(De Ezequiel Martínez Estrada)
La hora de Buenos Aires es la tarde, la hora del desierto.
Echeverría lo intuyó; Keyserling llamó vesperal a la luz de nuestro campo.
Pero la noche es inmensamente más expresiva y profunda.
Cualquier ciudad de noche pierde su sentido significativo. Londres, París o
Roma de noche son absolutamente extrañas a sí mismas, como su categórica
negación y aniquilamiento. Pierden su fisonomía de noche, para destacar su
oasis de bullicio y libídine. Entonces es cuando Buenos Aires y todas nuestras
poblaciones, más hondamente cuanto más australes, adquieren su sentido cósmico,
sideral, telúrico. La luz estimula un tropismo de insecto fosforescente en el
habitante. La población entera es atraída por las iluminaciones públicas a las
avenidas insomnes. También las fiestas para el pueblo se realizan de noche,
según leemos en alguna página de Amalia.
Cuando la iluminación se hacía con velas de sebo o con gas, la concurrencia era
idéntica, porque idéntica era la atracción de la luz. En cambio, las fiestas
diurnas son melancólicas y frías.
La noche concierta con el estado de ánimo de Buenos Aires.
La animación nocturna es una euforia de droga espiritual; la santa noche,
infinitamente anterior al desembarco de don Pedro de Mendoza, envuelve
materialmente a la ciudad en un regazo. Entonces surge de la febril y fría
ciudad la otra más verídica y duradera.
Las formas que la ciudad destaca de noche coinciden muy poco
con las del día; tan poco como el alma nocturna con la de las vigilias o como
la ancestral con la actual nuestra. El alma nocturna de Buenos Aires es muchísima más rica de contenidos vitales y
patéticos, y muchísimo más antigua, más arcaica que el día. Noche campesina que
toma su desquite de la opresión y la insensatez de una faena jadeante sin objeto.
Barrios enteros se sumergen en el sosiego del descanso;
párpados de amapolas cubren la vasta ciudad que estuvo de día despierta hasta
la clarividencia, veloz hasta el vértigo, distraída hasta la crueldad,
desconfiada hasta la agresión; un sueño que baja desde las altísimas estrellas
y que cunde finísimo desde las soledades de los campos.
Otra función mucho más vital que ninguna se cumple entonces.
De la noche cósmica en que se sumerge, Buenos Aires extrae energías para nuevas
luchas en que casi está sin aliados. Las voluntades que en el ímpetu del día
procuran la victoria de sus propios intereses, ahora reciben, en el sueño de la
noche, un influjo de total unidad. Así Buenos Aires trabaja silenciosamente
contra las potestades del caos.
______
Imagen: Nocturno en Plaza de La República, Buenos Aires.
Del libro de Ezequiel Martínez Estrada: La cabeza de Goliat.