18 oct 2013

El monumento a las víctimas de la fiebre amarilla


(De Miguel Ruffo)

Uno de los más graves problemas a los que tuvo que hacer frente Buenos Aires desde el momento de su fundación hasta bien entrado el siglo XIX, fue el de las epidemias de diverso tipo: viruela, sarampión, cólera; a todas ellas se las denominaba “contagio”, para hacer referencia a la difusión que adquirían estas enfermedades con su secuela de muertes. La ciudad se encontraba prácticamente indefensa – no se conocían las causas de estas enfermedades- y toda la ayuda que podía recibir era la de las fuerzas divinas y sobrenaturales, a las que se rogaba y pedía por el fin de la enfermedad por medio de misas y procesiones.
En 1871 Buenos Aires sufrió una terrible epidemia de fiebre amarilla. Su saldo fue de casi 14.000 muertos (el doble – como señala James Scobie- del total normal de fallecimientos anuales de la ciudad) (1). Por entonces no se conocía la causa de la enfermedad. La mayor parte de las víctimas se registraron en los meses del verano de 1871. Si uno presta atención a las fuentes periodísticas de la época se encontrará que las opiniones que se tenían en cuanto a la causa de la epidemia, se relacionaba directamente con la higiene urbana. Los conventillos como ámbitos de hacinamiento, los residuos de los saladeros que se arrojaban al Riachuelo, el sistema insalubre de eliminación de los desechos humanos, las aguas pútridas, eran señaladas como las causas de esa enfermedad que día a día se cobraba nuevas víctimas, sin que se pudiese doblegar su difusión. “A principios de marzo, más de 100 personas morían diariamente de fiebre amarilla y en abril las autoridades municipales tuvieron que habilitar un cementerio de emergencia en la sección noroeste de la ciudad, en la Chacarita. El pánico se apoderó de la población. Todos los que podían abandonaban la ciudad y el transporte ferroviario gratuito apresuró el éxodo. (…) Luego, con el retorno del tiempo más frío, en mayo, la epidemia decayó: se producían menos de 100 muertes diarias que, a mediados de mes, declinaron a 20. Gradualmente tanto los habitantes como la salud volvieron a la ciudad.” (2). Si bien se desconocía que el agente transmisor era un mosquito, la crítica a las condiciones de salubridad pública que presentaba la ciudad, no estaban del todo desacertadas, ya que las aguas pútridas y los desechos urbanos, contribuían a crear una condición propicia para la proliferación de estos mosquitos.
El pintor uruguayo Juan Manuel Blanes con su óleo “Episodio de la Fiebre Amarilla en Buenos Aires”, contribuyó a inmortalizar en el arte esta lamentable epidemia. Buenos Aires, es su espacio público, cuenta con un monumento que recuerda a las víctimas de esa enfermedad. “El monumento está en la gran plaza Ameghino, en Parque Patricios, a metros de la avenida Caseros y frente a la vieja cárcel. Y no es una casualidad. Porque en ese parque, hoy con mucho verde, quedó sepultada parte de una historia trágica: la brutal epidemia de fiebre amarilla que mató a más de 14.000 habitantes de ese Buenos Aires. (…) En esa obra hecha en mármol (se le adjudica al escultor Juan Ferrari) se sintetiza algo de lo que significó aquella tragedia. Por ejemplo, en uno de sus laterales, tallada sobre el mármol, hay una representación de la imagen que Juan Manuel Blanes pintó en un óleo y tituló “Episodio de la Fiebre Amarilla”. En aquella escena dramática se ve a unos médicos entrando a una habitación donde hay una mujer muerta y su bebe llorando junto al cadáver. También hay listados con los nombres de sacerdotes, farmacéuticos, asistentes de la Comisión de Higiene y médicos que murieron contagiados mientras auxiliaban a las víctimas. Entre ellos está Francisco Javier Muñiz, el médico cuyo nombre lleva el Hospital de Infectología que hoy funciona sobre la calle Uspallata, frente al parque. Una frase grabada sobre el monumento rinde homenaje a aquellos héroes: ‘El sacrificio del hombre por la Humanidad es un deber y una virtud que los pueblos cultos estiman y agradecen.’” (3)
Si sacrificarse en bien de la sociedad es una virtud, si es la suprema forma del servicio de un individuo a la sociedad de la que forma parte, entonces aquellos que murieron prestando auxilios medicinales a los aquejados por la fiebre amarilla merecen el permanente recuerdo de los ciudadanos.
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Notas:
(1)   SCOBIE, James; “Buenos Aires del Centro a los Barrios 1870-1910”, Solar/Hachette, Bs As, 1977, p 159.
(2)   SCOBIE, James; Ob. Cit., pp 158-159.
(3)  PARISE, Eduardo; “Una epidemia, un monumento” en “Clarín”, 12 de noviembre de 2012, p 39.

Foto: El monumento al que hace referencia la nota, erigido en la Plaza Ameghino en el barrio de Parque Patricios.
Nota e ilustración tomadas del periódico Desde Boedo, octubre de 2013.