(De Rubén Derlis)
La implementación de las bicisendas es un
despropósito que viene entorpeciendo nuestra ciudad desde hace ya bastante tiempo, y cuya construcción prosigue,
intermitente, al parecer sin haberse realizado estudio serio en tiempo y forma,
antes de delinear sobre el asfalto la primera de estas extrañas vías para desplazamiento de
velocípedos.
De ningún modo estamos en contra de las
bicisendas, pero sí de este engendro, mini-obra faraónica en escala reducida
que suma problemas a una circulación que
se agravó con el tiempo, que se
pretendió solucionar con premura, y en realidad sumó incomodidades fáciles de
ver.
Vaya uno a adivinar a qué gestor del
Gobierno de la Ciudad
(y bien digo gestor, porque estos cusifai
ni gobiernan ni hacen gestión: gestorean),
le hizo ruido en su cerebro esta magra idea, cierta mañana cuando al levantarse
acaso se haya golpeado la cabeza –de otra manera no se explica–, y debido a
este golpe, no digamos que logró alumbrarla: apenas si pudo abortarla. Aunque
la verdad sea dicha, la idea de marras no daba para otra cosa. Y salió lo que
salió: un esperpento de mampostería que no es de nadie y padecemos todos – anche usuarios de las bicisendas–,
debido a sus malformaciones congénitas y adquiridas: roturas propias del
maltrato, interrupciones por contenedores de basura, pesados camiones atracando
de culata para cargar o descargar mercaderías, garajes particulares, y lo demás
que seguramente me estoy olvidando.
Porque a este malhadado inventor de
caminitos exclusivos para dos ruedas a pedal, algo más se le chisporrotéo y
entró en corto: admirador de lo foráneo, seguramente confundió Buenos Aires
con Oslo, Copenhague, Estocolmo y otras
exquisiteces nórdicas, sin pensar por un segundo que la cultura vial de esos
países está a años luz respecto del nuestro (que alguien intente en esta ciudad
enfilar soldaditos obedientes en una misma senda para un desplazamiento
ordenado y después me cuenta), de la misma manera que nosotros lo estamos de la
verdadera democracia, de donde se explicaría, por lo inconsulto, este daño
gratuito a la ciudad de los porteños. No sé si quedó claro.
El maridaje de las bicisendas y los
ciclistas hasta el momento no me parece del todo compatible; lo noto
desajustado, como si no ligaran, cuando en realidad tendrían que llevarse como
el hambre con las ganas de comer, siempre y cuando se tenga qué. Puede ser
presunción mía, pero es lo que me late. Al menos por lo que llevo visto.
Por eso antes de levantar
parecitas de concreto sólo aptas para
demorar aún más la ya de por sí lenta circulación vehicular, al costado de
calles de histórico angostas y atiborradas de tránsito, mejor habría sido un
concienzudo estudio de factibilidad para evaluar daños o posibles errores. Ya
lo dije, y lo repito pues sostengo que habría sido esencial. Al parecer
juzgaron que no era necesario; así que sin más, meta pico y dale pala y después
veremos cómo queda. Los resultados están en la puerta de su casa; juzgue usted.
Ni falta que hacía tanto murito de cemento,
peligroso por donde se lo mire para peatones, transporte vehicular,
automóviles, motos y ciclistas. Con haber marcado con pintura fosforescente y
tiras plásticas de color y alta resistencia –de ambas cosas hay–, los límites
del carril exclusivo sobre el asfalto de las calles que estropearon sin
necesidad, más la señalética vial
correspondiente, ya habrían tenido la dichosa bicisenda, exactamente igual a la
de los países de ese primer mundo gélido con el que tanto se llenan la boca
nuestros ignaros gestoreadores. ¿O
hacía falta más? Con seguridad que no. (Ahora, si por otras causas, llámense
negociados o algo similar había que construir lo inservible para destruir lo
que sirve, ya es otra cosa).
Esta bicisenda porteña me recuerda a la Panamericana de los
años 60, que de pronto se interrumpía y nadie sabía dónde continuaba: en
realidad no continuaba…, ¡continuaría dentro de algunos años! Por ahora llegaba
hasta allí.
Con esta discontinua trinchera para enanitos
de jardín ocurre lo mismo: de pronto queda trunca y si te he visto no me
acuerdo. Algún día continuará. ¿Continuará? Entonces el ciclista, que le daba
al pedal muy orondo, pierde de pronto bajo sus ruedas la cinta mágica por donde
avanzaba confiado y es lanzado sin más trámite a la inhóspita avenida. Fin de
la protección y agarrate Catalina. ¿Alguien sabe dónde empieza la próxima
bicisenda, y si la hay? Nadie responde.
De haberse hecho de la forma más simple,
económica y sencilla –la línea continua, fosforescente o plástica, marcada en
la calle–, el andar ciclista no se habría visto interrumpido, sería más fluido
y hasta placentero, pues se desplazaría por calles paralelas a las avenidas y
evitando los peligros de transitar por ellas; a lo sumo se las habría cruzado
para retomar la bicisenda una vez superadas. Aparte de esto –que no es poco–,
frente a la eventualidad de un percance, cualquier vehículo habría podido
invadir momentáneamente la bicisenda y
realizar la maniobra necesaria sin el impedimiento del murito enano, complicado
y embrollón. Me cuesta creer que resulte tan difícil emplear la lógica.
¿Y qué decir del despropósito de haberles
dado doble mano cuando las calles sólo tienen una, salvo contadas excepciones,
en cuyo caso no existen bicisendas? No es nada raro frente a esta torpeza
–llamarlo error es cosa de poca monta–, ver a gente mayor, y no tanto, llevada
por delante por algún pedaleador abstraído, ya que por costumbre, el
peatón sólo mira al cruzar en dirección
de la mano de la calle, pues así también lo hace donde no existen bicisendas.
¡Y zás! Allí el accidente.
Pero tendremos que convivir con estos
absurdos bodoque de concreto, más apropiados
para romper orugas de blindados en una ciudad ocupada que para demarcar
vías de acceso rápido para bicicletas, durante un tiempo todavía: mientras
sigan gestoreando estos cosos –dicho en buen porteño– por lo que les resta al frente del Gobierno de la Ciudad
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Imagen: Bicisenda invadida por contenedores de desperdicios (Foto: la nación.com.ar)
Nota tomada de Códigos de callejero de R. D.