(De Fernando
Sánchez Zinny)
Confusiones marcadas y demasiado extensas
acompañan al tan traído y llevado lunfardo porteño. Origen doble de tales
embrollos son, evidentemente –y tal vez por partes iguales– una cierta disposición
testaruda, mantenida al amparo del perceptible amauteurismo que rige en la
materia, responsable de admitir que siendo el lunfardo “el habla de Buenos
Aires”, todo convecino de regular despejo está capacitado para constituirse en
autoridad, y también una limitación propia del cometido inicial que se fijaron
los mismos estudiosos, quienes por atenerse a no pretender ser sino
lexicógrafos terminaron hallando lunfardismos allí donde simplemente hay
palabras de todos los días, en absoluto desnudas de intención lunfarda.
Complica a esto, el hecho de que un vocabulario cualquiera remite siempre a
textos de un momento, que al ser trasladados a otro suelen quedarse en el
camino sin la nitidez con que nacieron. Ejemplos al respecto lo dan la letra de
no pocos tangos que hoy se cantan –incluso profesionalmente– sin que el
intérprete sepa en detalle qué es lo que está diciendo. Ha escuchado, no sin
pena, “decís que un tango errante no
te hace perder la calma…” y también: “Contra el destino nadie batalla”, implícitas y penosas
confesiones de no conocer los términos rante
y tallar, punto no reprochable en
sí aunque muy melancólico desde una perspectiva tanguera. Por supuesto, al
literato que después de prestar atención a aquello de “tras las tantas
serenatas a la lora, / que hoy es
dueña de mi cuore y patrona del bulín”, pregunta, con visos de perplejidad,
¿qué es la lora?, basta con recordarle determinado ex abrupto, muy usual y muy
grosero, que corre entre nosotros, para que haga la asociación adecuada y
comprenda que ese apelativo ornitológico apenas significa mujer.
He aquí una primera función del
estudio del lunfardo, tal vez la más valiosa: ayudar al mejor entendimiento de
algunos textos, fundamentalmente letras de tango, cuya intelección comienza a
hacerse dificultosa, dada la natural evolución del idioma. Del mismo modo, hay considerables
monumentos literarios, en primer lugar Martín
Fierro, que obligan a profundizar, todavía hoy, en los vericuetos del
llamado gauchesco. Es notorio que el lunfardo de la gran época no ha dejado
obras de semejante relieve; así y todo, cabe estimar en mucho los trabajos
eruditos realizados para atender tal necesidad.
Sin embargo, en el fondo no sería sino
una cuestión lateral desglosada del gran tema del sentido y trascendencia que
el lunfardo tiene para nosotros. ¿Qué es, en principio, el lunfardo? La
respuesta es engañosamente sencilla: “Lunfardo”, deformación de “lombardo”,
ladrón, jerga de la delincuencia en Buenos Aires a fines del siglo XIX e
inicios de la centuria siguiente, mayormente nutrida por voces de procedencia
italiana, con la que luego confluyeron otras jergas, como las de la
prostitución y las de diversos juegos o deportes, más un buen número de
ruralismos, gitanerías, lusitanismos y arcaísmos diversos”.
La definición, con ser exacta dista
de ser verdadera, porque, de hecho,
entendemos por lunfardo otra cosa muy distinta, que es el habla
coloquial de Buenos Aires y, dentro de él, en especial, ciertos giros en
constante cambio mediante cuyo uso se intenta incrementar la expresividad de la
conversación.
Porque es obvio que decir “pibe” o
“bronca” para nada acredita que quien lo hace sea un maleante o un marginal, y
ni siquiera un burrero. Es real que “laburo” era cada una de las tareas del
delincuente, pero resulta por demás claro
que no se utiliza hoy en ese sentido. Convengamos, de paso, en que la insistencia
generalizada en ese tipo de términos lleva a un empobrecimiento sistemático de su capacidad de
significación, según es ley en toda terminología vulgar cuando se vuelve en
exceso somera, y no precisamente porque los vocablos que la componen entrañen
en sí vulgaridad, lo que es, además, cierto, como pasa con el despectivo y
ninguneante “chabón” y con los abrumadoramente polisémicos “flaco” o “boludo”.
No, el empobrecimiento se relaciona con algo más serio como es la incapacidad
de verbalizar pensamientos.
Pero aquí nos hallamos ante otro enfoque
y es que inevitablemente lo coloquial tira a vulgar y el localismo a tener un
destino en extremo efímero. No creo, en ese sentido, que el estudio del habla
popular gane centrándose en las variaciones infinitas que se registran en la
dimensión oral de las palabras. “Ortiba”, es “vesre” imperfecto de “batidor”,
delator, pero, de hecho, ortiba significa hoy, en lenguaje ya no tan juvenil,
tacaño, estrecho o mezquino. Supongo que el asunto sólo reviste interés en
tanto esas variantes cristalicen en textos y éstos sean reconocidos, después de
algún lapso, como merecedores de aprecio. Entonces sí, precisar qué quiso decir
el autor resultará importante, pero no en tanto la ocurrencia permanezca en la
esfera oral. La lingüística, al fin y al cabo, es lo que es y no una
interminable revisión de encuestas sociológicas.
Se me hace que jerga es el léxico
de una actividad u oficio, mezcla de tecnicismos con el deseo de apartar (de
ocultar, de algún modo) a los profanos del conocimiento de lo que se trata.
Médicos, abogados, comerciantes, han utilizado, desde que existen, formas
enmascaradas de exponer entre ellos lo que no juzgan conveniente que sepan los
demás. El delito, como es lógico, utiliza en profusión ese nivel subrepticio del
habla, tal como lo enseñan, sin ir más lejos, el lunfardo primigenio y el
actual “tumbero”.
Pero si un día todo el mundo dice
“mina”, ese cometido de disimulo deja de operar en tanto lo que se describe ya
no es la mujer que actuaba como campana en un asalto, que esa fue la acepción
primera. Luego el sentido varió pero por mucho tiempo el vocablo conservó carácter
de denostación: “En mi vida tuve muchas, muchas minas, pero nunca una mujer…” Más
tarde obtuvieron diploma la “gran mina” y la “mina bárbara”, pero todavía no
tenemos que la palabra sea absoluto sinónimo de fémina; si un día llegase esto
a suceder, el término mina perdería toda justificación en cuanto modismo autónomo:
se incorporaría al lenguaje general, o bien desaparecería. Entretanto subsiste
como escueta referencia local, sin otra propósito que el de acentuar,
simultánea y ambiguamente, lo afectuoso o lo descalificador.
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Imagen: Tapa del libro El lenguaje del bajo fondo de Luis C. Villamayor y Enrique R. Del Valle, uno de los primeros diccionarios de vocabulario lunfardo.