10 dic 2010

Puentes en una Buenos Aires que no existe


(De Fernando Sánchez Zinny)

Presuntamente, las calles definitorias de nuestra porteñidad transcurren por una superficie casi absolutamente plana, sin más contradicción que las barrancas del Bajo; es cierto, en general, pero no del todo. Si prestamos atención es fácil advertir que algunos desniveles existen, a veces bastantes marcados, según cabe verlos en la avenida Garay, más arriba de Jujuy, lo que da cuenta de que no andan demasiado desencaminados los manuales que hablan de la “pampa ondulada”.
Los criollos viejos hablaban de “altos” y de “lomas” y, en efecto, los hay, disimuladas hoy por las construcciones y los sucesivos nivelamientos que cada una de ellas entraña. Abajo están la tierra negra, la madre nutricia, la arcilla, la tosca. Buenos Aires tenía fama, hasta antes de su gran apogeo, de ser muy sucia. La culpa era de los vecinos, por supuesto, pero también del terreno, al que bastaba un poco de agua para convertirlo en fangal, sin contar con que su misma regularidad facilitaba que lo llovido se estancase  en transitorios pantanos y lagunones, lugares que al ser en prevención eludidos se convertían en ámbito de marginales y menesterosos y en receptáculo de todo tipo de basuras, entre las que en aquel tiempo no eran pocas las consistentes en restos de animales.
Entre las lomadas corrían mínimos cursos temporarios que actuaban como bocas de tormenta. Al unirse varios daban nacimiento a un zanjón, al que otros aportes terminaban constituyendo en uno de los “terceros”, dos de los cuales fueron frontera real de la urbanización originaria: en el sur el “de Granados” que discurría por atrás de Santo Domingo hasta llegar al Bajo por la actual Chile. Al norte, el impreciso tercero “de  Matorras” que venía desde atrás de Miserere, seguía más o menos las trazas de Anchorena y Córdoba y se perdía aproximadamente al llegar a Talcahuano para seguir luego por Paraguay –donde ha dejado en recuerdo el espacio que ocupa la plaza Alsina, antiguo hueco “de doña Engracia”–, y también por Libertad.
¿Puentes en la Gran Aldea? Sí que los hubo y no sólo el “de Gálvez”, construcción de madera tendida sobre el Riachuelo, donde hoy está emplazado el puente Pueyrredón viejo. Había, además, otros, de los que muy poco se sabe. El Granados tuvo uno a la altura de Defensa, un segundo en Bolívar entre Méjico y Chile, y el tercero en Perú y México, los tres de madera. El más popular fue el segundo, popularmente conocido como “de las Beatitas” y teatro, a estar a lo que relata la tradición, de alguna de las infames hazañas de la Mazorca.
Por su parte, el Matorras, tuvo uno en Florida y Paraguay, que algunos creen que era portátil y sólo se colocaba en los días de lluvia. Se le ha atribuido, en virtud de ello, alguna inestabilidad y ello justificaría lo que narra Ricardo M. Llanes: Estanislao del Campo y un amigo, yendo a una fiesta –y acaso ya un poco “alegritos” –, fueron ahí a dar al zanjón de modo que quedaron horriblemente enlodados y en estado sólo de huir en alas del papelón. En cambio, el construido en Viamonte y Libertad era de material y lo suficientemente coqueto como para haber merecido convertirse en inocente reminiscencia veneciana: se lo llamaba –tal vez con sorna– “el puente de los suspiros”.
Está documentado que el más viejo puente de Buenos Aires se tendió  en 1614 cerca de la desembocadura cenagosa del Maldonado, tal vez en las proximidades de la actual Libertador, para comunicar con la ciudad al molino establecido por un tal Hernán Suárez Maldonado, cuyo apellido en una de ésas hasta ha originado la enigmática denominación de ese arroyo hoy subrepticio.
Pero para la época independiente ese puente había desaparecido hacía muchísimo y ese curso era salvado por otro de madera a la altura del camino del Norte, que así se conocía a Santa Fe, lugar en que era necesario pagar peaje, o “pontazgo”, mejor dicho. De madera en un comienzo, hacia 1870 se lo reconstruyó de material, años en que también se habilitó otro a la altura de Morón, designación para entonces del tramo superior de Corrientes.
Quienes han conocido el Maldonado “y han visto en sus aguas reflejarse la luna” –gente ya muy mayor– dan fe de que era una zanja de mala muerte, de repente convertida en caudalosa. Como se sabe, si la lluvia coincide con sudestada la consecuencia son las inundaciones que hasta hoy afectan su cuenca; de lo contrario el agua acrecida circula aunque sea lentamente con la inevitable lentitud que le imponen la llanura y las sucesivas hoyas del terreno, lo que incluso pasaba en muchas calles. Las hoy México y Paraguay, por ejemplo, pasaban inopinadamente de andurriales polvorosos a criaderos de ranas. Chiclana –para entonces el “Camino de la Arena”– era por donde venían las tropas de ganado: las pezuñas ahondaban el declive natural y a la altura de Rioja bastaban algunas gotas para formar un verdadero río, al punto de que “el tren de la basura” contaba con un terraplén para pasarlo: lo salvaba a la altura de la proyección Oruro­ - Deán Funes, donde había un puente de hierro, de esos clásicos que han dejado los ingleses por tantos lados.
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Imagen: El primitivo puente Alsina.