(De Fernando Sánchez Zinny)
Una nota leída en el diario, me
permitió, los otros días, recuperar algo que tenía por completo traspapelado en
el revoltijo de la memoria: en correcta habla gnomo se pronuncia “nomo”,
prescindiendo del sonido de la ge, si bien se admite, como variante arcaica,
intentar la hazaña de no hacerlo, procurando, en ese caso, que esa ge suene lo
más débil posible de suerte de reducir al mínimo la intromisión de la
inevitable vocal. Aseguro que yo trato, intento o me afano en pronunciar algo
así como g-nomo –o g-nosis– y también que hasta cierto punto, pero no del todo,
salgo bastante bien librado en tal aspiración que en este caso es literal, en
cuanto a la secuencia.
La norma es clara y
comprensible: cultismos castellanos derivados del griego es natural que, aun
ajustando la ortografía al origen helénico, al pronunciarlos debamos atenernos
a la posibilidad fónica que se nos consiente; corresponde, pues, también
pronunciar con la referida quita gnoseología y otras, aunque convengamos que
con esa palabra, como con la mencionada gnosis y con gnóstico, por lo común nos
defendemos mejor, siendo además términos que sólo merodean bocas y peroratas
eruditas, o al menos pretenciosas. Pero con gnomo, pasa que en Buenos Aires 999
personas de cada mil dicen “ñomo”, en flagrante italianización de lo escrito.
Por supuesto, muchas de ellas saben o intuyen que afrontan el pecado de
barbarismo y, puestos ya a la defensiva, optan por evitar el vocablo y por
apelar a sustitutos razonables como enanito, genérico que incluye los gnomos
pero que no los describe exactamente. Nos valemos entonces de la expresión
consagrada “enanito de jardín” cuando en realidad se trata de un gnomo de
jardín, con su gorro de dormir y demás atuendo mítico. E igual proceso de
adaptación afecta a los siete de Blanca Nieves.
Pienso que en nuestro medio, tan
y tan frecuentado por italianos y por lo italiano, ese relativo desbarre es una
falta venial y, desde ya, esperable. Acostumbrados como estamos al senza
vergogna (“vergoña”), y sobre todo a la marea de apellidos: Agnelli (Añeli),
Magnasco (Mañasco), Cavagnaro (Cavañaro), Cagna (Caña), se me hace casi
imperativa la internalización inconsciente de que la contigüidad de la ge y la
ene equivale al sonido de la eñe. El caso me parece que ilustra de maravillas
la intensa influencia del italiano en nuestra habla, que va mucho pero mucho
más allá de las contribuciones al vocabulario jergal del lunfardo,
habitualmente puesto como ejemplo exclusivo.
Basta con citar, en tren de
hallar más campos de ese influjo, nuestro limitado y macarrónico latín de entre
casa: riquiescat in pace se convierte para nosotros –asimismo por culpa de los
curas, es verdad– en riquiescat in pache, con la curiosidad de que, a la vez,
volvemos muda la u, tal como cuadra al castellano, con lo que finalmente
tenemos un “descansa en paz” en latín cocolicheado.
Pero hay otro uso
aproximadamente universal, que ha adquirido ya plena ciudadanía rioplatense,
por lo que no vale la pena quejarse sino que, más bien, conviene asumir las
cosas tales como son: es una vulgaridad de manual que en nuestro idioma la be y
la ve suenan igual, o mejor dicho, que ésta última carece de sonido propio y
sólo existe el de la be larga, que es labial; digamos: bobo. Tan verdad
asentada y remota es ésta que desde siempre la preceptiva poética considera
rimas perfectas –es decir, “consonantes”– palabras como esclavo, rabo, lavabo,
cavo, cabo y recabo.
De acuerdo: pero cualquiera que
haya caminado las calles de Buenos Aires, o de la Plata , o de Rosario, o de
Montevideo, cualquiera que haya recorrido la Pampa Húmeda , la Pampa Gringa y
aun las pampas ondulada o deprimida, sabe que en el rincón rioplatense del
subcontinente esa regla no rige. Para nosotros las dos letras se distinguen
perfectamente: la be larga tiene sonido labial y la ve corta, el labiodental y
fricativo del francés… o del italiano. Y supongo –en tanto nadie me argumente
en contrario de manera convincente– que esa peculiaridad lingüística es también
legado de la inmigración peninsular: aquí bodegón, berenjena y bebedero suenan
con una suavidad perceptiblemente diversa a la forma ahondada de varadero,
vozarrón o viñeta. A todas luces –y orejas–, la ve de vaca no es la de burro,
ni la be de batata la de vicuña.
De este modo, para nosotros
barón y varón no son homófonos y nos resultan sumamente ridículos los vascos
cuando en su clímax patriótico anotan de sí que son “baskos”, pues se nos hacen
vascos lavados, posiblemente con lavandina.
Consigné, unos renglones atrás,
que confiaría en lo que expongo en tanto no sea refutado congruentemente. Lo
digo porque de esta cuestión vengo hablando desde hace tiempo con
personas diversas, sin que nadie acierte a aportar datos que induzcan a pensar
distinto. Alguien ya fallecido y al que mucho estimé, profesor y latinista,
afirmaba que la inmemorial identidad castellana entre ambas letras se había
alterado modernamente debido a la alfabetización generalizada. Creía que ante
clases cada vez más concurridas los maestros habían buscado facilitar el
aprendizaje de la ortografía inventando una diferencia fonética entre esas
letras, lo que de ser real –yo le objetaba– debería hacer que esa distinción
existiese en todo el ámbito del idioma y no únicamente en la región
rioplatense. Pero no es así y esto me confirma en la persuasión de que ese
cambio se debe, en lo fundamental, a nuestros tanos.
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Imagen: Llegada de inmigrantes al puerto de Buenos Aires. (Foto de documentositalianos.com.ar)