(De Diego Ruiz)
Andaba el cronista, en su último callejeo, comentando su
pasión de “coleccionista de cafés” y, remontándose en el tiempo, hacía un
repaso por los primeros establecimientos de ese tipo que hubo en Buenos Aires a
fines del siglo XVIII y principios del XIX. Pero también esbozaba una
genealogía más popular que, partiendo de las pulperías y pasando por los
almacenes con despacho de bebidas, llegaba a nuestros cafés de barrio. Lugares,
es cierto, en los que lo menos que se tomaba era esa infusión, pero en los
cuales el “pueblo menudo” encontraba un lugar de sociabilidad, jugaba a los
naipes o a los gallos, departía con vecinos o extraños o, en ocasiones,
disfrutaba de una payada. El cronista no quiere terciar en la etimología del
término pulpería, que bastante polémica ha causado, que si viene de la bebida
mexicana “pulque”, o de “pulpa” de carne (como aún llaman los uruguayos al
vacío), o menos aún de un “pulpo” que poco se consumía en estos pagos, pero sí
comentaba que hay registros muy antiguos de este comercio –actas de los
Cabildos, órdenes de los Virreyes, etc.– con múltiples reglamentos y
prohibiciones. Y la cosa, en realidad, no era para menos, porque estas
pulperías eran pieza fundamental en la comercialización del contrabando que
ejercían con entusiasmo los porteños de entonces, y en aquellas que estaban en
la campaña, o en zona de frontera con el indio, en el intercambio de productos
por cueros obtenidos en los malones o el cuatrerismo. Rosas la tenía muy clara
en su política de zanahoria y garrote con las parcialidades indígenas: regalos
y comercio para atraerlas y garantizar la paz, y si no, las indisponía unas
contra otras o, directamente, las reducía por la fuerza. No por casualidad uno
de sus más eficientes colaboradores, Vicente González –conocido como “el
carancho del Monte”– era, precisamente, pulpero.
Pero no era intención del cronista referirse a las pulperías
de campaña, sino a aquellas que estuvieron más o menos dentro del ejido urbano
o en las vías de acceso al mismo, algunas en lugares hoy tan céntricos como
Venezuela y Perú –la “Pulpería del Poste Blanco”–, cuyo nombre el cronista
presume que se debía al color del grueso poste esquinero que en estos comercios
actuaba como soporte de los dinteles de las puertas que solían dar a dos
calles. Ahí está una litografía de Bacle que lo ilustra, con el despacho de
bebidas en la esquina y en otra puerta, sobre una calle, el de mercaderías.
Pero aquellas que más han perdurado en la historia o el recuerdo estuvieron en
esas zonas en que la ciudad empezaba a ser campo, paso obligado de las carretas
hacia las plazas en que se concentraban –los Corrales de Miserere, el Alto de
San Pedro, la Plaza
Constitución – o de las tropas de ganado que eran arriadas
hacia el matadero. En el viejo Camino Real, conocido en la época de Rosas como
Federación y hoy avenida Rivadavia, el inmigrante genovés Nicolás Vila instaló
su casa y negocio en 1821 en la esquina oeste del cruce con Emilio Mitre, y por
el motivo de su veleta fue conocida como la “Pulpería del Caballito”. Y más
cerca de Miserere, en la esquina también oeste con Matheu, vivió y ejerció el
negocio Leandro Antonio Alen; allí nacieron su hijo de igual nombre y su nieto
Hipólito Yrigoyen, futuros caudillos del radicalismo.
Hacia el sur, la Calle Larga de Barracas, hoy avenida Montes de
Oca, es recordada por aquella “pulpera de Santa Lucía” que se fugó con un
payador unitario y evocó Héctor Pedro Blomberg, pero en su traza supo albergar
a dos de las más renombradas pulperías de la segunda mitad del siglo XIX: “Las
Tres Esquinas”, en el cruce con Osvaldo Cruz, y “La Banderita ” en la esquina
noroeste de Suárez. La primera dio nombre al barrio –o por lo menos lo
popularizó– al que más tarde le cantó Enrique Cadícamo, y en la segunda hizo
sus primeros pininos artísticos el joven Ángel Villoldo cuando trabajaba como
cuarteador en la barranca frente a la actual Casa Cuna. Ambas eran famosas por
las carreras cuadreras que se realizaban en los días festivos, de una hasta la
otra o, en el caso de “La
Banderita ”, en el tramo que iba desde Montes de Oca hasta el
terraplén del Ferrocarril del Sur.
Pero si hablamos de cuadreras, debemos referirnos a una de
las pulperías más famosas, la de Gades, ubicada en la esquina suroeste de las
actuales Loria y Chiclana, conocida como la
esquina de los corredores. Emplazada a corta distancia del matadero –los
“Corrales” que dieron su primer nombre al barrio– era punto obligado de reunión
de arrieros, matarifes y toda una población que vivía de las industrias
subsidiarias: seberías, acopiadores de cueros, etcétera, y desde su esquina se
corría el tiro hasta el “camino de los güesos”, actual Boedo. Por otro camino
de tropas, la hoy avenida Corrales, al llegar al Camino de Gowland –hoy avenida
La Plata – se
encontraba la “Pulpería de María Adelia” que, según cuenta el historiador Jorge
Bossio en su recordado libro Los cafés de
Buenos Aires: reportaje a la nostalgia, fue improvisado hospital de sangre
durante los combates de 1880, cuando “aquella chusma valerosa de los Corrales” –al
decir de Borges –se enfrentó al Ejército nacional en una última compadrada que
no pudo impedir la federalización de la ciudad y el triunfo electoral de Julio
A. Roca.
El cronista supone, no lo sabe de cierto, que en esas
jornadas sangrientas también se deben haber visto envueltos otros dos
establecimientos ubicados en pleno campo de batalla: “La Blanqueada ”, en la
esquina suroeste de las actuales Sáenz y Francisco Rabanal, y otra cuyo nombre
no ha llegado a nuestros días, en similar esquina de la calle Arena y el
“callejón de las quintas”, hoy Almafuerte y Caseros. La primera fue evocada por
el historiador y nativista Justo P. Sáenz (h.) como parada obligada de los
viajeros y troperos que cruzaban el Puente Alsina para tomar una caña o en su
caso, dados sus cortos años, una “gaseosa de bolita”, lo que denota la
transformación de la antigua pulpería en despacho de bebidas. A fines de la década
de 1890 “La Blanqueada ”
ya no existía, se había transformado en una chanchería que giraba bajo el
nombre de Bautista Selles y Cía.; años después el boliche volvió por sus fueros
y la esquina volvió a su antigua condición para, finalmente, transformarse en
pizzería... Sin embargo, en sus tiempos de gloria supo ser reducto de payadores
–tanto como el “Café de los Angelitos”– y en su salón cantaron o pararon Gabino
Ezeiza, José Higinio Cazón, Ambrosio Ríos y un joven vecino de Almagro llamado
José Betinoti, grupo que también sentó sus reales en la ya citada esquina de
Almafuerte y Caseros donde, pocos años después, también cantó alguna que otra
vez Carlos Gardel. Con los años, la vieja pulpería se transformó en el “Café El
Parque” (no confundir con su homónimo de Caseros y Rioja), hito durante décadas
de los vecinos de Parque Patricios. Allá por fines de los años 1970 el café, y
los negocios aledaños que compartían el predio, un kiosco y una peluquería,
cerraron y fueron tapiados debido a un arduo conflicto sucesorio que demoró –si
al cronista no le falla la memoria– unas dos décadas. Hoy en la antigua esquina
se alza nuevamente un café al uso moderno, es decir medio pizzería, con esa
decoración modernosa y fría,
despersonalizada, que va invadiendo nuestros antiguos boliches. Hasta el nombre
El Parque perdió, pero al menos sigue fiel a su origen y vocación primera, no
como la bravía y ecuestre esquina de los
corredores, que hoy es una gomería.
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Imagen: “Exterior de una pulpería”, litografía de H. Bacle,
de “Trages y costumbres de Buenos Aires”.
Tomado del periódico “Desde Boedo”, abril 2013.