(De Rubén Derlis)
Tal el caso de este Palermo, confidente como un libro de
versos, sobrecogedor en la anécdota de daga y amor no correspondido, invitador
al frescor de los zaguanes, que ahora evoco, y particularmente a su calle
Honduras, en el tramo que va desde su inicio en Coronel Díaz o Mario Bravo
(como se prefiera) hasta su encuentro con Gascón, donde un mandoble de luz
decapita la acogedora sombra de su añosa arboleda, oasis bienhechor en los
crepitantes veranos porteños. Esta calle conservaba todavía por aquella época
un color sepia de vieja postal de Buenos Aires, pero que se iba diluyendo
lentamente, como una fotografía expuesta a intensa luz, de manera irremediable.
De Gascón hacia Colegiales era otra calle: se angostaba, se confundía entre las
demás sin destacar, hasta que sorpresivamente, a la altura de Serrano, la
detenía una mínima placita y volvía a ganar verdor y encanto por un instante
más.
Pero yo hablo de la otra Honduras, la de Carriego y su casa
humilde y entrañable como su poesía; la de la farmacia de la esquina de
Medrano, que lucía frontispicio de colorido vitral art nouveau, y cuyas pócimas
y remedios no lograron salvarla del dolor de desaparecer; del despacho de
bebidas que estaba en la otra esquina, donde no faltaba algún habitué mentador
de gestas palermitanas, y en cuyo patio, ya sin emparrado, había un juego al
sapo cuya “vieja” de boca abierta clamaba por un tejo inexistente. La ancha
calle que aún salvaba una de las últimas carbonerías en actividad cuando el gas
llevaba años ya alimentando las hornallas caseras; pero ahí estaba, como para
que no nos olvidáramos de la pobreza. El amplio espacio de las aceras siempre
sombreadas, donde existía una librería de mostrador elevado, altas estanterías
con puertas vidriadas –todo el conjunto construido en fina madera– tras de las
cuales guardaban sus sueños de fantasías y aventuras novelas de ediciones Tor y
Sopena que ya nadie compraba.
La calle que tenía vecinos curiosos de otros vecinos y que a
la tardecita sacaban sus sillas a la vereda y así era posible enterarse de
primera mano de cuanto sucedía; de la tienda mínima –abarrotada y abigarrada
como un costurero de tía solterona–, en la esquina de Soler; de la tenue y
parpadeante luciérnaga del quiosco “La Lucecita ”, abierto a toda hora para socorrer emergencias mínimas.
Honduras de Palermo: nombre de calle de novia de Buenos
Aires con apellido de estirpe porteña; del mismo Palermo donde Borges llevó a
cabo la tercera fundación, su barrio al que volvía de tarde en tarde, cuando ya
había renunciado a “morir peleando en una esquina del suburbio”, e
imposibilitado de mirar con los ojos de vivir, lo hacía desde la profundidad de
sus ojos de soñar.
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Imagen: La calle Honduras en la actualidad desde la altura
del 3800 hacia el este. Foto rubderoliv).