20 dic 2012

¿Se acuerdan de...?



(De Leonardo Busquet)

Hay frases, “citas”, de dudoso origen. Malas copias o simplemente estafas intelectuales. También las hay estúpidas o vulgares. Como sea, el ciber espacio está colmado de estos albures del verbo.
Un ejército de gentes siente y perpetra la urgencia de expresar algo, por primario que sea. Entonces percibe ese “oxígeno” de jugar en las grandes ligas. En medio de semejante barullo, alguien escribió: “El nivel de hipocresía de una sociedad se mide por la distancia que existe entre los valores que se proclaman en público y los actos (y pensamientos) privados. Cuando lo que reclamamos a los demás no coincide –en nada– con lo que hacemos y pensamos, además de hipócritas podemos estar siendo esquizofrénicos o, sencillamente, mal nacidos”. El ciber espacio es tan amplio, tan dispar, que seguramente esa frase la escribió algún pensador de peso. Lo importante aquí es rescatar el mensaje. Nos cae como anillo al dedo. Es una buena síntesis de nosotros mismos. Y aclaro: no soy de los que se eternizan frente a la computadora. Deploro esa actitud individualista y deshumanizada. No la rechazo como herramienta de trabajo, aunque con los debidos cuidados del caso. Gozo de una biblioteca tradicional a mano para constatar dudas. Hasta aquí con la bendita computadora. Prefiero salir, ver el sol, mirar a los ojos y redescubrir mis alrededores. Afuera espera una ciudad caótica, fragmentada, dislocada. Una ciudad que parece miles de ciudades. Por momentos se presenta colmada de espantapájaros. De caminantes zombis rumbo al futuro incierto. Apuro los pasos por la peatonal del centro. Me detengo frente a la Confitería-Café que ya no es. Constato que los malos augurios eran ciertos. Que ya no es la de antes, que la estaban desalentando, vaciando y esas cosas. Miro en mi entorno circundante y registro que nadie se atreve con la angustia de esa patética soledad de mesas y sillas vacías que se adivinan tras los ventanales tapiados por la urgencia de la desaparición. ¿Ya habrán robado todo?
Tantas veces, en esos ayeres seducidos por la esperanza, las mesas latieron con el ritmo de una ciudad diferente y este concepto no remite al viejo nostalgioso y melancólico del “todo pasado fue mejor”. Nada de eso. Pero la ciudad de mi infancia fue otra. Hoy, el óxido vergonzante del tiempo (junto a otros óxidos deleznables), mira de reojo las cenizas póstumas de elegantes maderas, suntuosos mármoles y arañas imponentes con el sello de manos artesanales. Desde aquella infausta noche todo es recuerdo e impotencia. Porque fue en esa noche que le vaciaron la vida a la Confitería-Café. El cortejo expoliador partió de madrugada, sin miradas entrometidas ni demasiada polvareda. Pasaron las horas y la luz del día alumbró el despojo nocturno. Algunos caminantes se indignaron en cuotas y dejaron correr un suspiro a destiempo y sin mayor fuerza. Esos pocos, fueron superados por los muchos, los indiferentes del elenco estable, preocupados por otras urgencias. Son los tristes que transitan, una y otra vez, por delante del lugar despojado, por ese frente que ya no anuncia aquello que se presentaba con esplendor. Hay una mezcla extraña de tilinguería y desaprensión en esos caminantes ausentes. Es el medio pelo al que poco le importa todo, o casi todo. Al medio pelo nada le importó el grito de las agónicas mesas y sus sillas que anunciaban la caída. “Una más” dirán, mientras dirigen la mirada para un costado más cómodo, el de la indolencia.  Otros, más despabilados, más comprometidos, recolectaron más de 7000 firmas, petitorios, abrazos solidarios y quejas formales con recaudos legales incluidos.
El pillaje patrimonial tuvo eco en la Justicia y apareció un “no innovar”. Entonces se respiró un aire aunque no tan puro. La cosa no es fácil, no te la hacen fácil, por lo menos como uno lo desea. Los fuertes intereses comerciales del poder real decidieron cambiar la histórica Confitería-Café por un espacio para vender zapatillas, o muñequitos, o cueros, o gofio (¿se acuerdan?). Todo vale, todo, menos la preservación del patrimonio histórico y tradicional de la caótica ciudad. Y mientras esto sucede, al medio pelo tilingo la vida le pasa por el costado más gris y nada importa. Salvo la billetera. Entonces sí, salen a las calles con sus abolladas cacerolas, siempre meando fuera del tarro.
La débil memoria de la Confitería-Café solo atina a recordar que en una de esas mesas (la más atrevida), Cortázar se dejó enamorar por una mujer.
Pero qué carajo importa, eso ya fue, no se puede estar mirando siempre al pasado, hay que darle paso al progreso…, dice el medio pelo precario y uno queda girando en falso como un estúpido que niega el futuro.
Esta es una historia cuya derrota se repite con insolencia. Los oportunos centauros del cemento y las tasas de interés, están atentos y al acecho. Son voraces, salvajes y van por todo. Ostentan por sables sus gruesas chequeras.
Sospecho que en aquellos viejos humos de los ceniceros del débil otoño, quedaron aferrados sonidos de conversaciones, disputas, debates atenienses, murmullos atrevidos, secretos inconfesables y la media voz de futuros vientos huracanados. En esas mesas hubo poetas que –dicen– rivalizaron con otra poética, más al sur profundo, más proletaria que el desplante de alcurnias heredadas, de los que miran dos centímetros por encima de la historia y los apañan las luces del centro. El lugar que referimos, al borde de la indiferencia peatonal, va camino –¿inexorable? – al silencio penumbroso, obligado por una “modernidad” que no se llega a entender bien. Mientras tanto, la burocracia oficial da cuenta de pingües negocios. Lo demás, lo que nos importa, tendrá el infame destino del inútil papel con membrete, el sello correspondiente, la firma de la autoridad “competente” y el oscuro archivo. O no. Quizás pueda suceder otra cosa. Puede triunfar la utopía. Pero, para que ello suceda, para que los sueños se impongan, hay que caminar de otra manera, con otro espíritu. Con una conciencia de amor más sólida. De eso se trata, de un acto de amor que la ciudad necesita. Un mimito al alma de esos reductos porteños que hicieron historia y que no merecen el destierro al que los lleva el olvido colectivo. En el camino quedaron “El Tropezón”, “El Aguila”, “El Paulista” y esa monumental herida que sangra indignación: “El Molino”, entre muchos otros lugares memorables. En este punto, el lector integrará a la leve lista sus propios recuerdos. Es cierto, algunos lugares fueron recuperados pero no por eso debemos dormitar en laureles escasos. Hay un patrimonio que es nuestro, que pertenece al pueblo, a su cultura, a su idiosincrasia. Es el patrimonio que da cuenta de lo vivido por padres y abuelos y lo crecido por nosotros. Si lo tenemos a mano, también será vivido y disfrutado por los que vienen en camino. La memoria no debe ser eso que sólo recordamos a través de una ajada foto. Hay espacios vitales que se deben preservar para disfrutarlos y memorar en sus entrañas y no desde un descolorido cartón. Perdón, me olvidaba. Hasta aquí hemos hablado de la Confitería-Café Richmond de la calle Florida… ¿Se acuerdan?
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 Imagen: Marquesina de la confitería "Richmond" (Foto tomada de www.cronicasportenas.blogspot.com)