(De Leonardo Busquet)
Hay frases, “citas”, de dudoso origen. Malas copias o
simplemente estafas intelectuales. También las hay estúpidas o vulgares. Como
sea, el ciber espacio está colmado de estos albures del verbo.
Un ejército de gentes siente y perpetra la urgencia de
expresar algo, por primario que sea. Entonces percibe ese “oxígeno” de jugar en
las grandes ligas. En medio de semejante barullo, alguien escribió: “El
nivel de hipocresía de una sociedad se mide por la distancia que existe entre
los valores que se proclaman en público y los actos (y pensamientos) privados.
Cuando lo que reclamamos a los demás no coincide –en nada– con lo que hacemos y
pensamos, además de hipócritas podemos estar siendo esquizofrénicos o,
sencillamente, mal nacidos”. El ciber espacio es tan amplio, tan dispar,
que seguramente esa frase la escribió algún pensador de peso. Lo importante
aquí es rescatar el mensaje. Nos cae como anillo al dedo. Es una buena síntesis
de nosotros mismos. Y aclaro: no soy de los que se eternizan frente a la
computadora. Deploro esa actitud individualista y deshumanizada. No la rechazo
como herramienta de trabajo, aunque con los debidos cuidados del caso. Gozo de
una biblioteca tradicional a mano para constatar dudas. Hasta aquí con la
bendita computadora. Prefiero salir, ver el sol, mirar a los ojos y redescubrir
mis alrededores. Afuera espera una ciudad caótica, fragmentada, dislocada. Una
ciudad que parece miles de ciudades. Por momentos se presenta colmada de
espantapájaros. De caminantes zombis rumbo al futuro incierto. Apuro los pasos
por la peatonal del centro. Me detengo frente a la Confitería-Café
que ya no es. Constato que los malos augurios eran ciertos. Que ya no es la de
antes, que la estaban desalentando, vaciando y esas cosas. Miro en mi entorno
circundante y registro que nadie se atreve con la angustia de esa patética
soledad de mesas y sillas vacías que se adivinan tras los ventanales tapiados
por la urgencia de la desaparición. ¿Ya habrán robado todo?
Tantas veces, en esos ayeres seducidos por la esperanza, las
mesas latieron con el ritmo de una ciudad diferente y este concepto no remite
al viejo nostalgioso y melancólico del “todo pasado fue mejor”. Nada de eso.
Pero la ciudad de mi infancia fue otra. Hoy, el óxido vergonzante del tiempo
(junto a otros óxidos deleznables), mira de reojo las cenizas póstumas de
elegantes maderas, suntuosos mármoles y arañas imponentes con el sello de manos
artesanales. Desde aquella infausta noche todo es recuerdo e impotencia. Porque
fue en esa noche que le vaciaron la vida a la Confitería-Café. El cortejo
expoliador partió de madrugada, sin miradas entrometidas ni demasiada
polvareda. Pasaron las horas y la luz del día alumbró el despojo nocturno.
Algunos caminantes se indignaron en cuotas y dejaron correr un suspiro a destiempo
y sin mayor fuerza. Esos pocos, fueron superados por los muchos, los
indiferentes del elenco estable, preocupados por otras urgencias. Son los
tristes que transitan, una y otra vez, por delante del lugar despojado, por ese
frente que ya no anuncia aquello que se presentaba con esplendor. Hay una
mezcla extraña de tilinguería y desaprensión en esos caminantes ausentes. Es el
medio pelo al que poco le importa todo, o casi todo. Al medio pelo nada le
importó el grito de las agónicas mesas y sus sillas que anunciaban la caída.
“Una más” dirán, mientras dirigen la mirada para un costado más cómodo, el de
la indolencia. Otros, más despabilados, más comprometidos, recolectaron
más de 7000 firmas, petitorios, abrazos solidarios y quejas formales con recaudos
legales incluidos.
El pillaje patrimonial tuvo eco en la Justicia y
apareció un “no innovar”. Entonces se respiró un aire aunque no tan puro. La
cosa no es fácil, no te la hacen fácil, por lo menos como uno lo desea. Los
fuertes intereses comerciales del poder real decidieron cambiar la histórica
Confitería-Café por un espacio para vender zapatillas, o muñequitos, o cueros,
o gofio (¿se acuerdan?). Todo vale, todo, menos la preservación del patrimonio
histórico y tradicional de la caótica ciudad. Y mientras esto sucede, al medio
pelo tilingo la vida le pasa por el costado más gris y nada importa. Salvo la
billetera. Entonces sí, salen a las calles con sus abolladas cacerolas, siempre
meando fuera del tarro.
La débil memoria de la Confitería-Café solo
atina a recordar que en una de esas mesas (la más atrevida), Cortázar se dejó
enamorar por una mujer.
Pero qué carajo importa, eso ya fue, no se puede estar
mirando siempre al pasado, hay que darle paso al progreso…, dice el medio pelo
precario y uno queda girando en falso como un estúpido que niega el futuro.
Esta es una historia cuya derrota se repite con insolencia.
Los oportunos centauros del cemento y las tasas de interés, están atentos y al
acecho. Son voraces, salvajes y van por todo. Ostentan por sables sus gruesas
chequeras.
Sospecho que en aquellos viejos humos de los ceniceros del
débil otoño, quedaron aferrados sonidos de conversaciones, disputas, debates
atenienses, murmullos atrevidos, secretos inconfesables y la media voz de
futuros vientos huracanados. En esas mesas hubo poetas que –dicen– rivalizaron
con otra poética, más al sur profundo, más proletaria que el desplante de
alcurnias heredadas, de los que miran dos centímetros por encima de la historia
y los apañan las luces del centro. El lugar que referimos, al borde de la
indiferencia peatonal, va camino –¿inexorable? – al silencio penumbroso,
obligado por una “modernidad” que no se llega a entender bien. Mientras tanto,
la burocracia oficial da cuenta de pingües negocios. Lo demás, lo que nos importa,
tendrá el infame destino del inútil papel con membrete, el sello
correspondiente, la firma de la autoridad “competente” y el oscuro archivo. O
no. Quizás pueda suceder otra cosa. Puede triunfar la utopía. Pero, para que
ello suceda, para que los sueños se impongan, hay que caminar de otra manera,
con otro espíritu. Con una conciencia de amor más sólida. De eso se trata, de
un acto de amor que la ciudad necesita. Un mimito al alma de esos reductos
porteños que hicieron historia y que no merecen el destierro al que los lleva
el olvido colectivo. En el camino quedaron “El Tropezón”, “El Aguila”, “El
Paulista” y esa monumental herida que sangra indignación: “El Molino”, entre
muchos otros lugares memorables. En este punto, el lector integrará a la leve
lista sus propios recuerdos. Es cierto, algunos lugares fueron recuperados pero
no por eso debemos dormitar en laureles escasos. Hay un patrimonio que es
nuestro, que pertenece al pueblo, a su cultura, a su idiosincrasia. Es el
patrimonio que da cuenta de lo vivido por padres y abuelos y lo crecido por
nosotros. Si lo tenemos a mano, también será vivido y disfrutado por los que
vienen en camino. La memoria no debe ser eso que sólo recordamos a través de
una ajada foto. Hay espacios vitales que se deben preservar para disfrutarlos y
memorar en sus entrañas y no desde un descolorido cartón. Perdón, me olvidaba.
Hasta aquí hemos hablado de la Confitería-Café Richmond
de la calle Florida… ¿Se acuerdan?
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Imagen: Marquesina de la confitería "Richmond" (Foto tomada de www.cronicasportenas.blogspot.com)