
mangarlo. Eran náufragos de la aventura, emigrantes a países extraños en busca
de fortuna, a quienes la porruda suerte les había dado vuelta la jeta.
Bailarines de tango con corte que habían ido a París a enganchar una contrata
o, por lo menos, una farfala que diera buen espor, y como no ligaron el contrato
ni trovaron la farfala, allá quedaron chanta," anclados en París" y
esperando que cayera uno que les tirara una cuarta.
Y así como en París, en cualquier parte adonde fuera Gardel
con la viola en bandolera y el zorzal en la jaulita de su corazón, en seguida
se le aparecían los moscas a cantarle cada uno su milonga; la milonga de los
días mishos con la buseca vacía. Y Carlitos, que conocía las variantes de
aquellas melodías del hambre, algunas fayutas pero las más verdaderas, pelaba
el cuero y diez por aquí veinte por allá se quedaba seco pero contento de
poder ayudar a sus hermanos los orres que se habían quedado en la rúa...
Carlos Gardel se hallaba en Nueva York cumpliendo contrato
con la National
Broadcasting Corporation y compromisos de filmación con la Paramount. En un
receso de esas dos actividades simultáneas, le propusieron a Carlitos hacer el
bolo de la gira por Centroamérica. La Dirección de la NBC ; los capos de la Para mount y Hugo Mariani, el
músico uruguayo organizador de la orquesta de la National Broadcasting ,
por cuya iniciativa personal NBC contrató a Gardel para cantar por sus
micrófonos, se opusieron muy firmemente a la turné de Gardel por los países
centroamericanos. Hasta amenazaron cancelarle los contratos si la cumplía. Pero
no hubo tutía ni amenazas; ni las más amistosas palabras de convencimiento ni
los consejos de los buenos consejeros fueron suficientes para hacerlo desistir.
Carlitos tenía que hacer la gira. Y tenía que hacerla porque en Nueva York
estaba rodeado por veinte o treinta puntachos que vivían de su generosidad de
reo de ley, de esos que nunca pasan la cuenta de sus gauchadas.
Y los gomanes que le aseguraba el yiro por las tierras
hermanas que lo conocían de antiguo por el disco, por la pinta y por la fama, y
lo esperaban ansiosas, le iba a permitir seguir ayudando bajo cuerda a los
gomías que llevaba de laderos, y que andaban en la vía. Y fue.
Y todo fue fuego y luto, y El Zorzal apareció muerto en su
jaulita. Los consejeros le decían que no fuera. Los empresarios le decían que
no. Sus amigos, que no. Su corazón su enorme corazón, dijo que sí.
Carlos Gardel era así. La había sabido amarga cuando niño y
triste cuando muchacho. La escuela casi se le había negado y no le quedó más
aula que la calle y más maestra que la vida.
Su juventud, que transcurrió en el arrabal, donde el
laburante que gana su pan y el malandra que morfa el pan ajeno andan en el
mismo entrevero, supo de la bohemia que no pierde la alegría por más que coma
salteado. Y supo también del desencanto de haber tenido uno que pasó por amigo
y era un ortiva; y de la bronca de haber recibido juramento de amor de una
mujer que después resultó una fulería. El juramento y la mina. Por eso, por el
mucho saber de lo que es andar en la mala y andar contento, cuando echó buena
Carlitos aplicó para su vida, para la norma de su vida, las amargas lecciones
aprendidas y supo que no hay para un varón alegría más grande ni mayor
triunfo que poder darle una mano al hermano que anda tirado, al camarada que quedó
seco, a ese desconocido que manga un sope porque a lo mejor es cierto que tiene
hambre...
–Che, pibe... ¿y cómo va el papel con letras?
El canilla se
llamaba Antonio Casciani. Y Carlitos cayó justo porque Casciani era uno de aquellos
vendedores de diarios, intelectuales, que entonces abundaban. Era en el
tiempo en que éramos todos anarquistas. Y Antonio, el canilla, se animó a
decirle una de esas noches a Gardel: "Carlito, tengo un tango, ¿por qué
no me lo mira a ver si sirve?".
–Mandámelo al hotel que te lo canto.
Y el tango del canilla en los labios, en la garganta y el
corazón de Gardel fue un triunfo. Se llama Farabute. Y
está en los discos y está en la antología del más grande cantor de tangos, del
que hizo historia, de El Mago, El Morocho del Abasto, El Zorzal, el gran taita
de la milonga y el chamuyo rantifuso, el Absoluto, el Único.
Y esperá que te voy a colocar otro recuerdo. Y este sí que
es lindo y absolutamente inédito, porque ya cuesta mucho inventar algo en tomo
de la vida de Carlos Gardel. Pero esto no es invento, porque primer actor en el
episodio fue mi socio Pata’e Catre, que tratándose de Gardel no se perdía una.
Era en la segunda presidencia de El Peludo. En el Brasil se había producido
algún caso de fiebre amarilla y los barcos que venían de Europa, luego de
tocar puertos brasileños, tenían que cumplir una cuarentena de seis días
antes de ser autorizados a entrar en el puerto de Buenos Aires para el desembarco
de pasajeros. Las medidas de control eran rigurosísimas, y un enorme equipo de
médicos, enfermeros, guardias y policías establecía aquel control. Los grandes
piróscafos que llegaban de Europa, luego de tocar el puerto de Santos, venían a
media marcha, fondeaban en el puerto de Montevideo y allí esperaban el
cumplimiento del plazo. Los vapores rápidos quedaban en la rada de Montevideo
entre tres y cuatro días, y los pasajeros bajo control médico, esperando
–muerte contra reloj– que crepara el mosquito portador de la fiebre, que si mal
no recuerda el Pata, se llama Stygoimia fasciata. A
bordo de uno de esos barcos sometidos a cuarentena venía Carlos Gardel de
Europa. El barco era uno lujoso de bandera italiana, llamado Conte
Verde, de
la compañía Lloyd Sabaudo. Junto con Carlitos, y haciendo yunta de gomías
(esto se parece al nombre del mosquito), viajaba un corredor de autos del
tiempo de la gorra con la visera para atrás, conocido en el ambiente como el gordo
Betinelli. Cuando
Carlitos, ansioso de llegar a "mi Buenos Aires querido", se enteró de
que tenía que quedarse chanta tres yornos a bordo, con el barco parado en la
rada de Montevideo, con la ciudad a la vista, con los amigos que no podían
subir a bordo y con Buenos Aires allicito nomás, entró a desesperarse.
–Che, reo –le dijo al Pata–, ¿y con esto no se puede
hacer un arranyamento?
–Y..., si se anima..., un derrepente se puede hacer
algo...
–¿Que si me animo? –agregó Gardel–; capá que me tiro y
me voy a nado...
Entonces el Pata –que la laburaba arriba de los barcos y
por eso estaba allí– empezó a hacer un laburito en fino. El guarda, el que
cuidaba la puerta, era uno de los nuestros. "Por Carlito, yo pierdo el
empleo..." Èse ya estaba. Después había que alejar a los ortivas que
rondaban la puerta que daba a la escala real del barco. Todo arreglado. Un
colaborador se encargaba de hacerles un convite en el bar de la Primera.. . Y
quedaba un rabo por desollar. El que parercía más difícil. Cada barco en
cuarentena tenía, al pie de la escalera, un remolcador para servicio urgente.
Lindos fachas aquellos muchachos del remolcador que se llamaba Emperor. El
Pata bajó a hablar con el patrón de a bordo. Y con los tripulantes. "¡Es
Gardel! –decían con emoción– Por Carlitos, ¡cualquier cosa! Todo quedó
arreglado. A último momento se acopló a la aventura el Gordo Bettinelli. Como
dos ladrones, a paso vivo se tiraron escalones abajo por la escala real del
barco. Se escondieron en la camareta del remolcador. El Pata, como siempre,
bajó tranquilo. El Emperor se despegó del Conte
Verde y
atracó a muros en el muelle de Montevideo. Campaneamos el horizonte. Y como no
había moros, Carlos y el Gordo se prepararon para salir a tierra. Antes,
Carlitos quiso arreglar a los muchachos del remolcador. Lo atajaron. Lo
atajaron con esa nobleza de los trabajadores, lo mismo los de tierra que los de
mar, para jugarse la parada por quien lo merece. Ellos corrieron riesgo de
castigos severos por hacerle el gusto a quien tantas veces nos llenó de gusto
el alma y de gozo el corazón. Ni un mango quisieron aceptar los laburantes del Emperor. Un
apretón de maºnos de El Mago, la mejor paga para aquellos hombres rudos que lo
admiraban.
Carlos Gardel y el Gordo Bettinelli se embarcaron esa noche
en el Vapor de la Carrera
y sorpresivamente llegaron a Buenos Aires al otro día. Nadie se explicaba
cómo habían podido violar la severidad de la cuarentena. Ellos mantuvieron por
un tiempo el secreto para no comprometer a la mafia del Pata’e Catre, que lo
había hecho desembarcar con el arma infalible del soborno. Del soborno de la
simpatía, con la que Carlos Gardel conquistaba a cuantos se acercaron a su
vida. Lo que se deduce de este episodio es que el Gordo Bettinelli pudo ser el
vehículo transmisor de la fiebre amarilla y apestar la ciudad. Todo por
colarse en una faena de contrabando humano organizada para que El Morocho del
Abasto pudiera llegar cuanto antes a "su Buenos Aires querido", a
pararse junto al buzón que entonces había en Corrientes y Esmeralda, con su
gacho gris, con su pinta entradora, con su mirada de engrupe, estampa viva del
hombre que allí "está solo y espera...".
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Ilustración: Sello postal conmemorativo: Carlos Gardel,.