(De Diego Ruiz)
Andaba este cronista, en la entrega de julio,
reseñando los cafés elegantes de principios del siglo XX y prometía, cerca del
final, ocuparse de los cafés literarios que por esa época comenzaron a florecer
en Buenos Aires. Pero repasando un poco sus archivos y la colección de Desde
Boedo que piensa dejar para sus nietos cayó en la
cuenta de que a lo largo de los años, desde 2010, había hablado largo y tendido
tanto de La Helvética como
del Aue’s Keller, de La Brasileña y
de Los Inmortales, del almacén de Piaggio y
de varios otros tugurios de la cortada
Carabelas donde sentaban sus reales Rubén Darío,
Florencio Sánchez, Evaristo Carriego, José González Castillo y tantos otros
literatos de esos tiempos. Así pues, se dijo que en realidad, si quería seguir
el hilo cronológico que venía desarrollando, le tocaba evocar los primeros
cafés y establecimientos donde si bien no nació, se desarrolló el tango.
No es propósito del cronista terciar
en la disputa sobre el lugar de nacimiento de ese género musical, en la que
tanto se ha argumentado en favor de uno u otro barrio. Jorge
Luis Borges, que para algunas cosas era muy
perceptivo, decía en su “Historia del Tango” incluida como apéndice de su Evaristo
Carriego: “He conversado con José Saborido, autor de Felicia y
de La Morocha , con Ernesto Poncio, autor de Don
Juan, con los hermanos de Vicente Greco, autor de La
viruta y La Tablada , con Nicolás
Paredes, caudillo que fue de Palermo, y con algún payador de su relación (...)
Interrogados sobre la procedencia del tango, la topografía y aun la geografía
de sus informes era singularmente diversa: Saborido (que era oriental) prefirió
una cuna montevideana, Poncio (que era del barrio del Retiro) optó por Buenos
Aires y por su barrio; los porteños del Sur invocaron la
calle Chile, los del Norte, la meretricia calle del Temple o la
calle Junín (...)”. Seguramente habría que
incluir en esta nómina a los Corrales, pero lo cierto es que a fines del siglo
XIX los lugares citados eran los arrabales de una ciudad que -citando la feliz
frase de Chico Novarro- iba “creciendo a gritos”. La aparición del tranvía en
1871 interconectó esos suburbios entre sí y con el Centro, permitiendo a la
población una movilidad hasta entonces desconocida en una ciudad aún ecuestre,
en la que las victorias de alquiler no estaban al alcance de todos los
bolsillos y que, por otra parte, dejaba mucho que desear en cuanto al estado de
sus calles, aun en pleno Centro.
Con esta inopinada ayuda, el nuevo género pronto se extendió
por los incipientes barrios y recaló en las “academias” o “cafés de camareras”
de San Cristóbal -Solís y Estados Unidos, Solís y Comercio, Pozos e
Independencia- y San Nicolás, por 25 de Mayo, por Maipú, por Viamonte (“la
meretricia calle del Temple” que cita Borges), por las inmediaciones del Parque
de Artillería y por la calle Paraná, donde existían
lugares non sanctos en
los cuales tocaban desde mediados de los años ochenta el violinista Casimiro
Alcorta -quien habría compuesto allá por 1884 el tango Cara
sucia, cuyo título original es irreproducible, luego recopilado por
Francisco Canaro-, el violinista y guitarrista Eusebio Aspiazú y el flautista
Vicente Pecci; en los famosos cafetines de la Boca ; en el Bajo de la Batería ; en los
“clandestinos”, como el de Laura,
en Paraguay y Centro América (hoy Pueyrredón), el de María la Vasca Rangolla,
en Carlos Calvo 2721
-donde el moreno Rosendo Mendizábal estrenó El
entrerriano allá por 1897 o 1898-, o
el de Concepción Amaya (Mamita), en Lavalle 2177, donde habría hecho lo
propio en 1900 Ernesto Ponzio, el pibe Ernesto,
con su inaugural Don Juan, compuesto hacia
1898.
Otro rumbo, algo más presentable, fue el de los “Portones”
de Palermo: el Pabellón de las Rosas, el Belvedere, El
Tambito, El Quiosquito, el Pabellón
de las rosas o el paradigmático Hansen que
no eran propiamente cafés, sino cervecerías o restaurantes donde las patotas de
“niños bien” se entreveraban con compadritos y pesados con resultados muchas
veces sangrientos. Fue en El Tambito donde “Cielito”
Traverso mató de una puñalada, en 1901, a Juan Carlos “Vidalita”
Argerich, amigo de Jorge Newbery, por una cuestión ocasional, según algunos,
pasional, otros, y ese enfrentamiento que refleja Celedonio Flores en los
primeros versos de Corrientes y Esmeralda perduraría
hasta bien entrada la segunda década del siglo. Acotemos que este “Cielito”
Traverso era uno de los hermanos -Yiyo, Constancio, Félix y el nombrado-
propietarios del café O’Rondeman de
Humahuaca y Agüero, frecuentado por el joven Carlos Gardel
y que eran los caudillos roquistas del Abasto, como hemos relatado en el número
de diciembre de 2012 de esta columna.
Algo alejados de estas turbulencias, florecían por la misma
época, por el Centro y aledaños, asociaciones de inmigrantes, que además de su
objetivo primordial de “socorros mutuos” también organizaban bailes y otras
actividades recreativas. Para ceñirnos solamente al Centro citaremos la Societá
Colonia Italiana de
Socorros Mutuos., de Paraná 555; la Societá
Lago di Como, de Cangallo 1756; la Sociedad
Filantrópica Suiza, de Rodríguez Peña 254; la Societá
L’Operaio Italiano, de Cuyo (hoy Sarmiento) 1374, con sucursal en Andes
(hoy José Evaristo Uriburu) 1240; la sociedad Federal
Suiza, de Florida 753; el Centro Eslava,
de Suipacha 441; Unione e Benevolenza, de
Cangallo 1358; la Sociedad La Argentina , de
Rodríguez Peña 361 y el mítico Salón San
Martín, de la misma calle al 344, que fuera conocido como “el Rodríguez Peña”
y al que Vicente Greco dedicó en 1911 su famoso tango homónimo. Sobre el salón Rodríguez
Peña refiere García Jiménez en Así
nacieron los tangos que “(...) competía
entonces, con ventaja, en cuanto a la afición tanguista con otros de
asociaciones mutualistas constituidas por honestos súbditos de Víctor Manuel II
y Alfonso XIII (...) Éstos
se arrendaban a la heterogénea clase media del tango, en noches de entre semana
o domingos a la tarde, porque los sábados estaban dedicados a las propias
fiestas de las colectividades (...) Reinaba
allí el tango sin cortapisas. El lugar era algo así como un término divisorio
entre el remoto piringundín de La
Tucumana , alumbrado a querosene y con el arroyo Maldonado
atrás, y la coqueta casa de madame Jeanne, en la
calle Maipú al norte, con moblaje Luis
XV y cortinados de seda (...)”.
El lector disculpará la larga parrafada pero al cronista le
parecía necesaria para delimitar la cuestión
porque todos los lugares nombrados eran, fundamentalmente, lugares de baile, de
sociabilidad y también de transacciones amorosas; pero el café con palco u
orquesta que estaba naciendo por la misma época era otra cosa. Allí no iban los
hombres a bailar, sino a escuchar tangos, a poner los cinco sentidos (y quizás
algunos más) en la música que los conmovía, y con la que se sentían
identificados, en un rito silente en el cual los músicos oficiaban un culto
destinado a configurar la identidad de Buenos Aires y de los porteños.
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Fotografía: El llamado Café de Hansen, en los bosques de Palermo.
Nota tomada del periódico Desde Boedo (agosto de 2013).