(De Leonardo Busquet)
Dicen los griegos (con sabiduría acreditada), que el ser
humano es “artífice de su propio destino”. Pero el destino suele tener el
aporte de diversos factores constructores-destructores.
La secuencia es, más o menos, así: primero aparece el
círculo familiar con su propia historia de limitaciones, falencias,
preconceptos y prejuicios culturales.
Luego surge la elección de vida con modelos influenciados
por entornos diversos. Una sociedad enferma no puede producir más que seres
enfermos, carecientes e ignorantes. Dicho esto sin el mínimo espíritu peyorativo.
Cuando alguien insiste en la búsqueda desenfrenada de la
“perfección” estética sin límites de ningún orden, no hace otra cosa que
denunciar sus propias carencias, entre otras, su analfabetismo emocional. A
este pesado brebaje se deben agregar los círculos interesados que –también sin
límites– especulan y lucran alrededor del pobre personaje de barro. Como se
verá, todo camina por un sendero sinuoso donde faltan los límites y donde se
agrega un condimento indispensable: una billetera por demás abultada. Entonces
aparecen los negocios de los inescrupulosos que tampoco tienen límites para
esquilmar al enfermo cautivo de frivolidad. Más aun, el circo-marco lo terminan
de construir ciertos medios de comunicación que son parte de más
inescrupulosidad y que multiplican la estupidez a niveles insoportables. Todo
huele a decadencia. Es la recreación de la célebre etapa de la pizza y el
champán (sic), impuesta en los años negros de entrega y caída moral del
neoliberalismo. El imperio de los ricos y famosos. La criatura del joven
Frankenstein fue un producto de aquellos tiempos reciclado en los actuales..
¿Qué pasa por la atormentada cabeza de alguien que se somete
a más de una veintena de operaciones “estéticas”, no indicadas por diagnósticos
de enfermedad? Esto quiere decir: intervenciones quirúrgicas caprichosas de
chicos caprichosos con mucha guita.
¿No tienen los médicos intervinientes límites éticos para
decirle al frívolo en cuestión, hasta aquí llegó? Parece que no. Parece que
–como decía Napoleón– “todo hombre tiene su precio”. Parece que ciertos médicos
mercenarios están comprendidos en la lógica del emperador. ¿Por qué la empresa
familiar no cerró sus puertas en señal de duelo aunque sea el día del entierro
de la malograda criatura?
¿Qué tiene en la cabeza una madre hambrienta de fama que, en
el entierro de su hijo, más hambriento de fama que ella, saluda a la gente y reparte el último CD que
ella, la madre que lo parió, grabó como cantante? Sí, leyó bien, en el entierro
de su hijo, en el cementerio, en medio de la ceremonia fúnebre reparte su
mercancía. ¿Hay desamor, hay distancia afectiva o, simplemente, aprovechamiento
de una circunstancia que debe ser de recogimiento y dolor?
La sociedad del medio pelo tilingo, los “argentinitos” como
los define con acierto León Gieco, alimenta estos monstruos pintorescos, los
acepta con indulgencia consumista y en muchos casos pasan a ser referentes de
“vida”. Todo se desenvuelve en un moderno circo criollo, con perdón de los
Podestá y los Sarrasani.
La criatura del joven Frankenstein murió joven. La muerte le
puso el límite que otros no supieron ni quisieron ponerle. La muerte se lo
llevó pobre, desnudo, sin nada. La muerte lo despojó de todo, inclusive de sus
dolores más íntimos.
La criatura se inventó a sí mismo, buscó un grotesco
personaje y se metió en su carnadura y otros ayudaron a potenciar los excesos y
otros tantos toleraron desde la complicidad o desde la indiferencia. Algunos lo
rechazaron y todos forjaron su muerte en cómodas cuotas.
Ahora asistimos a otra inmoralidad: la lucha por la herencia
monetaria y el destino de sus hijos y los mitos farandulescos que comienzan a
crecer y que darán contenido por un tiempo necesario a la vana TV coloreada de
amarillo pútrido. Demasiados despropósitos. La criatura del joven Frankenstein
estaba enferma de frivolidad perfeccionista y de famatitis aguda. El joven
monstruo tenía muchas carencias, quizás la principal fuera la afectiva. Y su
familia y algunos amigos también. Y los médicos… bueno, ellos ganaron mucha
plata. Nadie puede ni debe criticar o condenar la elección privada de vida del
personaje. En esta historia breve pero intensa aparecen otros temas: la
imbecilidad, por ejemplo. De todas formas esto tiene un final. Todo pasará. El
joven Frankenstein y su criatura quedarán inscriptos en la vetusta galería de
los olvidados y otros monstruos merecerán la consideración mediática estridente
a la hora del final. Entonces la tilinguería promedio se alarmará una vez más,
llorará lágrimas transitorias, se rasgará las vestiduras a destiempo y
consumirá, consumirá una y otra vez, hasta el hartazgo.
La criatura del joven Frankenstein no escapó al perfil y
ritual de esa fauna llamada nuevos ricos. Viajan a Miami, idolatran a Miami,
negocian en Miami. Juegan al golf y/o al polo. Compran en cantidad autos y
camionetas de alta gama. Viven en palacios y dan a conocer su aparatosa
voracidad porque les gusta que los idolatren. Se sienten impunes. Ostentan su
status prefabricado y cada vez quieren más. Necesitan nuevas sensaciones
superadoras de otras. Se rodean de un plenario de matones guardaespaldas que, a
su vez, terminan succionados por la televisión del escándalo y de los globos de
colores. Suelen usar y explotar a la gente, desprecian todo lo que no se les
asemeja y gozan con la soberbia de la ignorancia. También viven puteando contra
éste y todos los gobiernos que no les permiten evadir más impuestos y terminan
enredados en ciertos “negocios” oscuros. Para sostener esta forma de vida rumbosa
se necesita mucha plata y en algunos casos se llega al punto de colocarse al
margen de la ley y de ciertos valores básicos en pos de más plata. Todo es
vorágine, urgencia y en el medio de esta carrera desenfrenada no hay tiempo
para afectos genuinos. La arrogancia que los asiste los hacen mirar varios
centímetros por arriba de la historia, se sienten seres superiores y gozan con
esa superioridad. Se cubren de hipócritas apariencias. Eso sí, no les da para
asumir que todo es tan efímero. Esta especie zoológica lamentó la muerte de la
criatura.
El invento del joven Frankenstein no era un ser humano, lo
fue, pero con el tiempo se transformó en un producto y todos aplaudieron.
También aplaudieron y toleraron su proceso de autodestrucción. El joven
Frankenstein y su invento defendieron a rajatabla la propiedad privada… sí,
privada de razón, de equilibrio y de humildad. En su epitafio bien podría
leerse: vivió como quiso. Nadie puede condenarlo por eso. Lo que se podría
agregar es algo sencillo y contundente: el joven Frankenstein y su criatura no
son ejemplo de nada.
Y una lección final: don dinero no todo lo puede, no pudo
con la muerte. Le ganó la partida por amplio margen.
Nota indispensable: cuando se lea “el joven Frankenstein”,
puede también leerse: “la desproporcionada y grotesca sociedad consumista”.
Porque la criatura no fue concebida sólo por el Dr. Víctor Frankenstein, el
bruto consumismo acercó su invalorable aporte al cruel invento.
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Foto: Ricardo Fort. (Imagen tomada de Internet)
Nota tomada del periódico "Desde Boedo", diciembre 2013.