(De Orlando Umberto Acosta)
Mirá hermano, lo que te cuento parece cosas de brujas, pero
te aseguro que está escondido en algún lugar de Buenos Aires y nos está
buscando.
En una esquina de Lavalle, el Negro Montero acariciaba el antiguo
reloj de cobre y el recuerdo de mi viejo se me prendió en el alma, seguí
subiendo y casi al llegar a la otra esquina fue Rivero el que acarició las
notas de un tango. Pude continuar la noche parado en esa cuadra, pero algo me
tiró a cruzar la 9 de Julio. Llegué a Corrientes y con el gigante a mis
espaldas miré hacia donde se pone el sol, me di vuelta para ver donde nace,
después cerré los ojos y quise imaginarla angosta, pero al abrirlos las luces
me cegaron devolviéndome la imagen de esta linda Buenos Aires que tiene tantos
misterios como historias, que no querés que se escapen, que se pierdan o queden
escondidas en algún zaguán.
Cuando llegué a Belgrano caminé hasta San José, después tomé
al sur buscando los burdeles que te hacen ruido de antes. La noche estaba
serena, tranquila, con un calorcito del norte invitándome a un trago.
De golpe, como por antojo, sin ser invitado, un trueno
pareció partir la tierra en dos pedazos, las luces se apagaron, pero un
relámpago agregó misterio a la noche. Cuando todo pasó… más oscuro que antes,
las casas más bajas –no puedo creerlo–, en la esquina un farolito apenas
iluminando, la luna tira un hilo de plata en las piedras negras, pero brillando
en la noche de Montserrat. En algún lugar suenan los tambores de los negros y
el candombe vive con el tango en esa calle. De un boliche se escapan las notas
de un dos por cuatro, me arrastran para adentro sin preguntarme, parece que está
diciendo: Sé que me estás buscando.
Cuatro mesas y algún borracho. Me metí como si fuera mi casa;
del otro lado del mostrador una puerta a un patio, una planta de glicina con
sus racimos celestes colgando, a la izquierda una escalera a un cuarto y otros
cuantos a la derecha; Charlo canta “Viejo Ciego” y Canaro lo acompaña. Crucé el
patio como si la mina me esperara, giré la cabeza a un lado, juntas las caras y
salimos bailando. A un costado un guapo canfinflero de bigotito afinado, me
mira como con bronca y amaga, otro lo para, le chamuya al oído, y se rajan.
–Quedate, no te vayas –imploró la percanta. –Sé que te están
esperando.
La tomo suave de los hombros para calmarla. Me acomodé el
sombrero y el cuchillo, caminé unas cuadras para el lado del bajo. Dos sombras
se cruzaron… ya estoy en el suelo, en la camisa, roja brota la sangre… escucho
un mateo, me subo… Cuando despierto, sentado en la cama, tengo los ojos tapados
con las manos para que esas imágenes no se me pianten, pero al sacarlas veo el
sombrero, me miro y tengo una herida en el costado, en el suelo hay una camisa
manchada con sangre.
Yo no creo en brujas, hermano, pero te aseguro que en algún
lugar de Buenos Aires anda escondido un cacho de tiempo que no quiere irse,
siempre nos está esperando, está en alguna esquina, en algún barrio o en un
tango, no le gusta verte desnudo, si te encuentra te tira entre otras cosas un
sombrero y un cuchillo.
Esto no le pasa a cualquiera. Desde entonces, donde esté,
quiero sacarlo, por eso cuando camino solo por Buenos Aires, por sus barrios,
siempre, siempre, voy cantando o silbando un tango.
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Ilustración: “Duelo criollo”, dibujo humorístico tomado de
la página Esgrima criolla.