(De Mónica López Ocón)
De todas las variedades de cajas que existen en el mundo,
sin duda la valija de cartón es la más literaria. Como el tren, está tan impregnada de ausencias, de exilios y de
adioses que para hablar de ella sería una redundancia imperdonable mencionar la
palabra nostalgia.
Por mi barrio de infancia, San Cristóbal, pasaba un turco que vendía baratijas. Iba con
una valija de cartón medio destartalada que, atada de una cuerda, lo seguía
como un perro. No recuerdo qué maravillas guardaba en ella, pero sí que
refulgían a la luz del mediodía como el oro que Pizarro soñaba guardar en su
cofre y que quizás estaba hecho, como la valija del turco, según las reglas del antiquísimo arte de la
cartapesta. Sí recuerdo que el vendedor tenía aires de funámbulo de feria y que
ofrecía sus baratijas como exóticos
tesoros traídos del otro lado del mar. Mi abuela, que había llegado de
Italia con su valijita de cartón y que como una forma de resistencia pasiva a
la nueva tierra se negaba a aprender a pronunciar la jota, se burlaba del
vendedor marcando exageradamente la “b” para decir beine, beineta. Ac-tuaba con
la certeza de que existía una diferencia de dignidad entre los dolores que cada
uno traía en la valija y entre los sonidos nuevos que sus respectivas lenguas
natales les impedían pronunciar. Mi
abuela, cuyo destino estuvo signado por aquella valijita con la que viajó desde
Salerno en la dirección contraria de su deseo, nunca pudo decir valija
pronunciando la jota que le imponía la lengua ajena. La suya era una valica de
cartón, un objeto cuyo nombre no figuraba en ningún diccionario español y que,
por lo tanto, sólo existía a medias, con una existencia difusa, neblinosa, que
borraba los contornos de la distancia y del exilio.
Mi padre llegó de su pueblo provinciano con un baúl de
madera entelada y una valija de cartón. Quizá fuera esa misma valija la que usó
después para guardar los títeres de su teatro ambulante. Aquella valija tenía
costillas de madera y esquineros metálicos y albergaba, como las de los
ventrílocuos, criaturas casi de su misma materia: pasta de papel. En esto, era
muy distinta de las grandes valijas de cartón de los magos en las que,
aserradas en trucos impiadosos, agonizan mujeres de carne y hueso.
Una tía soltera guardaba en una valijita de cartón las
cartas de su único amor de juventud. La razón por la que las guardaba allí no
es difícil de adivinar: eran su único equipaje. Aquellos papeles amarillentos
le cubrían las desnudeces del cuerpo y del alma y la libraban de salir a la
calle mostrando las vergüenzas del desamor y la soledad.
Tuve, en la niñez, una valija de cartón de juguete que me
habían traído los Reyes. Como muchas de las verdaderas, estaba salpicada de
etiquetas de diferentes puertos, marcas de un itinerario fingido. Guardaba en
ella vestiditos de muñeca, ollas de lata de una diminuta batería de cocina,
utensilios de una vida en miniatura. Idéntica a la valija de cartón de mi
abuela, los Reyes me habían puesto en los zapatos el dolor de su destierro en
una versión bonsai y comenzaba a aprender con ella, sin saberlo, las pequeñas
muertes de la despedida.
El escritor español Juan José Millás dice que “los muertos y
las maletas están curiosamente asociados”, que “en los accidentes de automóvil,
junto al cadáver, siempre hay una maleta abierta, con las tripas al aire” y que
“echándoles un vistazo a esas vísceras, sobra hacer la autopsia al conductor”.
Pero hoy la identidad del conductor empieza en la valija misma. Su marca y su
calidad ya comienzan a balbucear antes de que hable su contenido. Las valijas
de cartón tenían, en cambio, una uniformidad municipal, una modestia impersonal
de guardapolvo de escuela pública que hacía que su contenido resultara
impredecible, doblemente secreto y misterioso. Es muy cierto, en cambio, que
las valijas y la muerte están curiosamente asociadas. A la hora en que la Parca llama a la puerta,
como dice Horacio Ferrer, hay que guardar “mansamente las cosas de vivir” y
entonces uno mismo se guarda en una valija para emprender el último viaje. Uno
mismo es su equipaje. Los ataúdes pobres, con su modesta fanfarria mortuoria de
lata, se parecen a las valijas de cartón de esquineros brillantes, esa
quincallería de utilería que sobrevive a la valija misma.
Sería bueno que a uno lo enterraran en una valija de cartón
y lo pasearan en ella por la ciudad, antes de embarcarlo hacia el precolombino
mundo de la muerte. ¿No es un muerto el más inmigrante de los inmigrantes, el
más desterrado de los desterrados? En ese paseo final, antes de que el Rodrigo
de Triana de turno nos gritara ¡tierra! tendríamos la oportunidad de que los
transeúntes, tratando de adivinar el contenido de la valija, nos permitieran
ser por un momento lo que nunca fuimos: un montón de baratijas brillando al sol
como el oro, un pedazo de tierra lejana, un títere o un muñeco de ventrílocuo,
una asistente de mago, una carta de amor, una ollita de lata. Tendríamos así,
además, la oportunidad de continuar siendo lo que siempre fuimos: un misterio
insondable escondido dentro de una frágil valija de cartón de la que nadie, ni
siquiera nosotros mismos, tuvo ni tendrá jamás la llave.
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Imagen: Valija de cartón.