3 feb 2014

Calle Honduras



(De Rubén Derlis)

 Hace bastantes años ya, en una nota breve y primeriza acerca de Palermo, comenzaba diciendo que no era necesario haber vivido en la calle Honduras para que su intimidad nos hiciera cómplices de este barrio. En ese entonces, y en mi caso, esa complicidad se había hecho más vívida, ya que habité allí al filo de los 60, en el primero de los edificios de alto levantado entre Bulnes y Salguero. Fue en un momento en que mi vida se iba transformando en medio de tantos aconteceres de todo orden, pero con menos celeridad que la que el progreso le imponía a la ciudad en su conjunto. Sin embargo algunos barrios parecían negarse a los bruscos cambios e intentaban resguardar ciertas costumbres de décadas pasadas; todo resultó inútil: aun aquellos que insistían en permanecer adormilados, finalmente comenzaron a sacudir su siesta real para no recuperarla nunca más.
Tal el caso de este Palermo, confidente como un libro de versos, sobrecogedor en la anécdota de daga y amor no correspondido, invitador al frescor de los zaguanes, que ahora evoco, y particularmente a su calle Honduras, en el tramo que va desde su inicio en Coronel Díaz o Mario Bravo (como se prefiera) hasta su encuentro con Gascón, donde un mandoble de luz decapita la acogedora sombra de su añosa arboleda, oasis bienhechor en los crepitantes veranos porteños. Esta calle conservaba todavía por aquella época un color sepia de vieja postal de Buenos Aires, pero que se iba diluyendo lentamente, como una fotografía expuesta a intensa luz, de manera irremediable. De Gascón hacia Colegiales era otra calle: se angostaba, se confundía entre las demás sin destacar, hasta que sorpresivamente, a la altura de Serrano, la detenía una mínima placita y volvía a ganar verdor y encanto por un instante más.
Pero yo hablo de la otra Honduras, la de Carriego y su casa humilde y entrañable como su poesía; la de la farmacia de la esquina de Medrano, que lucía frontispicio de colorido vitral art nouveau, y cuyas pócimas y remedios no lograron salvarla del dolor de desaparecer; del despacho de bebidas que estaba en la otra esquina, donde no faltaba algún habitué mentador de gestas palermitanas, y en cuyo patio, ya sin emparrado, había un juego al sapo cuya “vieja” de boca abierta clamaba por un tejo inexistente. La ancha calle que aún salvaba una de las últimas carbonerías en actividad cuando el gas llevaba años ya alimentando las hornallas caseras; pero ahí estaba, como para que no nos olvidáramos de la pobreza. El amplio espacio de las aceras siempre sombreadas, donde existía una librería de mostrador elevado, altas estanterías con puertas vidriadas –todo el conjunto construido en fina madera– tras de las cuales guardaban sus sueños de fantasías y aventuras novelas de ediciones Tor y Sopena que ya nadie compraba.
La Honduras que se me prendió en el alma cuando comencé a descubrirla y que dolió en poemas cuando necesité evocarla; la que en su esquina de Bulnes tenía un boliche como tantos otros, nacidos a comienzos del siglo, pero que se distinguía de los pocos que perduraban porque lucía original: riguroso estaño con bordes mellados, cilíndrica máquina express, vasos de grueso vidrio opacados por el uso, esbelto cisnegrifo, ilegibles afiches de bebidas y productos que habían dejado de producirse, gato ronroneador entre las piernas de los parroquianos, obligada baraja; en un paño de pared que el tiempo había desgarrado a zarpazos de años, una foto de Carriego de dimensiones generosas, agrisada por el humo del tabaco y el resbalar de los días, oficiaba de ángel tutelar. No pocas veces me he preguntado dónde estará esa foto, quién la atesora como codiciada reliquia ciudadana, ahora que a esa esquina la devoró el progreso y sólo la memoria me devuelve su ochava.
La calle que tenía vecinos curiosos de otros vecinos y que a la tardecita sacaban sus sillas a la vereda y así era posible enterarse de primera mano de cuanto sucedía; de la tienda mínima –abarrotada y abigarrada como un costurero de tía solterona–, en la esquina de Soler; de la tenue y parpadeante luciérnaga del quiosco “La Lucecita”, abierto a toda  hora para socorrer emergencias mínimas.
La Honduras empedrada y recogida de cuando a Palermo no lo llamaban Viejo, como ahora, cuando en realidad deberían llamarlo antiguo, que es muy otra cosa. Calle que si hoy es nervio vital de esa zona del barrio para desahogo del intenso tránsito, ayer fue vena por la que corrió la sangre inmigrante que hizo posible el tango, la poesía del suburbio y también alguna compadrada del niño bien llegado de la vecina Recoleta, al que el certero planazo del cuchillo de un taura supo llamar a sosiego.
Honduras de Palermo: nombre de calle de novia de Buenos Aires con apellido de estirpe porteña; del mismo Palermo donde Borges llevó a cabo la tercera fundación, su barrio al que volvía de tarde en tarde, cuando ya había renunciado a “morir peleando en una esquina del suburbio”, e imposibilitado de mirar con los ojos de vivir, lo hacía desde la profundidad de sus ojos de soñar.
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Imagen: La calle Honduras en la actualidad desde la altura del 3800 hacia el este. Foto rubderoliv).