(De Edgardo Lois)
Hace veinte años que conservo un reloj de
arena entre las señales físicas que anclan mi vida a la memoria, mi gente, mi
casa y el barrio. En realidad es un reloj de mentirita, apenas un juguete, un
simulacro basado en aquellos otros con cuerpos de metal o madera vieja y con
vidrio nacido en la cantera del último misterio, esas máquinas del sueño que
tomaban temperatura a través de la caricia de una arena amanecida en alguna
costa olvidada. Mi simulacro está construido, y otra vez los diminutivos, de
maderitas y arenita, y lleva vidrio pequeño de imitación. Pero me queda claro
que en él, a través de su alma, circula, transita, mi amigo, el tiempo, que ofrece
una vez más un trago en vaso chico, ofrece el elixir de lo vital y lo frágil, un
tinto inevitable cosechado en la más pura y eterna dualidad: felicidad y
desamparo, y por favor: todo a fondo blanco.
El relojito tiene doce centímetros de
altura, me acompañó por todas mis casas provisorias, y tengo la costumbre de
volcarlo cada día para que fluya su sangre, de color celeste y símil arena,
durante el minuto con cuarenta segundos que tiene de caminata entre nacimiento
y muerte. Es una pequeña ceremonia, un saludo a la vida, que hago cada vez que,
por accidente o por elección, detecto su presencia en el paisaje. Es el tiempo que
respira, sí, siempre el tiempo y su hermana, la memoria. El tiempo transita, y
nosotros en él, con él. El susodicho es el empujón que nos lleva tanto hacia el
mañana como al barrio de los recuerdos; que sigue siendo barrio, pero algo
distinto, guarda calles y coincidencias antojadizas, es barrio con un aire
cargado de mucha verdad y mucha mentira, aire que respira en coctelera salvaje en
la que además se anotan nuestros sueños. Por suerte me sucede que, si de barrio
se trata, siempre conservo más de una certeza. Si bien siempre hay invitaciones
para la elucubración literaria, sé cuáles son las calles por donde circula la
esencia de mis patrias internas.
Un sistema válido de viaje en el tiempo,
desprovisto de cables y parafernalia futurista, un contrasentido cuando lo que se
busca es el pasado, es andar por la senda propuesta por el grande de Woody
Allen en su película Medianoche en París.
El muchacho se sirve primero de un auto viejo y luego de un carruaje como maquinola fantástica para hacer el viaje.
Para trasladarse en el tiempo es mucho más efectivo un medio de transporte
probado que algún tipo de alambique despeinado con lucecitas computadas. Al
señor Allen se le ocurrió hacer una película de viaje al pasado y al mismo
tiempo hacer una de fantasmas, todos amigables, humanos.
El viaje en el tiempo, debo admitir, me
tienta bastante seguido, pero hoy aparece la necesidad debido a situaciones muy
precisas. Necesito entrar en mi barrio de los recuerdos. En él se terminan las
geografías, los límites ciudadanos son puestos en duda, parecen dispuestos por
el poeta Derlis, que sabe de medir fronteras tomando únicamente como referencia
el sentimiento. En mi barrio memorioso, Boedo, así como se pega a San
Cristóbal, está a un toque de viaje mínimo de mi Martín Coronado de infancia.
Luego de ver la película citada y darle cuerda a mi relojito de arena, caminé
hasta la plaza de Boedo, de madrugada, que es cuando los misterios juegan más
sueltos, esperé a que saliera el primer tranvía de los galpones y viajé. Ni
cuenta me di, llegué enseguida. Mi infancia en Martín Coronado, en el oeste de
la provincia de Buenos Aires, me reclamaba porque mi vieja, hace unos días, me había
dicho que iban a cerrar la Escuela N º
22 Martín Miguel de Güemes, mi escuela primaria. Me ganó la sorpresa: ¿Cómo que
no van pibes?, es una locura. Se dice que el ambiente no es bueno, dijo ella.
Los que viven cerca de la 22 evitan terminar en sus aulas. Ni que se tratara de
un castillo habitado por fantasmas malos.
Arribé de mañana, un ratito antes del
timbre de entrada. Adrián Díaz había comprado caramelos gomita de frutilla, los
mordía a la mitad, y exhibía la parte que quedaba entre sus dedos enfocando hacia
Claudio Franciosa, que una vez más desviaba la vista: le daba asco, decía que
los caramelos eran de sangre. Volví a ver la llegada de Patricia Llado, vivía a
media cuadra de la escuela, seguía siendo tan linda como siempre, ella fue la
primera mujer que contemplé esperanzado. Volví a un día de segundo grado, antes
de la muerte de Roberto Ferrazo, porque ahí estaba, y si bien en este barrio
los muertos están más cerca de los vivos, Roberto no tenía el raspón chiquito
que le quedó entre ceja y ceja después de que lo atropellara su tío con el auto,
ahí, a veinte metros de la puerta de la 22, frente a su casa, que es donde él vivió
su vida y vive su muerte. El día era de segundo grado porque al principio no
estaba Néstor Ortiz, el sanjuanino, que sí apareció después, cuando estábamos
en el patio. Por lógica era más grande que los demás, él había entrado al grado
en cuarto y nos acompañó hasta el final de la primaria. Hasta su muerte, que sucedió
cuando teníamos catorce años, fuimos amigos. Por eso digo que en la escuela de
este barrio con caricia de memoria los muertos están más cerca, y todos, sin
distingos, construyen el recuerdo. El viaje convoca a la escuela, a los pibes
vivos: Jorge Apanasionek, Mario Anglada, Claudio Ariola, César Cirelli, Hugo
Hansen, Beatriz Ríos, Adriana Panarelli, Liliana Simio, a los muertos, a las
maestras: Susana, Beatriz, Elvira, Raquel. La mañana transcurría cómoda entre
presencias, mañana fresca y amable hasta que noté la diferencia. También en el
sueño, me dije, como me pasó la vez de mi único regreso físico: la escuela se
había achicado. Cuántos años tenía yo en el sueño, me pregunté. Creía que
volvía a ser un pibe mientras guardaba conciencia de grande. Pero al entrar en
la escuela los pasillos se hicieron angostos, el patio gigante no lo fue tanto,
las aulas se hicieron de juguete, como para ubicarlas a un lado de mi reloj de
arena. Estuve de regreso en las caras amigas, otra vez en las miradas. Y
respiré tranquilo porque supe que mi barrio de hoy, Boedo/San Cristóbal, Derlis
me dijo que se puede fundar uno propio, por ejemplo sin la calle Loria en el
medio, está a salvo de la incomodidad.
Cuando inicié el viaje de regreso, que se
dio porque sí nomás, conecté un 252 manejado por Juan Cacabelos, el gallego,
amigo de la cuadra donde está la casa de mis viejos, y conecté con el tranvía
que me esperaba un recuerdo más adelante. Bajé antes de que la máquina se
guardara bajo el esqueleto metálico del techo que ya no sostiene chapas porque devino
en presencia decorativa de la flamante plaza de Boedo. Las enredaderas crecen aferradas
a las columnas, pronto habrá techo verde en la vieja estación Vail. Entré a la
plaza en un recuerdo cercano, era sábado de mayo, casi de noche. Mi barrio de
los recuerdos, al ser territorio mágico, me permitió encontrarme otra vez con
Mario Bellocchio en el centro de la plaza: conectaba cables mientras un telón
colgado de un alambre se balanceaba en el viento. Me dijo que había cine. Tomé
asiento. Había mucha gente, el espacio convoca. Pibes por todos lados. Estaban Celia
y Marcelo, los libreros de El gato escaldado, la librería de Boedo, con su
instalación colorida que invita a un picnic de lectura. En mi barrio vi el
corto de Bellocchio: Desaparecidos, la
música de Charly García (Los dinosaurios) y León Gieco (La memoria argentina)
acompaña las imágenes: fotos con el ejército en las calles, represión, las
Madres de Plaza de Mayo, los desaparecidos del barrio, y varias fotos de la
muestra del artista fotógrafo Gustavo Germano: el artista parte de una foto
original, simple, cotidiana, donde aparecen personas entre las que luego habrá uno
o varios desaparecidos; obtiene después una imagen actual de los sobrevivientes
en el mismo paisaje: aparece así el vacío que provoca la ausencia. Bellocchio
desgrana la primera foto, libera la segunda y provoca la representación
explícita de aquello que significa entrar en la niebla de la desaparición.
Volví a tomar aire, la garganta apretada, la lágrima que se balancea entre el
adentro y el afuera. Desaparecidos es
cuestión de minutos; distintos son los tiempos de La Santa Cruz , refugio de resistencia, el documental
de María Cabrejas y Fernando Nogueira que se proyectó a continuación. La
historia de la Santa Cruz ,
la iglesia que se puede ver sobre la calle Estados Unidos, una presencia a la
mano, en el barrio, en contacto directo con la gente, porque sus religiosos, de
compromiso ético con los perseguidos de distintas historias, trajeron al Dios
de las alturas y lo invitaronn a caminar la calle. El documental es memoria,
deja sin aire, es emoción frente a la lucha: en él las monjas francesas, las
fundadoras de Madres, y el cobarde de Astiz marcando personas que querían saber
dónde estaban sus amigos, sus familiares. La iglesia fue refugio, y es refugio y
memoria. Cuando me alejé caminando de la plaza y de mi barrio de recuerdos, pensé
en una foto que no quiero: una escuela sin pibes, pensé en que la escuela, con
el tiempo, puede achicarse, y que hasta ahí uno puede entender la distorsión
sensitiva; y pensé además que respiro gustoso al saber que mi barrio está a
salvo de ese desdibuje: sus calles no se angostan, se quedan anchas de memoria.
En ellas conviven los vivos y los muertos. Son tiempo y recuerdo, así marca mi
relojito de arena, un simulacro de pobre que no descuida el paso de la sangre a
través de los días: marcha a conciencia en mi barrio de Boedo/San Cristóbal y también
lo hace en el mágico, donde todo vuelve para tomar más fuerza: no se debe olvidar
la historia ni los amigos.
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Imagen: Cartel del Bar Hermanos Cao, en Independencia y Matheu, barrio de San Cristóbal.