(De Mónica López Ocón)
Luego de la privatización criminal que hemos sufrido los
argentinos, reconforta saber que aún nos queda algo propio. En efecto, si hemos
de creerle a la
Academia Argentina de Letras, existe un “habla de los
argentinos” que es inmune a los embates del inglés y sobre la que ni siquiera
el mismísimo Aznar (para decirlo en términos lingüísticos, una mala traducción
de Bush al español) podría dictar un embargo.
Preventivamente, no obstante, la Academia ha tenido la
precaución de salvaguardar nuestra habla nacional en un diccionario de reciente
aparición: el “Diccionario del habla de los argentinos”.
Suele decirse con frecuencia que para un escritor su lengua
es su patria. La connotación nacional de este diccionario demuestra que no son
sólo los escritores los que habitan en la lengua aprendida en la infancia, sino
que a todos, como decía Italo Calvino, “la lengua nos lleva en ella como un
útero materno”.
No se trata, como bien se aclara en el prólogo, de un
diccionario de “argentinismos” (algo así como un diccionario de palabras que
sufren una artrosis deformante que las aleja de los cánones anatómicos del
español de España), sino de un diccionario que “registra usos léxicos
diferenciados de los de la
Península , en vocablos y en acepciones. Es decir, un
diccionario contrastivo, cuyo elemento diferencial sería el ‘Diccionario de la
lengua española de la
Real Academia Española’: voces y usos del español argentino
diferentes del español peninsular”. En términos concretos esto significa que es
capaz de consignar familias enteras de palabras que no tienen abolengo y que,
como tantos argentinos, están en la calle: “chanta, chantapufi, chantún” y
expresiones que parecen hechas a medida para describir la actitud de los
políticos respecto de la inundación de Santa Fe como “hacerse el chancho
rengo”.
Este diccionario, como todos, es muchas cosas a la vez: una
especie de campo de refugiados donde las palabras marginadas de la oficialidad
lingüística se preservan de la muerte y, también, un segundo grito de
independencia respecto de la corona española. Existe todavía algún trasnochado
que otro que cree que Fernando VII no ha muerto y que sostiene que “los
argentinos hablamos mal” porque no lo hacemos como en España o que dice
“suponte” en vez de “suponete” en la certeza de que la conjugación española le
asegurará un lugar de privilegio si no en el Cielo, por los menos en la mesa de
Mirtha Legrand.
En este sentido, el “Diccionario del habla de los
argentinos”, como todos, constituye una reivindicación política. No es casual
que los diccionarios, al igual que las gramáticas, nacieran en el proceso de
formación de los estados nacionales. Ahí están Don Sebastián de Covarrubias y
Orozco y el señor Nebrija para confirmarlo.
Finalmente, como todos, también este diccionario es un
objeto que nos libera de la “angustia de infinitud” (Roland Barthes dixit) al
ofrecernos un número finito de voces que nos produce la ilusión –falsa, como
todas las ilusiones– de que el inabarcable mare mágnum de la lengua puede
guardarse en una caja. Y es, además, “una máquina de soñar; al engendrarse, por
así decirlo, a sí mismo, de palabras en palabras” (nuevamente R.B.).
Puestos a soñar, entonces, sería bueno soñar para el término
“argentino” acepciones más felices que las que hoy llevamos casi todos en el
diccionario de la memoria nacional, acepciones que no consignen solamente lo
que nos han quitado, sino también lo que nunca podrán quitarnos. Por ejemplo:
“argentino: dícese de la persona que lo ha perdido casi todo, pero que aún
mantiene el privilegio de que al pronunciar ciertas palabras le quede en la
boca el lejano y entrañable sabor de la leche materna”.
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Foto: "Diccionario del habla de los argentinos" editado por la Academia Argentina de Letras.