8 feb 2014

La sombra del italiano en el habla porteña



(De Fernando Sánchez Zinny)

Una nota leída en el diario, me permitió, los otros días, recuperar algo que tenía por completo traspapelado en el revoltijo de la memoria: en correcta habla gnomo se pronuncia “nomo”, prescindiendo del sonido de la ge, si bien se admite, como variante arcaica, intentar la hazaña de no hacerlo, procurando, en ese caso, que esa ge suene lo más débil posible de suerte de reducir al mínimo la intromisión de la inevitable vocal. Aseguro que yo trato, intento o me afano en pronunciar algo así como g-nomo –o g-nosis– y también que hasta cierto punto, pero no del todo, salgo bastante bien librado en tal aspiración que en este caso es literal, en cuanto a la secuencia.
La norma es clara y comprensible: cultismos castellanos derivados del griego es natural que, aun ajustando la ortografía al origen helénico, al pronunciarlos debamos atenernos a la posibilidad fónica que se nos consiente; corresponde, pues, también pronunciar con la referida quita gnoseología y otras, aunque convengamos que con esa palabra, como con la mencionada gnosis y con gnóstico, por lo común nos defendemos mejor, siendo además términos que sólo merodean bocas y peroratas eruditas, o al menos pretenciosas. Pero con gnomo, pasa que en Buenos Aires 999 personas de cada mil dicen “ñomo”, en flagrante italianización de lo escrito. Por supuesto, muchas de ellas saben o intuyen que afrontan el pecado de barbarismo y, puestos ya a la defensiva, optan por evitar el vocablo y por apelar a sustitutos razonables como enanito, genérico que incluye los gnomos pero que no los describe exactamente. Nos valemos entonces de la expresión consagrada “enanito de jardín” cuando en realidad se trata de un gnomo de jardín, con su gorro de dormir y demás atuendo mítico. E igual proceso de adaptación afecta a los siete de Blanca Nieves.
Pienso que en nuestro medio, tan y tan frecuentado por italianos y por lo italiano, ese relativo desbarre es una falta venial y, desde ya, esperable. Acostumbrados como estamos al senza vergogna (“vergoña”), y sobre todo a la marea de apellidos: Agnelli (Añeli), Magnasco (Mañasco), Cavagnaro (Cavañaro), Cagna (Caña), se me hace casi imperativa la internalización inconsciente de que la contigüidad de la ge y la ene equivale al sonido de la eñe. El caso me parece que ilustra de maravillas la intensa influencia del italiano en nuestra habla, que va mucho pero mucho más allá de las contribuciones al vocabulario jergal del lunfardo, habitualmente puesto como ejemplo exclusivo.
Basta con citar, en tren de hallar más campos de ese influjo, nuestro limitado y macarrónico latín de entre casa: riquiescat in pace se convierte para nosotros –asimismo por culpa de los curas, es verdad– en riquiescat in pache, con la curiosidad de que, a la vez, volvemos muda la u, tal como cuadra al castellano, con lo que finalmente tenemos un “descansa en paz” en latín cocolicheado.
Pero hay otro uso aproximadamente universal, que ha adquirido ya plena ciudadanía rioplatense, por lo que no vale la pena quejarse sino que, más bien, conviene asumir las cosas tales como son: es una vulgaridad de manual que en nuestro idioma la be y la ve suenan igual, o mejor dicho, que ésta última carece de sonido propio y sólo existe el de la be larga, que es labial; digamos: bobo. Tan verdad asentada y remota es ésta que desde siempre la preceptiva poética considera rimas perfectas –es decir, “consonantes”– palabras como esclavo, rabo, lavabo, cavo, cabo y recabo.
De acuerdo: pero cualquiera que haya caminado las calles de Buenos Aires, o de la Plata, o de Rosario, o de Montevideo, cualquiera que haya recorrido la Pampa Húmedala Pampa Gringa y aun las pampas ondulada o deprimida, sabe que en el rincón rioplatense del subcontinente esa regla no rige. Para nosotros las dos letras se distinguen perfectamente: la be larga tiene sonido labial y la ve corta, el labiodental y fricativo del francés… o del italiano. Y supongo –en tanto nadie me argumente en contrario de manera convincente– que esa peculiaridad lingüística es también legado de la inmigración peninsular: aquí bodegón, berenjena y bebedero suenan con una suavidad perceptiblemente diversa a la forma ahondada de varadero, vozarrón o viñeta. A todas luces –y orejas–, la ve de vaca no es la de burro, ni la be de batata la de vicuña.
De este modo, para nosotros barón y varón no son homófonos y nos resultan sumamente ridículos los vascos cuando en su clímax patriótico anotan de sí que son “baskos”, pues se nos hacen vascos lavados, posiblemente con lavandina.
Consigné, unos renglones atrás, que confiaría en lo que expongo en tanto no sea refutado congruentemente. Lo digo porque de esta cuestión vengo hablando desde hace tiempo  con personas diversas, sin que nadie acierte a aportar datos que induzcan a pensar distinto. Alguien ya fallecido y al que mucho estimé, profesor y latinista, afirmaba que la inmemorial identidad castellana entre ambas letras se había alterado modernamente debido a la alfabetización generalizada. Creía que ante clases cada vez más concurridas los maestros habían buscado facilitar el aprendizaje de la ortografía inventando una diferencia fonética entre esas letras, lo que de ser real –yo le objetaba– debería hacer que esa distinción existiese en todo el ámbito del idioma y no únicamente en la región rioplatense. Pero no es así y esto me confirma en la persuasión de que ese cambio se debe, en lo fundamental, a nuestros tanos.
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Imagen:  Llegada de inmigrantes al puerto de Buenos Aires. (Foto de documentositalianos.com.ar)