(De Miguel Ruffo)
Uno de los más graves problemas a los que tuvo
que hacer frente Buenos Aires desde el momento de su fundación hasta bien
entrado el siglo XIX, fue el de las epidemias de diverso tipo: viruela,
sarampión, cólera; a todas ellas se las denominaba “contagio”, para hacer
referencia a la difusión que adquirían estas enfermedades con su secuela de
muertes. La ciudad se encontraba prácticamente indefensa – no se conocían las
causas de estas enfermedades- y toda la ayuda que podía recibir era la de las
fuerzas divinas y sobrenaturales, a las que se rogaba y pedía por el fin de la
enfermedad por medio de misas y procesiones.
En 1871 Buenos Aires sufrió una terrible
epidemia de fiebre amarilla. Su saldo fue de casi 14.000 muertos (el doble –
como señala James Scobie- del total normal de fallecimientos anuales de la
ciudad) (1). Por entonces no se conocía la causa de la enfermedad. La mayor
parte de las víctimas se registraron en los meses del verano de 1871. Si uno
presta atención a las fuentes periodísticas de la época se encontrará que las
opiniones que se tenían en cuanto a la causa de la epidemia, se relacionaba
directamente con la higiene urbana. Los conventillos como ámbitos de
hacinamiento, los residuos de los saladeros que se arrojaban al Riachuelo, el
sistema insalubre de eliminación de los desechos humanos, las aguas pútridas,
eran señaladas como las causas de esa enfermedad que día a día se cobraba
nuevas víctimas, sin que se pudiese doblegar su difusión. “A principios de
marzo, más de 100 personas morían diariamente de fiebre amarilla y en abril las
autoridades municipales tuvieron que habilitar un cementerio de emergencia en
la sección noroeste de la ciudad, en la Chacarita. El pánico se apoderó de la población. Todos los que
podían abandonaban la ciudad y el transporte ferroviario gratuito apresuró el
éxodo. (…) Luego, con el retorno del tiempo más frío, en mayo, la epidemia
decayó: se producían menos de 100 muertes diarias que, a mediados de mes,
declinaron a 20. Gradualmente tanto los habitantes como la salud volvieron a la
ciudad.” (2). Si bien se desconocía que el agente transmisor era un mosquito,
la crítica a las condiciones de salubridad pública que presentaba la ciudad, no
estaban del todo desacertadas, ya que las aguas pútridas y los desechos
urbanos, contribuían a crear una condición propicia para la proliferación de
estos mosquitos.
El pintor uruguayo Juan Manuel Blanes con su
óleo “Episodio de la Fiebre Amarilla en Buenos Aires”, contribuyó a inmortalizar en el arte
esta lamentable epidemia. Buenos Aires, es su espacio público, cuenta con un
monumento que recuerda a las víctimas de esa enfermedad. “El monumento está en
la gran plaza Ameghino, en Parque Patricios, a metros de la avenida Caseros y
frente a la vieja cárcel. Y no es una casualidad. Porque en ese parque, hoy con
mucho verde, quedó sepultada parte de una historia trágica: la brutal epidemia
de fiebre amarilla que mató a más de 14.000 habitantes de ese Buenos Aires. (…)
En esa obra hecha en mármol (se le adjudica al escultor Juan Ferrari) se
sintetiza algo de lo que significó aquella tragedia. Por ejemplo, en uno de sus
laterales, tallada sobre el mármol, hay una representación de la imagen que
Juan Manuel Blanes pintó en un óleo y tituló “Episodio de la Fiebre Amarilla”. En aquella escena dramática se ve a
unos médicos entrando a una habitación donde hay una mujer muerta y su bebe
llorando junto al cadáver. También hay listados con los nombres de sacerdotes,
farmacéuticos, asistentes de la Comisión de Higiene y médicos que murieron contagiados mientras
auxiliaban a las víctimas. Entre ellos está Francisco Javier Muñiz, el médico
cuyo nombre lleva el Hospital de Infectología que hoy funciona sobre la calle
Uspallata, frente al parque. Una frase grabada sobre el monumento rinde
homenaje a aquellos héroes: ‘El sacrificio del hombre por la Humanidad es un deber y una virtud que los pueblos cultos
estiman y agradecen.’” (3)
Si sacrificarse en bien de la sociedad es una
virtud, si es la suprema forma del servicio de un individuo a la sociedad de la
que forma parte, entonces aquellos que murieron prestando auxilios medicinales
a los aquejados por la fiebre amarilla merecen el permanente recuerdo de los
ciudadanos.
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Notas:
(1) SCOBIE, James; “Buenos Aires del Centro a los
Barrios 1870-1910”, Solar/Hachette, Bs As, 1977, p 159.
(2) SCOBIE, James; Ob. Cit., pp 158-159.
(3) PARISE, Eduardo; “Una epidemia, un monumento” en
“Clarín”, 12 de noviembre de 2012, p 39.
Foto: El monumento al que hace referencia la nota, erigido en la Plaza Ameghino en el barrio de Parque Patricios.
Nota e ilustración tomadas del periódico Desde Boedo, octubre de 2013.