(De Roberto Díaz)
No vamos a hablar de esos gatos cuidados, bañados y
perfumados de ciertos divanes de mansiones, esos mininos persas pero no de la época de Khomeini sino más parecidos a
la del Cha. Gatos que se sientan al lado de jarrones chinos como si les fueran
a sacar una foto.
Hablaremos de los atorrantes, vagabundos gatos de albañales,
azoteas, cornisas y medianeras de barrio, cuyos ojos cultivan en la noche
fosforescencias misteriosas.
Gatos que no se casan con nadie, sin amos, con toda la
libertad a cuestas, sobreviviendo de la beneficencia de un loro olvidado, de un
ratón distraído, de un pedazo de bofe perdido en la vereda.
Estos son los grandes interlocutores de la luna, se la chamuyan noche a noche y la sueñan como
si fuera un gran plato de leche que les moja el bigote.
Dueños del aire, de ese viento que cruza las terrazas e
inventa fantasmas con la ropa tendida, los gatos pertenecen a la soledad, al
individualismo recalcitrante, a la hosca desconfianza del perseguido.
Los gatos vagabundos se parecen a un poema de Villón, a la rante caminata de Centeya,
cuando desmadejaba el vesre
en las baldosas y mucho vino por el cuore.
Se asemejan a los sueños oscuros que rondan, casi en puntas de pie, para cazar
a la inocencia entre sus dientes. Así son estos gatos que acompañan nuestras
madrugadas y observan, en silencio, desde su atalaya, nuestro paso rutinario y
dormido.
No tienen amor fijo. No saben ni les importa la herencia, la
responsabilidad de una familia, el techo seguro. Pertenecen a la amplitud del
cielo y cuentan las estrellas como una forma de distraerse ante el silencio. Cuando
maúllan, nos están contando sus tristezas (que las tienen) o tal vez el
cansancio de una ronda improductiva y árida.
Los perros los vigilan, porque son sospechosos de hurto
premeditado, de violar la santidad del muro. Inconsolables parias, asumen su
destino impenitente de viajeros del techo, de caminantes de cornisas, de salteadores
incansables. Así son. Llevan como un
estigma la antipatía del sol, la falta de carisma que no seduce al hombre.
En sus patas, en sus lomos veteados, en sus bigotes
deslumbrantes, guardan los olores de la vida, la fantasía de una caricia que
nunca recibieron. Solitarios ariscos, solteros impertérritos, la muerte no los
quiere. Tal vez le asusta cargar con su arrogante silencio, con su mirada fija,
con su pelambre sombría. Tal vez le asusta tanta libertad suelta, tanto
desprecio por los convencionalismos terrenales. Por eso no se mueren,
desaparecen, de pronto, como se diluye la oscuridad en el día, como se borran
los recuerdos cuando golpea duramente la ausencia.
Así son estos dueños anónimos de tejados. Estos
paracaidistas silenciosos, estos linyeras que velan nuestro sueño,
indiferentes. Algún día se encontrarán
perdidos, sin cornisas, sin pájaros. Y entonces echarán a andar de nube
en nube, persiguiendo el fantasma, el eco de los trinos. Y la noche se hallará
más sola, aburrida de contemplar la quietud de los barrios.
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Imagen: Gatos callejeros.
Tomado de Crónicas
para el desayuno de Roberto Díaz.