(De Inés Tropea)
"La
Quemada " era el parador de los pibes de Villa Santa
Clara y, siempre en agosto, el cura de la capilla organizaba una competencia de
barriletes que culminaba con mate cocido y facturas para todos los asistentes,
y un par de zapatillas para el ganador.
A nadie le pasaba desapercibido el acontecimiento porque la
gente se juntaba en el baldío, los chicos de la villa se mezclaban con los del
pavimento, y el barrio adquiría el color de las fechas patrias. Ese domingo, el
sol estrenaba la futura primavera con el ardor propio de los principiantes. La
tarde empezaba a ensoñarse en aquella hora de la sobremesa en la que nadie se
resignaba a hacer la siesta.
Cada año, los barriletes trepaban por una escalera invisible hasta acomodarse
en un pedacito de cielo, pero hoy, que no había viento, se empeñaban en quedarse
detenidos a mitad de camino para derrumbarse de pronto como un avión en una
inevitable picada.
La cosa se ponía difícil. Sin siquiera una brisa había que
ser muy hábil para remontar los esqueletos empapelados y coludos. Los que ya lo
habían logrado, tenían esa mirada característica de la vanidad de los
triunfadores. Los otros intentaban carreritas, les alivianaban el peso, les
ponían y les sacaban cola, discutían entre sí, pero muy pocos conseguían
empinar sus cometas en el aire.
Al cabo de empeñosos esfuerzos, uno a uno fue abandonando
los intentos y se fueron sentando sobre las piedras para no perderse el
espectáculo.
Era fantástico mirar hacia arriba y ver pedacitos de papeles
de colores prendidos con alfileres en una página celeste, como las figuritas de
un álbum. Ningún barrilete se balanceaba, todos se mantenían alineados a la
misma altura, detenidos por una especie de techo invisible que les marcaba la
longitud del vuelo.
¿Cómo elegir un ganador? ¿Cómo repartir un sólo par de
zapatillas entre doce?
La gente empezó a juntarse en las esquinas. Las vecinas, que
a esa hora salían a barrer la vereda, estaban apoyadas en los palos de las
escobas, mirando hacia arriba.
Los muchachos que habían apostado a sus favoritos, salieron
del bar y se acercaron a los otros.
Jamás había sucedido
algo parecido: la inmovilidad de los barriletes le confería a la escena un
aspecto fantástico; parecía que el viento se había detenido para siempre y que
el cielo terminaba ahí nomás, en el extremo del hilo desovillado.
El murmullo se fue acallando poco a poco hasta que el
silencio creció como una caricia en las bocas, sostenido por el asombro.
Por un instante, la tierra y el espacio se acercaron. Un
burbujeo del aire se apelotonó debajo de nuestras axilas y de las suelas de los
zapatos, y pujó hacia arriba, levantándonos suavemente. La distancia comenzó a
crecer sin vértigo debajo nuestro y fuimos sintiendo cómo nuestros pies se
alejaban del suelo e íbamos remontándonos, lentamente, hasta alcanzar casi la
altura de los postes de luz.
Cuando empezamos a rozar con nuestros cuerpos las colas de
los barriletes izados, flotando en el espacio como estatuas voluptuosas, el
borde de los techos y las terrazas, allá abajo, nos parecían acomodados como
baldosas en una vereda gigantesca; y los jardines se iban achicando hasta
perfilar pequeñas islas verdes.
No sé cuántos éramos allá
arriba, pero creo que estábamos todos. Tampoco sé bien cuánto duró
aquello, hasta que empezó esa brisa que movió el aire con un empujón hacia
abajo y fuimos descendiendo suavemente:
los chicos con los barriletes en las manos, las vecinas con las escobas, los
muchachos del bar y el cura, con el par de zapatillas debajo del brazo.
No hubo ningún pibe que se llevara las Pampero, pero el mate
cocido y las facturas alcanzaron para todos, porque nadie tenía ganas de comer
ni de tomar nada.
Nos quedamos hasta la noche en "La Quemada ", mirándonos
unos a otros, y esperando a que alguien se atreviese a decir la primera palabra.
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Imagen: Preparando los barriletes.
Tomado de la página Quemá esas cartas.